Era inevitable que la publicación del acuerdo de divorcio entre Gran Bretaña y la Unión Europea (UE) el 15 de noviembre desencadenara una nueva tormenta en la clase política británica, y esta no ha faltado. Apenas el gobierno hubo conocido el contenido de este acuerdo sobre el Brexit, que cuatro de sus miembros dimitían, entre ellos Dominique Raab, el “ministro del Brexit”. Cuatro más de sus colegas han seguido su ejemplo, con lo que el número de ministros que han abandonado a Theresa May en otros tantos meses de negociaciones asciende a más de 20. Al mismo tiempo, el Grupo de Investigación sobre Europa, la faccion más ruidosa de los partidarios de un Brexit duro entre los diputados conservadores, puso en marcha un procedimiento para desencadenar un voto de censura en mayo por parte de su propio partido, que la obligaría a dimitir.
¿Significa eso que las 585 páginas de este acuerdo contienen novedades? Para nada. Es sólo que sus cláusulas, que hasta ahora habían sido objeto de todo tipo de especulación, se congelan ahora en un texto final que se someterá a la aprobación de la Cumbre de la UE prevista para el 25 de noviembre.
¿Pero de qué trata este acuerdo? Fundamentalmente dos aspectos: por un lado, el equilibrio de los compromisos financieros de Gran Bretaña como miembro de la UE y, por otro, el marco de las futuras negociaciones sobre sus futuras relaciones comerciales con la UE. Sin embargo: mucho ruido y pocas nueces; estos veinte meses de negociaciones habrán servido sobre todo para… ¡preparar nuevas negociaciones que prometan ser al menos tan largas y, muy probablemente, tan ricas en estallidos nacionalistas dentro de la clase política!
Lo más remarcable es que este acuerdo ofrece a las grandes empresas lo que pedían: plazos previsibles y ampliables. De hecho, después del 29 de marzo de 2019, fecha en la que se supone que el Brexit entrará en vigor, habrá un primer período transitorio de 15 meses, durante el cual…. nada cambiará, excepto que Gran Bretaña, que ya no será miembro de la UE, no estará representada en sus diversos órganos. Por lo demás, la libre circulación de mercancías y personas seguirá aplicándose en Gran Bretaña, al igual que toda la legislación europea.
Si al final de esta primera transición, en julio de 2020, las negociaciones previstas no han desembocado en un tratado comercial, la UE y Gran Bretaña pueden decidir de mutuo acuerdo ampliar el período de transición en las mismas condiciones, hasta un plazo por determinar: Theresa May habló de 2022, pero la fecha exacta debe ser añadida al acuerdo por la Cumbre Europea del 25 de noviembre.
Por último, en caso de que no se celebre ningún tratado en este plazo, ya se ha previsto una solución de emergencia por un período indefinido, hasta que ambas partes pongan fin a la misma de mutuo acuerdo. Durante este período, el comercio de mercancías entre Gran Bretaña y la UE seguiría libre de derechos de aduana, siempre que las nuevas directivas adoptadas por la UE en relación con estas mercancías se reproduzcan en la legislación británica.
Es cierto que durante este último período transitorio los servicios financieros dejarían de beneficiarse de su actual acceso al mercado único. Pero ha pasado mucho tiempo desde que las principales compañías financieras que operan desde Londres comenzaron a prepararse para ello. Los gigantes bancarios ya han reforzado su presencia en el continente para evitar cualquier discontinuidad en su acceso al mercado financiero europeo. La propia Bolsa de Londres acaba de transferir a Milán la gestión de gran parte de sus transacciones en euros. En cuanto a los gigantes de los seguros, todos ellos tienen ahora filiales en Dublín para gestionar los contratos suscritos por sus clientes establecidos en la UE.
En otras palabras, estos veinte meses de negociaciones habrán servido sobre todo para una cosa: pase lo que pase, las grandes empresas -británicas, europeas e internacionales- tendrán todo el tiempo que necesiten para tomar medidas para preservar sus beneficios. No es por nada que los miembros de la CBI, la patronal británica, ovacionaron de pie a Theresa May en su Congreso anual el 19 de noviembre.
Si bien los intereses del capital están protegidos, no puede decirse lo mismo de los trabajadores. En su discurso ante el Congreso de la CBI, Theresa May dijo que ya no sería posible que ciudadanos de la UE , por ser europeos, tengan prioridad a la hora de trabajar sobre homólogos de Sydney o Delhi, independientemente de sus habilidades. Este tipo de lenguaje se ha convertido en algo habitual en el discurso oficial, para contrarrestar la escalada xenófoba. ¡No importa que todo sea un montón de mentiras! Por ejemplo, durante el año pasado a cientos de médicos reclutados en la India para la sanidad pública se les negó el visado para ocupar sus puestos en Gran Bretaña como consecuencia de las cada vez más drásticas restricciones de inmigración introducidas por la propia Theresa May, como Ministra del Interior de los anteriores gobiernos conservadores.
Pero el aspecto más hipócrita de esta demagogia es que, sin los millones de inmigrantes no cualificados de la UE que vinieron a trabajar a Gran Bretaña, sectores enteros de la economía simplemente habrían dejado de funcionar, tanto los servicios públicos como la salud y el apoyo a las personas mayores, o los sectores privados como la construcción y la industria del automóvil.
Ayer, esta demagogia xenófoba adoptada por la clase política para cubrir sus ataques sistemáticos contra las clases trabajadoras en la crisis trajo consigo el Brexit. Y hoy se está reciclando, para enmascarar una ofensiva contra toda la clase obrera.
Porque incluso si los intereses del capital están protegidos por el momento, las grandes empresas ya están aprovechando el pretexto ofrecido por el Brexit para reforzar la relación de fuerzas a su favor, anticipándose así a las amenazas que la crisis supone para sus beneficios. Esta ofensiva se refleja, entre otras cosas, en el creciente número de despidos y de medidas de desempleo técnico en las industrias del automóvil y afines, la más reciente de las cuales fue el cierre de una fábrica de Michelin en Escocia y el anuncio de PSA del probable cierre de una de las tres unidades de producción de su filial británica, Vauxhall.
En los años anteriores a la situación actual, la clase obrera británica no ha tenido la oportunidad de responder, presentando sus intereses de clase, a la demagogia repugnante que estaban invadiendo la escena política británica. Hoy, frente a la ofensiva antiobrera que está tomando forma y a la presión nacionalista y xenófoba que la acompaña, esta respuesta es más necesaria que nunca.