Brasil acaba de votar y Lula será de nuevo presidente del país con un 50,9% de los votos frente al 49,1% de Bolsonaro, rechazado por muchos por racista y llevar una política anti obrera. Aún, así, no hay que cerrar los ojos: Bolsonaro ha conseguido un gran apoyo entre los trabajadores.
Este será el tercer mandato de Lula, un ex sindicalista que luchó contra la dictadura, que ha sufrido acusaciones que lo llevaron a prisión, con graves acusaciones por corrupción. Lula ha prometido que acabará con el hambre, que afecta a 33 millones de brasileños, habla de creación de puestos de trabajo y de acabar con la deforestación del Amazonas. No dice cómo llevará a cabo tales objetivos con la recesión económica actual. Lula ni siquiera ha prometido derogar la reforma de las pensiones que Bolsonaro impuso hace tres años, las reformas laborales y de la seguridad social.
No, la derecha brasileña no va a tener problemas en congraciarse con Lula; ya ha gobernado durante ocho años, apoyándose en partidos y cargos de la derecha y en alianza con banqueros y empresarios representantes del gran capital. El nuevo gobierno de Lula seguirá el camino trazado por el gran capital que lo apoyó en la campaña, aunque con formas diferentes a las de Bolsonaro.
Los representantes de la izquierda que terminan compartiendo tantos espacios con la derecha, acaba por allanarles el camino y facilita el resurgir de la extrema derecha, porque las decepciones en política se pagan caras. Es reconfortante, claro está, la derrota de Bolsonaro, pero no es posible combatir la derechización de Brasil, aliándote con una derecha aparentemente “más humana”.
Por eso, en Brasil pero también aquí y por todas partes, es necesario más que nunca la creación de un verdadero partido de la clase trabajadora en su conjunto, que restituya la confianza en la perspectiva concreta del socialismo revolucionario.