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La expansión del movimiento obrero en España

Hacia la politización de las luchas

Aunque durante el breve periodo iniciado por la revolución de 1868, la Internacional tuvo una sección en España, puede decirse que la verdadera historia del movimiento obrero español empieza en la segunda década del siglo XX.

En los años anteriores a 1910, se había producido un proceso de concentración industrial, propiciado por la producción y la utilización en gran escala de la industria eléctrica, y también por la repatriación de capitales después del desastre colonial de 1898. Se crearon los grandes bancos (Hispano-Americano, Español de Crédito, Vizcaya, etc.), los cuales financiaron y se adueñaron de las principales industrias eléctricas, mineras y siderúrgicas del país.

Sin embargo, este proceso no hizo sino acentuar la gran contradicción existente entre la industria y la agricultura, pues esta última seguía dominada por una minoría de propietarios que mantenían sus privilegios bloqueando cualquier cambio de estructuras e impidiendo un posible aumento de la producción agraria. Ello se traduciría, igual que en el siglo XIX, en en violentas revueltas campesinas contra el poder de los terratenientes.

Durante estos primeros años, las dos principales corrientes del movimiento obrero español, el socialismo y el anarquismo, siguieron desarrollándose cada una por su lado, afianzándose la primera en Madrid, Vizcaya y Asturias, y la segunda en Cataluña y Andalucía. Entre 1900 y 1910, hubo numerosas huelgas reivindicativas en las principales ciudades industriales y violentas luchas en el campo andaluz.

Antes de seguir adelante, puede ser interesante ver cómo se desarrolló la huelga general de Barcelona de 1909, pues fue la primera vez que un sector del proletariado se movilizó por objetivos de carácter político, ya que, como dice muy bien G. Munis en su libro “Jalones de derrota, promesa de victoria”: “Tanto las cualidades como los defectos mostrados por el movimiento español, se encuentran rudimentariamente en la huelga de 1909: acción rápida, combatividad tesonera, anticlericalismo, conciencia política; pero también infeudación ilusa al republicanismo burgués, atolondramiento anarquista, cobardía o deserción socialdemócrata, ausencia de dirección firme…”

Los hechos se produjeron después que el Sultán de Marruecos, cuyo territorio era controlado por Francia y España a raíz de la conferencia de Algeciras de 1906, pusiera en manos de compañías españolas, francesas y alemanas, las minas de Melilla. Exasperados ante la negativa de las compañías de concederles los aumentos de salarios que pedían, los obreros marroquíes se rebelaron y atacaron a les europeos y a las tropas españolas que trataban de protegerlos.

Respondiendo a esta decisión gubernamental, el Partido Socialista dijo taxativamente por boca de Pablo Iglesias: “Los enemigos del pueblo español no son los marroquíes, sino el gobierno. Hay que combatir al gobierno empleando todos los medios. En vez de tirar hacia abajo, los soldados deben tirar hacia arriba. Si es preciso, los obreros irán a la huelga general con todas sus consecuencias, sin tener en cuenta las represalias que el gobierno puede ejercer contra ellos”. Pero los hechos no tardarían en demostrar que las rimbombantes declaraciones de Pablo Iglesias escondían la misma pasividad que los socialistas podrían otra vez de manifiesto en 1914.

Cuando comenzaron los embarques de tropas en el puerto de Barcelona, las despedidas se transformaron rápidamente en manifestaciones contra la guerra, y la Federación Socialista de Cataluña no dudó, creyendo en las palabras de Pablo Iglesias, en proponer una acción conjunta. El 23 de julio, en Madrid, los familiares de los reservistas se enfrentaron también con la policía para impedir la salida de los trenes. Ante esta situación, el comité de huelga de Barcelona se puso en contacto con las organizaciones obreras de Madrid, Valencia, Zaragoza, Bilbao, etc., para anunciarles su decisión de iniciar la huelga general el 26 de julio y pedirles de solidarizarse con ella. Pero el Comité Nacional del PSOE, presidido por el “antibelicista” Pablo Iglesias, respondió que la fecha le parecía prematura y se salió por la tangente dando a su vez una orden de huelga… para el 2 de agosto.

El 26 de julio, los trabajadores de Barcelona y su provincia fueron todos a la huelga. El gobierno respondió decretando el estado de guerra y enviando tropas contra los huelguistas. Pero los obreros no se amilanaron. Asaltaron las armerías para poder defenderse. En estas condiciones, la huelga no tardó en adquirir un carácter insurreccional. Pero los días pasaban sin que la huelga se extendiera y el gobierno pudo concentrar tropas en Barcelona. Después de duros combates, el ejército se impuso brutalmente. El día 2 de agosto, todo había terminado en Barcelona y, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el PSOE prefirió retirar su orden de huelga. Según las cifras dadas por algunos historiadores, hubo 600 muertos, 200 heridos y más de mil detenidos. Después llegarían los fusilamientos “ejemplares”, entre ellos, el del teórico anarquista Francisco Ferrer, que no había participado para nada en los acontecimientos.

Sin dirección, articulación ni objetivos precisos, la huelga insurreccional de Cataluña pudo ser convertida en motín por los partidarios de Alejandro Lerroux, que se dedicaron única y exclusivamente a quemar iglesias y conventos. Pero, a pesar de todo, el hecho que los obreros barceloneses hubieran conseguido adueñarse de la ciudad durante una semana no cayó en el olvido y, desde entonces, el proletariado español se levantaría repetidas veces por reivindicaciones de tipo político.

En el periodo comprendido entre la “semana trágica” y el estallido de la Primera Guerra mundial, los hechos más destacados a nivel político-social fueron la firma del pacto electoral entre republicanos y socialistas, en noviembre de 1909; la creación de la CNT, en septiembre de 1911, y la ola de huelgas que recorrió el país entre 1910 y 1913.

Gracias a la conjunción republicano-socialista, estas fuerzas obtuvieron excelentes resultados en las grandes ciudades en las elecciones municipales de diciembre de 1909 y consiguieron 40 escaños en las legislativas de 1910, de los cuales 39 fueron para los republicanos y 1 para los socialistas en la persona de Pablo Iglesias.

La reorganización del movimiento anarquista, iniciada tras la represión de 1909, se concretizó en la creación de la CNT dos años después. Desde entonces, sus efectivos irán creciendo, salvo durante los períodos de represión a que se verá sometida. (Pasaría de unos 30.000 afiliados en 1911, a 15.000 (?) en 1915, para alcanzar los 700.000 (?) en 1919, año en el que superó ampliamente a la UGT, que tenía entonces unos 160.000). Sin embargo, a pesar de haberse declarado apolítica desde su fundación, la CNT no dudó en apoyar, cada vez que se presentó la ocasión, los movimientos dirigidos por los republicanos radicales, participando en disturbios y revueltas organizados por éstos o dándoles incluso su voto. En vez de recurrir a la acción unitaria de las masas explotadas, la CNT anduvo siempre entre el compadreo con los republicanos pequeñoburgueses y el aislamiento sectáreo que la llevaría tantas veces a protagonizar acciones tan heroicas como estériles.

Tras la ola de huelgas que había paralizado ciudades enteras en el Norte y en el Sur, la UGT creyó llegado el momento de convocar una huelga general en toda España. Iniciada el 18 de septiembre de 1911, solo fue efectiva en el Norte, fracasando en Madrid y en el resto de España, excepto en la región valenciana, donde la huelga se transformó en insurrección y se llegó a proclamar la república en algunas localidades. La participación de los anarquistas al lado de los republicanos radicales en estos hechos, significó el cierre de los locales de la recién creada CNT, que fue declarada ilegal por el gobierno. La UGT tuvo sus locales cerrados durante unos meses, pero pudo proseguir sus actividades sin más problemas.

Las principales reivindicaciones de los trabajadores durante estas huelgas eran la reducción de la jornada de trabajo, que era de diez horas o más; la supresión del trabajo a destajo y el derecho a la asociación.

Un año más tarde, en septiembre de 1912, se produjo la huelga de los ferroviarios, que reclamaban un 30% de aumento salarial, la reddución de la jornada de trabajo y el derecho a la jubilación. La iniciaron los 7.000 ferroviarios catalanes de la M.Z.A y se extendió rápiamente por todo el país. El gobierno militarizó a los 12.000 ferroviarios de la primera reserva y envió fuerzas del ejército para reemplazar a los huelguistas., pero todas estas medidas resultaron ineficaces para romper la huelga. Finalmente, el gobierno tuvo que parlamentar con el comité de huelga y prometerle que las principales reivindicaciones de los huelguistas serían recogidas en un proyecto de ley que se presentaría a las Cortes. Los ferroviarios reemprendieron el trabajo después de esta promesa, pero el proyecto de ley jamás vio la luz.

En 1913, el número de jornadas perdidas por huelga dobló respecto al año anterior (se perdieron 2.250.000). Durante tres años, las luchas obreras se habían ido intensificando y se habían convertido muchas veces en generales al nivel local. La intervención militar en Marruecos había contribuido a elevar la conciencia política de los trabajadores, que se habían movilizado varias veces contra la guerra de Marruecos y seguirían haciéndolo en el futuro.

En España, el impacto de la guerra europea y sus consecuencias no empezaron a sentirse hasta 1915. A partir de entonces, se vio como la neutralidad española propiciaba fabulosos negocios y enriquecía extraordinariamente a banqueros, fabricantes y terratenientes; mientras que los trabajadores del campo y la ciudad, cuyos salarios oscilaban entre 2 y 5 pesetas por 10 horas de trabajo, se veían sumidos en la mayor miseria debido a la loca carrera emprendida por los precios desde 1914.

Según el oficioso Instituto de Reformas Sociales, el jornal medio diario era de 2,76 ptas. en 1914, y de 3,53 ptas. en 1918. Mientras que, durante el mismo periodo, los precios de los artículos de primera necesidad se dispararon. Basta ver la evolución de los artículos que constituían la alimentación básica de las familias trabajadoras para comprobarlo:

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Como puede verse, mientras los salarios medios subieron tres reales (0,77 ptas.), estos alimentos básicos aumentaron casi 7 ptas. en total. Los alquileres pasaron de 12 a 30 ptas., y la ropa y el calzado triplicaron su precio.

Mientras tanto, los terratenientes olivareros veían pasar la producción de aceite de 2.654.000 Qm. en 1914, a 4.278.000 Qm. en 1918. Y los precios, que eran de 107 ptas. el Qm. en 1914, subir hasta 160 ptas. en 1918.

Por su parte, los grupos financieros del Norte (País Vasco y Asturias principalmente), que dominaban las producciones siderúrgicas, minera y papelera, vieron aumentar en este mismo periodo un 543% el precio de lingote de hierro, un 420% el precio del papel y un 462% el precio del carbón.

Pero si los capitalistas más favorecidos por los pedidos de las potencias beligerantes fueron los del carbón y del acero, los demás también pudieron realizar grandes ganancias, como lo muestra la evolución global de los precios al por mayor, que pasaron del índice 100 en 1914 al de 223,4 en 1920.

Los socialistas españoles y la guerra

Frente a los problemas políticos planteados por la guerra europea y la bancarrota de la II Internacional, los socialistas se limitaron a adoptar las mismas posiciones que sus aliados republicanos y los viejos dirigentes del socialismo francés. “De vencer el imperialismo austriaco-germano”, decían en el dictamen sobre la guerra elaborado en el X Congreso del PSOE, celebrado a finales de octubre de 1915, “habrá un retroceso o un alto para el socialismo y la democracia: de obtener la victoria los países aliados, nuestra causa realizará grandes progresos, incluso en Alemania y Austria”.

Para la mayoría de los dirigentes socialistas no se trataba de denunciar la guerra imperialista que libraban entre sí los países capitalistas más avanzados, sino de apoyar “al capitalismo que en la guerra lleva la tendencia más progresista”. Según ellos, la socialdemocracia alemana “había faltado a sus compromisos con la Internacional Obrera sosteniendo el kaiserismo…” (¡Cómo si hubiera sido la única!).

De hecho, durante los primeros años de la guerra, los dirigentes socialistas dedicaron más tiempo y energías al pleito de “aliadófilos” y “germanófilos” que dividía a los partidos españoles y apasionaba a los intelectuales, que a los problemas de los trabajadores, cuyos salarios caían en picado, mientras los precios se disparaban.

En 1916, empezaron a surgir huelgas y manifestaciones contra la subida de los precios. En Logroño hubo un obrero muerto y cinco heridos por la policía. Los mineros de Jaén y de Cartagena cesaron el trabajo. Ante el aumento del descontento popular, la UGT y la CNT -que había vuelto a la legalidad en 1914- firmaron en julio un pacto para ir a la huelga general contra la carestía de la vida. Era la primera vez que ambos sindicatos se ponían de acuerdo para realizar una acción. El gobierno se asustó y mandó detener a los firmantes del pacto. Pero pronto debió enfrentarse no con una amenaza de huelga, sino con una huelga real, protagonizada por los ferroviarios del Norte, que se pusieron en lucha no solo por cuestiones salariales, sino también por el reconocimiento de su propio sindicato. Durante cuatro días, los patronos se mantuvieron firmes. Pero los ferroviarios pidieron ayuda a los mineros asturianos, que se pusieron a su vez en huelga en solidaridad con sus compañeros. Y fue así, paralizando las mines en aquel período de grandes beneficios empresariales, como los mineros obligaron al gobierno a dictar un laudo favorable para los ferroviarios.

La huelga general de 1917

En la primavera de 1917, soplaban aires de revueltas en todas partes. Entre las masas víctimas de la inflación, en primer lugar; pero también en el seno del ejército, donde se habían creado unas llamadas Juntas de Defensa con el fin de presionar al gobierno y obligarle a satisfacer las reclamaciones de los mandos. Esto llevó a los dirigentes republicanos y socialistas a creer que podrían contar con los militares para derrocar la monarquía e instaurar la república. (¡Cómo si la España de 1917 fuera la España de 1868!). por un lado, las veleidades liberales del ejército hacía tiempo que habían desparecido, y la aparición del proletariado como factor revolucionario había convertido al ejército en el último baluarte del régimen; por el otro, se había producido la revolución rusa y sus repercusiones se sentían en toda Europa. Pero si el ejército había perdido sus restos liberales, no había perdido la costumbre de intervenir en política. Con la guerra de Marruecos al fondo, los militares se sentían inclinados a irrumpir en la escena política y a resolver todos los problemas a sablazos. A partir de entonces y hasta 1923, las juntas militares nombrarán y destituirán ministros desde los cuartos de banderas…

Viendo crecer la agitación obrera contra la carestía de la vida, acentuarse la rivalidad entre terratenientes y burguesía, agravarse las contradicciones entre el poder central y las nacionalidades y entre el gobierno y los militares, los dirigentes de la UGT-PSOE establecieron un pacto con los republicanos para lanzar un movimiento político destinado a derrocar la monarquía y a formar un gobierno provisional que convocara a Cortes constituyentes. Paralelamente, los dirigentes de la UGT volvieron a reunirse con los de la CNT para preparar conjuntamente una huelga general indefinida.

En junio, la crisis general parecía abierta en todo el país. El gobierno había claudicado ante el ultimátum de los militares, que le habían dado 12 horas para satisfacer sus exigencias. Las huelgas se extendían por todas partes. Los socialistas y los republicanos creían que se daban las condiciones para un cambio de régimen, si se conseguía movilizar al conjunto de los trabajadores del país.

Con ese fin, la UGT había designado ya sus representantes en el futuro comité de huelga. La CNT se mostraba reacia a participar a aquel tipo de acción y criticaba la alianza de los socialistas con los republicanos… Pero Pestaña y Seguí consiguieron vencer estas reticencias y llegaron a un acuerdo con los representantes de la UGT para realizar juntos la huelga. Aunque, por cuestiones de principio – dijeron – no participarían en el comité republicano-socialista. Pero anunciaron estar dispuestos a cooperar con él y facultaron a los Comités Nacionales de la UGT y del PSOE para dar la orden de huelga, lo cual no dejaba de ser una forma de sumarse a los objetivos y los intereses del republicanismo burgués.

Mientras tanto, las huelgas se sucedían y, como no podía dejar de pasar, una de ellas se convirtió en el detonador de la huelga general. Podía haberlo sido la de los metalúrgicos de Bilbao, que se mantuvieron en huelga todo el mes de julio a pesar de la represión. Pero fue la de los tranviarios y ferroviarios de Valencia, iniciada el 19 de julio, la que puso en marcha el engranaje. Espoleada por los republicanos radicales y los dirigentes socialistas valencianos, la huelga se transformó en general y el 20 de julio cerraron todas las fábricas y comercios de la ciudad, produciéndose violentos choques con la policía. El 24 se reemprendió el trabajo, y todo habría acabado seguramente ahí, si la compañía no hubiera despedido inmediatamente a 36 ferroviarios, negándose a readmitirlos a pesar de todas las gestiones realizadas por las autoridades locales y la propia Federación Nacional de Ferroviarios de la UGT, la cual se vio obligada a convocar una huelga nacional ferroviaria para tratar de presionar a la compañía y de forzar la intervención del gobierno.

La huelga de los ferroviarios debía comenzar el 10 de agosto, pero tanto la compañía como el gobierno se mantuvieron en sus respectivas posiciones. Ni se anularon los despidos ni el gobierno quiso intervenir en el asunto. En la asamblea de ferroviarios convocada el 9 de agosto para decidir qué se iba a hacer el 10, los dirigentes de la UGT se opusieron a la convocación de la huelga, pero el Sindicato de Ferroviarios del Norte exigió una votación al respecto y, por un voto de mayoría, se acordó ir a la huelga a partir del 13 de agosto.

Era evidente que la intransigencia de la compañía estaba siendo alentada por el gobierno, que quería provocar el movimiento que se estaba preparando antes de que la crisis se hubiera agravado todavía más.

Y así fue como los dirigentes socialistas se vieron obligados a convocar una huelga general indefinida de carácter político en el momento escogido por el gobierno. Podían haber dejado que los ferroviarios fueran solos a la huelga. Pero, tal como estaban las cosas, ello no habría impedido la aparición de huelgas de tipo violento e incluso insurreccional en otros sectores. Ante este dilema, los dirigentes socialistas optaron por llamar a la tan cacareada como mal preparada huelga general a partir del 13 de agosto, “para poner en práctica”, decían, “los propósitos anunciados por los representantes de la UGT y de la CNT en el manifiesto suscrito por estos organismos en el mes de marzo último”. Estos “propósitos” se concretizaban, según Besteiro y Largo Caballero, los únicos firmantes del manifiesto que llamaba a la huelga, en “la constitución de un gobierno provisional” y “la celebración de elecciones sinceras”. Y, en un desesperado intento para evitar que la huelga tuviera un carácter insurreccional, añadieron un anexo a su manifiesto que decía: “Si el gobierno tratase de ejercer coacciones contra los obreros, empleando para ello la fuerza pública y aun la fuerza del ejército, los trabajadores no iniciarán actos de hostilidad, tratando de dar la sensación a la fuerza armada de que también está integrada por elementos trabajadores que sufren las consecuencias de la desastrosa conducta del régimen imperante. Al efecto, las masas harán oír los gritos de ¡Vivan los soldados! ¡Viva el pueblo!”.

Debido a que se había extendido la idea de que la huelga iba a ser revolucionaria y se acabó convocando una huelga de carácter pacífico, la huelga general del 13 de agosto empezó sin que los trabajadores tuvieran demasiado claro qué se pretendía con ella. A pesar de todo, la vida quedó completamente paralizada en las principales regiones de España y el gobierno tuvo que declarar el estado de guerra. Como era de esperar, el gobierno no encontró dificultades para lanzar el ejército contra los huelguistas y se produjeron violentos enfrentamientos durante los días 14 y 15 de agosto en Madrid, Barcelona, Bilbao y sobre todo en Asturias, donde la huelga se prolongó y el general que dirigía la represión contra los mineros que se habían echado al monte ordenó a sus tropas que les “cazaran como si fueran alimañas”.

Salvo en esta región, la huelga había terminado el 18 de agosto con un saldo de 400 trabajadores muertos y miles de detenidos.

El llamado “trienio bolchevique” y la huelga de la “Canadiense”

Afortunadamente, la derrota de 1917 no se tradujo en una desmoralización de la clase obrera. En 1918, las organizaciones obreras siguieron creciendo, así como las huelgas y las manifestaciones. Además este mismo año se incorporaron a la lucha los jornaleros andaluces, que consiguieron contratos colectivos con importantes mejoras, gracias a las luchas que llevaron a cabo durante el período de las cosechas. según Diaz del Moral, las noticias que llegaban de la revolución rusa contribuyeron en gran medida a caldear la situación en el campo andaluz.

Este mismo año, se produjo un importante cambio en la estructura de la CNT, que convirtió sus sindicatos de oficio en sindicatos de industria, los “sindicatos únicos”, y adoptó definitivamente la “acción directa” como forma de intervención en las empresas. “La acción directa en el orden de la discusión”, explicó Pestaña, “es que los obreros traten directamente, sin intermediarios, sean estos trabajadores o sean políticos, o burgueses, o autoridades, con aquellos con quienes tengamos el litigio pendiente…”

La adopción de esta táctica correspondía al apoliticismo clásico de los anarquistas y a su desconfianza hacia los políticos, hacia la mediación estatal e incluso hacia los propios dirigentes obreros. Pero la realidad no tardaría en demostrar, dentro de la misma CNT, la necesidad de órganos de dirección permanentes y vería surgir en su propio seno a hombres que dirigirían acciones de sectores obreros a los que no pertenecían, como fue el caso durante la huelga de la “Canadiense”.

Con el fin de la guerra mundial, empiezan a correr vientos de crisis en los medios industriales españoles, y los patronos ceden mucho menos ante las reivindicaciones de los trabajadores que cuando estaban desbordados por los pedidos. En 1919, las serán más largas y duras que antes. Entre éstas, cabe destacar la que tuvo lugar en Barcelona durante los tres primeros meses del año, la popularmente conocida después como la huelga de la “Canadiense”, en la cual la CNT demostró la eficacia de sus “sindicatos únicos” y Salvador Seguí, el “noi del sucre”, se consagró como un ilustre “intermediario”, negociando el fin de la huelga.

La “Canadiense” era en realidad un consorcio con capital canadiense, francés, alemán y estadounidense, que tenía el monopolio del suministro de energía eléctrica y de la explotación de los tranvías de Barcelona.

A finales de enero de 1919, la dirección de la empresa realizó un acoplamiento de personal que significaba una rebaja en los salarios de los obreros afectados. Algunos de ellos recurrieron al recién creado sindicato de Agua, Gas y Electricidad, cuya intervención impulso a la empresa a despedir a estos trabajadores. El 8 de febrero, toda la plantilla de la “Canadiense” se ponía en huelga. El 18 se incorporaron a la huelga los trabajadores del textil, y el 21 lo hacían todos los trabajadores de las demás empresas de Agua, Gas y Electricidad, impulsadas por el “sindicato único” de la CNT. A partir de entonces, la vida quedó paralizada. El gobierno respondió decretando el estado de guerra y movilizando a los reservistas, pero éstos prefirieron ir a la cárcel o ser encerrados en las mazmorras del castillo de Montjuich, antes que trabajar y hacer de esquiroles. Por su parte, el sindicato único de Artes Gráficas había establecido la “censura roja” en los periódicos y no dejaba publicar ninguna nota desfavorable a los huelguistas. Al cabo de una semana, la situación se había convertido en insostenible y el gobierno decidió cambiar el gobernador civil de la ciudad para negociar con los huelguistas, que obtuvieron, al menos sobre el papel, la liberación de los 3.000 detenidos, la readmisión de los despedidos, un aumento de los salarios y el establecimiento de la jornada de 8 horas.

Ante 20.000 trabajadores concentrados en la plaza de toros de Barcelona, Salvador Seguí consiguió hacer votar el cese de una huelga que se había convertido en general, confiando en las promesas gubernamentales y para “hacer honor al pacto realizado con las autoridades para poner fin a un conflicto causado por el agravio hecho a los obreros por el despido inmotivado de ocho de ellos”, según dijo la mujer de Seguí, tras la precipitada liberación de éste para que pudiera presidir el mitin de “Las Arenas”. Pero si las “autoridades” habían pactado con los dirigentes de la CNT el fin de la huelga, el gobernador militar y la patronal catalana torpedearon los acuerdos, y la clase obrera catalana tuvo que volver a la huelga cuatro días después para exigir su cumplimiento. En solidaridad con la huelga de Barcelona, los trabajadores de Valencia, Madrid, La Coruña y otras ciudades se cruzaron los brazos. Ni los militares ni la patronal cedían y las huelgas se prolongaban. Finalmente, para calmar una situación que se le escapaba de las manos, el gobierno promulgó el 3 de abril un decreto estableciendo la jornada de 8 horas en todo el país.

Esta concesión gubernamental, la primera que se producía en Europa sobre las 8 horas que los trabajadores del mundo entero llevaban treinta años reivindicando, provocó la intervención de las Juntas militares y de la patronal contra el gobierno, que se vio obligado a dimitir. El que lo siguió tenía la misión de reprimir el movimiento obrero y dio carta blanca a la patronal y a los militares para hacerlo. En Barcelona, la patronal recurrió a los despidos masivos y a los lock-out para amedrantar a los trabajadores y, para combatir a la CNT, creó el llamado “sindicato libre”, compuesto casi exclusivamente por pistoleros a sueldo contratados para asesinar a los militantes anarcosindicalistas. Ante esta situación, la CNT cometió el error de responder a la patronal con sus métodos, iniciando así una guerra en la que tenía forzosamente que llevar la peor parte. En 1921, se dice que habían muertos a tiros 40 patronos y esquiroles, y 523 obreros… más tarde caería el propio Salvador Seguí.

Mientras imperaba el estado de guerra en Barcelona, las huelgas se sucedían en el resto del país, principalmente en el campo andaluz. Por las paredes de pueblos y cortijos aparecían grandes letreros que decían “¡Viva Lenin!”, “¡Viva los Soviets!” y “¡Viva Rusia!”. Durante la primavera y el verano de 1919, la mitad de las provincias andaluzas estuvieron en huelga permanente y hubo violentos enfrentamientos entre los jornaleros y los propietarios armados y la guardia civil. Estos movimientos campesinos se prolongaron durante el otoño; pero, una vez más, aquel impulso no llegó a coordinarse con las luchas obreras que surgían en el resto del país.

La III Internacional y las organizaciones españolas

Mientras tanto, entre el 2 y el 6 de marzo de 1919, se había celebrado el primer Congreso de la Internacional Comunista, que puso sobre el tapete la creación de partidos obreros de nuevo tipo.

En España, existían ya desde finales de 1918 grupos compuestos principalmente de jóvenes socialistas que se proclamaban “partidarios de la Tercera Internacional”. Pero lo más importante no era eso, sino que la revolución rusa y los problemas planteados por los bolcheviques acerca de a concepción del Estado y las formas del poder político, la defensa del joven poder soviético y su crítica de las tendencias socialdemócratas, estaban teniendo una gran repercusión en el movimiento obrero español. Y las organizaciones obreras no podían ignorarlos.

En diciembre de 1919, se celebraron tres congresos, el del PSOE, el de la CNT y el de las Juventudes Socialistas. Y los tres tuvieron que debatir la cuestión de la Tercera Internacional.

En el del PSOE se enfrentaron los partidarios de la Tercera y los de la Segunda Internacional, llegándose finalmente a una solución de compromiso presentada por la Federación de Asturias, que propugnaba seguir en la Segunda hasta el congreso siguiente y adherir entonces a la Tercera si no había llegado a producirse la unificación de ambas Internacionales. Esta propuesta fue adoptada por escaso margen de votos (14.010 a favor y 12.427 en contra), gracias a los 1.400 votos de la Federación asturiana.

Por su parte, la CNT celebraba su Congreso nacional en plena euforia. Los 437 delegados presentes representaban a 714.028 afiliados, cifra jamás alcanzada por ninguna organización española hasta entonces. Este crecimiento fulgurante llevó a algunas delegaciones a presentar propuestas de carácter ultimatista, tales como la de dar un plazo de tres mese a todos los trabajadores de España para ingresar en la CNT, amenazando con declara “amarillos” a los que no lo hicieran. Y a la UGT también se le dio el mismo plazo para dejarse absorber, so pena de correr la misma suerte. Y los más triste del caso es que estas resoluciones fueron aprobadas por los congresistas.

En cuanto a la Tercera Internacional, se resolvió adherirse a ella provisionalmente, hasta que la CNT convocara un “Congreso Obrero Universal” que determinaría las bases que deberían regir “una verdadera Internacional de los trabajadores”.

Así pues, en el plano nacional, los anarquistas se habían dejado arrastrar una vez más por el sectarismo a ultranza y si, respecto a la Tercera Internacional, optaron por la adhesión, lo hicieron de manera que no les comprometiera a nada y para ganar tiempo en espera que se calmara el entusiasmo que había despertado la revolución rusa entre los trabajadores y muchos militantes de la CNT.

Después del congreso del PSOE, celebraron el suyo las Juventudes Socialistas. Pero, a diferencia de sus mayores, los jóvenes no dudaron en aprobar por una aplastante mayoría la adhesión inmediata de su organización a la III Internacional.

Para impulsar la creación de un partido comunista en España, la Internacional envió a Borodin y Rey, que se pusieron en contacto con los jóvenes socialistas y crearon con ellos el primer embrión del futuro partido comunista, en abril de 1920, bajo el nombre de Partido Comunista Español.

En junio, el PSOE celebraba su segundo congreso extraordinario para debatir de nuevo la cuestión de la adhesión a la Tercera Internacional y, esta vez, los partidarios de ésta se impusieron a los de la Segunda por un amplio margen de votos (8.269 a favor y 5.016 contra). Pero los minoritarios consiguieron aplazar la adhesión hasta recibir el informe de una comisión de ambas tendencias que debía entrevistarse con la dirección de la IC y, sobre todo, ver cuál era la respuesta que ésta daría a las tres condiciones del PSOE para incorporarse a la Tercera Internacional, que eran:

  • plena autonomía para determinar la táctica en España;
  • derecho de revisar en los congresos del PSOE los acuerdos adoptados en los de la IC;
  • posibilidad de desarrollar en el seno de la Tercera Internacional una política encaminada a unificar de nuevo a todos los partidos socialistas.

Planteando esta especie de ultimátum, los reformistas solo buscaban ganar unos meses para maniobrar dentro del partido y del sindicato socialistas, con el fin de recuperar la mayoría antes del congreso que debería adoptar la decisión definitiva. Aceptando estas condiciones tan contrarias a los principios leninistas, los “terceristas” mostraban su debilidad teórico-política, que no les permitía comprender que la nueva Internacional había surgido precisamente para dar una nueva orientación revolucionaria al movimiento obrero; no para hacer borrón y cuenta nueva, como proponían los socialdemócratas españoles.

De todas maneras, cuando la delegación del PSOE llegó a Moscú, ya se había celebrado el II Congreso de la IC y se habían fijado los principios ideológicos y las formas orgánicas de los partidos que la Tercera Internacional estaba dispuesta a integrar en su seno. “En vez de las tres condiciones que presentáis para vuestra entrada en la Tercera Internacional, nosotros os proponemos las veintiuna condiciones adoptadas en su Segundo Congreso”, respondió la dirección de la IC.

En abril de 1921, cuando se celebró el tercer congreso extraordinario del PSOE para decidir definitivamente si el partido español se adhería o no a la Tercera Internacional, los minoritarios habían ganado ya para sus posiciones a la Agrupación de Madrid, dominaban en la dirección de la UGT y en las zonas agrarias con mayor número de afiliados. Apoyados por Pablo Iglesias y ayudados por la poca convicción con que defendieron sus puntos de vista los partidarios del ingreso en la Tercera Internacional, la adhesión fue rechazada por 8.858 votos contra 6.094. Al conocer este resultado, los “terceristas” se retiraron del congreso y crearon acto seguido el Partido Comunista Obrero Español, que acabaría fundiéndose unos meses después – aunque no sin dificultades – con el Partido Comunista Español de los jóvenes socialistas, para formar el Partido Comunista de España con los 4.500 afiliados del PCOE y los 2.000 del PCE juvenil.

Por su parte, la CNT decidió anular, en junio de 1922, el anterior acuerdo de adhesión a la Tercera Internacional (dentro de la cual nunca había estado orgánicamente) y participar en el congreso que se iba a celebrar en Berlín para constituir una Internacional anarquista, la AIT.

Las organizaciones obreras durante la dictadura de Primo de Rivera

A la crisis económica provocada por el fin de la guerra mundial, se añadió en julio de 1921, la crisis política provocada por el desastre militar de Annual, en Marruecos, donde los militares que mandaban las tropas y el propio rey aparecieron implicados en una acción temeraria que costó la vida a 12.000 soldados españoles.

Para calmar la indignación que se extendía por todo el país, el gobierno nombró una Comisión de Responsabilidades para investigar el asunto.

Mientras tanto, los sectores del ejército descontentos conspiraban y preparaban un golpe militar. Entre los posibles generales que podían encabezarlo, pronto empezó a destacar Primo de Rivera, que era capitán general de Cataluña y contaba con el apoyo de la burguesía catalana, a la cual había prometido acabar con la agitación social y practicar una política proteccionista favorable a los industriales si conseguía hacerse con el poder.

Tanto para la burguesía como para el ejército, se trataba ante todo de impedir un recrudecimiento de las luchas obreras y campesinas y de evitar que el informe elaborado por la Comisión de Responsabilidades llegara a las Cortes y saliera a relucir no sólo la incompetencia de los generales que dirigieron sus tropas hacia una mortal encerrona en Annual, sino también la del rey, que fue quien ordenó la operación.

El 13 de septiembre de 1923, con el beneplácito de Alfonso XIII y el apoyo de las clases dominantes de todo el país, el general Primo de Rivera se sublevó en Barcelona. Dos días después, el rey lo llamaba en Madrid y le dio carta blanca para gobernar a través de un llamado Directorio militar.

Durante estos dos días, los partidos políticos de la oposición se mantuvieron a la expectativa. Nadie se movió. Sólo hubo una huelga general en Bilbao, convocada por el PCE y a la que se añadieron los socialistas y los anarquistas. En Barcelona, la CNT no estaba en condiciones de resistir después de la dura represión a que se vio sometida por la patronal y el gobierno desde 1919.

Por su parte, las Ejecutivas del PSOE y de la UGT se limitaron a lanzar un manifiesto en el que se pedía aislar “la sedición capitaneada por generales palatinos”, acompañada de una nota destinada a poner en guardia al proletariado “contra movimientos estériles que pueden dar motivo a represión”.

Esta actitud ambigua del PSOE y la UGT despertó las simpatías del dictador hacia los dirigentes socialistas, que pronto fueron recibidos en los despachos gubernamentales y por el propio Primo de Rivera.

El 1er de mayo de 1924, el Directorio militar prohibió las manifestaciones obreros y unos días después clausuró los locales de la CNT que aun seguían abiertos. En cuantos al PCE, hacia meses que había sido prohibido y casi todos sus dirigentes estaban en la cárcel.

En cambio, la UGT y el PSOE seguían funcionando libremente y sus locales eran incluso visitados por gentes de la camarilla del dictador. Por ejemplo, el gobernador civil de Madrid visitó la Casa del Pueblo de la villa y se deshizo en elogios sobre la eficacia de sus servicios. Al mismo tiempo, los dirigentes socialistas iniciaron un proceso de incorporación en los organismos gubernamentales (Junta de subsistencias, Consejo de Administración de Información Telegráfica, Consejo Interventor de Cuentas del Estado, etc.) que culminaría con el nombramiento de Largo Caballero como consejero de Estado.

En el terreno económico, el régimen primoriverista pudo beneficiarse de la recuperación que se produjo en Europa y también en España a partir de 1924. Fueron los “felices años veinte”. La minería salió de la crisis carbonera con la ayuda del Estado, que subvencionó a las empresas. La producción de hierro, acero y electricidad, también aumentó.
En realidad, los años veinte sólo fueron felices para los capitalistas, que volvieron a disfrutar de un período de “vacas gordas”. Según el “Boletín del Consejo Nacional Bancario”, hubo empresas que, en un solo año, realizaron beneficios equivalentes al 55% de su capital, como Minas del Rif y Fomento de Obras y Construcciones… En pocos años, dice Túñon de Lara, las cotizaciones en Bolsa de Explosivos y de la Papelera se multiplicaron por tres y las de Altos Hornos, por dos…

En cambio, y en España todavía más que en otro países debido a la represión a que se veía sometido el movimiento obrero por la dictadura, les salarios nominales de los trabajadores industriales y agrícolas quedaron estancados e incluso disminuyeron a partir de 1925, precisamente cuando los precios subieron más. Aparte de que el aumento de la producción que propició las grandes ganancias de los capitalistas no se debió a una modernización del aparato productivo, sino casi exclusivamente al incremento de los ritmos de trabajo, que llevaría el número de accidentes de 21.350 en 1921, a 167.764, en 1930.

Abandonados a sí mismos tras la desaparición de la CNT y por el desvergonzado colaboracionismo del PSOE y de la UGT, los trabajadores españoles no pudieron defenderse contra la degradación de sus condiciones de vida y de trabajo. Hubo algunos intentos esporádicos, pero hasta 1927 no se produjeron huelgas de cierta importancia.

La desaparición de la CNT como central sindical, propició la creación, en julio de 1927, de la Federación Anarquista Ibérica, la FAI, que se daba como fin – según las palabras del historiador anarquista César M. Lorenzo: “contribuir en tanto que sociedad secreta revolucionaria, a la lucha contra Primo de Rivera”. A partir de 1929, prosigue Lorenzo: “los ‘faístas’ emprendieron la conquista de la CNT (que se había reconstruido en parte, ndla) imponiéndose por su radicalismo, por la violencia de su lenguaje, por sus incesantes críticas, vaticinando cada día la revolución social para la mañana siguiente, incitando así a los jóvenes, e infiltrando los sindicatos.”

Puede decirse que con la aparición de la FAI volvió a cobrar vida una “hermandad” parecida a la Alianza secreta bakuninista del siglo XIX. La principal diferencia entre la Federación Anarquista Ibérica del siglo XX y su precursora de los años 1870, consistía principalmente en que los “faístas” tenían tanta habilidad en el manejo de la demagogia como en el de las pistolas y de las bombas. No es extraño, pues, que llegaran a ejercer una abrumadora influencia sobre la CNT durante el período republicano.

Si la desaparición de la CNT propició la creación de la FAI, la represión que se abatió sobre el PCE desde finales de 1923, facilitó su estalinización. Y la suma de estas dos evoluciones contribuyó a desarmar el proletariado español ante las duras pruebas que tendría que afrontar unos años más tarde.

Durante la dictadura, el PCE quedó reducido a un puñado de militantes aislados que no podían hacer gran cosa, no sólo por su debilidad numérica, sino también porque casi todos los dirigentes del partido estaban en la cárcel o en el exilio. Por ello, cuando se tuvo que nombrar una nueva dirección después del desmantelamiento del partido por la policía de Primo de Rivera, sólo se podía contar con los,pocos dirigentes que habían conseguido escapar, y se hizo con los hombres que se habían refugiado en Francia (León Trilla, Ibañez, Gorkin, Bullejos…)

Esta reestructuración de la dirección del PCE se produjo en 1925, cuando Stalin necesitaba el apoyo de todas las secciones de la IC en su lucha contra Trotski y la Oposición de Izquierda de la URSS. Se hizo después de que Zinoviev hubiera dictado en el V Congreso de la IC el decreto de “bolchevización” que abría la caza en todos los partidos de “centristas” y “trotskistas”. Entre Nin, mejor formado y preparado para ser secretario general, y Bullejos, un dirigente mediocre y de poco escrúpulos, Zinoviev y los suyos prefirieron a este último. A partir de entonces, Bullejos se dedicó a expulsar del PCE a todos los militantes que no estaban de acuerdo con la política que él y su pequeño grupo trataban de imponer a los escasos militantes que quedaban en España. Lo tenía fácil: bastaba colgarles la etiqueta de “trotskistas” para que los dirigentes estalinistas de la IC le apoyaran. Esta política de expulsiones masivas afectó sobre todo a los militantes de valía que había en el PCE. En 1932, cuando Bullejos fue defenestrado sin consideraciones por una nueva ola de dirigentes estalinistas, todos los fundadores del PCE habían desaparecido.

Siguiendo las consignas ultraizquierdistas elaboradas en julio de 1928 por el VI Congreso de la IC, la dirección del PCE definió el cambio que se veía venir en España, en agosto de 1929, durante el III Congreso, como “dictadura democrática de obreros y campesinos”.

Medio año después, cayó la dictadura de Primo de Rivera. Y con el retorno de los exiliados y la liberación de los presos, volvieron a surgir las polémicas dentro del PCE. Esta vez, en torno a las discrepancias que mantenían la Federación Comunista Catalano-Balear, junto con las Agrupaciones de Madrid y Valencia, con la dirección del partido.

La agudización de la crisis politico-social

En 1930, era evidente que la monarquía se desmoronaba. Las huelgas se multiplicaban y adquirían cada vez un carácter más político. Los socialistas se negaron a colaborar con el sucesor de Primo de Rivera, el general Berenguer, y se unieron a los republicanos. Igual que en 1917, decidieron preparar un movimiento para precipitar la caída de la monarquía. Los dirigentes socialistas podían contar, como siempre, con el apoyo de la UGT y, finalmente, también obtuvieron el de la CNT.

Pero este movimiento, que debía hacerse en colaboración con sectores de militares jóvenes, pudo ser controlado por el gobierno con más facilidad que el de 1917. El 12 de diciembre de 1930, tres días antes de la fecha prevista para su iniciación, la guarnición de Jaca se sublevó. El 14, el gobierno mandó fusilar a Galán y Garcia Hernández, los capitanes que la dirigieron. El día siguiente, la huelga fue general en el Norte y en algunas otras regiones, pero ni Madrid ni Barcelona secundaron la huelga. En la capital, los dirigentes de la UGT no quisieron lanzar la orden de huelga a nivel nacional y, en Barcelona, los líderes de la CNT decidieron en el último momento no movilizar a sus militantes en u na operación preparada y dirigida por los republicanos.

De todas maneras, la suerte de la monarquía estaba echada. Era un barco que se hundía y hasta los políticos monárquicos lo abandonaban.

los industriales y los banqueros, ante la creciente agitación social, habían decidido ya sacrificar a una monarquía que era incapaz de defender sus intereses, y delegaron a sus hombres de confianza, los Alcalá Zamora, Maura, Lerroux, etc., para que siguieran defendiéndolos en el seno de un nuevo régimen.

Las elecciones municipales, que dieron la victoria a la conjunción republicano-socialista en las grandes ciudades, enfervorizó a las masas, que se lanzaron a la calle dando vivas a la república. El 14 de abril, el rey se marchaba y era proclamada la Segunda República.

A partir de entonces, el proletariado español buscaría inútilmente un partido decidido a luchar por la revolución social y capaz de conducirle a la victoria.


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