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La traición de los partidos obreros facilitó la llegada de Hitler al poder

A finales de enero de 1933, Hitler fue nombrado Canciller por el Presidente de la República Alemana, el Mariscal de Campo Hindenburg, mientras en las calles crecía el terror nazi. La crisis económica mundial de 1929 había golpeado duramente a la economía alemana. En 1932 había seis millones de parados en el país, casi uno de cada tres asalariados. El desastre también arruinó a toda una parte de la pequeña burguesía, pequeños comerciantes, artesanos y agricultores.

El Partido Nazi, que en el momento de su creación no era más que un partido de extrema derecha entre muchos otros, y que en 1928 sólo había obtenido el 2,6% de los votos en las elecciones, había conseguido reclutar a cientos de miles de pequeños burgueses, arruinados y enfurecidos por su decadencia social. Las SA tenían 200.000 miembros en 1930, 400.000 dos años después.

A los trabajadores alemanes no les habría faltado fuerza y determinación para oponerse al ascenso del nazismo si sus partidos les hubieran ofrecido perspectivas reales. La socialdemocracia, que seguía siendo el partido obrero más influyente, puso entonces todo su peso político en convencer a la clase obrera de que, para protegerse del peligro fascista, tenía que apoyarse en las instituciones burguesas, o incluso en los propios hombres de la burguesía. En nombre de la política del mal menor, a principios de 1932, durante las elecciones a la presidencia del Reich, llamó al bloqueo contra Hitler votando en primera vuelta por el mariscal Hindenburg, el mismo que llevaría a Hitler al poder un año más tarde. Los dirigentes socialistas justificaron incluso la represión de huelgas o manifestaciones obreras.

El KPD, Partido Comunista Alemán, fundado en 1919, había dejado de ser un partido revolucionario en 1933. Su política seguía todos los giros de la política estalinista. El KPD se negó a considerar la defensa armada de los trabajadores contra el fascismo, en unidad con los socialistas, con el pretexto de que estos últimos eran los «hermanos gemelos» de los nazis. Sus campañas sistemáticas contra la socialdemocracia le impidieron ganarse la confianza de los trabajadores, que seguían siendo predominantemente socialistas. Había cuatro millones y medio de trabajadores en los sindicatos socialdemócratas, frente a 300.000 en los comunistas.

La noche del 27 de febrero de 1933, un mes después de la entrega del poder a Hitler, el incendio del Reichstag sirvió de pretexto para desencadenar una terrible ofensiva contra las organizaciones obreras. Hitler declaró que «había llegado el momento de acabar con el comunismo». Se crearon los primeros campos de concentración, en los que decenas de miles de militantes fueron torturados y asesinados.

Toda la historia de Alemania desde 1918 hasta 1933 había sido una historia de oportunidades revolucionarias perdidas.