Las uvas de la ira

John Steinbeck

 


John Steinbeck (1902-1968)

Nacido en 1902 en Salinas (California, Estados Unidos), John Steinbeck estudió en la Universidad de Stanford y para costearse sus estudios realizó diversos trabajos - jornalero, albañil, vigilante- de los que extrajo experiencias que más tarde reflejó en una literatura regionalista, con un marcado carácter de denuncia social. Así, En lucha incierta (1936),Hombre y ratones(1937) y Las uvas de la ira (1939), tal vez su obra más conocida y con la que consiguió el Premio Pulitzer en 1940, en las que se plantea el problema de todos aquellos que dependen de la tierra para sobrevivir.

Además de sus novelas de carácter social, cabe mencionar La copa de oro (1929),Tortilla Flat(1935), Al este del Edén (1952), llevada al cine por Elia Kazan en 1955, y Viajes con Charley (1960), relato autobiográfico de un viaje que realizó a través de cuarenta estados en compañía de su perro.

Otra faceta importante en Steinbeck es la de escritor de relatos cortos, como se puede apreciar en La perla (1948) y El pony rojo(1938). También escribió el guión de la película ¡Viva Zapata! (1952), dirigida por Elia Kazan, y el ensayo Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, publicado póstumamente en 1976. Steinbeck, uno de los principales escritores estadounidenses desde la década de 1930, falleció en Nueva York el 20 de diciembre de 1968.


 

CAPÍTULO I

Las últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de los campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices. Los arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los arroyos. Las últimas lluvias hicieron crecer rápidamente el maíz y salpicaron las orillas de las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo oscuro de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde. A finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas que habían estado colgando tanto tiempo durante la primavera se disiparon. El sol ardió un día tras otro sobre el maíz que crecía hasta que una línea marrón tiñó el borde de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron y después de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó protegerse oscureciendo su color verde y cesó de extenderse. Una costra cubrió la superficie de la tierra, una costra delgada y dura, y a medida que el cielo palidecía, la tierra palideció también, rosa en el campo rojo y blanca en el campo gris.

En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en secos riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león iniciaron pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba día tras día, las hojas del maíz joven fueron perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron dibujando una curva, y luego, cuando la armadura central se debilitó, cada hoja se agachó hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún más cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz se ensancharon y alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó y se encogió, volviendo hacia sus raíces. El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra palideció día a día.

En las carreteras por donde se movían los troncos de animales, donde las ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos la removían, la costra se rompió y se transformó en polvo. Cualquier cosa que se moviera levantaba polvo en el aire; un hombre caminando levantaba una fina capa que le llegaba a la cintura, un carro hacía subir el polvo a la altura de las cercas y un automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él. El polvo tardaba mucho en volver a asentarse.

A mediados de junio llegaron grandes nubes procedentes de Texas y del Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En los campos, los hombres alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y levantaron dedos húmedos para sentir la dirección del viento. Y los caballos mostraron nerviosismo mientras hubo nubes en el cielo. Las nubes de lluvia dejaron caer algunas gotas y se apresuraron en dirección a otras tierras. Tras ellas el cielo volvió a ser pálido y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres donde las gotas de lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en el maíz, y nada más.

Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas hacia el norte y chocando blandamente contra el maíz, que empezaba a secarse. Pasó un día y el viento aumentó, constante, sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo subió de los caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de los campos e invadió los campos mismos. Entonces el viento se hizo fuerte y duro y se estrelló contra la costra que la lluvia había formado en los maizales. Poco a poco el polvo se

mezcló y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra, soltó el polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad. La costra de la lluvia se quebró y el polvo se elevó sobre los campos y formó en el aire penachos grises como humo perezoso. El maíz trillaba el viento y hacía un ruido seco, impetuoso. El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra, sino que desapareció en el oscuro cielo.

El viento creció, removió bajo las piedras, levantó paja y hojas viejas, e incluso terrones pequeños, dejando una estela mientras navegaba sobre los campos. El aire y el cielo se oscurecieron y el sol brilló rojizo a través de ellos, y el aire se volvió áspero y picante. Por la noche el viento corrió más rápido sobre el campo, cayó con astucia entre las raicillas del maíz y éste luchó con sus debilitadas hojas hasta que el viento entrometido liberó las raíces y, entonces, los tallos se ladearon cansinos hacia la tierra apuntando en la dirección del viento.

Llegó la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció un sol rojo, un débil círculo que daba poca luz, como en el crepúsculo; y conforme avanzaba el día, el anochecer se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó sobre el maíz caído.

Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y para salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían los ojos con gafas. La noche que volvió era una noche negra, porque las estrellas no pudieron atravesar el polvo para llegar abajo, y las luces de las ventanas no alumbraban más allá de los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente con el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban cerradas a cal y canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos, pero el polvo que entró era tan fino que no se podía ver en el aire, y se asentó como si fuera polen en sillas y mesas, encima de los platos. La gente se lo sacudía de los hombros. Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles de las puertas.

A media noche el viento pasó y dejó la tierra en silencio. El aire lleno de polvo amortiguaba el sonido mejor que la niebla. La gente, tumbada en la cama, oyó cómo el viento paraba. Se despertaron cuando el impetuoso viento desapareció. Tumbados en silencio escucharon intensamente la quietud. Luego cantaron los gallos, un canto amortiguado y las personas se removieron inquietas en sus camas deseando que llegara la mañana. Sabían que el polvo tardaría mucho tiempo en dejar el aire y asentarse. Por la mañana el polvo colgó como una niebla y el sol era de un rojo intenso, igual que sangre joven. Durante todo ese día y el día siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo. Una manta uniforme cubrió la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló encima de los postes de las cercas y sobre los alambres, se posó en los tejados y cubrió la maleza y los árboles.

Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y picante y se cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera. Los niños salieron de las casas, pero no corrieron ni gritaron como hubieran hecho después de la lluvia. Los hombres, de pie junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder, muriendo deprisa ahora, sólo un poco de verde visible tras la película de polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron de las casas para ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez ellos se irían abajo. Observaron a hurtadillas sus semblantes, sabiendo que no tenía importancia que el maíz se

perdiera siempre que otra cosa persistiese. Los niños se quedaron cerca, dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos y pusieron sus sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres se vendrían abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos, y luego, con esmero, sus dedos dibujaron líneas en el polvo. Los caballos se acercaron a los abrevaderos y agitaron el agua con los belfos para apartar el polvo de la superficie. Pasado un rato, los rostros atentos de los hombres perdieron la expresión de perplejidad y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir. Entonces las mujeres supieron que estaban seguras y que sus hombres no se derrumbarían. Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres replicaron: No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que la situación tenía arreglo, y los niños lo supieron también. Unos y otros supieron en lo más hondo que no había desgracia que no se pudiera soportar si los hombres estaban enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a trabajar y los niños empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que el día avanzaba, el sol fue perdiendo su color rojo. Resplandeció sobre la tierra cubierta de polvo. Los hombres, sentados a la puerta de sus casas, juguetearon con palitos y piedras pequeñas; permanecieron inmóviles sentados, pensando y calculando.

CAPITULO II

Había un enorme camión rojo de mudanzas estacionado delante del pequeño restaurante de carretera. El tubo de escape vertical1murmuraba suavemente, y una neblina casi invisible de humo azul como acero flotaba sobre el extremo. Era un camión nuevo, de color rojo brillante, y en el costado ponía COMPAÑÍA DE TRANSPORTES DE OKLAHOMA CITY en letras de treinta centímetros. Los neumáticos dobles eran nuevos y un candado de latón cerraba las grandes puertas traseras. Dentro del restaurante, aislado con tela metálica, sonaba una radio: música lenta de baile con el volumen bajo, como cuando nadie la escucha. Un pequeño ventilador daba vueltas silenciosamente en su agujero circular sobre la entrada, y las moscas zumbaban excitadas por las puertas y ventanas dando golpes contra la tela metálica. En el interior, un hombre, el conductor del camión, estaba sentado en un taburete con los codos apoyados en la barra, mirando por encima de su taza de café a la camarera delgada y solitaria. Hablaba con ella en el lenguaje lento y apagado de la carretera: «Le vi hace unos tres meses. Le habían operado. Le habían sacado algo. No me acuerdo de qué.» Y ella decía: «Creo que no hará más de una semana que lo vi yo misma. Y estaba bien. No es mal tipo cuando no está borracho.» De vez en cuando las moscas zumbaban con suavidad en la puerta de tela metálica. La máquina del café arrojó vapor y la camarera la apagó sin mirar hacia atrás. Afuera, un hombre que caminaba por el arcén de la carretera cruzó y se acercó al camión. Fue despacio hasta la parte delantera, puso las manos en el brillante guardabarros y contempló la pegatina del parabrisas que decía «Autostopistas no». Por un momento estuvo a punto de seguir andando por la carretera, pero, en vez de eso, se sentó en el estribo del lado que no daba al restaurante. No tenía más de treinta años. Sus ojos eran de un color marrón muy oscuro y una sombra de pigmentación marrón se adivinaba en el blanco de los ojos. Tenía los pómulos altos y anchos y unas líneas profundas y marcadas cortaban sus mejillas y se curvaban junto a la boca. Su labio superior era largo y, como sus dientes sobresalían, los labios se estiraban para cubrirlos porque este hombre mantenía los labios cerrados. Las manos eran duras, con dedos anchos y las uñas tan recias y estriadas como pequeñas conchas de almeja. El espacio entre el pulgar y el índice y la parte blanda de las palmas de sus manos brillaban llenas de callos.

La ropa que llevaba el hombre era nueva, toda barata y nueva. Su gorra gris era tan nueva, que la visera estaba rígida y el botón todavía seguía en su sitio; no estaba llena de bultos y arrugada como estaría después de haber cumplido durante un tiempo todos los servicios de una gorra: bolsa, toalla, pañuelo. El traje era de tela rígida gris y barata y tan nueva que los pantalones aún mostraban la raya. La camisa azul de chambray estaba tiesa y suave, almidonada. La chaqueta era demasiado grande para él y los pantalones le estaban cortos porque era un hombre alto. Los hombros de la chaqueta le

1Los términos relacionados con automóviles y sus funciones mecánicas han sido traducidos con ayuda del profesor Agustín Ramos, de la Universidad de Salamanca, a quien deseo expresar mi sincera gratitud. (Nota de la Traductora.)

quedaban descolgados por los brazos, pero, incluso así, las mangas eran demasiado cortas y la chaqueta aleteaba suelta sobre su estómago. Calzaba un par de zapatos nuevos de color mostaza de los que llamanarmy last, claveteados y con semicírculos como herraduras para proteger los bordes de los tacones del uso. El hombre se sentó en el estribo, se quitó la gorra y se enjugó la cara con ella. Luego se la volvió a poner y empezó a tirar de la visera, comenzando así a estropearla. Los pies atrajeron su atención. Se inclinó, desató los cordones y los dejó sin atar. Sobre su cabeza, el gas del motor Diesel susurraba en rápidas rachas de humo azul.

En el restaurante la música se interrumpió y una voz de hombre salió por el altavoz, pero la camarera no lo calló porque no se había dado cuenta de que la música ya no sonaba. Explorando, sus dedos habían encontrado un bulto bajo la oreja. Intentaba verlo en el espejo de detrás de la barra sin que el camionero lo notara, así que simuló que se arreglaba un mechón de pelo descolocado. El camionero dijo:

Hubo un gran baile en Shawnee. Oí que mataron a alguien o algo así. ¿Tú sabes algo?

No —dijo la camarera, mientras palpaba amorosamente el bulto bajo su oreja.

Fuera, el hombre se puso de pie y miró el restaurante un momento por encima del capó del camión. Después se volvió a acomodar en el estribo y sacó una bolsa de tabaco y un librillo de papeles del bolsillo lateral. Lió despacio un cigarrillo, lo estudió y lo alisó. Finalmente lo encendió y enterró la cerilla ardiendo en el polvo a sus pies. El sol invadió la sombra del camión al aproximarse el mediodía.

En el restaurante el camionero pagó la cuenta y metió las dos monedas del cambio en una maquina tragaperras. No tuvo suerte con los cilindros giratorios.

Los amañan para que no puedas ganar nada —le dijo a la camarera.

Y ella replicó:

No hace ni dos horas que un tipo se llevó el bote. Saco tres dólares con ochenta centavos. ¿Cuando volverás a pasar por aquí?

Él mantuvo la puerta de tela metálica entreabierta.

Dentro de una semana o diez días —contestó él—. Tengo que llegar hasta Tulsa y nunca vuelvo tan pronto como pienso.

Ella dijo de mal humor:

No dejes que entren las moscas. Vete fuera o entra.

Hasta pronto —dijo él, y empujó para salir. La puerta se cerró con un golpe detrás de él. Se paró bajo el sol y sacó un chicle. Era un hombre pesado, ancho de hombros y con el estomago abultado. Tenía la cara roja y sus ojos eran azules, largos y achinados por la costumbre de enfrentar siempre la luz fuerte guiñando. Llevaba pantalones de soldado y botas de cordones hasta media pierna. Con el chicle casi fuera de la boca gritó a través de la puerta:

Bueno no hagas nada de lo que no quieras que me entere.

La camarera estaba frente a un espejo en la pared de detrás. Gruñó una respuesta. El camionero mascó lentamente el chicle abriendo las mandíbulas y los labios con cada mordisco. Dio forma al chicle en la boca, lo deslizó bajo la lengua mientras caminaba hacia el gran camión rojo.

El autostopista se puso en pie y miró a través de las ventanas.

¿Me puede llevar?

El conductor volvió rápidamente la vista al restaurante un segundo.

¿No ha visto la pegatina «Autostopistas no» en el parabrisas?

Claro que la he visto. Pero a veces una persona se porta bien aunque un bastardo rico le obligue a llevar una pegatina.

El camionero consideró las distintas partes de esa respuesta mientras montaba en el camión. Si ahora se negaba, no sólo no era una buena persona, sino que además se le obligaba a llevar una pegatina y no le estaba permitido llevar compañía. Si consentía en llevarle se convertiría automáticamente en un buen tipo al que además ningún bastardo rico le podría decir lo que tenia que hacer Supo que estaba cayendo en una trampa, pero no pudo encontrar una salida. Y quería ser un buen tipo. Echó una ojeada al restaurante una vez más.

Agáchate en el estribo hasta que lleguemos a la curva —dijo.

El autostopista se dejo caer, desapareció de la vista y se agarró a la manilla de la puerta. El motor zumbó un momento, las marchas entraron y el gran camión empezó a moverse, en primera, segunda, tercera y por fin cuarta, después de un acelerón acompañado de un chirrido agudo. Bajo el hombre agarrado, la carretera se deslizaba difuminada. Había una milla hasta la primera curva de la carretera, allí el camión fue reduciendo. El autostopista se irguió, abrió la puerta y se deslizó en el asiento. El camionero le observó con los ojos entrecerrados y mascó como si las mandíbulas estuvieran clasificando y ordenando los pensamientos y las impresiones antes de que fueran finalmente archivados en el cerebro. Sus ojos empezaron por la gorra nueva, siguieron bajando por las ropas nuevas hasta llegar a los zapatos nuevos. El autostopista acomodó la espalda en el respaldo, se quitó la gorra, y con ella se limpió la frente y la barbilla sudorosa.

Gracias hombre —dijo— Tenía los pies reventados.

Zapatos nuevos —comento el conductor. Su voz tenía la misma cualidad secreta e insistente de sus ojos— No debería andar con zapatos nuevos con este calor .

El otro bajó la vista hacia los polvorientos zapatos amarillos.

No tengo otros —contestó— Si no tienes otros, no te queda más remedio que usarlos.

El camionero prudentemente miró hacia adelante con los ojos entrecerrados y aceleró un poco el camión.

¿Va muy lejos?

No mucho. Habría ido andando si no fuera porque tengo los pies reventados.

Las preguntas del camionero tenían el tono de un interrogatorio sutil. Parecía poner redes, tender trampas con sus preguntas.

¿Busca trabajo? —se interesó.

No, mi viejo tiene unas tierras, cuarenta acres. No es gran cosa, pero hemos vivido allí mucho tiempo.

El conductor echó una mirada significativa a los campos que se extendían a lo largo de la carretera, con el maíz caído de lado y cubierto de polvo. Piedras pequeñas asomaban en la tierra polvorienta. El camionero dijo, como si hablara consigo mismo:

¿Un agricultor con cuarenta acres y no le han echado ni el polvo ni los tractores?

La verdad es que últimamente no he estado en contacto —respondió el autostopista.

Hace ya tiempo —continuó el conductor. Una abeja voló dentro de la cabina y zumbó por el parabrisas. El camionero empujó cuidadosamente con la mano a la abeja hasta ponerla en una corriente de aire que se la llevó por la ventana—. Los agricultores se están marchando deprisa —dijo—. Llega un tractor y se lleva por delante a diez familias. Ahora hay tractores por todas partes. Entran y echan a los agricultores. ¿Cómo consigue su viejo aguantar? —la lengua y las mandíbulas volvieron a ocuparse del olvidado chicle, dándole vueltas y mascando. Cada vez que abría la boca se veía la lengua volteando el chicle.

En realidad no sé cómo va la cosa últimamente. Nunca fui bueno para escribir ni mi viejo tampoco. Pero los dos podemos escribir si queremos —añadió apresuradamente.

¿Ha estado fuera trabajando? —de nuevo la investigación secreta en tono casual. Miró hacia los campos, el aire brillante y quitando el chicle de en medio, escupió por la ventana.

Eso es —dijo el autostopista.

Eso pensé. Por sus manos. Ha estado manejando un pico, o un hacha o una almádena. Ese trabajo le deja a uno las manos brillantes. Yo me fijo en esas cosas. Lo tengo a gala...

El autostopista le miró fijamente. Los neumáticos del camión susurraban en la carretera.

¿Le gustaría saber algo más? Se lo voy a decir. No hay necesidad de que siga adivinando.

Vamos, no se enfade. No pretendía curiosear.

Le diré lo que quiera. Yo no oculto nada.

Venga, no se moleste. Es sólo que me gusta fijarme en las cosas. Ayuda a pasar el rato.

Le diré todo lo que quiera saber. Me llamo Joad, Tom Joad. Mi padre es el viejo Tom Joad —descansó la vista en el conductor, pensativo.

No se moleste. No pretendía incomodarle.

Yo tampoco —contestó Joad—. Intento simplemente ir tirando sin avasallar a nadie —se interrumpió y dirigió la mirada a los campos secos y a los grupos de árboles medio muertos, que colgaban incómodos en la distancia recalentada. Sacó del bolsillo lateral el tabaco y el papel. Lió un cigarrillo entre las rodillas, protegiéndolo del viento.

El camionero mascaba como una vaca, rítmica y pensativamente. Esperó hasta que el peso de las palabras anteriores desapareció y se olvidó. Finalmente, cuando el aire parecía haber recobrado la neutralidad, explicó:

Uno que nunca haya sido camionero no se puede imaginar lo que es esto. Los jefes no nos dejan llevar gente. Así que tenemos que sentarnos aquí, carretera adelante a menos que queramos correr el riesgo de que nos despidan, como acabo de hacer yo.

Se lo agradezco —dijo Joad.

Conozco algunos tipos que hacen chifladuras mientras conducen el camión. Recuerdo uno que solía escribir poesía. Así pasaba el rato —miró a hurtadillas para ver si Joad parecía interesado o asombrado. Joad miraba en silencio a la distancia delante de él, a lo largo de la carretera, la blanca carretera que ondeaba con suavidad, como un leve oleaje. Al final el camionero continuó—. Recuerdo una poesía que escribió el tipo este. Iba de que él y otros dos iban por todo el mundo bebiendo, armando bronca y tirándose chavalas a diestro y siniestro. Ojalá pudiera acordarme de cómo era. Había escrito algunas palabras que ni Dios sabe lo que significan. Una parte iba así: «Y allí espiamos a un negro con un gatillo más grande que la probóscide de un elefante o la polla de una ballena.» La probóscide esa es una especie de nariz. En un elefante es la trompa. El tío me lo enseñó en el diccionario, uno que llevaba con él a todas partes. Solía mirarlo cuando paraba a tomar un café —calló, sintiéndose solitario en ese largo discurso. Miró de soslayo a su pasajero. Joad permaneció silencioso. El conductor, nervioso, trató de que participara—. ¿Ha conocido a alguien que usara semejantes palabras?

Un predicador —respondió Joad.

Bueno, te molesta oír a un tío usando semejantes palabras. Claro que con un predicador está bien. De todas formas, nadie le tomaría el pelo a un predicador. Pero este tío era extraño. Te importaba un comino que dijera esas palabras porque lo hacía por hacer, sin darse importancia —el conductor se había tranquilizado, sabiendo que al menos Joad le escuchaba. Cogió una curva con rabia y los neumáticos chirriaron—. Como iba diciendo —prosiguió—, los camioneros hacen cosas raras. Es una necesidad. Si lo único que hicieran fuera sentarse ahí viendo cómo la carretera se escapa bajo las ruedas se volverían locos. Hay quien dice que no hacen otra cosa que comer en las hamburgueserías de la carretera.

Desde luego parece que viven en esos sitios —Joad se mostró de acuerdo.

Pues sí, sí que paran, pero no para comer. Casi nunca tienen hambre, sólo que se ponen enfermos de conducir enfermos. Esos sitios son los únicos donde pueden parar, y cuando paras tienes que comprar algo para poder pegar la hebra con la chica de la barra. Así pides un café y un trozo de pastel. Da como un respiro —Mascó lentamente el chicle y lo volvió con la lengua.

Debe ser duro —dijo Joad, con desgana.

El conductor le miró rápido de reojo, buscando la burla.

Bueno, le aseguro que no es un maldito juego de niños —dijo malhumorado—. Parece fácil, simplemente sentarse aquí hasta que te haces tus ocho o quizá diez o catorce horas. Pero la carretera te puede y hay que hacer algo. Algunos cantan, otros silban. La compañía no nos deja llevar radio. Unos se llevan unas cervezas, pero esos no duran mucho —dijo esto último con aire suficiente—. Yo nunca bebo hasta que no he terminado.

¿En serio? —preguntó Joad.

De verdad. Uno tiene que progresar. Yo estoy pensando en hacer uno de esos cursos por correspondencia. Ingeniería mecánica. No es difícil. No hay más que estudiar unas pocas lecciones en casa. Me lo estoy pensando. Entonces dejaré de conducir; entonces seré yo quien les diga a otros que conduzcan camiones.

Joad sacó una pinta de whisky del bolsillo lateral.

¿Seguro que no quiere? —le provocó.

Desde luego que no. No pienso tocarlo. Uno no puede beber a todas horas y estudiar, como yo voy a hacer.

Joad destapó la botella, le dio dos tragos rápidos, la volvió a cerrar y la devolvió al bolsillo. El olor caliente y picante del whisky inundó la cabina.

Está muy susceptible —dijo Joad—. ¿Qué le pasa? ¿Es que tiene una chica?

Sí, claro. Pero quiero progresar de todas maneras. Llevo ejercitando la mente mucho tiempo.

El whisky pareció relajar a Joad. Lió otro cigarrillo y lo encendió. —No me queda demasiado para llegar —dijo. El camionero volvió deprisa a hablar:

No necesito beber —comentó—. Yo ejercito continuamente el cerebro. Hice un curso de eso hace dos años —Palmeó el volante con la mano derecha—. Imagine que paso a uno en la carretera. Le miro y cuando he pasado intento recordarlo todo, qué clase de ropa, zapatos y sombrero llevaba, cómo andaba y quizá la altura, el peso, si tenía cicatrices. Lo hago bastante bien. Puedo formar una imagen completa en la cabeza. A veces pienso que debería hacer un curso para ser un experto en huellas digitales. Le sorprendería todo lo que una persona puede recordar.

Joad bebió un trago del frasco. Dio la última calada al cigarrillo humeante y luego, con los encallecidos pulgar e índice, aplastó el extremo encendido.

Restregó la colilla hasta deshacerla y la sacó por la ventana dejando que la brisa se la llevara en los dedos. Los grandes neumáticos sonaron con una nota aguda en el asfalto. Los tranquilos ojos oscuros de Joad mostraron una expresión de humor mientras observaba la carretera. El conductor esperó y le miró intranquilo. Por fin el labio superior de Joad se curvó en una sonrisa sobre sus dientes y él rió silenciosamente, su pecho agitándose con la risa.

Le ha llevado de verdad un montón de rato llegar. El camionero no le miró. —¿Llegar a dónde? ¿Qué quiere decir?

Joad estiró los labios por un momento sobre los largos dientes y chupó los labios como un perro, dos veces, una en cada dirección desde el medio. La voz se volvió dura.

Ya sabe lo que quiero decir. Me miró de arriba a abajo cuando entré, me di cuenta —El conductor miró hacia adelante, agarró el volante con tanta fuerza que sus manos palidecieron mientras las palmas se abultaban. Joad continuó—. Sabe de dónde vengo —El camionero calló—. ¿No es cierto? —insistió Joad.

Bueno... sí. Quiero decir... puede que sí. Pero no es asunto mío. Yo me ocupo de mis asuntos. No es cosa mía —Ahora las palabras salieron rodando—. Yo no meto la nariz en lo que no me importa —De repente calló y esperó. Y las manos seguían blancas en el volante. Un saltamontes entró volando por la ventana y aterrizó encima del tablero de mandos, donde se sentó y procedió a rascarse las alas con las saltarinas patas dobladas en ángulo. Joad alargó la mano y aplastó con los dedos la dura cabeza en forma de calavera y lo empujó hasta que la corriente de aire se lo llevó por la ventana. Volvió a reírse mientras se sacudía de las yemas de los dedos los restos del insecto aplastado.

Se ha equivocado conmigo, mire —dijo—. No lo estoy ocultando. Sí que he estado en McAlester He estado cuatro años. Está claro que estas ropas son las que me dieron al salir. No me importa un comino quién lo sepa. Y vuelvo donde mi viejo para no tener que mentir para conseguir trabajo.

El conductor dijo:

Bueno, no es asunto mío. No soy un tipo entrometido.

¡Y un cuerno! —replicó Joad—. Su enorme nariz ha estado husmeando de mala manera. Me ha estado olfateando como haría una oveja en un bancal de verduras.

La cara del camionero se tensó.

Me ha malinterpretado... —empezó débilmente.

Joad se rió de él.

Se ha portado bien, me ha llevado. Bueno, qué más da. He estado en la cárcel. Y qué. Quiere saber por qué, ¿no es verdad?

No es asunto mío.

Su único asunto es conducir este monstruo y eso es a lo que menos se dedica. Mire, ¿ve aquella carretera allí delante?

Sí.

Bueno, yo me quedo allí. Ya sé que se muere de ganas de saber qué hice. No soy quién para decepcionarle —El agudo murmullo del motor se apagó y el sonido de los neumáticos bajó de tono. Joad sacó su botella y bebió otro trago corto. El camión se detuvo al principio de un camino de tierra que salía en ángulo recto de la carretera. Joad bajó y esperó de pie junto a la ventana de la cabina. El tubo de escape vertical arrojó el humo azul casi invisible. Joad se inclinó hacia el conductor—. Homicidio —dijo con rapidez—. Es una de aquellas palabras...; significa que maté a un tipo. Siete años me echaron. He salido en cuatro por buen comportamiento.

El camionero pasó los ojos sobre el rostro de Joad para memorizarlo.

Yo no le he preguntado nada —dijo—. Yo me ocupo de mis asuntos.

Puede decirlo en todos los garitos de aquí a Texola —Sonrió—. Hasta otra, hombre. Se ha portado bien. Pero, ¿sabe?, cuando has pasado un rato en chirona, hueles las preguntas desde lejos. Usted estaba preguntando nada más abrir el pico —empujó la puerta metálica con la palma de la mano. —Gracias por el viaje —dijo—. Adiós —Dio media vuelta y echó a andar por el camino de tierra. Por un momento el camionero le vio alejarse y luego gritó:

¡Suerte!

Joad agitó la mano sin volverse a mirar. Entonces el motor rugió, las marchas entraron y el enorme camión rojo se alejó pesadamente.

CAPITULO III

El asfalto de la carretera estaba bordeado de una maraña de hierba seca, enredada y quebrada, y las puntas de las hierbas estaban cargadas de barbas de avena preparadas para pegarse en el pelo de los perros; con colas de zorra destinadas a enredarse en los menudillos de un caballo y tréboles espinosos listos para fijarse en la lana de las ovejas; vida latente esperando ser esparcida y dispersada, cada semilla equipada con un dispositivo de dispersión, dardos retorcidos y paracaídas para el viento, pequeños arpones y bolas de espinas diminutas, todos esperando a los animales y al viento, a los bajos de un pantalón de hombre o el borde de la falda de una mujer, pasivas todas pero armadas con mecanismos de actividad, quietas pero aptas para el movimiento.

El sol descansaba sobre la hierba calentándola y en la sombra bajo la hierba se agitaban los insectos, las hormigas y hormigas león tendiendo trampas, los saltamontes saltando en el aire y chasqueando las alas amarillas durante un instante, las cochinillas como pequeños armadillos andando con esfuerzo e impaciencia con multitud de pies tiernos. Y sobre la hierba que bordeaba la carretera avanzaba lentamente una tortuga de tierra, sin desviarse por nada, arrastrando la alta bóveda de su concha sobre la hierba. Sus duras patas y sus pezuñas de uñas amarillas trillaban la hierba lentamente, en realidad no andando, sino impulsando y arrastrando la concha por la que resbalaban las barbas de cebada al tiempo que los tréboles espinosos caían encima y rodaban hasta el suelo. Llevaba el córneo pico medio abierto y sus ojos, humorísticos y fieros, bajo cejas como uñas, miraban adelante. Avanzó por la hierba dejando un rastro batido detrás y ante ella se levantó la colina que era el terraplén de la carretera. Se detuvo un momento, manteniendo alta la cabeza. Parpadeó y miró de un lado a otro. Por último empezó a escalar el terraplén. Las pezuñas delanteras se adelantaron, pero no se apoyaron. Las traseras empujaron la concha que arañó en la hierba y la grava. Cuanto más empinado se hacía el terraplén, más frenéticos eran los esfuerzos de la tortuga. Las tensas patas traseras empujaban y resbalaban, impulsando la concha adelante y la córnea cabeza sobresalía donde el cuello podía estirarse. Poco a poco la concha se deslizó por el terraplén hasta que al final encontró un parapeto en medio de su línea de marcha, el arcén de la carretera, un muro de hormigón de diez centímetros de altura. Como si se movieran de forma independiente, las patas traseras empujaron la concha contra el muro. La cabeza se alzó y oteó por encima del muro la ancha llanura suave de cemento. Entonces las patas delanteras se apoyaron en la parte superior del muro, se tensaron e izaron y la concha surgió lentamente y descansó su extremo delantero en el muro. La tortuga reposó un instante. Una hormiga roja se metió corriendo en la concha, en la suave piel dentro de la concha y de repente la cabeza y las patas se recogieron y la cola acorazada se encajó hacia un lado, y la hormiga roja quedó aplastada entre el cuerpo y las patas. Y una espiga de avena loca quedó atrapada dentro de la concha por una de las patas delanteras. Durante un rato la tortuga permaneció inmóvil y luego el cuello asomó y los viejos ojos humorísticos miraron alrededor amenazadores; las patas y la cola salieron. Tensándose como patas de elefante las patas traseras empezaron a moverse y la concha se inclinó en ángulo de modo que las delanteras no alcanzaban la llanura nivelada de cemento. Pero las patas de detrás impulsaron la concha cada vez más alta, hasta

que al fin alcanzó el centro de equilibrio, la parte delantera se inclinó hacia el suelo, las patas arañaron el asfalto y estuvo arriba. Pero la cabeza de avena loca se quedó enganchada por el tallo en las patas delanteras.

Ahora la marcha era cómoda, con todas las patas en movimiento, la concha avanzando impulsada y meneándose de un lado a otro. Se aproximó un sedán con una mujer de cuarenta años al volante. Ella vio la tortuga y se desvió a la derecha, fuera de la carretera, las ruedas rechinaron y una nube de polvo se levantó como hirviendo. Dos ruedas se alzaron un segundo y luego se volvieron a asentar. El coche patinó, de nuevo en la carretera, y continuó, aunque más despacio. La tortuga se había encogido en su concha, pero enseguida se apresuró porque la carretera abrasaba.

Entonces se aproximó un camión y, conforme se acercaba, el conductor vio la tortuga y viró para golpearla. La rueda de delante golpeó el borde de la concha, volteó la tortuga como a una pulga y la lanzó al aire girando como una moneda. La tortuga cayó de la carretera rodando. El camión volvió a su curso en el lado derecho.

Tumbada sobre la espalda, la tortuga permaneció encerrada en su concha mucho tiempo. Pero al final las patas se movieron en el aire, intentando agarrar algo para poder darse la vuelta. Su pezuña delantera se apoyó en un trozo de cuarzo y poco a poco la concha se dio la vuelta y se puso derecha. La espiga de avena loca cayó y tres de las semillas con cabeza de arpón se hundieron en la tierra. Mientras la tortuga bajaba por el terraplén, su concha arrastró tierra por encima de las semillas. La tortuga entró por una carretera de tierra y avanzó a tirones a lo largo del camino dibujando en el polvo un surco poco profundo y sinuoso con su concha. Los humorísticos y viejos ojos miraron adelante y el córneo pico se abrió levemente. Las uñas amarillas resbalaron apenas en el polvo.

CAPITULO IV

Cuando Joad oyó cómo el camión se ponía en movimiento metiendo una marcha tras otra, la tierra latiendo bajo el roce de goma de los neumáticos, se paró y se volvió y lo miró hasta que desapareció. Cuando se hubo perdido de vista siguió mirando la distancia y el brillo azul del aire. Cogió pensativo la botella del bolsillo, quitó el tapón metálico y sorbió el whisky con delicadeza, pasando la lengua por el interior del cuello de la botella y luego por sus labios, para recoger cualquier pizca de sabor que se le pudiera haber escapado. Dijo experimentalmente: «Allí espiamos a un negro...», y esto fue todo lo que pudo recordar. Al final dio media vuelta y miró de frente la polvorienta carretera secundaria que se abría en ángulo recto a través de los campos. El sol era caliente y no había viento que agitara el polvo filtrado. La carretera estaba marcada por los surcos de polvo asentado sobre las huellas dejadas por las ruedas. Joad avanzó unos pocos pasos y el polvo harinoso se alzó delante de sus nuevos zapatos amarillos, cuyo color iba desapareciendo bajo el polvo gris.

Se agachó y, tras desatar los cordones, se quitó primero un zapato y luego el otro. Los pies húmedos pisaron el polvo seco y caliente hasta que pequeñas nubes de polvo salieron entre los dedos y la piel de las plantas se tensó al secarse. Se quitó la chaqueta y envolvió los zapatos en ella y acomodó el bulto bajo el brazo. Finalmente avanzó por la carretera, disparando el polvo delante de sí, formando una nube que colgaba baja sobre la tierra tras de él.

A la derecha el campo estaba cercado, dos líneas de alambre de púas en postes de sauce. Los postes estaban torcidos y recortados a distinta altura. Cuando las horquillas de los postes quedaban a suficiente altura el alambre pasaba por encima; si no había horquilla el alambre de púas estaba atado al poste por alambre de embalar oxidado. Más allá de la cerca, el maíz yacía vencido por el viento, el calor y la sequía, y las copas formadas por la unión de la hoja con el tallo estaban llenas de polvo.

Joad caminó pesadamente, arrastrando la nube de polvo tras él. Un poco más adelante vio la alta bóveda de la concha de una tortuga de tierra, andando lentamente por el polvo, moviendo las patas rígidas a sacudidas. Joad se detuvo a contemplarla y su sombra cayó sobre la tortuga. Al instante la cabeza y las patas se recogieron y la corta cola se deslizó de lado dentro de la concha. Joad la cogió y le dio la vuelta. Por arriba la concha era de un marrón grisáceo, como el polvo, pero por debajo era amarilla cremosa, limpia y suave. Joad se acomodó el bulto más arriba bajo el brazo y acarició con el dedo la parte de abajo de la concha y presionó. Era más blanda que por encima. La vieja y dura cabeza se asomó intentando ver el dedo que apretaba y las patas se agitaron furiosamente. La tortuga mojó la mano de Joad y luchó inútilmente en el aire. Joad la volteó del derecho y la lió con los zapatos en la chaqueta. Podía sentir cómo empujaba, peleaba y se agitaba bajo su brazo. Siguió hacia adelante, más deprisa ahora, arrastrando ligeramente los talones en el polvo fino.

Más adelante, junto a la carretera, un sauce esmirriado y polvoriento proyectaba una sombra salpicada de manchas. Joad podía verlo delante de él, las pobres ramas curvadas sobre la carretera, las ralas hojas como pingajos, igual que un pollo que está mudando las plumas. Ahora Joad estaba sudando, la

camisa azul más oscura por la espalda y debajo de los brazos. Tiró de la visera de su gorra y la arrugó por el centro, rompiendo el cartón completamente: no volvería a parecer nueva. El ritmo de sus pasos se aceleró con la determinación de llegar a la sombra del distante sauce. Sabía que allí habría sombra, por lo menos una franja de sombra perfecta proyectada por el tronco, pues el sol había pasado el cenit. El sol le azotaba el cuello por detrás y zumbaba suavemente en su cabeza. No podía ver la base del árbol porque crecía en una pequeña hondonada que conservaba el agua más tiempo que la tierra llana. Joad aceleró el paso, bajo el sol, e inició el descenso por el declive. Frenó con cautela al ver que la franja de sombra perfecta estaba ocupada. Había un hombre sentado en el suelo, apoyado contra el tronco del árbol, con las piernas cruzadas y un pie descalzo llegando casi a la altura de la cabeza. No oyó aproximarse a Joad porque estaba silbando la melodía de «Yes, Sir, That's my Baby» solemnemente. El pie estirado marcaba el lento ritmo arriba y abajo. No era ritmo de baile. Cesó de silbar y cantó una fina voz de tenor:

Sí señor, ése es mi salvador Jesús es mi salvador Jesús es mi salvador si te portas bien

el diablo no podrá contigo Jesús es mi salvador

Joad había entrado en la sombra imperfecta ofrecida por las hojas como pingos antes de que el hombre le oyera llegar, interrumpiera la canción y volviera la cabeza. Era una cabeza larga, huesuda, de piel tensa, colocada en un cuello tan enjuto y musculoso como un tallo de apio. Los ojos eran pesados y saltones; los párpados se estiraban para cubrirlos y eran rojos y descarnados. Las mejillas eran morenas, brillantes, lampiñas, y la boca de labios gruesos, humorística o sensual. La piel se tensaba tanto sobre la nariz, aguileña y dura, que sobre el puente era de color blanco. No había sudor en el rostro, ni siquiera en la despejada frente pálida. Era una frente anormalmente despejada, marcada por delicadas venitas azules en las sienes. La mitad de la cara quedaba por encima de los ojos. El tieso pelo gris estaba apartado de la frente hacia atrás, como si lo hubiera retirado con los dedos. Por toda ropa llevaba un mono y una camisa azul. Una chaqueta vaquera con botones de latón y un sombrero marrón, con manchas y arrugado como un acordeón descansaban en el suelo a su lado. Había cerca unas zapatillas de lona, grises de polvo, en el mismo sitio donde habían caído cuando el hombre se había descalzado.

El hombre miró largamente a Joad. La luz parecía penetrar en la profundidad de sus ojos marrones, y arrancaba pequeños destellos dorados en el iris. El manojo de nervios tensos del cuello sobresalió.

Joad permaneció inmóvil en la sombra moteada. Se quitó la gorra, se secó con ella la cara y la dejó caer al suelo junto con la chaqueta enrollada. El hombre bajo la sombra perfecta descruzó las piernas y enterró los dedos de los pies en la tierra.

Joad dijo: —Hola. Hace más calor en la carretera que en el infierno.

El hombre sentado fijó en él la mirada inquisitivamente. —Pero, bueno, ¿no eres tú el joven Tom Joad, el hijo de Tom el viejo? —Sí—respondió Joad—. Hasta el final. Voy a casa.

No te acuerdas de mí, supongo —dijo el hombre. Sonrió y sus gruesos labios descubrieron dientes grandes de caballo—. No, no, no puedes acordarte. Estabas siempre demasiado ocupado tirando de las trenzas de las niñas cuando te hice llegar el Espíritu Santo. Estabas todo absorto en arrancar de raíz aquella trenza. Puede que tú no te acuerdes, pero yo sí. Los dos llegasteis a Jesús al mismo tiempo por tirar de las trenzas. Os bauticé a la vez en el canal de riego mientras peleabais y gritabais como un par de gatos.

Joad le miró con los párpados entrecerrados y luego se rió.

Claro, es el predicador. El predicador. No hace ni una hora que le hablé a un tipo de usted.

Fui predicador —dijo el hombre con seriedad—. Reverendo Jim Casy, ejercí de pastor. Solía aullar el nombre de Jesús hasta el cielo. Y solía haber tantos pecadores arrepentidos en la acequia que casi se me ahogaban la mitad. Pero ya no más —suspiró—. Ahora sólo soy Jim Casy. Ya no tengo vocación. Tengo un montón de ideas pecaminosas, que, sin embargo, parecen inteligentes.

Joad dijo:

Es inevitable que se le ocurran ideas a uno si se dedica a pensar en cosas. Claro que me acuerdo de usted. Solía celebrar buenos servicios. Recuerdo una vez que pronunció un sermón entero andando sobre las manos, de un lado para otro, gritando como un desaforado. Madre le apreciaba más que nadie. Y la abuela dice que usted estaba literalmente lleno del Espíritu Santo. —Joad exploró por su chaqueta enrollada, encontró el bolsillo y sacó la botella. La tortuga movió una pata, pero él la envolvió bien envuelta. Destapó la botella y se la ofreció. — ¿Quiere un trago?

Casy tomó la botella y la contempló pensativo.

Ya no predico demasiado. El espíritu ya no está en la gente; y lo que es peor, ya no está tampoco en mí. De vez en cuando el espíritu se mueve dentro de mí y entonces celebro un servicio, o cuando la gente me deja comida les bendigo, pero mi corazón no está en ello. Lo hago sólo porque es lo que esperan.

Joad se volvió a enjugar el rostro con la gorra.

No es demasiado santo para tomar un trago, ¿verdad? —preguntó.

Casy pareció ver la botella por vez primera. La inclinó y bebió tres grandes tragos.

Buen licor—declaró. —Ya puede serlo —dijo Joad—. Es licor de fábrica; me costó un pavo. Casy bebió otro trago antes de devolver la botella. —Sí señor —dijo—. Sí, señor.

Joad cogió la botella y por cortesía no limpió el cuello con la manga antes de beber. Se puso en cuclillas y asentó la botella contra la chaqueta enrollada. Sus dedos encontraron una ramita con la que dibujar sus ideas en el polvo. Y pintó ángulos y circulitos.

No le había visto en mucho tiempo —dijo.

Nadie me ha visto —replicó el predicador—. Me fui solo, me senté a pensar y reflexioné. El espíritu es fuerte en mi interior, pero ya no es lo mismo. No estoy tan seguro de un montón de cosas.

Se sentó derecho apoyado contra el árbol. Su mano huesuda encontró el camino como una ardilla, hasta llegar al bolsillo de su mono y sacó un taco negro y mordido de tabaco. Cuidadosamente sacudió las pajitas y la pelusa gris del bolsillo antes de morder una esquina y acomodar la mascada en el interior de la mejilla. Joad negó con el palito cuando le ofreció el taco. La tortuga se revolvió bajo la chaqueta. Casy observó la prenda en movimiento.

¿Qué tienes ahí, un pollo? Lo vas a asfixiar.

Joad aseguró la chaqueta enrollada.

Una vieja tortuga —dijo—. La recogí en la carretera. Igual que una vieja excavadora. Pensé llevársela a mi hermano pequeño. A los niños les gustan las tortugas.

El predicador asintió despacio con la cabeza.

Todos los niños tienen una tortuga en algún momento. Pero nadie la puede conservar. A fuerza de intentarlo sin parar finalmente un día escapan y se van... lejos, a algún lugar. Igual que yo. No pude conformarme con el Evangelio que estaba ahí, al alcance de la mano. Tuve que hurgar en él y sobarlo hasta que al final lo hice pedazos. Aquí estoy, a veces tengo el espíritu y nada sobre lo que predicar. Tengo vocación para conducir a la gente y ningún lugar a donde conducirla.

Condúzcalos en círculos —dijo Joad—. Sumérjalos en el canal de riego. Dígales que se asarán en el infierno si no piensan igual que usted. ¿Para qué demonios los quiere llevar a ningún sitio? Condúzcalos, simplemente.

La sombra recta del tronco se había alargado sobre el suelo. Joad se movió agradecido hasta estar dentro, se acuclilló y alisó un nuevo trozo en el que dibujar sus ideas con el palo. Un perro pastor amarillo, de pelo espeso, se acercó trotando por la carretera, la cabeza baja, la lengua colgando babeante, la cola relajada y curva. Jadeaba ruidosamente. Joad le silbó, pero el perro agachó la cabeza un par de centímetros y trotó rápido hacia un destino determinado.

Va a alguna parte —explicó Joad, un poco picado—. A lo mejor va a casa.

El predicador no se dejaba alejar de su idea.

Va a alguna parte —repitió—. Eso es, va a algún sitio. Yo... yo no sé a dónde voy. Déjame que te cuente: yo solía tener a la gente dando saltos y hablando otras lenguas, y gritando ¡Gloria! hasta caer desmayados. A algunos los bautizaba para que volvieran en sí. Y luego, ¿sabes qué hacía? Me llevaba a una de las chicas y me acostaba con ella en la hierba. Lo hacía cada vez. Y

después me sentía mal y rezaba y rezaba, pero no servía de nada. La vez siguiente, ellos y yo llenos del espíritu, lo volvía a hacer. Me imaginé que simplemente yo no tenía arreglo y que era un maldito viejo hipócrita. Pero yo no quería serlo.

Joad sonrió, separó los grandes dientes y se chupó los labios.

No hay nada como un buen servicio para llevarlas donde uno quiere — dijo—. Yo también lo he hecho.

Casy se inclinó hacia él excitado.

¿Lo ves? —gritó—. Yo me di cuenta de que pasaba eso y empecé a darle vueltas —Movió arriba y abajo la mano huesuda de nudillos grandes en un gesto de caricia—. Yo pensaba así: aquí estoy predicando la gracia, y la gente recibiendo tanta gracia que se ponen a saltar y a gritar. Por otro lado, se dice que acostarse con una chica es cosa del diablo. Pero cuanta más gracia tiene una chica en su interior más deprisa quiere acostarse en la hierba. Y pensé cómo diablos, con perdón, cómo puede el diablo introducirse en una chavala cuando el Espíritu Santo se le sale por las orejas, de tan llena de él como está. Lo lógico sería pensar que ése es un momento en el que el diablo no tiene nada que hacer. Y, sin embargo, allí estaba. —La excitación hacía brillar sus ojos. Rumió un poco con las mejillas y escupió en el polvo, y el escupitajo rodó y rodó, recogiendo polvo hasta ser una bolita redonda y seca. El predicador estiró la mano y contempló la palma como si estuviera leyendo un libro—. Y aquí estoy yo — continuó con suavidad—. Yo con las almas de toda esa gente en mi mano, responsable y sintiendo mi responsabilidad y cada vez tenía que acostarme con una de las chavalas. —Miró a Joad con una expresión de desamparo en el rostro, como pidiendo ayuda.

Joad dibujó con esmero el torso de una mujer en el polvo, senos, caderas, pelvis.

Yo nunca fui predicador —dijo—. Nunca dejé escapar nada que estuviera a mi alcance. Y nunca se me ocurrió pensar nada, excepto la maldita suerte que tenía cuando conseguía algo.

Pero tú no eras predicador —insistió Casy—. Una chica no era más que una chica para ti. No eran nada tuyo. Pero para mí eran vasos sagrados. Yo salvaba sus almas. Y con toda esa responsabilidad, las tenía ya tan llenas del Espíritu Santo que echaban espuma y entonces me las llevaba al prado.

Tal vez yo debería haber sido predicador —dijo Joad. Sacó el tabaco y los papeles y lió un cigarrillo. Lo prendió y miró al predicador guiñando a través del humo—. Llevo mucho tiempo sin una chica —dijo—. Voy a tener que recuperar el tiempo perdido.

Casy siguió:

Me preocupaba hasta quitarme el sueño. Iba a predicar y me decía: por Dios que esta vez no lo voy a hacer. E incluso mientras lo decía, sabía que volvería a hacerlo.

Debería haberse casado —dijo Joad—. Un predicador y su mujer estuvieron una vez en casa. Eran jehovitas. Dormían en el piso de arriba y

celebraban servicios en nuestro granero. Los niños escuchábamos. Le aseguro que la señora de aquel predicador se llevaba una buena soba las noches que había servicio.

Me alegro de que me lo hayas dicho —dijo Casy—. Solía pensar que yo era el único. Al final me hizo sufrir tanto que lo dejé y me fui solo a pensar las cosas despacio. —Dobló las piernas y rascó entre los dedos secos y polvorientos—. Me digo a mí mismo: ¿Qué es lo que te está royendo? ¿Joder? Y me contesto: No, el pecado. Y sigo: ¿Cómo es que precisamente cuando un hombre debería estar protegido a toda prueba contra el pecado, cuando está todo lleno de Jesucristo, es cuando no puede dejar quietos los botones del pantalón? —Posó dos dedos en la palma de la mano siguiendo el ritmo como si pusiera allí con suavidad cada palabra una al lado de otra. Yo pienso: Quizá no sea un pecado. Puede que sea solamente que los hombres son así. A lo mejor nos hemos estado castigando como locos por nada. Pensé cómo algunas hermanas se azotaban a sí mismas con un trozo de alambre. Y pensé que a lo mejor les gustaba hacerse daño y a lo mejor a mí también me gustaba hacerme daño. Pues bien, estaba tumbado bajo un árbol cuando llegué a esa conclusión y me quedé dormido. Se hizo de noche, estaba oscuro cuando desperté. Cerca aullaba un coyote. Antes de que me diera cuenta estaba diciendo en voz alta: ¡Y una mierda! No existe el pecado y no existe la virtud. Sólo hay lo que la gente hace. Todo es parte de lo mismo. Algunas cosas que los hombres hacen son bonitas y otras no, pero eso es todo lo que un hombre tiene derecho a decir. —Hizo una pausa y levantó la mirada de la palma de la mano, donde había ido poniendo las palabras.

Joad le sonreía, pero sus agudos ojos también mostraban interés. —Le dio una buena reflexión —dijo—. Llegó a una conclusión. Casy habló de nuevo y su voz expresaba dolor y confusión.

Yo me digo: ¿Qué es esta llamada, este espíritu? Es amor. Amo tanto a la gente que a veces estoy a punto de estallar. Y pienso: ¿No amas a Jesucristo? Le di vueltas y más vueltas y al final me dije: No, no conozco a nadie llamado Jesús. Sé un puñado de historias, pero sólo amo a la gente. A veces tanto que casi estallo y quiero hacerles felices, así que predico algo que pienso que les hará felices. Y entonces... he hablado muchísimo. Quizá te asombres de que diga tacos. Bueno, para mí ya no son malos. No son más que palabras que la gente usa y no significan nada malo. Bueno, sea como sea, te diré una cosa más que se me ocurrió; y viniendo de un predicador es la cosa menos religiosa posible y ya no puedo ser predicador porque llegué a esa conclusión y creo en ella.

¿De qué se trata? —preguntó Joad.

Casy le miró tímidamente.

Si te parece mal, no te ofendas, ¿de acuerdo?

Yo no me ofendo más que cuando me dan un puñetazo en la nariz —dijo Joad—. ¿Qué fue lo que pensó?

Pensé en esa historia del Espíritu Santo y Jesucristo. Me dije: ¿Por qué tenemos que atribuirlo a Dios o a Jesús? Quizá, pensé, quizá son los hombres y las mujeres a los que amamos; quizá eso es el Espíritu Santo, el espíritu humano, ésa es toda la historia. Tal vez hay una gran alma de la que todo el

mundo forma parte. Estaba allí sentado pensándolo y de pronto... lo supe. Sabía desde lo más hondo que era verdad y aún lo sé.

Joad dejó caer la mirada al suelo como si no fuera capaz de sostener la sinceridad desnuda que reflejaban los ojos del predicador.

No puede celebrar servicios con semejantes ideas —dijo—. Con ideas de ésas la gente le haría salir del pueblo. Lo que a la gente le gusta es saltar y gritar. Les hace sentir fenomenal. Cuando la abuela empezaba a hablar en otras lenguas no había quien la pudiera sujetar. Podía tumbar a un diácono hecho y derecho de un puñetazo.

Casy le observó pensativo.

Me gustaría preguntarte una cosa —dijo—. Hay algo que me ha estado carcomiendo.

Adelante; algunas veces hablo.

Bueno —empezó el predicador despacio—, a ti te bauticé justo cuando estaba en el umbral de la gloria. Aquel día me salían pedacitos de Jesús por la boca. No te acordarás porque estabas ocupado tirando de las trenzas.

Me acuerdo —dijo Joad—. Estaba con Susy Little. Me reventó el dedo un año después.

Bueno... ¿sacaste algo bueno de aquel bautizo? ¿Te hiciste mejor en algún sentido?

Joad pensó en ello.

No, no puedo decir que sintiera nada.

Bueno, ¿sacaste algo malo? Piénsalo bien.

Joad levantó la botella y bebió un trago.

No saqué nada, ni bueno ni malo. Sólo pasé un buen rato.

Le pasó la botella al predicador.

Él suspiró, bebió, miró el bajo nivel de whisky y le dio otro trago pequeño.

Eso es bueno —dijo—. Me empezaba a preocupar si quizá enredando, no le habría hecho daño a alguien.

Joad miró hacia su chaqueta y vio a la tortuga libre y alejándose deprisa en la misma dirección que llevaba cuando él la encontró. Joad la observó un momento y luego se puso en pie. La volvió a coger y la envolvió de nuevo en la chaqueta.

No tengo ningún regalo para los chicos —dijo—. Nada más que esta tortuga vieja.

Es curioso —dijo el predicador—. Estaba pensando en el viejo Tom Joad cuando llegaste. Pensando que iría a hacerle una visita. Solía pensar que era un hombre descreído. ¿Cómo está Tom?

No sé cómo está. No he estado en casa en cuatro años. —¿No te escribió?

Tom estaba avergonzado.

Bueno, Padre nunca fue bueno para escribir. Podía firmar tan bien como cualquiera y chupar el lápiz. Pero nunca escribió cartas. Dice siempre que lo que no pueda decirle a uno de viva voz no vale la pena escribirlo.

¿Has estado viajando? —preguntó Casy. Joad le miró con desconfianza. —¿No oyó de mí? Salí en todos los periódicos.

No, yo nunca... ¿Qué? —cruzó una pierna sobre la otra y se acomodó más bajo contra el árbol. La tarde avanzaba rápidamente y la tonalidad del sol se iba enriqueciendo.

Joad le dijo amablemente:

No me importa decírselo ahora mismo y dejarlo zanjado. Pero si aún estuviera predicando, no se lo diría por miedo a que empezara a rezar por mí. — Bebió el último trago de la botella y la lanzó lejos de él, y la plana botella marrón patinó ligera sobre el polvo—. He estado en McAlester estos cuatro años.

Casy giró hasta estar frente a él y bajó las cejas de modo que su frente pareció aún más despejada.

No quieres hablar de ello ¿eh? No te voy a hacer preguntas; si hiciste algo malo...

Volvería a hacerlo —dijo Joad—. Maté a un tipo en una pelea. En un baile. Estábamos borrachos. Me sacó una navaja y le maté con una pala que había por ahí. Le reventé la cabeza como una calabaza.

Las cejas de Casy volvieron a su altura normal.

¿Entonces no te avergüenzas de nada?

No —contestó Joad—, de nada. Me echaron siete años, teniendo en cuenta que me amenazaba con una navaja. He salido después de cuatro años... libertad bajo palabra.

Entonces ¿no has sabido nada de tu familia en cuatro años?

Sí, algo sí. Madre me mandó una postal hace dos años y la abuela me mandó otra la última Navidad. Dios, lo que se rieron los de la galería. Tenía un árbol y una cosa brillante que parecía nieve. Decía en verso:

Feliz Navidad, niño de Dios, Jesús manso, Jesús bondad. Bajo el árbol de Navidad hay regalos para los dos.

Supongo que la abuela no llegó a leerla. Seguramente se la compró a un viajante y escogió la que tenía más brillantina. Los tipos de mi galería casi se

mueren de risa. Jesús Manso, me llamaron a partir de entonces. La abuela no pretendía que fuera gracioso; como la postal era bonita no se molestó en leerla. Perdió las gafas el primer año que estuve allí. Quizá no llegó a encontrarlas nunca.

¿Cómo te trataron en McAlester? —se interesó Casy.

No está mal. Te dan la comida, ropa limpia y hay donde bañarse. Está muy bien en algún sentido. Se hace duro no tener mujeres. —De pronto se echó a reír—. Hubo uno que salió bajo palabra, pero al cabo de un mes estaba dentro otra vez por violación de la libertad condicional. Uno le preguntó por qué lo había hecho. Bueno, la cosa es, dijo él, que en casa de mi viejo no hay comodidades. No hay luz eléctrica, ni duchas. No hay libros y la comida es asquerosa. Decía que volvía a un sitio donde hay algunas comodidades y te dan comida regularmente. Decía que se sentía solo allí fuera teniendo que pensar qué hacer a continuación. Así que robó un coche y volvió.

Joad sacó el tabaco, sopló un papel marrón del paquete y lió un cigarrillo.

La verdad es que tenía razón —comentó—. Anoche me asusté pensando dónde iba a dormir. Me acordé de mi litera y me pregunté qué estaría haciendo el bicho de prisión que tenía por compañero de celda. Unos cuantos habíamos montado una banda de cuerdas. Buena. Uno dijo que debíamos salir por la radio. Y esta mañana no sabía a qué hora levantarme. Me quedé ahí tumbado esperando que sonara el timbre. —Casy rió entre dientes—. Uno puede llegar a echar de menos hasta el ruido de un aserradero.

La luz de la tarde, amarilla y polvorienta, ponía un color dorado sobre el campo. Los tallos de maíz parecían de oro. Una bandada de golondrinas pasó por encima en busca de alguna charca. La tortuga dentro de la chaqueta comenzó un nuevo intento de escapada. Joad arrugó la visera de la gorra. Ahora ya iba curvándose en forma de pico de cuervo, largo y saliente.

Creo que voy a seguir adelante —dijo—. No me gusta andar bajo el sol, pero ya no es tan fuerte.

Casy se incorporó.

No he visto al viejo Tom en un siglo —dijo—. Pensaba hacerle una visita de todas formas. Durante mucho tiempo le traje a Jesús a tu gente y nunca hice una colecta ni acepté nada que no fuera un bocado para comer.

Venga conmigo —invitó Joad—. Padre se alegrará de verle. Siempre decía que tenía usted el pito demasiado largo para ser predicador. —Cogió del suelo su chaqueta enrollada y la apretó con cuidado alrededor de los zapatos y la tortuga.

Casy acercó las zapatillas de lona y metió dentro los pies descalzos.

No tengo tu confianza —explicó—. Siempre temo que va a haber un alambre o un cristal bajo el polvo. No hay nada que me moleste más que cortarme un dedo del pie.

Vacilaron en el borde de la sombra y luego se internaron en la luz amarilla del sol como dos nadadores que se apresuran para llegar a la orilla. Tras unos cuantos pasos rápidos disminuyeron a un ritmo tranquilo y pensativo. Los tallos de maíz proyectaban ahora ladeadas sus sombras grises y el olor picante del

polvo cálido llenaba el aire. El campo de maíz llegó a su fin y en su lugar se extendió el algodón verde oscuro, las hojas verde oscuro a través de la película de polvo, las cápsulas en crecimiento. Era un algodón desigual, grueso en la parte baja donde el agua se había conservado, ralo en la parte alta. Las plantas luchaban contra el sol. Y la distancia, hacia el horizonte, se extendía parda hasta alcanzar lo invisible. La carretera de tierra se alargaba delante de ellos, ondeando arriba y abajo. Los sauces, bordeando un riachuelo, se alineaban hacia el oeste y, hacia el noroeste, una sección descolorida volvía a ser arbusto escaso. Pero en el aire seco se podía notar el olor del polvo abrasado, y la mucosa de la nariz se secaba hasta formar una costra y los ojos se humedecían para evitar que los globos oculares quedaran secos.

Casy dijo:

Mira lo bien que crecía el maíz hasta que el polvo se levantó. Llevaba camino de ser una cosecha sonada.

Todos los años —replicó Joad—. Cada año que puedo recordar teníamos una buena cosecha en camino, pero nunca llegaba. El abuelo dice que era buena las primeras cinco veces que se araba, mientras aún crecían las hierbas silvestres.

La carretera bajó una pequeña cuesta y volvió a subir por otra colina ondulante.

La casa del viejo Tom no puede estar más allá de una milla. ¿No está tras la tercera loma? —preguntó Casy.

Exactamente —contestó Joad—. A menos que alguien la haya robado igual que hizo Padre.

¿Tu padre la robó?

Claro, la encontró a una milla y media de aquí, hacia el este, y la arrastró. Vivía allí una familia que se fue. El abuelo, Padre y mi hermano Noah habrían querido llevársela entera, pero se resistió. Sólo se llevaron una parte. Por eso uno de los extremos tiene una pinta tan extraña. La cortaron en dos y la arrastraron con doce caballos y dos mulas. Volvieron a por la otra mitad, pero Wink Manley y sus chicos llegaron antes y la robaron. Padre y el abuelo se enfadaron mucho, pero algo después ellos y Wink se emborracharon juntos y se morían de risa al acordarse. Wink decía que su casa estaba en celo y que si lleváramos la nuestra y las apareásemos, a lo mejor salía una carnada de casas de mentira. Wink era un gran tipo cuando estaba borracho. Después de eso, él, Padre y el abuelo se hicieron amigos. Se emborrachaban juntos cada vez que se presentaba una ocasión.

Tom era un buen punto —afirmó Casy.

Levantando polvo al caminar pesadamente llegaron hasta abajo y disminuyeron el ritmo de su paso para la subida.

Casy se enjugó la frente con la manga y se volvió a poner el sombrero achatado.

Sí —repitió—. Tom era un buen punto, para ser un descreído. Le he visto en un servicio cuando el espíritu se introducía en él nada más que un poco y le

he visto dar saltos de hasta tres metros. Te aseguro que cuando Tom tenía una dosis del Espíritu Santo se tenía uno que mover rápido para evitar ser atropellado y pisoteado. Se ponía tan nervioso como un semental en una cuadra.

Coronaron la loma siguiente y la carretera descendió hasta un viejo barranco abierto por el agua, feo y árido, de curso desigual, con surcos formados por las crecidas que salían por ambas orillas. Había unas cuantas piedras colocadas para cruzar. Joad lo atravesó con los pies descalzos.

Y habla usted de Padre —dijo—. Tal vez no vio usted al tío John cuando le bautizaron en casa de Polk. No vea, se puso a saltar y a brincar y saltó un arbusto tan alto como un piano. Lo saltaba y lo volvía a saltar del otro lado, aullando como un perro lobo en plenilunio. Así estaba y Padre le vio. Bueno, Padre pensaba que él era el que más alto saltaba estando en trance, que era el mejor saltador de los contornos. Así que eligió un arbusto más o menos el doble de alto que el del tío John, dejó escapar un chillido como el de una cerda que pariera botellas rotas, cogió carrerilla hacia el arbusto, lo saltó limpiamente y se quebró la pierna derecha. Eso le vació del espíritu. El predicador quería reducirle la fractura por medio de la oración, pero Padre dijo, no, por Dios, estaba empeñado en que viniera un médico. No había médico, pero había un dentista que iba viajando y él fue el que redujo la fractura. De todas formas, el predicador dijo unas oraciones.

Subieron pesadamente por la pequeña loma a la otra orilla del barranco. Ahora que comenzaba el ocaso, la fuerza del sol había disminuido algo y aunque el aire era cálido, la intensidad de los rayos del sol era menor. Aún bordeaba la carretera el alambre tenso sobre los postes torcidos. A mano derecha la línea de una cerca de alambre atravesaba el campo de algodón y el algodón era igual en ambos lados: polvoriento y seco y verde oscuro.

Joad señaló la cerca divisoria.

Ésa es nuestra divisoria. En realidad la cerca no es necesaria aquí, pero teníamos alambre y a Padre le hacía gracia que estuviera ahí. Decía que así se hacía mejor a la idea de lo que eran cuarenta acres. No habríamos tenido cerca si no hubiera aparecido una noche el tío John con seis carretes de alambre en el carro. Se los cambió a Padre por un cochinillo. Nunca supimos de dónde había sacado el alambre.

Aminoraron para la subida, moviendo los pies en el polvo suave y profundo, sintiendo la tierra con ellos. Los ojos de Joad miraban en el interior de su memoria. Parecía reírse por dentro.

El tío John era un cabrón chiflado —dijo—. Lo que hizo con aquel cochinillo... —Rió entre dientes y siguió caminando.

Jim Casy esperó con impaciencia. La historia no continuaba. Casy le dio tiempo antes de exigir, con cierta irritación: —Bueno, ¿qué fue lo que hizo con el cochinillo?

¿Eh? Ah, sí. Bueno, mató al cochinillo allí mismo y le dijo a Madre que encendiera el hogar. Cortó chuletas de cerdo y las puso en la sartén y metió las costillas y una pierna en el horno. Comió chuletas hasta que las costillas

estuvieron listas y costillas hasta que se hizo la pierna. Y entonces atacó la pierna, cortando grandes pedazos que se iba metiendo en la boca. Los chicos dábamos vueltas alrededor, mientras se nos hacía la boca agua y él nos dio algunos trozos, pero no quiso darle nada a Padre. Al final comió tanto que vomitó y se quedó dormido. Mientras dormía, nosotros y Padre nos acabamos la pierna. Pues bien, cuando tío John despertó por la mañana agarró otra pierna y la metió en el horno.

»—John, ¿te vas a comer el maldito cerdo entero? —le preguntó Padre.

»—Es lo que pretendo, Tom, pero temo que se va a echar a perder antes de que me lo pueda comer todo, a pesar de que estoy hambriento de cerdo. Quizá lo mejor sea que te cojas un plato y me devuelvas un par de rollos de alambre — contestó.

»Bien, Padre no tiene un pelo de tonto. Dejó que John siguiera comiendo cerdo hasta que se puso malo, y cuando se marchó se había comido poco más de la mitad.

»—¿Por qué no lo salas? —sugirió Padre.

»Pero no, el tío John no es de ésos; cuando le apetece cerdo, quiere uno entero y cuando ha terminado, no quiere ver ningún resto de cerdo a su alrededor. Así que se fue y Padre saló lo que había quedado.

Casy dijo:

Si siguiera predicando ahora sacaría una moraleja de esta historia y te la explicaría, pero ya no hago eso. ¿Por qué crees que haría cosa semejante?

No sé replicó Joad-. Simplemente le entró hambre de cerdo. Sólo de pensarlo me da hambre. En cuatro años no he visto más que cuatro lonchas de cerdo asado, una en cada Navidad.

Casy sugirió cuidadosamente:

Tal vez Tom mate una ternera cebada para el hijo pródigo, como en las Escrituras.

Joad rió con desprecio.

No conoce usted a Padre. Si mata un pollo, los chillidos los dará él más que el pollo. Nunca aprenderá. Siempre guarda un cerdo para la Navidad y entonces el cerdo va y explota en septiembre y no lo podemos comer. Cuando el tío John quería cerdo, comía cerdo. Lo conseguía cuando le apetecía.

Avanzaron por la cima ondulante de la loma y vieron la casa de los Joad a sus pies. Joad se detuvo.

No es la misma dijo. Mire esa casa, algo ha ocurrido. Allí no hay nadie.

Se quedaron los dos parados mientras fijaban la vista en el pequeño grupo de edificios.

CAPÍTULO V

Los propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia, un portavoz de los propietarios, iban a las tierras. Llegaban en coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos. Y al fin los representantes de los dueños entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el polvo.

Las mujeres miraban desde las puertas abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento. Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y callaban.

Algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban las matemáticas porque podían refu- giarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fuera un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo sufi- ciente, Dios lo sabe.

Los arrendatarios, en cuclillas, asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe. Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara...

Los hombres de los propietarios tenían una idea fija: Sabes que la tierra se está empobreciendo. Sabes lo que el algodón le hace a la tierra: la despoja de todo, la desangra.

Los hombres en cuclillas asentían, lo sabían, Dios lo sabía. Si pudieran alternar cosechas podrían bombear sangre nueva en la tierra.

Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer.

Sí, puede hacerlo hasta que un día pierde la cosecha y se ve obligado a pedir dinero prestado al banco.

Pero, entiendes, un banco o una compañía no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así.

Los hombres acuclillados levantaban los ojos intentando comprender. ¿No podemos quedarnos? Quizá el año próximo sea un buen año. Dios sabe cuánto algodón habrá el año que viene. Y con todas las guerras, Dios sabe qué precio al- canzará el algodón. ¿No fabrican explosivos con el algodón? ¿No hacen uniformes? Con las guerras suficientes, el algodón irá por las nubes: El año próximo, tal vez. Miraban hacia arriba interrogantes.

No podemos depender de eso. El banco, el monstruo necesita obtener beneficios continuamente. No puede esperar, morirá. No, la renta debe pagarse. El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer.

Los dedos suaves empezaban a dar golpecitos en la ventana del coche y los dedos endurecidos apretaban con más fuerza los palitos que no cesaban de hacer dibujos. En las puertas de las casas castigadas por el sol las mujeres suspiraban y después cambiaban de pie, de modo que el que había estado debajo ahora estaba encima, y los dedos en movimiento. Los perros se acercaban a los coches de los dueños olfateando y meaban en los cuatro neumáticos, uno detrás de otro. Los pollos se tendían en la tierra soleada y ahuecaban las plumas para que el polvo limpiador llegara hasta la piel. En las pequeñas pocilgas los cerdos gruñían inquisitivamente sobre los restos fangosos de su bazofia.

Los hombres en cuclillas volvían a bajar la vista. ¿Qué quieren que hagamos? No podemos quedarnos con una parte menor de la cosecha, ya estamos medio muertos de hambre. Los niños están hambrientos todo el tiempo. No tenemos ropa, la que llevamos está rota y en jirones. Si no fuera porque todos los vecinos están igual, nos daría vergüenza ir a las reuniones.

Y por fin los enviados llegaban al fondo de la cuestión. El sistema de arrendamiento ya no funciona. Un hombre con un tractor puede sustituir a doce o catorce familias. Se le paga un sueldo y se queda uno con toda la cosecha. Lo tenemos que hacer. No nos gusta, pero el monstruo está enfermo. Algo le ha sucedido al monstruo.

Pero van a matar la tierra con el algodón.

Lo sabemos. Tenemos que obtener el algodón rápidamente antes de que la tierra muera. Entonces la venderemos. A montones de familias del este les gustará poseer un trozo de tierra.

Los arrendatarios levantaban la vista alarmados. Pero ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer?

Os tendréis que ir de las tierras. Los arados saldrán por los portones.

Entonces los hombres acuclillados se erguían airados. El abuelo se cogió la tierra y tuvo que matar indios para que se fueran. Y Padre nació aquí y arrancó las malas hierbas y mató serpientes. Luego vino un mal año y tuvo que pedir prestado algo de dinero. Y nosotros nacimos aquí. Los que están en la puerta, nuestros hijos, nacieron aquí. Y Padre tuvo que pedir dinero prestado. Entonces el banco se apropió de la tierra, pero nos quedamos y conservamos una pequeña parte de la cosecha.

Ya lo sabemos, todo eso lo sabemos. No somos nosotros, es el banco. Un banco no es como un hombre, el propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre: es el monstruo.

Sí, claro, gritaban los arrendatarios, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella, nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la propiedad, no un papel con números.

Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre.

Sí, pero el banco no está hecho más que de hombres.

No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar.

Los arrendatarios gritaron:

El abuelo mató indios, Padre mató serpientes, por la tierra. Quizá nosotros podamos matar blancos, que son peores que los indios y las serpientes. Quizá tengamos que matar para conservar la tierra, igual que hicieron Padre y el abuelo.

Y ahora los hombres de los propietarios se encolerizaron.

Os tendréis que ir.

Pero es nuestra, gritaron los arrendatarios. Nosotros...

No. El banco, el monstruo es el propietario. Os tenéis que ir.

Sacaremos nuestras armas, como hizo el abuelo cuando vinieron los indios ¿Y entonces qué?

Bueno, primero el sheriff, después las tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo nos vamos a ir? No tenemos dinero.

Lo sentimos —dijeron los enviados—. El banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio social. ¿Por qué no vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te basta con alargar la mano y ya tienes una

naranja, siempre hay alguna cosecha que recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios arrancaron los coches y se alejaron.

Los arrendatarios volvieron a agacharse en cuclillas para dibujar en el polvo con un palito, para pensar, para reflexionar. Sus rostros quemados por el sol eran oscuros; sus ojos azotados por el sol eran claros. Las mujeres salieron cautelosamente y se acercaron a sus hombres y los niños salieron prudentes detrás de ellas, dispuestos a echar a correr. Los chicos mayores se acuclillaban junto a sus padres, porque eso les convertía en hombres. Después de un rato, las mujeres preguntaron: ¿qué quería?

Y los hombres levantaron un instante la vista con un dolor latente grabado en los ojos. Nos tenemos que marchar. Van a traer un tractor y un capataz. Como en las fábricas.

¿Dónde vamos a ir?, preguntaron las mujeres.

No lo sabemos. No lo sabemos.

Y las mujeres volvieron rápidas y en silencio a las casas con los niños agrupados delante de ellas. Sabían que un hombre tan dolido y perplejo puede revolverse encolerizado, incluso contra personas a las que quiere. Dejaron a los hombres calcular y pensar, en el polvo, solos.

Pasado un rato quizá el arrendatario miró a su alrededor: la bomba instalada hace diez años con el asa en forma de cuello de ganso y flores de hierro en el caño; el tajo en el que habían sido decapitados un millar de pollos; el arado manual en el cobertizo y el pesebre abierto colgado de las vigas.

En las casas, los niños se apiñaron en torno a las mujeres.

¿Qué vamos a hacer, Madre? ¿Dónde vamos a ir?

Las mujeres respondieron:

Aún no lo sabemos. Salid fuera a jugar. Pero no os acerquéis a vuestro padre, que a lo mejor os zurra.

Las mujeres siguieron trabajando, pero sin dejar de mirar a los hombres acuclillados en el polvo, perplejos y pensativos.

Los tractores vinieron por las carreteras hasta llegar a los campos, igual que orugas, como insectos, con la fuerza increíble de los insectos. Reptaron sobre la tierra, abriendo camino, avanzando por sus huellas, volviendo a pasar sobre ellas. Tractores Diesel que parecían no servir para nada mientras estaban en reposo y tronaban al moverse, para estabilizarse después en un ronroneo. Monstruos de nariz chata que levantaban el polvo revolviéndolo con el hocico, recorrían en línea recta el campo, atravesándolo, a través de las cercas y de los portones, cayendo y saliendo de los barrancos sin modificar la dirección. No corrían sobre el suelo, sino sobre sus propias huellas, sin hacer caso de las colinas, los barrancos, los arroyos, las cercas, ni las casas.

El hombre sentado en el asiento de hierro no parecía humano: con guantes, gafas, una máscara de goma sobre la nariz y la boca para protegerse del polvo, no era más que una parte del monstruo, un robot sentado. El trueno de los cilindros retumbaba por los campos hasta ser uno con el aire y la tierra, de modo

que éstos murmuraban con vibraciones simpáticas. El conductor no podía controlarlo; atravesaba el campo en derechura invadiendo una docena de fincas y regresando en línea recta. Un giro de los mandos podría desviar la oruga, pero las manos del conductor no podían darles el giro porque el monstruo que había construido el tractor, que le había mandado salir se había introducido de alguna manera en las manos del conductor, en su cerebro y en sus músculos, le había puesto gafas y amordazado, unas gafas en la mente y la percepción, una mordaza en el habla y la protesta. No podía ver la tierra tal como era, ni olerla tal como olía, no podía pisar los terrones o sentir el calor y la fuerza de la tierra. Sentado en un asiento de hierro pisaba pedales de hierro. No podía aclamar, golpear, maldecir ni animar a esa extensión de su poder y por eso mismo tampoco podía aclamarse, golpearse, maldecirse o animarse a sí mismo. No conocía la tierra, no la poseía, no confiaba en ella ni le imploraba. No tenía la menor importancia que una semilla plantada no germinase. El que la joven planta pugnando por crecer se agostara en la sequía o se ahogara en una lluvia torrencial le era tan indiferente al conductor como al tractor.

No sentía más cariño por la tierra que el que pudiera sentir el banco. Podía admirar el tractor: sus superficies de máquina, sus oleadas de potencia, el rugido de sus cilindros detonantes; pero el tractor no era suyo. Tras el tractor rodaban los discos brillantes que cortaban la tierra con las cuchillas; aquello no era arar, sino una especie de cirugía: la tierra extraída era empujada hacia la derecha, donde la segunda fila de discos la deshacía y la volvía a empujar a la izquierda; cuchillas cortantes que brillaban pulidas por la tierra lacerada. Y, arrastrados tras los discos, llegaban las gradas con sus peines de hierro, deshaciendo los terrones hasta que la tierra quedaba nivelada. Después de las gradas entraban en escena las grandes sembradoras, doce penes curvos de hierro, erectos en la fundición, cuyos orgasmos los producían los engranajes, que iban violando la tierra metódicamente, sin pasión. El conductor sentado en su silla de hierro se enorgullecía de la rectitud de las líneas que no se hacían por disposición suya, del tractor que ni poseía ni amaba, de ese poder que no estaba bajo su control. Y cuando aquella cosecha crecía y luego se segaba ningún hombre había desmigajado un terrón caliente con sus manos dejando la tierra cribarse entre las puntas de los dedos; ninguno había palpado la semilla ni anhelado que ésta germinase. Los hombres comían algo que no habían cultivado y no había conexión entre ellos y el pan. La tierra daba frutos sometidos al hierro y bajo el hierro moría gradualmente; porque no había para ella ni amor ni odio, y no se le ofrecían oraciones si se le echaban maldiciones.

Al mediodía, el conductor del tractor paraba a veces cerca de la casa de uno de los arrendatarios y sacaba su almuerzo: bocadillos envueltos en papel encerado, pan blanco, escabeche, queso, fiambre, un trozo de pastel marcado como una pieza de motor. Comía sin entusiasmo. Y los arrendatarios que aún no se habían marchado salían para observarlo, miraban con curiosidad cómo se quitaba las gafas y la máscara de goma, y contemplaban los círculos blancos que iban quedando en su rostro alrededor de los ojos y de la nariz y la boca. El tubo de escape del tractor seguía arrojando nubecillas de humo, ya que el carburante era tan barato que resultaba más práctico dejar el motor encendido que tener que volver a calentarlo al reanudar el trabajo. Cerca se apiñaban niños curiosos y harapientos que comían masa frita al tiempo que miraban. Contemplaban con

ansia cómo el hombre desenvolvía bocadillos y con el olfato aguzado por el hambre olían el escabeche, el queso, el fiambre. No se dirigían al conductor. Seguían con la vista la mano que se llevaba comida a la boca. No le miraban masticar, sino que los ojos seguían a la mano que sostenía el bocadillo. Después de un rato, el arrendatario que no había podido marcharse, salía y se acuclillaba a la sombra, junto al tractor.

Pues ¿no eres tú el hijo de Joe Davis? —Sí que lo soy —respondió el conductor. —Y ¿cómo te dedicas a este trabajo, yendo contra tu propia gente?

Porque son tres dólares por día. Me harté de suplicar para comer y de no conseguir nada. Tengo mujer y niños. Tenemos que comer. Son tres dólares por día y es algo seguro.

Eso es verdad —replicó el arrendatario—. Pero para que tú ganes tres dólares por día, quince o veinte familias se quedan sin comer. Casi cien personas tienen que salir y vagabundear por las carreteras por tus tres dólares diarios. ¿O no?

Yo no puedo pensar en eso —replicó el conductor—. Tengo que pensar en mis propios hijos. Tres dólares diarios, un día detrás de otro. ¿No sabe usted que los tiempos están cambiando? Ya no se puede vivir de la tierra a menos que se tengan dos mil, cinco mil, diez mil acres y un tractor. La tierra de labor ya no es para campesinos como nosotros. Usted no se revuelve ni se queja por no poder hacer Fords o por no ser la compañía telefónica. Pues mire, ahora pasa lo mismo con las cosechas, y no hay nada que hacer. Intente trabajar en algún sitio por tres dólares diarios. Es la única solución.

El arrendatario comentó, pensativo:

Es curioso. Si un hombre tiene una pequeña propiedad, esa propiedad se transforma en él, en una parte de él y es como él. Si es dueño de una propiedad, aunque sólo sea para poder andar por ella, trabajarla, apenarse cuando no marcha bien y estar contento cuando la lluvia caiga sobre ella, esa propiedad es él y, de alguna manera, él es más grande porque la posee. Incluso si las cosas no le van bien, él tiene la grandeza que le da su propiedad. Es así. —Y siguió cavilando: —Pero cuando un hombre tiene una propiedad que no ve, que no puede tocar con los dedos porque le falta tiempo, ni pisar porque no está allí, entonces, la propiedad es el hombre. Él no puede ni hacer ni pensar lo que desea. La propiedad se apodera del hombre por ser más fuerte que él. Y él ya no es grande, sino pequeño. Tan sólo sus propiedades son grandes y él se convierte en el servidor de su propiedad. Esto es lo cierto, también.

El conductor masticó el pastel marcado y arrojó la masa.

¿No se da cuenta de que los tiempos han cambiado? Filosofando así no conseguirá alimentar a los niños. Eso sólo se hace ganando tres dólares diarios. Los hijos de los demás no deberían preocuparle, ocúpese de los suyos propios. Si se hace una reputación por hablar de esa forma, nadie le pagará los tres dólares. Los que tienen la pasta no le contratarán si anda por ahí pensando en otras cosas aparte de en sus tres dólares.

Por tus tres dólares hay cerca de cien personas en la carretera. ¿Dónde vamos a ir?

Eso me recuerda —dijo el conductor— que más le vale irse pronto. Después de comer voy a entrar en su patio.

Esta mañana cegaste el pozo.

Ya lo sé. Tenía que seguir en línea recta. Pero después de comer voy a entrar en el patio. Tengo que ir siempre en línea recta. Además, ... bueno, usted conoce a Joe Davis, a mi viejo, así que le voy a decir una cosa. Mis órdenes son que cuando encuentro una familia que no se ha marchado, si tengo un accidente, ya sabe, me acerco demasiado y hundo un poco la casa, me puedo sacar un par de dólares. Y mi hijo menor no ha tenido nunca un par de zapatos... aún.

La levanté con mis propias manos. Enderecé clavos viejos para colocar el revestimiento. Los pares del tejado están atados a los travesaños con alambre de embalar. Es mía. Yo la construí. Atrévete a chocar contra ella, yo estaré en la ventana con el rifle. Que se te ocurra siquiera acercarte de más y te dejo seco como a un conejo.

No soy yo. Yo no puedo hacer nada. Pierdo el empleo si no sigo órdenes. Y, mire, suponga que me mata, simplemente a usted lo cuelgan, pero mucho antes de que le cuelguen habrá otro tipo en el tractor y él echará la casa abajo. Comete usted un error si me mata a mí.

Eso es verdad —dijo el arrendatario—. ¿Quién te ha dado las órdenes? Iré a por él. Es a ése a quien debo matar.

Se equivoca. El banco le dio a él la orden. El banco le dijo: o quitas de en medio a esa gente o te quedas sin empleo.

Bueno, en el banco hay un presidente, están los que componen la junta directiva. Cargaré el peine del rifle e iré al banco.

El conductor arguyó:

Un tipo me dijo que el banco recibe órdenes del este, del gobierno. Las órdenes eran: o consigues que la tierra rinda beneficios o tendrás que cerrar.

Pero ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre.

No sé. Quizá no hay nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata en absoluto de hombres. Como usted ha dicho, puede que la propiedad tenga la culpa. Sea como sea, yo le he explicado cuáles son mis órdenes.

Tengo que reflexionar—respondió el arrendatario—. Todos tenemos que reflexionar. Tiene que haber un modo de poner fin a esto. No es como una tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres y te juro que eso es algo que podemos cambiar.

El arrendatario se sentó a la puerta y el conductor hizo tronar el motor y arrancó, deshaciendo los senderos, las gradas peinando el suelo y los falos penetrando la tierra. El tractor atravesó el patio, dejó el suelo apelmazado por tantas pisadas convertido en un campo labrado y retrocedió cortando de nuevo la tierra; quedó sin arar un espacio de unos tres metros de ancho. Y vuelta a

empezar. El guarda de hierro arremetió contra una esquina de la casa, hizo desmoronarse la pared y arrancó la casita de los cimientos haciendo que cayera de lado, aplastada como un insecto. Y el conductor llevaba gafas y se cubría la nariz y la boca con una máscara de goma. El tractor dibujó una línea recta mientras el aire y la tierra vibraban con su ruido atronador. El arrendatario lo contempló, sosteniendo en la mano el rifle. Su mujer estaba junto a él, los silenciosos niños detrás. Y todos ellos mantenían la vista fija en el tractor.

CAPITULO VI

El reverendo Casy y Tom miraron desde lo alto de la colina la propiedad de los Joad. La pequeña casa sin pintar estaba aplastada en una esquina y al estar desgajada de los cimientos, se había desplomado dibujando un ángulo, con las ventanas delanteras apuntando, ciegas a un punto del cielo bastante por encima del horizonte. No había ni rastro de cercas y el algodón crecía en el patio pegado a la casa y alrededor del cobertizo. El retrete descansaba sobre uno de sus lados y el algodón crecía cerca. El patio, cuya tierra habían batido hasta endurecer los pies descalzos de los niños los cascos nerviosos de los caballos y las anchas ruedas del carro, era ahora un campo labrado, donde crecía el algodón, verde oscuro y polvoriento. Durante largo rato Tom contempló el sauce esmirriado que se encontraba junto al abrevadero de los caballos, ya seco, en el piso de cemento donde estaba la bomba.

¡Dios! —exclamó por fin—. Está esto igual que si hubiera pasado un ciclón. Allí no hay nadie viviendo.

Al final echó a correr colina abajo, con Casy pisándole los talones. Inspeccionó el cobertizo: estaba vacío; sólo vio pajas en el suelo y el pesebre en el rincón. Mientras miraba oyó un rumor en el suelo y una familia de ratones desapareció bajo las pajas. Joad se detuvo a la entrada del cobertizo de las herramientas, en el que faltaban éstas. No había más que una punta rota del arado, un revoltijo de alambre para atar el heno en el rincón, una rueda de hierro de un rastrillo y una collera de mulas roída por las ratas, una lata de aceite plana de un galón, con una costra de suciedad y aceite y un mono destrozado colgando de un clavo.

No queda nada —dijo Joad—. Teníamos buenas herramientas y no queda ninguna.

Si yo fuera todavía predicador —comentó Casy— diría que el brazo del Señor ha golpeado. Pero ahora no sé lo que ha pasado. Yo no estaba aquí. No he oído nada.

Se dirigieron hacia la tapa de hormigón del pozo, caminando entre plantas de algodón, cuyas cápsulas se estaban formando, sobre la tierra cultivada.

Nosotros nunca plantamos aquí —dijo Joad—. Siempre lo dejamos sin sembrar. Ahora un caballo no podría llegar sin pisotear el algodón.

Se detuvieron en el abrevadero seco, en cuya base ya no crecía la maleza que suele haber bajo un abrevadero y cuya gruesa madera vieja estaba seca y agrietada. De la tapa del pozo sobresalían los tornillos que habían sujetado la bomba, con las roscas oxidadas; las tuercas habían desaparecido. Joad se asomó al interior del tubo del pozo, escupió y escuchó. Dejó caer un terrón y volvió a escuchar .

Era un buen pozo —recordó—. No oigo que haya agua. Pareció reacio a acercarse a la casa. Siguió dejando caer en el pozo un terrón tras otro. —Puede que estén todos muertos —dijo—. Pero en ese caso alguien me lo habría dicho. De alguna forma me habría enterado.

Quizá dejaron una carta o algo que lo explique en la casa. ¿Sabían que ibas a venir?

No sé —contestó Joad—. No, seguramente no. Yo mismo no lo supe hasta hace una semana...

Busquemos en la casa. Está toda destrozada. Algo le han hecho.

Se aproximaron lentamente a la casa hundida. Dos de los pilares del tejado del porche estaban desencajados y un extremo del tejado estaba caído. Una esquina de la casa estaba aplastada y hundida hacia adentro. A través de un laberinto de madera astillada se podía ver la habitación de la esquina. La puerta delantera, descolgada, se abría hacia el interior y una verja, fuerte y baja, delante de la puerta, abierta hacia afuera, colgaba de los goznes de cuero.

Joad paró en el escalón, una viga de doce por doce.

Aquí estaba la entrada —dijo—. Pero ya no es... o Madre está muerta.Señaló la verja baja ante la puerta. Si Madre estuviera por aquí, esa verja estaría cerrada y enganchada. Eso era algo que siempre hacía, asegurarse de que la verja estuviera cerrada. Sentía los ojos calientes. —Desde que un cerdo se metió en casa de Jacobs y se comió al bebé. Milly Jacobs había salido un momento al granero. Volvió cuando el cerdo aún se lo estaba comiendo. La señora Jacobs estaba embarazada y cayó en un delirio. Nunca se recuperó. Desde entonces estuvo algo sonada. Pero Madre aprendió la lección. Nunca dejó la verja abierta a menos que ella misma estuviera en casa. Jamás lo olvidó. No..., se han ido, o están muertos.

Se encaramó al porche rajado y miró en la cocina. Las ventanas estaban rotas, había piedras por el suelo, el suelo y las paredes se hundían desde la puerta formando un ángulo muy inclinado y el polvo asentado cubría las tablas. Joad señaló los cristales rotos y las piedras.

Chicos —dijo—. Pueden recorrer veinte millas con tal de romper una ventana. Yo también solía hacerlo. Saben cuándo una casa se queda vacía, se enteran. Es lo primero que los chicos hacen cuando una familia se marcha.

La cocina estaba vacía, y el agujero redondo por el que salía el tubo del fogón al exterior dejaba entrar la luz. En la tabla del fregadero había quedado un viejo abrelatas y un tenedor roto al que le faltaba el mango de madera. Joad se deslizó cauteloso en la habitación y el suelo crujió bajo su peso. Había una copia atrasada del Ledger de Filadelfia en el suelo, junto a la pared, con las hojas amarillas y los bordes rizados. Joad echó una ojeada en el dormitorio: ni cama, ni sillas..., nada. En la pared había pegada una foto en color de una muchacha india, con un letrero que indicaba su nombre: Ala Roja; apoyado contra la pared había un listón perteneciente a una cama, y en un rincón un botín de mujer, roto por el empeine, se curvaba hacia arriba en la punta. Joad lo cogió y lo observó.

Recuerdo este zapato —dijo—. Era de Madre. Ahora está muy desgastado, pero a Madre le gustaban. Los tuvo muchos años. No..., se han ido y lo han llevado todo con ellos.

El sol había descendido tanto que entraba ahora por el ángulo de las ventanas y brillaba en los bordes de los vidrios rotos. Joad se volvió al fin, salió y cruzó el porche. Se sentó en el canto del mismo y apoyó los pies descalzos en el

escalón. La luz del atardecer caía sobre el campo y el sauce desmadejado proyectaba una larga sombra.

Casy se sentó junto a Joad y preguntó:

¿Nunca te escribieron contándote nada?

No. Ya le dije antes que no son gente de escribir. Padre podría haber escrito, pero no lo hizo. No le gustaba. Escribir le da escalofríos. Cuando quería pedir alguna cosa por catálogo se las arreglaba tan bien como cualquiera, pero, ¿escribir por escribir?..., eso no.

Contemplaron la distancia sentados uno junto a otro. Joad dejó su chaqueta enrollada en el porche, junto a él. Sus manos, moviéndose independientes liaron un cigarrillo, lo alisaron y prendieron, y él aspiró profundamente y echó el humo por la nariz.

Hay algo extraño en todo esto —dijo—. Pero no doy con ello. Tengo la sensación de que algo marcha muy mal. Esto de que la casa esté destrozada y mi familia se haya ido.

Justo aquí en esta acequia —dijo Casy—, fue donde te bauticé. No eras un mocoso cruel, pero eras fuerte. Te colgaste de las trenzas de aquella chiquilla como un bulldog. Os bautizamos a los dos en nombre del Espíritu Santo y aun así no la soltabas. Tu Padre dijo «Empújale bajo el agua». Así que te metí la cabeza y hasta que no empezaste a echar burbujas no dejaste libre la trenza. No eras cruel sino fuerte. A veces un niño fuerte crece con un buen ramalazo del espíritu dentro de él.

Un flaco gato gris salió furtivamente del cobertizo y se deslizó entre las plantas de algodón hasta acercarse al extremo del porche. Saltó silenciosamente al porche y se aproximó, andando con el vientre bajo, a los hombres. Llegó a un punto situado entre los dos, detrás de ellos y entonces se sentó y estiró la cola recta y pegada al suelo y la punta se agitó levemente. El gato sentado contempló la distancia, igual que los hombres. Joad se volvió a mirar al gato.

¡Vaya, hombre! Mira quién está aquí. Alguien se ha quedado.

Acercó la mano, pero el gato brincó fuera de su alcance, se volvió a sentar y lamió la almohadilla de su garra alzada. Joad le miró y su rostro expresó desconcierto.

Ya sé lo que ha pasado —exclamó—. Este gato me acaba de aclarar lo que pasa.

A mí me parece que han pasado muchas cosas —replicó Casy.

No, no es sólo esta granja. ¿Por qué no se va el gato con otros vecinos, con los Rance? ¿Cómo es que nadie se ha llevado madera de esta casa? Lleva tres meses vacía y nadie ha robado madera. Hay buenas tablas en el cobertizo, un montón de ellas en la casa, los marcos de las ventanas, y aquí están. No es normal. Eso era lo que me daba vueltas en la cabeza. Y no atinaba con ello.

Bueno, y ¿qué significa todo esto según tú? Casy se agachó, se descalzó y estiró los largos dedos en el escalón.

No sé. No parece quedar ningún vecino. Si hubiera alguno, ¿estaría toda esta buena madera aquí? ¡Pues claro que no! Albert Rance llevó a su familia, los críos, los perros y todo a Oklahoma City una Navidad. Fueron a visitar al primo de Albert. Pues bien, la gente de los alrededores pensó que Albert se había marchado sin decir nada, pensaron que a lo mejor tenía deudas o alguna cuenta pendiente con una mujer. Una semana después, cuando Albert regresó, no quedaba absolutamente nada en esa casa: el fogón había desaparecido, al igual que las camas, los marcos de las ventanas y una buena parte del entablado de la fachada sur de la casa. Se veía el interior perfectamente. Llegó justo cuando Muley Graves se llevaba las puertas y la bomba del pozo. Albert pasó dos semanas haciendo viajes por el vecindario hasta que pudo recuperar todas sus cosas.

Casy se rascó los dedos de los pies voluptuosamente.

¿Nadie discutió con él? ¿Le devolvieron sus cosas sin más?

Claro. No estaban robando. Pensaron que lo había dejado y simplemente se lo cogieron. Albert recuperó todo; todo menos un almohadón del sofá, de terciopelo y con un dibujo de un indio. Albert afirmó que lo tenía el abuelo, que el abuelo tenía sangre india en las venas y que por eso quería aquel dibujo. La verdad es que el abuelo lo tenía, pero el dibujo no le importaba un comino. Simplemente, le gustaba el almohadón. Solía llevarlo con él a todas partes y ponerlo allí donde fuera a sentarse. Nunca se lo devolvió. Solía decir: «Si Albert tiene tanto interés en su almohadón, que venga a por él. Pero será mejor que venga disparando, porque si se atreve a acercarse a mi almohadón, le vuelo la maldita cabeza.» Así que al final Albert desistió y le regaló el almohadón al abuelo. Sin embargo, el cojín le dio al abuelo una idea: se dedicó a coleccionar plumas de gallina para hacerse un colchón entero de plumas. Pero no lo llegó a conseguir. Una vez Padre se enfadó con una mofeta que había debajo de la casa. Le atizó buenos estacazos y olía tan mal que Madre tuvo que quemar todas las plumas del abuelo para que se pudiera estar en la casa. Se echó a reír—. El abuelo es un buen elemento, más duro que una piedra. Decía sentado en el almohadón del indio: «Que se atreva Albert a venir y llevárselo. ¡Pues sí!, agarro a ese mequetrefe y lo escurro como si fuera unas bragas.»

El gato volvió a acercarse hasta situarse entre los dos hombres, con la cola estirada, y sus bigotes se agitaban de vez en cuando. El sol iba bajando hacia el horizonte y el aire polvoriento era rojo y oro. El gato estiró una zarpa gris e inquisitiva y tocó la chaqueta de Joad. Éste se volvió.

Vaya, me había olvidado de la tortuga. No la voy a llevar envuelta hasta el fin del mundo.

Sacó del lío la tortuga y la empujó bajo la casa. Pero al cabo de un momento estaba fuera y andando en dirección al suroeste, en la misma dirección que seguía desde el principio. El gato saltó encima de ella, golpeó la cabeza en tensión al tiempo que cortaba con las uñas las patas en movimiento. La vieja cabeza dura y humorística desapareció en el interior de la concha y la gruesa cola se introdujo en ella con un chasquido; cuando el gato se cansó de esperar y se alejó, la tortuga caminó de nuevo hacia el suroeste.

Tom Joad y el predicador contemplaron la tortuga que se marchaba, bandeando las patas e impulsando la pesada y alta bóveda de la concha en camino hacia el suroeste. El gato se arrastró tras ella durante un rato, pero, después de haber recorrido unos diez metros, dibujó con el lomo un arco fuerte y tenso, bostezó y volvió sigilosamente junto a los hombres.

¿Dónde diablos se imagina que va? —preguntó Joad—. He visto tortugas toda la vida y siempre están yendo a alguna parte. Parece que siempre quieren llegar allí.

El gato gris volvió a sentarse detrás de ellos, entre los dos. Parpadeó con parsimonia. La piel de sus hombros se movió hacia adelante al sentir una pulga y luego regresó a su posición anterior. El gato levantó una garra y la inspeccionó, sacó y escondió las uñas experimentalmente y lamió la almohadilla con la lengua rosada. El rojo sol tocó el horizonte y se extendió como si fuera una medusa, y por encima, el cielo pareció más brillante y más vivo que antes. Joad desenvolvió los zapatos nuevos color mostaza y se sacudió con la mano los pies llenos de polvo antes de calzarse.

Con la mirada sobre los campos, el predicador dijo: —¡Mira! Allí viene alguien. Allí, atravesando el algodón. Joad dirigió la vista hacia donde señalaba el dedo de Casy.

Viene a pie —dijo—. El polvo que levanta no me deja verle. ¿Quién diablos será? Observaron la figura que se aproximaba bajo la luz del atardecer y el polvo que levantaba y que la puesta del sol teñía de rojo. —Es un hombre — dijo Joad. El hombre se fue acercando, y conforme pasaba el granero Joad continuó: Pero si yo le conozco. Usted también... Es Muley Graves. Le llamó: ¡Eh! Muley, ¿cómo va eso?

El hombre se detuvo, sorprendido por la voz, y después continuó andando con rapidez. Era delgado, más bien bajo. Sus movimientos eran desiguales y rápidos. Llevaba en la mano una bolsa de arpillera. Vestía unos vaqueros con las rodillas y los fondillos gastados y la chaqueta de un viejo traje negro, sucia y con manchas, con las mangas descosidas de los hombros por detrás y las coderas agujereadas por el uso. El sombrero negro estaba tan sucio como la americana, y la cinta, medio desprendida, se movía arriba y abajo con el caminar. El rostro de Muley era suave y no tenía arrugas, pero mostraba la expresión truculenta de un niño malo, con la boca pequeña cerrada con decisión y los ojillos entre ceñudos y petulantes.

¿Se acuerda usted de Muley? —preguntó Joad en voz baja al predicador.

¿Quién anda ahí? —inquirió el hombre mientras avanzaba.

Joad no respondió. Muley se acercó hasta estar casi al lado, antes de poder reconocer los rostros.

¡Caramba! —exclamó—. Si es Tommy Joad. ¿Cuándo saliste, Tommy?

Hace dos días —replicó Joad—. Me llevó algún tiempo llegar hasta aquí haciendo autostop. Y mira con lo que me encuentro. ¿Dónde está mi gente, Muley? ¿Por qué está la casa derrumbada? ¿Para qué hay sembrado algodón en el patio?

Sí que ha sido una suerte que hayas venido —prosiguió Muley—. Porque el viejo Tom Joad estaba preocupado. Yo estaba sentado en la cocina cuando se preparaban para marchar. Le dije a Tom que yo no me iría, desde luego que no. Le dije eso, y Tom dijo: Estoy preocupado por Tommy. Imagínate que vuelve a casa y se encuentra que no hay nadie. ¿Qué va a pensar? Y yo pregunté: ¿Por qué no le escribes una carta? Tom contestó: Quizá lo haga. Lo pensaré. Pero si no la escribo y tú te quedas, vigila a ver si viene Tommy. Estaré por aquí —le dije—. Estaré hasta que las ranas críen pelo. No ha nacido aún el que pueda echar a un Graves de estas tierras. Y, mira, no lo han hecho.

Joad preguntó impaciente:

¿Dónde está mi gente? Ya me dirás luego cómo te has resistido, pero ahora dime dónde está mi familia.

Bueno, iban a echarles cuando el banco decidió que el tractor pasara por vuestros campos. Tu abuelo salió con el rifle y voló los faros del tractor, pero éste siguió avanzando. Tu abuelo no quería matar al conductor, que era Willy Feeley y, como Willy lo sabía, siguió en línea recta y se llevó la casa por delante, la embistió como un perro a una rata. A Tom eso le llegó al alma y le arrancó algo en su interior. No ha vuelto a ser el mismo desde entonces.

¿Dónde están? —preguntó Joad enfadado.

Es lo que te estoy diciendo. Hicieron tres viajes con el carro del tío John. Se llevaron el fogón, la bomba y las camas. Debías haber visto cómo sacaban las camas, con los niños, tu abuelo y tu abuela sentados apoyándose contra los cabeceros, y tu hermano Noah sentado, fumando un cigarrillo y escupiendo por el lado del carro, todo presumido.

Joad abrió la boca para hablar.

Están todos en casa de tu tío John —añadió Muley con rapidez.

Ah, bueno. Están en casa de John. ¿Y qué hacen allí? Contesta a mi pregunta, Muley, limítate a contestar mi pregunta. Sólo es un minuto, luego me cuentas lo que quieras. ¿Qué hacen allí?

Bueno, han estado recogiendo algodón, todos, incluso los niños y tu abuelo. Ahorrando dinero para marchar hacia el oeste. Van a comprar un camión y a encaminarse al oeste, donde la vida es fácil. Aquí no hay nada. Pagan cincuenta centavos por cada acre de algodón recogido y la gente suplica para que le permitan trabajar.

¿Y aún no se han ido?

No —dijo Muley—, que yo sepa no. Hace cuatro días supe de ellos por última vez, cuando encontré a tu hermano Noah cazando liebres, y dijo que pensaban irse dentro de unas dos semanas. A John le ha llegado el aviso de que tiene que marcharse. No tienes más que andar ocho millas hasta la casa de John. Allí encontrarás a los tuyos apilados como ardillas en una madriguera invernal.

Bien —dijo Joad—. Ahora ya puedes decir lo que quieras. No has cambiado ni pizca, Muley. Cuando quieres contar algo que pasa en el noroeste, empiezas por apuntar al sureste.

Muley replicó con expresión truculenta:

Tú tampoco has cambiado. De niño eras un sabihondo y aún lo eres. ¿No me irás a decir, por casualidad, qué hacer con mi vida?

Joad sonrió.

No, no lo voy a hacer. Si te empeñas en meter la cabeza en un montón de vidrios rotos no hay Dios que te haga cambiar de idea. Conoces al predicador, ¿no, Muley? El reverendo Casy.

Ah, sí, claro. No me había fijado. Le recuerdo bien —Casy se puso en pie y se dieron la mano—. Me alegro de volver a verle —dijo Muley—. Ha estado usted fuera una barbaridad de tiempo.

Quería preguntarle algo —dijo Casy—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué están echando a la gente de sus tierras?

Muley cerró la boca y apretó tanto los labios que el pequeño pico que se formaba en el labio superior se estiró hasta sellar el labio inferior. Frunció el ceño.

Esos hijos de puta —dijo—. Esos asquerosos hijos de puta. Pero lo que es yo, me quedo. No se librarán de mí. Si me echan a patadas, volveré, y si se figuran que bajo tierra me estaré quieto, me voy a llevar dos o tres hijos de puta conmigo para que me hagan compañía —dio unas palmadas a un objeto pesado que llevaba en un bolsillo lateral de la chaqueta—. Yo no me largo. Mi padre vino hace cincuenta años y yo no pienso irme.

Pero ¿qué pretenden echando a la gente? —preguntó Joad.

Bah, ellos hablan más que valen. Ya sabéis los años que hemos tenido: el polvo se levantaba y echaba todo a perder, y la cosecha era tan poca que no daba ni para atascar el culo de una hormiga. Todo el mundo debía dinero en la tienda. Ya veis lo que pasa. Pues bien, los propietarios de la tierra dijeron: «No nos podemos permitir el lujo de tener arrendatarios. Lo que gana el arrendatario es precisamente el margen de beneficios que no nos podemos permitir perder. La tierra sólo resulta rentable si la dejamos sin dividir.» Así que el tractor fue echando de las tierras a todos los arrendatarios. A todos menos a mí, y juro que yo no me voy. Tommy, tú me conoces. Me conoces de toda la vida.

Tienes toda la razón —dijo Joad—, de toda la vida.

Bueno, ya sabes que yo no soy un imbécil. Sé que esta tierra no vale demasiado. Nunca fue buena más que para pasto. No debimos ararla. Y ahora el algodón está a punto de ahogarla. Si no me hubieran dicho que me fuera, seguramente ahora mismo estaría en California, comiendo uvas y cogiendo naranjas cuando me apeteciera. Pero esos hijos de puta me dicen que me vaya y... ¡Dios!, un hombre no puede irse si se lo ordenan.

Claro —asintió Joad—. Me extraña que Padre se fuera tan tranquilo. Me extraña que el abuelo no matara a nadie. Nadie le ha ordenado nunca al abuelo dónde tiene que poner los pies. Y Madre tampoco se deja avasallar así como así. En una ocasión le dio a un buhonero una paliza con un pollo vivo, porque se atrevió a discutirle a ella. Madre tenía el pollo en una mano y el hacha en la otra, estaba a punto de cortarle la cabeza. Quiso darle al buhonero con el hacha, pero

se confundió de mano y le atizó con el pollo. Cuando acabó con el buhonero, no pudimos ni comernos aquel pollo. Lo único que quedaba de él eran las patas, colgando de la mano de Madre. El abuelo se dislocó la cadera de tanto reír. ¿Cómo es que mi familia se fue sin rechistar?

Bueno, el tipo que vino hablaba como los ángeles. «Os tenéis que ir. Yo no tengo la culpa.» ¿Y de quién es la culpa?, le pregunté yo. Porque al culpable le abro la cabeza. Es la Compañía de tierras y ganados de Shawnee. Yo sólo cumplo órdenes, y ¿quién es esa compañía? No es nadie, es una compañía. Para volverle a uno loco. No había nadie a por quien pudieras ir. Mucha gente sencillamente se cansó de buscar a alguien a quien echar la culpa y con quien descargar su furia. Pero yo no. Yo no me harto de estar enfadado y no pienso marchar .

Una gran gota de sol se dilató sobre el horizonte y luego desapareció, y el cielo se volvió brillante por donde había desaparecido, yuna nube desgarrada, como un trapo ensangrentado, colgó sobre el mismo punto por el que la gota se había diluido. El anochecer se extendió por el cielo desde el este y la oscuridad avanzó sobre la tierra. La estrella de la tarde parpadeó y brilló en el crepúsculo. El gato gris se deslizó hacia el granero abierto y entró en él como una sombra.

Bueno, no vamos a andar esta noche las ocho millas hasta la casa del tío John —dijo Joad—. Tengo los pies reventados. ¿Qué tal si vamos a tu casa, Muley? Hasta allí no habrá más de una milla.

No tiene mucho sentido —Muley parecía avergonzado—. Mi mujer, los niños, el hermano de mi mujer, todos se han ido a California. No había para comer. Ellos no estaban tan furiosos como yo, así que se fueron. Aquí no teníamos qué llevarnos a la boca.

El predicador se movió nerviosamente.

Debías haber ido tú también. No tenías que haber roto la familia.

No pude —dijo Muley Graves—. Hay algo aquí que, simplemente, no me deja marchar.

Pues yo tengo hambre —interrumpió Joad—. Durante cuatro años he estado comiendo siempre a la misma hora. Mis tripas se están quejando a gritos. ¿Qué vas a comer, Muley? ¿Cómo has hecho para seguir teniendo comida?

Muley respondió avergonzado:

Durante un tiempo comí ranas y ardillas y algún perro de la pradera, no me quedó más remedio. Pero ahora he puesto algunas trampas entre la maleza del arroyo seco. Caen conejos y a veces algún pollo de la pradera. También caen mofetas y mapaches —bajó la mano, levantó su bolsa y la vació en el porche. Dos conejos de rabo blanco y una liebre, suaves y peludos, cayeron rodando blandamente.

Dios mío —exclamó Joad—, hace más de cuatro años que no he comido carne fresca.

Casy cogió uno de los conejos y lo sostuvo en la mano. Preguntó: —¿Lo vas a compartir con nosotros, Muley Graves?

Muley se removió turbado.

No tengo elección —se interrumpió al darse cuenta de la brusquedad de sus palabras—. No es eso lo que quise decir, no. Lo que digo... —balbuceó—, lo que quiero decir es que si uno tiene algo de comer y hay otro que tiene hambre, pues al primero no le queda alternativa. Vamos, suponed que recojo mis conejos y me voy a otro sitio a comérmelos. ¿Qué pensaríais?

Ya veo —dijo Casy—. Ya te entiendo. Muley tiene razón en eso, Tom. Muley ha encontrado algo demasiado grande para él y demasiado grande para mí.

Tom se frotó las manos.

¿Quién tiene un cuchillo? Ataquemos a este pobre roedor. A por él.

Muley se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó una navaja, grande y con un puño de hueso. Tom Joad la cogió, sacó una hoja y la olió. Restregó la hoja una y otra vez por la tierra y la volvió a oler. Luego la limpió en la pernera de su pantalón y probó el filo con el pulgar.

Muley sacó una botella de agua de un bolsillo y la puso en el porche.

Lleva cuidado con el agua—dijo—. Es la única que tenemos. Este pozo de aquí está cegado.

Tom cogió un conejo con la mano.

Id uno de los dos al cobertizo a por alambre de embalar. Haremos un fuego con algunas de estas tablas rotas de la casa —contempló el conejo muerto—. No hay nada tan fácil de preparar como un conejo —dijo.

Levantó la piel del lomo, hizo un corte, metió los dedos en el agujero y arrancó la piel. Ésta se deslizó como una media, del tronco hasta el cuello y de las patas hasta las pezuñas. Joad volvió a tomar la navaja y le cortó la cabeza y las pezuñas. Dejó la piel en el suelo, rajó al conejo a lo largo de las costillas y después de sacudir los intestinos y dejarlos sobre la piel arrojó el lío al campo de algodón. El pequeño cuerpo de músculos bien formados quedó listo. Joad cortó las patas y el lomo carnoso en dos pedazos. Estaba empezando con el segundo conejo cuando volvió Casy con una maraña de alambre de embalar en la mano.

Ahora enciende el fuego y prepara algunas estacas —dijo Joad—. ¡Dios!, que gana tengo de comerme estos bichos. —Limpió y troceó los otros conejos y los ensartó en el alambre.

Muley y Casy arrancaron unas tablas astilladas de la casa destruida con las que encendieron una hoguera, y clavaron en la tierra una estaca a cada lado donde enganchar el alambre. Muley se acercó a Joad.

Mira bien que la liebre no tenga ningún divieso —dijo—. No me gusta comer liebres que tienen diviesos. —Sacó del bolsillo una bolsita de paño y la puso en el porche.

Ni rastro de diviesos en la liebre —dijo Joad—. Santo Cielo, ¿también tienes sal? ¿No tendrás por casualidad unos platos y una tienda de campana en el bolsillo? —Dejó caer algo de sal en su mano y la espolvoreó sobre los trozos de conejo ensartados en el alambre.

El fuego saltaba y arrojaba sombras sobre la casa, y la madera seca crepitaba y crujía. El cielo estaba casi completamente negro y las estrellas brillaban con intensidad. El gato gris salió del granero y trotó hacia el fuego maullando, pero cuando ya estaba cerca, se volvió y se dirigió directamente a uno de los pequeños montones que contenían las entrañas de los conejos. Masticó y tragó y las tripas quedaron colgando de su boca.

Casy se sentó en el suelo junto al fuego, alimentándolo con trozos rotos de tablas, empujando las tablas largas dentro de la hoguera cuando las llamas devoraban los extremos. Los murciélagos de la noche volaban un momento sobre el fuego y salían igual de rápido del círculo de luz proyectado por la hoguera. El gato volvió a aproximarse, se agachó, se lamió el hocico y se limpió la cara y los bigotes.

Joad se acercó al fuego con el alambre repleto de trozos de conejo entre las dos manos.

Agarra un extremo, Muley. Enróllalo en aquella estaca. Así, muy bien. Vamos a tensarla. Deberíamos esperar a que sólo quedaran las brasas, pero no puedo más.

Tensó el alambre y encontró un palo con el que hizo deslizarse por el alambre los trozos de carne, hasta que quedaron sobre el fuego. Las llamas lamieron la carne, endureciendo y haciendo brillar las superficies. Joad se sentó junto al fuego, pero siguió moviendo y girando el conejo con el palo para que no se pegara al alambre.

Esto es un banquete —dijo—. Muley tiene sal, agua, conejos. Ojalá tuviera un bote de maíz molido. No necesito nada más.

Desde el otro lado de la hoguera Muley dijo:

Seguramente piensan que estoy sonado, por vivir así.

De sonado nada —respondió Joad—. Si eso es estar sonado, ojalá todo el mundo lo estuviera.

Muley prosiguió:

Pues sí, señor, es una cosa extraña. Algo me pasó cuando me dijeron que tenía que irme. Primero pensé ir y matar a unos cuantos. Luego, cuando mi familia se largó al oeste, me puse a vagabundear por ahí. Me dio por andar, sin alejarme nunca mucho. Duermo donde me pilla. Esta noche iba a dormir aquí. Por eso vine. Me decía: «Estoy cuidando las cosas para que cuando la gente vuelva encuentre todo como es debido.» Pero sabía que no era cierto. No hay nada que cuidar. La gente nunca volverá. No hago más que andar de un lado para otro como un maldito fantasma de cementerio.

Cuando uno se acostumbra a un sitio es difícil dejarlo —dijo Casy—. Uno se acostumbra a pensar de una forma y luego cuesta cambiar. Ya no soy predicador, pero me sorprendo continuamente rezando, sin darme cuenta siquiera de lo que hago.

Joad giró los trozos de carne del alambre. Ahora goteaban, y cada gota, al caer en el fuego, hacía subir una lengua de llama. La superficie lisa de la carne se arrugaba y se teñía de color marrón claro.

Oledla—exclamó Joad—. ¡Dios!, mirad qué aspecto tiene y qué olor.

Muley continuó:

Igual que un maldito fantasma de cementerio. He estado yendo a los lugares en los que pasaron cosas. Como, por ejemplo, un sitio que hay en nuestra propiedad; crece un arbusto en una hondonada. Allí fue donde me acosté con una chica por primera vez. Yo, con catorce años, pateando, dando tirones, resoplando igual que un gamo, tan cachondo como un macho cabrío. Así que volví a aquel lugar, me tendí en el suelo y sentí como si sucediera de nuevo. También está el sitio, detrás del granero, donde un toro corneó a Padre. Su sangre sigue allí en la tierra. Tiene que estar porque nunca la lavó nadie. Y con la mano toqué esa tierra de la que la sangre de mi propio padre forma parte. —Hizo una pausa, incómodo: —¿Piensan que estoy chalado?

Joad giró la carne con la mirada dirigida a su interior. Casy, con los pies recogidos, contempló el fuego. A unos cinco metros estaba sentado el gato, con el estómago lleno, la larga cola gris envuelta pulcramente alrededor de las patas delanteras. Un gran búho chilló al volar sobre sus cabezas y la luz de la lumbre reveló su pecho blanco y las alas extendidas.

No —dijo Casy—. Estás solo, pero no estás chalado.

El pequeño rostro de Muley estaba tenso y rígido.

Puse la mano en esa tierra donde aún está la sangre, y vi a mi padre con un agujero en el pecho, lo sentí temblando contra mi cuerpo como cuando ocurrió y vi cómo se recostaba y estiraba las manos y los pies. Vi sus ojos, inundados de dolor y luego vi cómo quedaba inmóvil, los ojos límpidos, mirando hacia arriba. Yo era un crío pequeño y estaba sentado allí, sin llorar ni nada, sentado solamente. —Negó bruscamente con la cabeza. Joad daba a la carne una vuelta tras otra—. Fui al cuarto donde nació Joe. No estaba la cama, pero la habitación era la misma. Todas estas cosas son reales y están en el lugar donde sucedieron. Joe volvió a nacer allí mismo. Dio una profunda boqueada y luego soltó un berrido que se podía oír a una milla de distancia. Su abuela repetía: «Qué joya, qué joya» una y otra vez. Y estaba tan orgullosa que esa noche rompió tres tazas.

Joad carraspeó.

Creo que podemos empezar a comer.

Deja que se haga bien, que se tueste, que se ponga casi negra —dijo Muley irritado—. Quiero hablar. No he hablado con nadie. Si estoy chalado, estoy chalado y en paz. Igual que un fantasma de cementerio que recorre las casas de los vecinos por la noche. Las de Peters, Jacobs, Rance, Joad; todas las casas están oscuras, se alzan como cajas llenas de ratas, pero en ellas solía haber buenas fiestas y bailes. Se celebraban servicios y se oía gritar ¡Gloria! También había bodas, en todas las casas. Y entonces me daban ganas de ir a la ciudad y matar a algunos. Pero ¿qué consiguieron cuando el tractor empujó a la gente fuera de las tierras? ¿Qué se llevaron para asegurar su margen de beneficios? Se llevaron a Padre muriendo sobre la tierra, a Joe gritando al empezar a respirar, a mí agitándome como un macho cabrío, por la noche, bajo un arbusto. ¿Qué han conseguido? Dios sabe que la tierra no vale nada. Nadie ha tenido una buena

cosecha en años. Pero esos hijos de puta, sentados en sus escritorios, han partido en dos a la gente por su margen de beneficios. Simplemente los han cortado al medio. Una parte de la gente es el lugar donde vive. Nadie está completo, allí solo en la carretera, en un camión atestado. Ya no están vivos. Esos hijos de puta los han matado. —Quedó en silencio; sus finos labios seguían moviéndose y su pecho aún jadeaba. Se sentó y se miró las manos a la luz de la lumbre. —He estado mucho tiempo sin hablar con nadie —se disculpó suavemente—. He estado entrando y saliendo a hurtadillas, como un viejo fantasma de cementerio.

Casy empujó las tablas largas hacia el fuego y las llamas lamieron las tablas y se elevaron de nuevo hasta la carne. La casa crujió ruidosamente cuando el aire más fresco de la noche contrajo la madera. Casy dijo en voz baja:

Tengo que ver a la gente que está en la carretera. Tengo el presentimiento de que debo verla. Esas personas van a necesitar una clase de ayuda que no les va a dar la oración. ¿Cómo van a tener la esperanza del cielo cuando no viven sus vidas? ¿Cómo van a albergar el Espíritu Santo si su propio espíritu está abatido y triste? Necesitarán ayuda. Han de vivir antes de permitirse el lujo de morir.

Joad gritó nervioso:

Santo cielo, comamos la carne antes de que se encoja tanto como un ratón asado. Miradla, ¡cómo huele! —Se puso en pie de un salto y deslizó los trozos de carne por el alambre hasta que quedaron fuera del alcance del fuego. Cogió la navaja de Muley y cortó un trozo de carne hasta librarlo del alambre. — Éste para el predicador —dijo.

Te he dicho que no soy predicador.

Bueno, pues entonces para el hombre. —Cortó otro trozo. —Toma, Muley, si no estás demasiado trastornado para comer. Éste es de liebre. Más duro que una vaca. —Se volvió a sentar, clavó sus largos dientes en la carne, arrancó un gran bocado y masticó—. ¡Dios! ¡Cómo cruje! —Le dio otro mordisco vorazmente.

Muley permanecía sentado contemplando su carne.

Quizá no debería haber hablado así —dijo—. A lo mejor cada uno debe guardarse esas cosas en la cabeza.

Casy le echó una mirada, con la boca llena de conejo. Masticó y el musculoso cuello se convulsionó al tragar.

Sí, deberías hablar —dijo—. A veces un hombre triste puede sacar por la boca toda su tristeza, o un asesino puede hablar del asesinato y no cometerlo. Has hecho bien. No mates a nadie si puedes evitarlo.

Mordió otro pedazo de conejo. Joad arrojó los huesos al fuego, se levantó y sacó más trozos del alambre. Muley comía ahora despacio, mientras sus ojillos nerviosos iban de uno a otro de sus compañeros. Joad comía ceñudo como un animal, y un círculo de grasa iba rodeando su boca.

Durante un largo rato Muley le observó, casi con timidez. Bajó la mano que sujetaba la carne.

Tommy —dijo.

Joad levantó la vista sin dejar de roer la carne.

¿Sí? —dijo con la boca llena.

Tommy, ¿no te enfadas conmigo por hablar de matar gente? ¿No te picas, Tom?

No —respondió Tom—. No estoy picado. No es más que algo que pasó.

Todo el mundo sabe que no fue culpa tuya —dijo Muley—. El viejo Turnbull dijo que iría a por ti cuando salieras, que nadie podía matar a uno de sus hijos. Sin embargo, entre todos los de los contornos le disuadieron.

Estábamos borrachos —dijo Joad quedamente—. Borrachos en un baile. No sé cómo empezó la cosa, pero de pronto sentí el cuchillo entrar en mí y ya estaba completamente sobrio. Lo primero que veo es a Herb que viene a por mí otra vez con el cuchillo. Había una pala apoyada en la pared de la escuela, así que la agarré y le aplasté la cabeza. Yo no tenía nada contra Herb. Era buena gente. Solía perseguir a mi hermana Rosasharn cuando era un crío. No, Herb me caía bien.

Sí, eso es lo que todos le dijimos a su padre hasta que conseguimos calmarle. Dicen por ahí que el viejo Turnbull tiene sangre Hatfield por parte materna y debe vivir de acuerdo con ello. Yo eso no lo sé. Él y su familia se fueron a California hace seis meses.

Joad sacó el resto del conejo del alambre y lo repartió. Se volvió a acomodar y siguió comiendo, más despacio ahora, masticando regularmente, y se limpió la grasa de la boca con la manga. Clavó los ojos, negros, entrecerrados y pensativos en la hoguera que moría.

Todo el mundo se va al oeste —dijo—. Yo estoy en libertad bajo palabra. No puedo salir del estado.

¿Libertad bajo palabra? —preguntó Muley—. He oído hablar de ella. ¿En qué consiste?

Mira, he salido antes de tiempo, tres años antes. Tengo que cumplir unas normas si no quiero que me vuelvan a encerrar. Tengo que presentarme cada cierto tiempo.

¿Cómo te trataron en McAlester? El primo de mi mujer estuvo allí y lo pasó fatal.

No es para tanto —replicó Joad—. Es como en todas partes. Te tratan mal si montas bronca. Puedes ir tirando bien, a menos que a algún guarda le dé por ir a por ti. Entonces sí que lo pasas mal. A mí me fue bien. No me metí en los asuntos de nadie, que es lo que hay que hacer. Aprendí a escribir como los ángeles. No sólo palabras también a dibujar pájaros y cosas así. A mi viejo no le va a gustar cuando me vea dibujar un pájaro de un trazo. Seguro que le sienta mal. No le gustan esas monerías. Ni siquiera le gusta escribir palabras. Supongo que le da miedo o algo así. Cada vez que Padre ha visto un escrito, alguien le ha quitado algo.

¿No te pegaron palizas ni nada parecido?

No, yo me limité a dedicarme a mis asuntos. Claro que acabas bien harto de hacer lo mismo un día tras otro durante cuatro años. Si has hecho algo de lo que te avergüenzas, puedes dedicarte a pensar en eso. Pero, demonios, si ahora viera a Herb Turnbull venir a por mí con el cuchillo le volvería a reventar la cabeza con la pala.

Como cualquiera—dijo Muley.

El predicador contempló con fijeza el fuego; su frente despejada relucía blanca al caer la oscuridad. El parpadeo de las llamas bajas iluminaba los nervios de su cuello. Con las manos, abrazadas alrededor de las rodillas, hacía crujir los nudillos.

Joad tiró los últimos huesos a la lumbre, se chupó los dedos y luego se secó en el pantalón. Se levantó y fue a por la botella de agua que estaba en el porche, bebió un poco y pasó la botella antes de sentarse. Continuó:

Lo que más me molestaba era que no tenía sentido. No intentas encontrar sentido al hecho de que un rayo mate a una vaca o haya una inundación. Eso son las cosas que pasan. Pero cuando unos hombres te cogen y te encierran cuatro años, debería tener algún sentido. Se supone que los hombres hacen cosas racionales. Aquí estoy yo, me meten allí, me encierran y me alimentan cuatro años. Así deberían conseguir cambiarme de modo que no lo volviera a hacer o, si no, castigarme para que no me atreva a repetirlo —hizo una pausa—; pero si Herb o cualquier otro viniera a por mí, lo volvería a hacer. Antes incluso de darme cuenta. Sobre todo estando borracho. Me preocupa esa especie de inconsciencia con que puedes actuar.

Muley observó:

El juez dijo que había sido benévolo al decidir la sentencia porque la culpa no era toda tuya.

Había un tipo en McAlester —dijo Joad—. Estaba condenado a cadena perpetua. Estudiaba todo el tiempo. Es el secretario del guarda, le escribía las cartas y cosas así. Es muy inteligente, lee derecho y cosas parecidas. Bueno, pues como él lee tanto, una vez hablé con él sobre esa idea que me preocupa. Y me dijo que leer libros no servía para nada, que él había leído todo acerca de las cárceles, las de ahora y las de hace mucho tiempo; y dice que ahora le parece que tienen menos sentido que cuando empezó a leer. Dice que es un asunto que empezó hace siglos, nadie parece ser capaz de ponerle fin y no hay nadie con el sentido común suficiente para cambiarlo. Me dijo: por el amor de Dios, no leas sobre eso porque, por una parte, sólo conseguirás embrollarte más, y por otra, perderás el respeto por los que manejan los gobiernos.

Lo que es yo no es que les tenga demasiado respeto ahora mismo —dijo Muley—. El único gobierno que tenemos y que nos afecta es el «margen de beneficios seguros». Hay algo que me dejó perplejo: Willy Feeley conducía el tractor y va a ser el hombre de paja que supervise la tierra que su propia familia trabajaba. Eso me preocupa. Lo comprendería si fuera alguien que viene de fuera y que no sabe nada de nosotros, pero Willy es de aquí. Me preocupó tanto que fui a verle y le pregunté. Inmediatamente se puso furioso. «Tengo dos niños pequeños», dijo. «Están mi mujer y mi suegra. Todos tienen que comer.» Se

puso como loco. «Lo primero y lo único que tengo que pensar es en mi familia propia», explicó. «Lo que le pase a otra gente no es mi problema.» Me parece que estaba avergonzado y por eso se enfureció.

Jim Casy había permanecido con la mirada fija en el fuego agonizante, mientras sus ojos se agrandaban y los músculos del cuello sobresalían cada vez más. De pronto exclamó:

¡Lo tengo! Si alguna vez un hombre ha tenido al espíritu en él, ése soy yo. Me ha llegado como un relámpago. —Se levantó de un salto y paseó de un lado a otro balanceando la cabeza. —En una ocasión tuve una carpa. Atraía hasta a quinientas personas cada noche. Esto fue antes de que me conocierais ninguno de los dos —se interrumpió y se encaró con ellos—. ¿No notasteis que nunca hice colecta cuando predicaba a las gentes de aquí, ya fuera en graneros o al aire libre?

Es verdad, nunca hizo colecta —respondió Muley—. La gente de por aquí se acostumbró a no dar dinero y cuando algún otro predicador venía y pasaba el sombrero les sentaba mal. Sí, señor.

Aceptaba comida —continuó Casy—. Cogía unos pantalones cuando los míos se rompían y un par de zapatos viejos si ya iba pisando el suelo, pero no era igual que cuando tenía la carpa. Algunos días sacaba diez o veinte dólares. Pero no me gustaba, así que dejé de predicar y, durante un tiempo, estuve contento. Creo que el espíritu ha vuelto a mí. No sé si podré predicar. No intentaré volver a predicar, pero quizá haya algún lugar donde pueda hacerlo, donde deba haber un predicador. Gente solitaria viajando por la carretera, sin tierras, sin un hogar a donde dirigirse. Necesitan tener alguna clase de hogar. Tal vez...

Se detuvo junto al fuego. Los cien músculos visibles en su cuello sobresalían en relieve y la luz de la hoguera penetró hondo en sus ojos y encendió en ellos rojos rescoldos. Inmóvil contempló el fuego, el rostro tenso como si escuchara, y las manos que se habían movido para recoger ideas, para estudiarlas y exponerlas, se inmovilizaron y luego buscaron los bolsillos. Los murciélagos revolotearon entrando y saliendo del pálido círculo de luz y un halcón nocturno lanzó su suave grito desvaído sobre los campos.

Con calma, Tom sacó tabaco del bolsillo, lió un cigarrillo lentamente mirando las ascuas mientras sus manos trabajaban. Ignoró por completo el monólogo del predicador, como si fuera un pensamiento íntimo que no hay que inspeccionar .

Cada noche, tendido en mi litera, imaginaba cómo sería cuando volviera a casa. Quizá el abuelo habría muerto, o la abuela, y tal vez habría algún niño más. A lo mejor Padre ya no sería tan duro y Madre se permitiría un descanso dejando que Rosasharn trabajara. Sabía que no sería igual que antes. Bueno, creo que debemos dormir aquí y cuando amanezca podemos ir a casa del tío John. O yo voy, al menos. ¿Vendrá conmigo, Casy?

El predicador seguía de pie, contemplando las ascuas. Respondió sin prisa:

Sí, voy contigo. Y cuando vayáis carretera adelante iré con vosotros. Estaré con las gentes que viajan.

Es bienvenido —dijo Joad—. A Madre siempre le gustó. Decía que era usted un predicador de fiar. Rosasharn era aún una chiquilla —volvió la cabeza—. Muley, ¿vas a seguir camino con nosotros? —Muley miraba la carretera por la que había venido.

¿Crees que vendrás, Muley? —repitió Joad.

¿Eh? No. No voy a ningún lado ni me voy a ningún lugar. ¿Ves aquel resplandor de allí, saltando de arriba abajo? Seguramente es el encargado de este campo de algodón. Alguien debe haber visto nuestro fuego.

Tom miró. Una luz brillante se acercaba por la colina.

No hacemos nada malo —dijo—. Sólo estamos aquí sentados, no hemos hecho nada.

Muley soltó una risita aguda.

¡Ya! Nada más que por estar aquí ya estamos haciendo algo. Hemos entrado en una propiedad y eso es ilegal. No nos podemos quedar. Llevan dos meses intentando cogerme. Mirad. Si lo que viene es un coche, nos echamos al suelo entre el algodón. No tenemos que ir lejos. Y entonces, ¡que traten de encontrarnos! Hay que buscar en cada surco por separado. Simplemente, mantened la cabeza baja.

¿Qué te ha pasado, Muley? —exigió Joad—. Nunca estuviste hecho para correr y esconderte. Antes resistías.

Muley contempló las luces que se aproximaban.

Sí—contestó—. Antes resistía como un lobo, ahora como una comadreja. Cuando vas de caza, tú eres el cazador y eres fuerte. Nadie puede vencer a un cazador. Pero cuando eres el cazado, entonces es diferente. Cambias. No eres fuerte: puedes ser fiero, pero no fuerte. Llevan mucho tiempo ya intentando cazarme. Ya no soy el cazador. Ahora sería capaz de pegarle a uno un tiro en la oscuridad pero ya no puedo apalear a nadie con la estaca de una cerca. No sirve de nada engañarnos o engañarme. La cosa es así.

Bueno, ve tú a esconderte —dijo Joad—. Casy y yo les vamos a decir cuatro cosas a estos cabrones.

El destello de luz estaba ya próximo, botaba hacia el cielo y desaparecía y luego volvía a botar. Los tres hombres lo miraban con fijeza.

Hay algo más acerca de ser la presa —dijo Muley—. Te acostumbras a no perder de vista ninguno de los peligros. Cuando cazas, no te paras a pensar en ellos y no tienes miedo. Como tú mismo me has dicho, si te metes en cualquier lío, te mandan a McAlester de nuevo a cumplir el resto de tu condena.

Tienes razón —concedió Joad—. Eso fue lo que me dijeron, pero sentarme aquí o dormir en el suelo..., eso no es meterse en ningún lío. No es nada malo, no es como emborracharse o armar bronca.

Espera y verás —rió Muley—. Quédate sentado a esperar que llegue el coche. Quizá sea Willy Feeley, que ahora es ayudante del sheriff. Te preguntará: «¿Qué haces aquí? Esto es propiedad privada.» Tu siempre has sabido que Willy es un imbécil, así que le contestas: «¿Y a ti que te importa?» Willy se enfada y

dice: o te largas o te encierro. Pero tú no vas a dejar que Feeley te dé órdenes y te avasalle porque esté enfadado y asustado. Se ha tirado un farol pero tiene que mantenerlo y aquí estás tú, poniéndote pesado y tendrás que llegar hasta el final. ¡Maldita sea!, es mucho más fácil tenderse entre el algodón y dejar que busquen. Además, es más divertido, porque se enfadan y no pueden hacer nada, mientras tú te ríes de ellos. Por el contrario, intenta hablar con Willy o cualquier otro mandamás, pégale una paliza: te encerrarán y te meterán en McAlester tres años más.

Todo eso es cierto —dijo Joad—. Muy cierto. Pero no resisto que me digan lo que tengo que hacer. Preferiría cien veces darle a Willy una buena somanta de palos.

Tiene un arma —argumentó Muley—. Y como es ayudante del sheriff, la usará. Entonces, o te mata o le quitas el arma y le matas tú. Venga ya, Tommy. Sólo tienes que decirte a ti mismo que les estás tomando el pelo escondiéndote. En realidad, lo único que cuenta es lo que te digas a ti mismo.

Las potentes luces iluminaban el cielo y se oía el murmullo continuo de un motor .

Venga, Tommy. No hay que ir lejos, unos catorce o quince surcos, y desde allí podemos ver lo que hacen.

Tom se puso en pie.

Tienes toda la razón —dijo—. Pase lo que pase, no voy a ganar nada quedándome.

Pues venga, vamos por aquí. —Muley rodeó la casa y entró unos cincuenta metros en el campo de algodón—. Aquí ya está bien —opinó—. Ahora al suelo. Si encienden el faro, bajad la cabeza. Es divertido —los tres hombres se tumbaron y se incorporaron un poco apoyando los codos. Muley se alzó de un salto, corrió hacia la casa y en unos segundos regresó y dejó caer un fardo de chaquetas y zapatos.

Se los habrían llevado para desquitarse —explicó. Las luces coronaron la loma y bajaron hacia la casa.

¿No vendrán a buscarnos con linternas? —preguntó Joad—. Me gustaría haber cogido un palo.

No, no vendrán —rió Muley con suavidad—. Ya te dije que me he vuelto astuto como una comadreja. A Willy se le ocurrió una noche buscarme así y le aticé por detrás con una estaca. Le dejé más seco que un palo. Luego fue contando que le habían atacado cinco tipos.

El coche frenó junto a la casa y la luz de un foco brilló de pronto.

Agachaos —advirtió Muley. La franja de fría luz blanca osciló por encima de sus cabezas y recorrió en zig-zag el campo. Los hombres ocultos no percibían ningún movimiento, pero oyeron el golpe de una puerta de coche al cerrarse y voces.

Tienen miedo de que la luz les descubra —susurró Muley—. Un par de veces he disparado a los faros. Willy se mantiene en guardia. Hay alguien con él esta noche.

Oyeron pasos sobre la madera y vieron el resplandor de una linterna saliendo del interior de la casa.

¿Disparo a través de la casa? —murmuró Muley—. No podrán ver de dónde viene y les damos algo en qué pensar.

Sí, por qué no —respondió Joad.

No —susurró Casy—, no servirá de nada. Es perder el tiempo. Tenemos que pensar algo que podamos hacer y sirva de algo.

De cerca de la casa les llegó un sonido como de arañazos.

Están apagando la hoguera —dijo Muley en voz baja—. Echan tierra por encima —las puertas del coche se cerraron ruidosamente, la luz de los faros giró y enfiló la carretera de nuevo.

¡Agachaos, ahora! —dijo Muley.

Mantuvieron la cabeza baja mientras el foco iluminaba por encima de ellos y cruzaba una y otra vez el campo de algodón; luego, el coche arrancó, se alejó, remontó la colina y desapareció. Muley se incorporó.

Willy siempre intenta pillarme con ese último rayo de luz. Lo ha hecho tantas veces que lo tengo ya cronometrado, pero él sigue pensando que es muy astuto.

Quizá alguno se haya quedado en la casa —dijo Casy—. Esperando para atraparnos cuando volvamos.

Es posible. Esperadme aquí. Conozco el juego.

Se alejó tan silencioso que, a su paso, sólo se oía un leve crujido de tierra. Tom y Casy esperaron, esforzándose por oírle, pero ya se había alejado. Un instante después anunció desde la casa:

No se ha quedado nadie. Podéis volver.

Casy y Joad se levantaron con esfuerzo y caminaron hacia el bulto negro de la casa. Muley se reunió con ellos cerca del montón de polvo humeante que quedaba en el lugar de la hoguera.

No pensé que fueran a dejar a nadie —dijo orgullosamente—. Basta con que haya dejado K.O. a Willy y haya disparado un par de veces contra los faros para que lleven cuidado. No saben con seguridad de quién se trata y no pienso dejar que me atrapen. No duermo nunca cerca de una casa. Si queréis venir conmigo, os puedo enseñar un sitio donde dormir, donde nadie va a tropezar con vosotros.

Abre la marcha —dijo Joad—. Nosotros te seguimos. Nunca pensé que tendría que esconderme en las tierras de mi viejo.

Muley echó a andar a través de los campos con Joad y Casy en sus talones. Patearon las plantas de algodón conforme andaban.

Te tendrás que esconder de muchas cosas —dijo Muley. Marcharon en fila india por los campos. Llegaron a un cauce seco y se deslizaron fácilmente hasta el fondo.

Te apuesto algo a que sé dónde vamos —exclamó Joad—. ¿Una cueva en la orilla?

Exacto. ¿Cómo lo sabes?

Yo la cavé —respondió—, con mi hermano Noah. Decíamos que buscábamos oro y cavábamos como hacen todos los chicos. —Las paredes del cauce eran ahora más altas que ellos—. Tiene que estar muy cerca —calculó Joad—. Recuerdo que estaba bastante próxima.

Muley dijo:

La he cubierto con maleza. Nadie podría encontrarla.

El fondo del barranco se niveló y pasó a ser de arena. Joad se acomodó en la arena limpia.

No pienso dormir en una cueva —dijo—. Voy a dormir aquí mismo. — Enrolló la chaqueta y la colocó bajo la cabeza.

Muley tiró de los arbustos que ocultaban la cueva y se arrastró dentro.

A mí me gusta estar en el interior —exclamó—. Siento como si aquí nadie pudiera alcanzarme.

Jim Casy se sentó en la arena al lado de Joad.

Vamos a dormir —dijo Joad—. Saldremos hacia la casa del tío John al amanecer .

Yo no voy a dormir —replicó Casy—. Tengo que meditar muchas cosas. — Recogió los pies y se abrazó las piernas. Miró las estrellas brillantes con la cabeza echada hacia detrás. Joad bostezó y puso una mano bajo su cabeza. Al callarse, la caprichosa vida de la tierra, de agujeros y madrigueras, de los arbustos, volvió a empezar gradualmente; las ardillas de tierra comenzaron a moverse, los conejos se acercaron furtivos a las hierbas verdes, los ratones corretearon sobre los terrones de polvo y los cazadores con alas volaron sin ruido por encima de todos ellos.

CAPITULO VII

En los pueblos, a las afueras de las ciudades, en los campos, en solares vacíos, aparecían almacenes de coches de segunda mano, de restos y piezas de automóviles, garajes con anuncios ofreciendo coches de segunda mano, coches usados en buen estado; transporte barato, tres camiones; Ford de 1927 en perfecto estado; coches revisados, coches con garantía; radio gratis; coche con cien galones de gasolina incluidos. Pase y vea, coches de segunda mano, decían, sin gastos de administración.

Bastaban un solar y una casa en la que cupieran una mesa, una silla y un libro de cuentas; un fajo de contratos, con los bordes carcomidos, sujetos con clips, y un montón pulcro de contratos sin rellenar. Cuidado con las plumas, que estén siempre llenas y listas para escribir: más de una venta se ha perdido por no tener a punto una pluma.

Esos hijos de puta de ahí no vienen a comprar. Cada almacén tiene su panda de mirones. Se pasan todo el tiempo mirando, pero no vienen a comprar un coche, sino a hacernos perder el tiempo. A ellos nuestro tiempo les importa un comino. Allí, aquellos dos... no, los que van con los niños. Mételos en un coche. Empieza por doscientos y baja desde esa cifra. Creo que por ciento veinticinco se lo quedarán. Consigue que se interesen. Que salgan de aquí en uno de esos cacharros. Que se lo lleven, bastante tiempo les hemos dedicado.

Propietarios de camisas remangadas, vendedores pulcros, certeros, de ojillos resueltos, atentos a cualquier debilidad del comprador.

Fíjate en el rostro de la mujer. Si a ella le gusta, nos metemos al viejo en el bolsillo. Empieza ofreciéndoles el Cadillac y luego pasa a ese Buick de 1926. Si empiezas por el Buick, se quedarán con el Ford. Remángate y ponte a trabajar. Esto no va a ser eterno. Muéstrales ese Nash mientras yo hincho esa rueda del Dodge de 1925 que pierde. Te hago una seña cuando esté preparado.

Usted lo que quiere es un medio de transporte, ¿no es eso? A usted no le dan gato por liebre. Es verdad que la tapicería está gastada, pero los almohadones de los asientos no hacen que las ruedas giren.

Coches alineados, con los morros de frente, morros oxidados, y ruedas pinchadas, aparcados uno cerca del otro.

¿Quiere montarse en éste para verlo? No faltaría más. Lo saco ahora mismo de la fila.

Haz que se sientan comprometidos, que se den cuenta del tiempo que les dedicas. Que no olviden que estás perdiendo tu tiempo. La mayoría son buena gente. No les gusta molestarte. Arréglatelas para que te molesten y entonces mételes el coche a presión.

Coches alineados, del modelo T, altos y presuntuosos, con un volante que chirría y los laterales gastados. Buicks, Nashs, De Sotos.

Sí, señor, un Dodge de 1922. El mejor coche que Dodge haya fabricado nunca. No se gasta jamás y es de compresión baja. Los coches de compresión alta tienen al principio mucha fuerza, pero no hay metal que lo aguante mucho tiempo. Plymouths, Rocknes, Stars.

¡Dios! ¿De dónde ha salido ese Apperson? Es más viejo que Matusalén. Y un Chalmers y un Chandier, llevan años sin fabricarlos. No vendemos coches, sino basura rodante. Maldita sea, hay que conseguir cacharros. No quiero nada por más de veinticinco o treinta dólares. Los vendemos por cincuenta o setenta y cinco; eso es un buen beneficio. ¿Qué tajada puedes sacar de un coche nuevo? Dame cafeteras, que se venden tan deprisa como se compran. Nada que valga más de doscientos cincuenta. Jim, acorrala a ese infeliz que está en la acera. No distingue el culo de las témporas. Intenta endosarle el Apperson. ¡Eh! ¿Dónde está el Apperson? ¿Que está vendido? Si no traemos algunos cacharros, no vendemos nada.

Banderas, rojas y blancas, blancas y azules, alineadas en la acera.

Coches de segunda mano. Buenos coches de segunda mano.

La oferta del día, en la plataforma. No la vendáis nunca. Sirve para que la gente se acerque. Si vendiéramos esa ganga por ese precio, no sacaríamos ni un centavo de beneficios. Diles que lo acabamos de vender.

Quítale esa batería antes de entregarlo. Ponle esa otra vieja. ¿Pues qué querrán por sesenta dólares? Arremangaos y a trabajar. Esto no va a durar mucho. Con los cacharros suficientes me podría retirar en seis meses.

Mira, Jim, he oído el ruido que hace la parte trasera de ese Chevrolet: suena igual que vidrios rotos. Métele un par de kilos de serrín y pon otro poco en los engranajes también. Tenemos que quitarnos de en medio esa birria por treinta y cinco dólares. Se lo compré a un cabrón que me timó. Le ofrecí diez, consiguió subir hasta quince y entonces el hijo de puta fue y sacó las herramientas de detrás. ¡Dios Todopoderoso! Ojalá tuviese quinientos cacharros. Esto no va a durar. ¿No le gustan los neumáticos? Dile que no llevan más de diez mil y rebájale un dólar y medio.

Pilas de restos herrumbrosos apoyados contra la valla, filas de desechos al fondo, parachoques, ruinas cubiertas de grasa negra, zapatas tiradas por el suelo y hierbajos creciendo dentro de los cilindros. Bielas de frenos, tubos de escape, apilados como serpientes. Grasa, gasolina.

Mira a ver si puedes encontrar una bujía que no esté agrietada. Si tuviera cincuenta remolques que pudiera vender a menos de cien dólares, seguro que me los compraban todos. ¿De qué demonios se queja? Nosotros los vendemos, pero no se lo vamos a empujar hasta casa. Esto sí que está bien. Nosotros no empujamos. Apuesto a que lo publicarían. ¿Crees que no comprará? Pues quítatelo de encima. Tenemos mucho trabajo para entretenernos con un tío que no se aclara. Quítale el neumático derecho de delante al Graham. Gíralo para que el parche quede abajo. Por lo demás tiene buena pinta. Tiene banda de rodadura y todo.

¡Pues claro! A ese montón de chatarra le quedan aún cincuenta mil. Asegúrese de ponerle mucho aceite. Hasta luego. Buena suerte.

¿Busca usted un coche? ¿En qué tipo de coche estaba pensando? ¿Ve algo que le guste? Estoy seco. ¿Qué le parece si tomamos un trago de algo bueno? Venga, mientras su mujer mira ese La Salle. Le recomiendo que no se lleve el La

Salle. Tiene los cojinetes gastados. Gasta demasiado aceite. Compre un Lincoln de 1924. Eso es un coche, dura eternamente y lo puede convertir en un camión.

Sol caliente sobre metal oxidado. Aceite por el suelo. La gente entra con aire de despiste, desorientada; necesitan coches.

Límpiate los pies. No te apoyes en ese coche, que está sucio. ¿Cómo se compra un coche? ¿Cuánto cuesta? Vigila a los niños. Me pregunto cuánto vale éste. Vamos a preguntar. No te cobran por preguntar. Podemos preguntar, ¿no? No podemos pagar ni un centavo más de setenta y cinco dólares; si no, no nos llega para el viaje hasta California.

Ojalá pudiera conseguir cien cafeteras. Me da igual que anden o no. Neumáticos usados y deteriorados, amontonados formando altos cilindros, tubos rojos, grises, colgando como salchichas.

¿Un parche de neumático? ¿Limpiador para el radiador? ¿Reforzador del encendido? Eche esta pildorita en el depósito de gasolina y podrá hacer diez millas más por cada galón. Simplemente píntelo, por cincuenta centavos tiene el coche como nuevo. ¿Limpiaparabrisas, correas de ventilador, juntas de culata? Quizá sea la válvula. Póngale un vástago nuevo. No pierde nada, total por cinco centavos.

Bien, Joe. Trabájalos un poco y luego mándamelos. O cierro el trato o los mato. No me mandes vagos. Quiero hacer negocios.

Sí, señor, suba usted. Es una buena compra. ¡Sí, señor! Se lo doy por ochenta dólares.

No puedo pagar más de cincuenta. El tipo de ahí fuera dice que cincuenta.Cincuenta. ¿Cincuenta? Está loco. Pagué setenta y ocho cincuenta por esa monada. Joe, chalado, ¿qué quieres, llevarnos a la quiebra? Está para que le encierren. Si paga sesenta, es suyo. Mire, no puedo perder el día entero. Soy un hombre de negocios, pero no voy por ahí estafando a nadie. ¿Tiene algo para cambiar?

Tengo un par de mulas que puedo cambiar.

¡Mulas!Eh, Joe, ¿has oído eso? Este tío quiere cambiar mulas. ¿No le ha dicho nadie que ésta es la era de la maquinaria? Ahora las mulas no se usan más que para hacer cola.

Son buenas mulas, grandes, de cinco y siete años. Quizá sería mejor que siguiéramos mirando.

¡Seguir mirando! Vienen cuando estamos ocupados, nos hacen perder tiempo y luego se largan. Joe, ¿sabías que estabas tratando con tacaños?

No soy un tacaño. Necesito un coche. Nos vamos a California y tengo que conseguir un coche.

Bueno, yo soy un poco primo. Joe dice que siempre hago el primo, que si no dejo de regalar hasta la camisa me voy a morir de hambre. Mire lo que vamos a hacer..., puedo sacar cinco dólares por cada mula si las vendo para comida de perros.

No quisiera que acabaran así.

Bueno, o tal vez me den siete dólares o diez. Mire lo que vamos a hacer. Nos quedamos sus mulas valoradas en veinte dólares. El carro va incluido ¿no? Usted me paga cincuenta dólares y firma un contrato para pagar el resto a diez dólares por mes.

Pero si me dijo que valía ochenta.

¿No ha oído hablar de gastos de transporte y del seguro? Todo eso sube un poco el precio. Pero en cuatro o cinco meses lo habrá pagado entero. Firme aquí. Nosotros nos ocupamos de todo.

No sé, no estoy seguro.

Mire, fíjese bien, yo estoy dándole mi camisa y usted no hace más que malgastar mi tiempo. Podría haber cerrado tres ventas en el tiempo que llevo hablando con usted. Estoy asqueado. Sí, firme aquí mismo. Todo en regla. Joe, llena el depósito para este caballero. Le vamos a dar la gasolina.

¡Dios!, Joe, éste ha estado difícil. ¿Cuánto nos costó ese cacharro? ¿Treinta dólares? Creo que treinta y cinco ¿no? He sacado ese tronco de mulas y seguro que consigo que me den por él setenta y cinco dólares. Me ha dado cincuenta en metálico y ha firmado un contrato por otros cuarenta dólares. Ya sé que no todos son honrados, pero te sorprendería el número de los que siguen pagando el resto. Un tipo se presentó con cien dólares dos años después de que lo hubiera dado por perdido. Te apuesto a que este otro envía el dinero. Si pudiera disponer de quinientos cacharros... Arremángate, Joe. Sal, trabájalos, déjalos suaves y mándamelos. Te has ganado veinte dólares de la última venta. No vas mal.

Banderas desmayadas bajo el sol de la tarde. La oferta del día: una camioneta Ford de 1929; marcha bien.

¿Qué quiere por cincuenta dólares, un Zephyr?

Crin de caballo saliendo rizada de los almohadones de los asientos, parachoques abollados y vueltos a enderezar a martillazos. Guardabarros desprendidos y colgando. Un Ford dos plazas, elegante, con pilotos pequeños de colores en la guía del parachoques, en el tapón del radiador y tres en la parte trasera. Salpicaderos para el barro y un gran dado en la palanca de cambio. Una chica guapa en la cubierta de los neumáticos, pintada de colores, que se llama Cora. El sol de la tarde en los polvorientos parabrisas. ¡Dios, no he tenido ni tiempo de salir a comer! Joe, manda a un chico a por una hamburguesa.

Zumbido intermitente de motores viejos.

Hay un atontado mirando el Chrysler. Averigua si tiene algo de pasta. Algunos de estos granjerillos son escurridizos. Trabájalos un poco y pásamelos, Joe. Lo estás haciendo bien.

Sí, claro que lo vendimos nosotros. ¿Garantía? Garantizamos que era un automóvil, no que lo íbamos a criar. Óigame usted: compró un coche y ahora se pone a berrear. Me importa un comino que no efectúe los pagos. No tenemos sus documentos. Nosotros se los pasamos a la compañía financiera. Ellos se entenderán con usted, no nosotros. Nosotros no conservamos ningún documento. ¿Ah, sí? Póngase pesado y llamo a la policía. No, no le dimos el cambiazo con los neumáticos. Échale de aquí, Joe. Primero compra un coche, y

ahora no está satisfecho. ¿Qué le parecería si yo comprara un filete, e intentara devolverlo después de comerme la mitad? Llevamos un negocio, no una organización de caridad. ¿Te puedes creer lo que dice ese tío, Joe? Eh, mira allí. Tiene un diente de alce. Corre para allá. Que le echen un vistazo a ese Pontiac de 1936. Sí, ése.

Morros cuadrados, redondos, herrumbrosos, de pala, y las largas curvas aerodinámicas y las superficies planas anteriores a los diseños aerodinámicos. Ofertas del día. Viejos monstruos de tapicería oscura, se pueden convertir fácilmente en camión. Remolques de dos ruedas, ejes oxidados en el fiero sol de la tarde. Coches de segunda mano, en buen estado. Sin problemas, marcha bien. No tira el aceite.

¡Mira! Éste ha estado bien cuidado.

Cadillacs, La Salles, Buicks, Plymouths, Packards, Chevrolets, Fords, Pontiacs. Fila tras fila, con los faros destellando al sol de la tarde. Coches de segunda mano en buen estado.

Suavízales, Joe. Dios, ojalá tuviera mil cacharros. Prepáralos y yo cerraré el trato.

¿Van a California? Tengo justo lo que necesitan. Parece que está viejo, pero aún puede tirar miles de millas.

Alineados uno junto a otro. Coches de segunda mano en buen estado. Gangas. En perfecto estado, marcha muy bien.

CAPITULO VIII

En el cielo, gris entre las estrellas, brillaba una pálida luna tardía en cuarto creciente, etérea y fina. Tom Joad y el predicador caminaban rápidamente por un camino abierto por las huellas de ruedas y de tractores a través de un campo de algodón. Solamente el desigual cielo mostraba la llegada de la aurora, marcando el horizonte en el este con una línea inexistente en el oeste. Los dos hombres avanzaron en silencio oliendo el polvo que sus pasos levantaban en el aire.

Espero que estés completamente seguro del camino —dijo Jim Casy—. Me haría poca gracia que al amanecer nos encontráramos perdidos y yendo en dirección equivocada.

El campo de algodón vibraba con la vida que despertaba, con el veloz aleteo de pájaros mañaneros buscando alimento en la tierra y el correteo sobre los terrones de conejos a los que alborotaban a su paso. El golpeteo sordo de los pies de los hombres en el polvo, el crujido de la tierra bajo sus zapatos resonaban entre los ruidos secretos del alba.

Tom dijo:

Podría llegar con los ojos cerrados. La única forma de que me equivoque es si me pongo a pensar demasiado en el camino. Deje de pensar en él y llegaremos sin problemas. Hombre, por Dios, yo nací aquí y corrí por aquí de pequeño. Allí hay un árbol, mire, ya se distingue. Una vez mi padre colgó de ese árbol un coyote muerto. Estuvo colgando hasta que se fundió, o algo así, y cayó al suelo. Se quedó como seco. Espero que Madre esté cocinando algo. Tengo el estómago encogido.

Yo también —afirmó Casy—. ¿Quieres mascar un poco de tabaco? Ayuda a engañar algo el hambre. Habría sido mejor no salir tan temprano. Se hace mejor si hay luz —se interrumpió para morder un trozo de tabaco—. Estaba bien a gusto durmiendo.

Ha sido culpa del chiflado de Muley —se disculpó Tom—. Me ha puesto nervioso. Me despierta y me dice: «Adiós, Tom. Yo ya me voy. Tengo que ir a varios sitios. Mejor será que vosotros os pongáis también en camino; así estaréis lejos de esta tierra cuando amanezca.» Se está volviendo más loco que una cabra, viviendo de esa manera. Cualquiera diría que le persiguieran los indios. ¿Cree que está loco?

La verdad es que no lo sé. Ya viste venir aquel coche cuando estábamos en la hoguera, anoche, y lo destrozada que está la casa. Aquí está pasando algo muy desagradable. Pero, desde luego, Muley está loco: arrastrándose por ahí como un coyote es imposible que no le dé la chaladura. Seguro que dentro de poco mata a alguien y le echan los perros. Lo estoy viendo igual que una profecía. Cada vez va a estar peor. ¿Dices que no quiso acompañarnos?

No —dijo Joad—. Creo que ahora le asusta ver gente. Me extraña que se acercara a nosotros. Estaremos en casa del tío John a la salida del sol.

Caminaron un rato en silencio mientras los últimos búhos rezagados volaban hacia los graneros, los árboles huecos y los depósitos de agua para esconderse

de la luz del día. El cielo aclaró por el este y las plantas de algodón y la tierra gris se hicieron visibles.

No logro imaginarme cómo pueden estar todos durmiendo en casa del tío John. No había más que una habitación, un cobertizo que hacía de cocina y un granero diminuto. Ahora deben ser una multitud.

El predicador dijo:

No recuerdo que John tuviera familia. Está solo, ¿no? No recuerdo gran cosa de él.

Es el hombre más solitario del mundo —respondió Joad—. También está bastante chiflado, algo así como Muley, sólo que en algunas cosas peor. Se le veía por todas partes: en Shawnee, borracho, o visitando a una viuda que vivía a veinte millas de distancia, o trabajando en su tierra a la luz de un farol. Como una cabra. Todo el mundo pensaba que no viviría mucho tiempo. Un hombre así, tan solo, no dura demasiado. Pero el tío John es mayor que Padre. Lo único es que cada año está más flaco y es más retorcido. Es peor que el abuelo.

Mira qué luz sale —dijo el predicador—. Luz plateada. ¿John nunca ha tenido familia?

Sí, sí que tuvo. Lo que le pasó demuestra la clase de hombre que es: convencido de que tiene razón e incapaz de escuchar a nadie. Padre suele contarlo. El tío John llevaba cuatro meses casado. Su mujer era joven y estaba embarazada. Una noche le dio un dolor en el estómago y le dijo: «Tienes que ir a por un médico.» Pero John permaneció sentado y contestó: «No es más que un dolor de estómago. Has comido demasiado. Toma un poco de medicina calmante. A uno le duele el estómago cuando come en exceso», dijo. Al mediodía siguiente ella empezó a delirar y hacia las cuatro de la tarde murió.

¿De qué? —preguntó Casy—. ¿Comió algo en mal estado?

No, algo se le reventó por dentro. Ap... apéndice o algo parecido. Bueno, el caso es que el tío John siempre había sido una persona amable, de buen trato y se lo tomó muy mal. Se creyó que era el castigo por algún pecado suyo. Estuvo un montón de tiempo sin hablar con nadie. Iba por ahí como si no viera nada a su alrededor y a veces rezaba. Tardó dos años en salir de aquello y luego ya no fue el mismo. Se volvió algo estrafalario y se puso de lo más pesado. Cada vez que uno de los niños teníamos lombrices o dolor de tripa, el tío John iba a por un médico. Al final Padre le dijo que ya estaba bien. Los niños tienen a menudo dolor de tripa. Cree que fue culpa suya que su mujer muriera. Es un tipo curioso. Está siempre haciendo regalos, les da cosas a los niños, deja una bolsa de comida en el porche de alguien. Da todo lo que tiene y aun así no está demasiado contento. Algunas veces le da por vagar por ahí, él solo. Sea como fuere, es un buen granjero. Cuida bien su tierra.

Pobre hombre —dijo el predicador—. Pobre hombre solitario. ¿Fue a la iglesia cuando su mujer murió?

No. Nunca quiso acercarse demasiado a la gente. Prefería estar solo. Todos los críos le adoran. A veces venía a casa por la noche y sabíamos que había venido porque siempre dejaba un paquete de chicles en la cama junto a cada uno de nosotros. Creíamos que era Jesucristo Todopoderoso.

El predicador siguió caminando con la cabeza gacha. No contestó. La luz de la mañana naciente hacía brillar su frente, y las manos, balanceándose a los lados, recibían intermitentemente la claridad.

Tom también callaba, como si hubiera dicho algo demasiado íntimo y estuviera avergonzado. Aligeró el paso y el predicador se acomodó al nuevo ritmo. Ahora veían un poco en la distancia gris frente a ellos. Una serpiente se deslizó lentamente por la carretera tras salir de entre una hilera de algodón. Tom se detuvo a poca distancia de ella y la observó.

Una serpiente ardilla —dijo—. Déjela seguir.

Caminaron alrededor de la serpiente y continuaron. Por el este un poco de color tiñó el cielo y casi inmediatamente la solitaria luz de la aurora se extendió sobre la tierra. El verde apareció en el algodón y la tierra fue gris y marrón. Los rostros de los hombres perdieron el brillo grisáceo. La cara de Joad pareció oscurecerse bajo la luz creciente.

Éste es el mejor momento —dijo con suavidad—. Cuando era pequeño solía levantarme y pasear, yo solo, a esta hora. ¿Qué es aquello de delante?

Un comité de perros se había reunido en la carretera en honor a una perra. Cinco machos, pastores alemanes y collies escoceses mestizos, perros de raza indefinida como resultado de la libertad de su vida social, se dedicaban a requebrar a la perra. Pues cada perro olfateaba con delicadeza, luego caminaba con paso majestuoso y las piernas rígidas hacia una planta de algodón, levantaba una pata trasera ceremoniosamente, meaba y después volvía para olfatear de nuevo. Joad y el predicador se detuvieron a mirar y de pronto Joad se echó a reír alegremente.

Cielo santo —dijo—. Cielo santo.

Los perros se reunieron y sus pelos se erizaron, todos ellos gruñendo, cada uno esperando rígido que los demás empezaran la lucha. Uno de ellos montó a la perra y, ahora que uno lo había conseguido, los demás se apartaron y observaron con interés, las lenguas fuera y goteando. Los dos hombres siguieron adelante.

Cielo santo —dijo Joad—. Creo que el perro que la ha montado es nuestroFlash. Pensé que ya estaría muerto. ¡Flash, ven, Flash! —volvió a reír—. Qué demonios, si alguien me llamara, yo tampoco lo oiría. Me recuerda una historia que se contaba de Willy Feeley cuando era un muchacho. Willy era tímido, terriblemente tímido. Pues bien, un día llevó una vaquilla al toro de Graves. Sólo estaba Elsie Graves, y Elsie no era tímida en absoluto. Willy se quedó parado poniéndose colorado y sin poder hablar siquiera. Elsie le dijo: «Ya sé a qué has venido; el toro está detrás del granero.» Llevaron allí la novilla, y Willy y Elsie se sentaron en la cerca para mirar. Al poco rato Willy estaba bastante agitado. Elsie le miró, como si no lo supiera: «¿Qué te pasa, Willy?» Willy estaba tan cachondo, que apenas se podía quedar quieto. «Dios», dijo, «¡Dios mío, cómo me gustaría estar haciendo eso!» Elsie replicó: «¿Por qué no, Willy? La novilla es tuya.»

El predicador rió suavemente.

¿Sabes qué? —dijo—, está bien esto de haber dejado de ser predicador. Antes nadie me contaba historias o, si me las contaban, no me podía reír. Y no

podía maldecir. Ahora maldigo todo lo que quiero, cada vez que me apetece; a un hombre le hace bien maldecir cuando tiene gana.

Un resplandor rojo se elevó desde el horizonte, por el este, y en la tierra los pájaros comenzaron a cantar con gorjeos agudos.

¡Mire! —exclamó Joad—. Allí delante. Ése es el depósito del tío John. Aún no se puede ver el molino, pero ése es su depósito. ¿Lo ve, contra el cielo? — Aceleró el paso—. Me pregunto si toda la familia estará aquí. —El bulto del depósito se destacaba en un alto. Joad, apresurándose, levantó una nube de polvo a la altura de sus rodillas—. Me pregunto si Madre...

Vieron las patas del depósito y la casa, una cajita cuadrada, desnuda y sin pintar, y el granero como arrinconado, con su tejado bajo. Salía humo de la chimenea de hojalata de la casa. El patio estaba en desorden, con muebles amontonados, las aspas y el motor del molino, armazones de camas, sillas, mesas.

Santo cielo, están preparándose para marchar —dijo Joad.

Había en el patio un camión de lados altos, un camión extraño, porque mientras la parte delantera era la de un coche, habían abierto un agujero en medio del techo y habían enganchado dentro la caja del camión. Conforme se acercaban, los hombres oyeron un golpeteo procedente del patio, y cuando el cerco del sol cegador se elevó sobre el horizonte y cayó sobre el camión, pudieron distinguir un hombre y el parpadeo del martillo al subir y bajar. El sol destellaba en las ventanas de la casa. Las tablas pulidas por la intemperie estaban brillantes. En el suelo, dos pollos rojos llamearon con el reflejo de la luz.

No grite —dijo Tom—. Vamos a sorprenderles.

Y echó a andar tan deprisa que el polvo subió hasta su cintura. Llegó al límite del campo de algodón. Se encontraron en lo que era el patio propiamente dicho, de tierra batida, apelmazada hasta relucir, con unas cuantas matas polvorientas por el suelo. Joad aminoró la marcha como si temiera seguir. El predicador, observándole, redujo su paso hasta igualarlo al de Tom, que se acercó lentamente al camión, furtivo y avergonzado. Era un Hudson super seis, cuyo techo había sido cortado en dos con un cortafrío. El viejo Tom Joad estaba en la caja del camión clavando las tablas de arriba de los lados. Su rostro, con la barba canosa, se inclinaba sobre su trabajo y de su boca sobresalían un puñado de clavos. Colocó uno de ellos y el martillo cayó sobre él con estruendo. De la casa salió el ruido metálico de la tapadera del fogón al cerrarse, y el llanto de un niño. Joad llegó hasta la caja del camión y se apoyó en ella. Su padre le miró, pero no le vio. Puso otro clavo y lo empujó con el martillo. Una bandada de palomas echó a volar desde el techo del depósito, dieron unas vueltas, regresaron al mismo sitio y se asomaron desde el borde, palomas blancas, azules y grises, de alas irisadas.

Joad enganchó los dedos en la tabla más baja del lado del camión. Miró al hombre del camión, vio que se iba haciendo viejo y estaba canoso. Humedeció sus gruesos labios con la lengua y dijo en voz baja: «Padre.»

¿Qué quieres? —masculló el viejo Tom con la boca llena de clavos.

Llevaba un sombrero negro y sucio, echado hacia adelante y una camisa de trabajo azul; sobre ella un chaleco sin botones; sujetaba los pantalones vaqueros un cinturón ancho de cuero de arnés, con una gran hebilla cuadrada de latón, cuero y metal pulidos por años de uso; los zapatos estaban agrietados, las suelas hinchadas y deformadas por el sol, la lluvia y el polvo de años. Las mangas de la camisa apretaban los antebrazos y se mantenían tirantes sobre los músculos abultados y poderosos. El estómago y las caderas eran planos y las piernas cortas, pesadas y fuertes. Su rostro, enmarcado por la barba erizada y entrecana, acababa en la enérgica barbilla, resaltaba, dándole firmeza y peso. La piel de los pómulos, sin pelo, estaba tostada, del color de espuma de mar y arrugada alrededor de los ojos, de tanto entrecerrarlos. Los ojos eran marrones, como el café, y cuando fijaba la vista en algo echaba toda la cabeza hacia adelante porque los brillantes ojos marrones empezaban a fallarle. Los labios, de los que sobresalían largos clavos, eran finos y rojos.

Mantuvo el martillo suspendido en el aire, a punto de golpear un clavo, y miró por encima del lado del camión a Tom, con expresión de haberse molestado por la interrupción. Entonces adelantó la barbilla y sus ojos se fijaron en el rostro de Tom y, poco a poco, su cerebro empezó a registrar lo que estaba viendo. El martillo bajó lentamente y, con la mano izquierda, sacó los clavos de la boca. Como si se lo dijera a él mismo, musitó perplejo: «Es Tommy...» Y luego, aún informándose a sí mismo: «Es Tommy que ha vuelto a casa.»

Abrió la boca de nuevo y sus ojos mostraron miedo.

Tommy —dijo quedamente—, ¿no te habrás escapado? ¿Te tienes que esconder? —Esperó tenso la respuesta.

No —contestó Tom—. Tengo libertad bajo palabra, soy libre. Tengo los papeles. —Asió con fuerza los listones más bajos del camión y levantó la vista.

Su padre puso con cuidado el martillo en el suelo y metió los clavos en el bolsillo. Pasó la pierna por encima del camión y saltó ágilmente a tierra, pero una vez al lado de su hijo se sintió avergonzado y extraño.

Tommy —dijo—, nos vamos a California. Pero íbamos a escribirte una carta para que lo supieras —dijo con acento de incredulidad—: Pero has vuelto, puedes venir con nosotros. ¡Puedes venir!

En la casa la tapa de una cafetera se cerró con ruido. El viejo Tom miró por encima de su hombro.

Vamos a darles una sorpresa —dijo, con los ojos brillando de excitación—. Tu madre tenía el presentimiento de que no te iba a volver a ver. Mostraba la mirada tranquila que se le pone cuando alguien muere. Casi no quería ni ir a California, por miedo a no volver a verte. —La tapa del fogón volvió a resonar dentro de la casa.

Démosle una sorpresa —repitió—. Entremos como si nunca hubieras estado fuera. Vamos a ver qué dice tu madre. —Por fin tocó a Tom, pero le tocó en el hombro, tímidamente y retiró la mano con rapidez. Miró a Jim Casy.

¿Recuerdas al predicador, Padre? —dijo Tom—. Ha venido conmigo. —¿También ha estado en prisión?

No, le he encontrado de camino. Ha estado fuera. Padre le dio la mano con seriedad. —Aquí es usted bienvenido. Casy respondió:

Me alegro de estar aquí. Vale la pena ver la llegada de un hijo a casa. Vale la pena.

A casa —dijo Padre.

A su familia —se corrigió el predicador rápidamente—. Nosotros estuvimos anoche en las otras tierras.

Padre adelantó la barbilla y volvió a mirar un momento el camino. Luego se volvió hacia Tom.

¿Cómo lo hacemos? —empezó excitado—. Podría entrar y decir: «Hay aquí una gente que querría desayunar», o ¿qué tal quedaría si entraras tú y te quedaras ahí de pie hasta que ella te viera? ¿Qué te parece? —Su rostro brillaba de excitación.

No vayamos a asustarla —dijo Tom—. No quiero que le demos un susto.

Dos esbeltos perros pastores se acercaron trotando tranquilamente hasta que percibieron el olor de gente extraña y, entonces, volvieron atrás, con cautela, vigilantes, sus colas moviéndose en el aire lenta y tentativamente, pero con los ojos y la nariz vivos para adivinar hostilidad o peligro. Uno de ellos, con el cuello estirado, se movió con cautela, listo para echar a correr, y poco a poco se acercó a las piernas de Tom y las olfateó ruidosamente. Luego se apartó hacia detrás y miró a Padre esperando alguna señal. El otro cachorro no se mostraba tan valiente. Miró a su alrededor buscando algo que le permitiera desviar su atención con dignidad, vio un pollo rojo que pasaba con andares remilgados y corrió hacia él. Se oyó el chillido indignado de una gallina y ésta salió corriendo con una explosión de plumas rojas, batiendo las cortas alas para darse velocidad. El cachorro, orgulloso, volvió la vista a los hombres y después se dejó caer sobre el polvo y golpeó el suelo con el rabo con satisfacción.

Venga —dijo Padre—, entra ya. Tiene que verte. Quiero ver su cara cuando te vea. Venga. Dentro de un minuto nos llamará a desayunar. Oí hace ya un buen rato cómo echaba el tocino en la sartén.

Echó a andar sobre la tierra cubierta de polvo fino. Esta casa no tenía porche, sólo un escalón seguido de la puerta y junto a ella un tajo de cortar leña con la superficie apelmazada y suave por años de uso. La fibra de la madera que formaba el revestimiento de la casa sobresalía porque el polvo había ido desmenuzando la madera más blanda. En el aire flotaba el olor a sauce quemado, al que se añadieron, conforme los hombres se aproximaban a la puerta, los olores del tocino frito, de galletas doradas y el aroma intenso del café hirviendo en la cafetera. Padre se adelantó y cubrió el umbral de la puerta con su cuerpo ancho y corto. Dijo:

Madre, aquí hay dos personas que acaban de llegar y dicen si no habría algo de comer que podamos darles.

Tom oyó la voz de su madre, ese hablar tranquilo, lento y calmoso que recordaba, el tono amistoso y humilde.

Que pasen —respondió—. Hay de sobra. Diles que han de lavarse las manos. El pan está a punto. Ahora mismo voy a retirar el tocino.

Y el chisporroteo airado de la grasa salió del fogón. Padre entró dejando libre la puerta y Tom miró a su madre en el interior, mientras sacaba las lonchas rizadas de tocino de la sartén. La puerta del horno estaba abierta y dejaba ver una gran bandeja de galletas doradas. Ella miró hacia la puerta, pero el sol estaba detrás de Tom y sólo vio una figura oscura perfilada por la brillante luz amarilla del sol. Saludó amablemente con la cabeza.

Adelante —insistió—. Es una suerte que esta mañana haya hecho pan en cantidad.

Tom permaneció de pie, mirando. Madre era pesada, pero no gorda; ancha a fuerza de trabajo y de partos. Llevaba un vestido suelto, sin cinturón, de tela gris, que en un tiempo tuvo un estampado de flores de colores. Ahora, el estampado de flores, a fuerza de lavadas, era sólo de un gris algo más claro que el fondo. El vestido le llegaba a los tobillos y sus pies descalzos, anchos y fuertes se movían por el suelo ágilmente y con rapidez. Llevaba el pelo, fino y de color acero, recogido en un mono escaso y ralo en la nuca. Los brazos, fuertes y pecosos, estaban desnudos hasta el codo y sus manos eran rechonchas y delicadas, como las de una niña rolliza. Miró fuera a la luz del sol. Su rostro lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus ojos de avellana parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana. Parecía conocer, aceptar y agradecer su posición, la ciudadela de la familia, el lugar fuerte que no podría ser tomado. Y puesto que el viejo Tom y los niños no sabían del dolor o el miedo a menos que ella los reconociese, había intentado negar en ella misma el dolor y el miedo. Y ya que ellos la miraban, cuando pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba alegría, se había acostumbrado a poder reír sin tener las condiciones adecuadas. Pero la calma era mejor que la alegría. En la imperturbabilidad se podía confiar. Y desde su posición importante y humilde en la familia había obtenido dignidad y una belleza clara y serena. De su posición de sanadora sus manos habían adquirido seguridad, firmeza y calma; desde su posición de árbitro, había llegado a ser tan remota e infalible en sus decisiones como una diosa. Parecía ser consciente de que si ella titubeara, la familia temblaría, y si ella alguna vez verdaderamente vacilara o desesperara, la familia se vendría abajo, privada de la voluntad de funcionar.

Miró hacia el patio soleado, a la oscura silueta de un hombre. Padre estaba cerca temblando de excitación.

Pase —exclamó—. Adelante, entre.

Y Tom cruzó el umbral tímidamente.

Ella levantó la vista de la sartén con expresión afable. Y entonces su mano bajó despacio y el tenedor hizo ruido al caer al suelo de madera.

Sus ojos se abrieron al máximo y las pupilas se dilataron. Respiró con esfuerzo con la boca abierta. Cerró los ojos.

Gracias a Dios —dijo—. ¡Gracias a Dios!

De pronto la preocupación cubrió su rostro.

Tommy, no te buscarán, no te escaparías.

No, Madre. Libertad bajo palabra. Aquí tengo los papeles —se palpó el pecho.

Se acercó a él ligera, sin hacer ruido con los pies descalzos, con la cara llena de asombro. Con una mano pequeña le tocó el brazo, sintiendo la firmeza de los músculos. Y después sus dedos subieron hasta las mejillas de su hijo como lo harían los dedos de un ciego. Su alegría era casi dolorosa. Tom se cogió el labio inferior con los dientes y mordió. Los ojos de la madre se fijaron perplejos en el labio mordido y vieron la fina línea de sangre contra los dientes y el hilo de sangre goteando por el labio. Entonces ella reaccionó, recuperó el control y dejó caer la mano. Su respiración escapó con una explosión.

¡Bueno! —exclamó—. Hemos estado a punto de irnos sin ti. Y nos preguntábamos cómo nos podrías llegar a encontrar alguna vez. —Recogió el tenedor, lo pasó como un rastrillo por la grasa hirviendo y sacó una loncha oscura y rizada de tocino crujiente. Retiró la cafetera burbujeante y la puso en la parte de atrás del fogón.

El viejo Tom se echó a reír:

Te engañamos, ¿eh, Madre? Es lo que queríamos y lo hemos conseguido. Te quedaste como un borrego acogotado. Ojalá hubiera estado aquí el abuelo para verlo. Igual que si te hubieran pegado un mazazo entre los ojos. El abuelo se hubiera reído tanto que la cadera se le habría desencajado, como cuando vio a Al disparar a aquella enorme aeronave del ejército. Tommy, llegó un día, tenía media milla de longitud, y Al cogió el rifle de calibre 30 y le pegó unos cuantos tiros. El abuelo le gritó: «No dispares a los pajaritos, Al, espera a que pase uno que ya esté crecido», y después se puso a reír como loco y se desencajó la cadera.

Madre rió entre dientes y cogió una pila de platos de hojalata de una leja. Tom preguntó:

¿Dónde está el abuelo? No le he visto, viejo diablo.

Madre apiló los platos en la mesa de la cocina y las tazas al lado. Dijo en tono confidencial:

Él y la abuela duermen en el granero. Se tienen que levantar muchas veces por la noche. Se tropezaban con los pequeños.

Padre interrumpió:

Sí, todas las noches el abuelo se enfadaba. Tropezaba con Winfield, Winfield gritaba y el abuelo se ponía furioso y se meaba en los calzoncillos. Eso le ponía aún más furioso, y al poco, todos chillaban como locos en la casa. —Las palabras salían dando tumbos entre carcajadas—. Hemos tenido algunas noches de lo más animadas. Una vez, cuanto todo el mundo estaba pegando gritos y

soltando juramentos, tu hermano Al, que está hecho un sabelotodo, dijo: «Maldita sea, abuelo, ¿por qué no te largas y te haces pirata?» Bueno, el abuelo se puso tan furibundo que fue a por el rifle. Al tuvo que dormir en el campo aquella noche. Pero ahora el abuelo y la abuela duermen en el granero.

Pueden levantarse y salir cuando les apetece —dijo Madre—. Padre, ve corriendo y diles que Tommy está en casa. El abuelo es su favorito.

Por supuesto —replicó Padre—. Debía haberlo hecho antes. —Salió y cruzó el patio, balanceando las manos muy alto.

Tom le contempló mientras se iba, y luego la voz de su madre reclamó su atención. Estaba sirviendo el café. No le miraba.

Tommy —dijo vacilante, con timidez.

¿Sí? —La timidez de su madre acentuaba la suya, una vergüenza extraña.

Los dos sabían que el otro era tímido, y ser conscientes de ello les hacía mostrarse más tímidos.

Tommy. Te lo tengo que preguntar... ¿no estás enfadado?

¿Enfadado, Madre?

¿No estás envenenado? ¿No odias a nadie? ¿No hicieron nada en esa cárcel que te pudriera de rabia?

La miró con la cabeza ladeada, estudiándola y sus ojos parecieron preguntar cómo ella podía saber semejantes cosas.

No —respondió—. Lo estuve durante un tiempo. Pero no soy orgulloso como algunos. Dejo que las cosas me resbalen. ¿Qué te pasa, Madre?

Ahora ella le miraba, con la boca abierta como para oír mejor, los ojos penetrando para llegar a saber más. Su rostro buscaba la respuesta que siempre se esconde entre las palabras. Dijo, confusa:

Yo conocía a Floyd Niño Bonito. Conocía a su madre. Eran buena gente. Él armaba bronca, desde luego, como cualquier chico normal. —Hizo una pausa y luego sus palabras salieron a borbotones—. Yo no lo sé todo, pero esto sí lo sé. Hizo una pequeña trastada y le castigaron, le cogieron y le castigaron hasta que se enfureció: y cuando hizo otra cosa mala estaba furioso y le volvieron a hacer daño. Muy pronto se volvió rabioso. Le dispararon como a un bicho y él disparó también; entonces le acosaron como si fuera un coyote y él mordió y gruñó, rabioso como un lobo. Estaba furioso. Ya no era un chico ni un hombre, no era más que un pedazo de rabia andante. Pero la gente que le conocía no le hizo daño. Él no estaba enfadado con ellos. Al final le acorralaron y le mataron. Digan lo que digan en el periódico, sobre lo mala persona que era, la cosa fue así. — Hizo otra pausa y se humedeció los labios secos, y todo su rostro fue un dolorido interrogante—. Tengo que saberlo, Tommy. ¿Te hicieron a ti tanto daño? ¿Han logrado hacerte rabioso?

Los gruesos labios de Tom se estiraban tensos cubriendo los dientes. Bajó la mirada a sus manos grandes y fuertes.

No —dijo—. Yo no soy así —calló y estudió las uñas rotas, estriadas como conchas de almeja—. Mientras estuve encerrado, todo el tiempo, aparté esas ideas. No estoy tan furioso.

Ella suspiró.

Gracias a Dios —dijo en voz baja.

Él levantó la vista con rapidez.

Madre, cuando vi lo que han hecho con nuestra casa...

Ella se le acercó entonces, permaneció de pie junto a él y dijo apasionadamente:

Tommy, no vayas solo a luchar contra ellos. Te acosarán como a un coyote. Tommy, a veces me da por pensar, soñar y preguntarme: dicen que somos cien mil a los que nos han echado. Si todos sintiéramos la misma rabia, Tommy, no podrían acorralar a ninguno... —Se detuvo. Tommy la miró cerrando poco a poco los párpados hasta que entre sus pestañas asomó solamente un punto brillante.

¿Hay mucha gente que siente lo mismo? —preguntó.

No lo sé. Están como aturdidos. Van por ahí igual que si estuvieran dormidos.

Desde fuera y a través del patio llegaba un antiguo lamento a voz en grito.

¡Demos gracias a Dios por la victoria! ¡Demos gracias a Dios por la victoria!

Tom volvió la cabeza y sonrió.

La abuela ha oído al fin que estoy en casa. Madre —dijo—, antes tú no eras así.

El rostro de la mujer se endureció y los ojos se volvieron fríos.

Nunca habían destrozado mi casa—respondió—. Mi familia nunca se quedó en la calle. Nunca había tenido que venderlo todo... Aquí vienen —volvió a acercarse a la cocina y volcó la bandeja de galletas bulbosas en dos platos de hojalata. Espolvoreó harina sobre la grasa para hacer salsa y sus manos se quedaron blandas. Tom la miró un segundo y después se dirigió hacia la puerta.

Por el patio venían cuatro personas. En cabeza llegaba el abuelo, un hombre viejo, delgado, andrajoso y rápido que avanzaba a saltos con paso rápido dando prioridad a la pierna derecha. Iba abrochándose la bragueta mientras se acercaba, y sus viejas manos buscaban los botones, cosa que le resultaba difícil porque había metido el primer botón en el segundo ojal y eso le desbarataba toda la fila. Llevaba un pantalón harapiento, oscuro, y una camisa azul descosida, abierta hasta abajo, que dejaba ver la ropa interior gris, también desabrochada. Su pecho enjuto, cubierto de vello blanco, se podía ver a través de la ropa interior abierta. Dejó la bragueta por imposible, abierta, y manoseó a tientas los botones de la ropa interior y luego desistió también y enganchó los tirantes. Tenía el rostro delgado y excitable, con unos ojillos brillantes, malévolos como los de un chiquillo frenético. Una cara arisca, protestona, traviesa y

risueña. Él peleaba y discutía, contaba historias verdes. Seguía tan lascivo como siempre. Perverso, cruel e impaciente, como un crío furioso y todo ello cubierto de regocijo. Bebía demasiado cuando tenía qué beber, comía en exceso cuando había comida y hablaba demasiado en todo momento.

Tras él renqueaba la abuela, que había sobrevivido simplemente porque era tan mal bicho como su marido. Había resistido con una religiosidad feroz y estridente, tan lasciva y salvaje como cualquier cosa que el abuelo pudiera ofrecer. En una ocasión, tras la celebración de un servicio y estando aún en trance, descargó los dos cañones de una escopeta sobre su marido y le faltó poco para arrancarle una nalga. Después de eso él la admiró y no intentó torturarla más como los niños torturan a los bichos. Conforme caminaba se remangó la bata hasta las rodillas y entonó su agudo y terrible grito de guerra:

Demos gracias a Dios por la victoria.

El abuelo y la abuela hacían una carrera luchando por atravesar primero el ancho patio. Peleaban por todo y les encantaba, y necesitaban las peleas.

Tras ellos, con paso lento y regular pero sostenido, venían Padre y Noah. Éste era el primogénito, alto y extraño, que caminaba siempre con una expresión de sorpresa en el rostro, de calma y perplejidad. No se había enfadado en toda su vida. Miraba con extrañeza e inquietud a la gente enfurecida, de la misma manera que la gente normal mira a los locos. Noah se movía despacio, hablaba pocas veces y, cuando hablaba, lo hacía tan lentamente que la gente que no le conocía pensaba con frecuencia que era estúpido. No lo era, pero sí extraño. Tenía poco orgullo y ningún deseo sexual. Trabajaba y dormía con un ritmo curioso que, sin embargo, le bastaba. Apreciaba a su familia, pero nunca lo demostraba de ninguna forma. Aunque un observador no habría podido decir por qué, Noah producía la impresión de ser deforme, la cabeza o el cuerpo, las piernas o la mente; pero no se podía recordar ningún miembro deforme. Padre creía saber la razón de que Noah fuera raro, pero estaba avergonzado y nunca lo dijo. Pues la noche que Noah nació, Padre, atemorizado frente a los muslos abiertos, solo en la casa y horrorizado por el despojo estridente en que se había convertido su mujer, se volvió loco de preocupación. Usando las manos, los fuertes dedos como fórceps, había tirado del niño retorciéndolo. La comadrona, que llegaba tarde, encontró al niño con la cabeza deformada, el cuello estirado y el cuerpo torcido; ella había vuelto a colocar la cabeza en su lugar y había moldeado el cuerpo con sus manos. Pero Padre siempre se acordó y avergonzó de ello. Y se mostró más amable con Noah que con los demás. En la cara ancha de Noah, con los ojos demasiado separados, y en su mandíbula larga y frágil, Padre creía ver el cráneo torcido y deforme del bebé. Noah podía hacer todo lo que se le pedía, podía leer y escribir, trabajar y pensar, pero parecía que nada le importaba; no sentía más que indiferencia con respecto a cosas que la gente deseaba y necesitaba. Vivía en una extraña casa silenciosa desde la que miraba hacia afuera con ojos tranquilos. Era un extraño para el mundo, pero no se sentía solo.

Los cuatro cruzaron el patio y el abuelo exigió:

¿Dónde está? Maldita sea, ¿dónde está? —Sus dedos buscaron el botón del pantalón y luego lo olvidaron y se perdieron en el bolsillo. Entonces vio a Tom

de pie en la puerta. El abuelo se detuvo e hizo parar a los demás. Los ojillos le brillaban con malicia. —Mírale —dijo—. Un presidiario. Hacía mucho tiempo que no mandaban a la cárcel a ningún Joad.

Cambió de tema:

No tenían ningún derecho a encerrarle. Hizo sólo lo que yo habría hecho. Esos hijos de puta no tenían derecho.

Volvió a cambiar de tema:

Y el viejo Turnbull, mofeta apestosa, fanfarroneando sobre cómo te iba a disparar cuando salieras. Decía que tenía sangre Hatfield. Pues bien, yo le mandé recado. Le dije: «No te metas con ningún Joad. Es posible que mi sangre sea más auténtica que la tuya. Acércate siquiera a Tommy y yo te quito la escopeta y te la meto por el culo», le dije. Y logré asustarle.

La abuela, que no seguía la conversación, soltó su balido:

Demos gracias a Dios por la victoria.

El abuelo llegó junto a Tom y le palmeó el pecho, y sus ojos sonrieron con afecto y orgullo.

¿Cómo estás, Tommy?

Bien —respondió Tom—. ¿Cómo estás, abuelo?

Tan joven como siempre —dijo el abuelo. Persiguió otra idea—. Justo lo que yo dije, no van a tener a un Joad mucho tiempo encerrado. Yo dije: «Tommy saldrá disparado de la cárcel como un toro a través de la cerca de un corral.» Y eso es lo que has hecho. Quita de en medio, tengo hambre.

Se abrió paso, se sentó y llenó el plato con tocino y dos galletas grandes y vertió la espesa salsa por encima de todo. Antes de que los demás pudieran entrar el abuelo ya tenía la boca llena. Tom le sonrió con cariño—. Menudo bandido —comentó.

El abuelo tenía la boca tan llena que no pudo ni farfullar, pero rió con sus ojillos maliciosos y asintió con movimientos violentos de la cabeza.

La abuela dijo con orgullo:

No ha vivido hombre más perverso ni que soltara más juramentos. Va a ir derecho al infierno, alabado sea Dios. Quiere conducir el camión —añadió con rencor—. Pero no lo hará.

El abuelo se atragantó, lo que tenía en la boca cayó como un surtidor sobre su regazo. Tosió débilmente.

La abuela dedicó una sonrisa a Tom.

Vaya un marrano, ¿eh? —observó alegremente.

Noah permaneció en el escalón, frente a Tom y sus ojos separados parecieron mirar a su alrededor. Su rostro tenía poca expresión.

Tom dijo: —¿Cómo estás, Noah?

Bien —respondió—. ¿Cómo estás? —Eso fue todo, pero fue algo agradable.

Madre espantó las moscas del cuenco de salsa.

No hay sitio para sentarse —dijo—. Cada uno que coja su plato y se siente.

De pronto Tom recordó: —¡Eh! ¿Dónde está el predicador? Estaba aquí mismo. ¿Dónde ha ido? Padre contestó: —Le he visto, pero se ha marchado. La abuela elevó su voz aguda:

¿Predicador? ¿Tenéis un predicador? Ve a buscarlo. Que nos dé una bendición —señaló el abuelo—. Para él es demasiado tarde, ya ha comido. Ve a buscar al predicador.

Tom salió al porche.

Eh, Jim. ¡Jim Casy! —llamó a gritos. Salió hasta el patio—. Ah, Casy —el predicador apareció por debajo del depósito, se sentó y luego se puso en pie y se dirigió hacia la casa. Tom preguntó:

¿Qué hacía, escondiéndose?

No, no. Pero no se debe meter uno en medio cuando se trata de un asunto de familia. Estaba allí sentado, pensando.

Entre y coma —invitó Tom—. La abuela quiere una bendición.

Pero si yo ya no soy predicador —protestó Casy.

Venga, hombre. Déle una bendición. A usted no le hará daño y a ella le gustan. —Entraron juntos a la cocina.

Es usted bienvenido —dijo Madre en voz baja. —Es usted bienvenido. Tome algo de desayunar—añadió Padre. —Primero la bendición —reclamó la abuela—. Antes hay que dar gracias. El abuelo enfocó los ojos con empeño hasta que reconoció a Casy.

¡Ah!, este predicador —dijo—. Es un buen tipo. Siempre me ha caído bien desde que le vi... —Guiñó con expresión tan lujuriosa que la abuela creyó que había hablado y le reconvino con aspereza:

Cállate tú, pecador.

Casy, nervioso, se pasó los dedos por el pelo.

He de decirles que ya no soy predicador. Si con estar contento de haber venido y agradecido a una gente amable y generosa es suficiente, puedo dar gracias de esa clase. Pero ya no soy predicador.

Dígala —le animó la abuela—. Y diga alguna cosa especial para nuestro viaje a California.

El predicador inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Madre juntó sus manos sobre el estómago e inclinó la cabeza. La abuela se inclinó tanto que casi metió la nariz en el plato de galletas y salsa. Tom, apoyado contra la pared, con un plato en la mano, inclinó la cabeza con rigidez y el abuelo la agachó ladeada para poder seguir fijando un ojo malicioso y alegre en el predicador. La expresión que mostraba el rostro del predicador no era de oración, sino de reflexión y el tono que empleó era como una conjetura, no de súplica.

He estado pensando —empezó—. He estado en las colinas, pensando, casi se podría decir que del mismo modo que Jesús fue al desierto para pensar una solución a todos los problemas.

Alabado sea Dios —exclamó la abuela, y el predicador la miró sorprendido.

Parece que Jesús se encontró en medio de un montón de problemas, y no veía ninguna solución, y llegó a preguntarse qué sentido tenía todo y para qué sirve luchar y pensar. Estaba cansado, muy cansado y su espíritu todo gastado. Estaba a punto de dejarlo todo y olvidarse. Y así, decidió marchar al desierto.

Amén —baló la abuela. Durante muchos años había sincronizado sus respuestas a las pausas. Y desde hacía muchos años ni escuchaba ni se extrañaba de las palabras empleadas.

No quiero decir que yo sea como Jesús —continuó el predicador—. Pero yo me había cansado igual que Él, y estaba confuso como Él y como Él me interné en el desierto, sin utensilios para acampar. Por la noche me tendía de espaldas y miraba las estrellas; por la mañana contemplaba sentado la salida del sol; al mediodía veía desde una colina el campo seco y ondulante; y al anochecer admiraba la puesta de sol. Algunas veces rezaba como siempre lo había hecho, pero no sabía a quién le rezaba ni por qué. Estaban las colinas y estaba yo y no éramos cosas separadas. Éramos una sola unidad, y esa unidad era sagrada.

Aleluya —dijo la abuela, y se balanceó ligeramente para detrás y para delante, intentando ponerse en trance.

Y me puse a pensar, sólo que no era pensar, sino algo más profundo. Pensar en cómo éramos sagrados cuando éramos una unidad y en que la humanidad era sagrada cuando era una. Y sólo dejaba de serlo cuando un tipejo miserable se impacientaba y dejaba la unidad para seguir su propio camino, revolviéndose, arrastrando y peleando. Un tipo de esos deshacía la santidad. Pero cuando todos trabajan juntos, no una persona por otra, sino cada uno uncido al conjunto, eso es lo correcto y es sagrado. Y entonces pensé que ni siquiera sabía lo que quería decir con la palabra sagrado. —Hizo una pausa durante la que las cabezas permanecieron inclinadas porque las habían acostumbrado como si fueran perros a levantarlas a la señal de Amén—. No puedo bendecir como solía hacerlo. Me alegro de que el desayuno sea sagrado y de que aquí haya amor. Eso es todo. —Las cabezas siguieron bajas. El predicador miró a su alrededor. —He conseguido que se os enfríe el desayuno —dijo; y entonces se acordó. —Amén —dijo, y todas las cabezas se enderezaron.

Amén —respondió la abuela y se puso a comer el desayuno desmigando las blandas galletas con las viejas encías desdentadas y duras.

Tom comía deprisa y Padre con la boca atiborrada. No hubo conversación mientras quedó comida y café, sólo se oía el crujir de comida masticada y el ruido del café al beberse. Madre miraba al predicador comer, y con los ojos inquisitivos y comprensivos le sondeaba. Le miraba como si de repente se hubiera transformado en un espíritu, una voz procedente de la tierra, y hubiera dejado de ser humano.

Los hombres terminaron, dejaron los platos y bebieron hasta la última gota de su café; después salieron, Padre y el predicador, Noah, el abuelo y Tom fueron hacia el camión, evitando los muebles esparcidos, los armazones de madera de las camas, la maquinaria del molino y el viejo arado. Fueron hacia el camión y pararon junto a él. Tocaron las nuevas tablas de pino de los lados.

Tom abrió el capó y miró el gran motor grasiento. Padre se acercó a el.

Tu hermano Al lo examinó bien antes de comprarlo —dijo—. Dice que está en buenas condiciones.

¿Y él qué sabrá? No es más que un chiquillo —dijo Tom.

Estuvo trabajando para una compañía. El año pasado condujo un camión. No creas que no sabe, es un sabihondo. Sabe lo que hace. Y puede reparar un motor .

¿Y dónde está ahora? —preguntó Tom.

Anda por ahí —dijo Padre—, actuando como si fuera un semental. Haciéndose el macho hasta caer rendido. Es un sabihondo con sus dieciséis años y las bolas le dan pie. No piensa más que en chicas y motores. Es simplemente un sabelotodo. Desde hace una semana pasa las noches fuera...

El abuelo, luchando con la ropa, había conseguido meter los botones de su camisa azul en los ojales de la camiseta. Notó con los dedos que algo fallaba, pero no se molestó en averiguar el qué. Sus dedos bajaron intentando descifrar la complejidad que suponía abrocharse la bragueta.

Yo solía ser peor —dijo alegremente—. Mucho peor. Se podría decir que era endiablado. Una vez hubo una gran reunión en un campamento en Sallisaw cuando yo eran joven, un poco mayor que Al. Él no es más que un mocoso y todavía está tierno. Pero yo era más mayor. Y estuvimos en aquella reunión. Quinientas personas hubo y un número adecuado de vaquillas.

Aún eres un diablo, abuelo —dijo Tom.

Bueno, sí, una especie de diablo. Pero estoy lejos de ser lo que era. Déjame llegar a California, y poder coger una naranja cada vez que quiera y verás lo que es bueno. O uvas. Ahí tienes una cosa que no me cansa. Me cogeré un gran racimo de uvas de un arbusto o de donde salgan, y me lo voy a aplastar en la cara y que el zumo me caiga por la barbilla.

Tom preguntó:

¿Dónde está el tío John? ¿Dónde está Rosasharn?, ¿Y Ruthie y Winfield? Nadie me ha dicho nada de ellos todavía.

Nadie ha preguntado —respondió Padre—. John se fue a Sallisaw con una carga para vender: la bomba, herramientas, pollos y todo lo que nosotros trajimos. Se llevó a Ruthie y a Winfield con él. Salieron antes de que amaneciera.

Es curioso que no les haya visto —dijo Tom.

Bueno, tú has venido por la carretera, ¿no? Él ha ido por el otro camino, por Cowlington. Y Rosasharn vive con la familia de Connie. ¡Dios mío! Si ni siquiera sabes que Rosasharn se casó con Connie Rivers. ¿Te acuerdas de Connie? Es un joven muy agradable. Rosasharn está esperando para dentro de tres o cuatro o cinco meses. Ahora está engordando. Tiene buen aspecto.

¡Madre mía! —exclamó Tom—. Pero si Rosasharn era sólo una cría. Y ahora va a tener un hijo. Pasan muchísimas cosas en cuatro años si estás fuera. ¿Cuándo piensas que emprendamos viaje al oeste, Padre?

Bueno, hay que llevar estas cosas para venderlas. Si Al vuelve de sus correrías, calculo que puede cargar el camión y llevarlo todo y quizá podríamos salir mañana o pasado. No tenemos demasiado dinero y uno me ha dicho que hay cerca de dos mil millas de distancia a California. Cuanto antes salgamos, más seguro es que logremos llegar. El dinero se va de las manos, gota a gota, pero sin parar. ¿Tú tienes algo de dinero?

Sólo un par de dólares. ¿De dónde sacáis el dinero?

Bueno —dijo Padre—, vendimos todo lo que había en casa y todos estuvimos recogiendo algodón, incluso el abuelo.

Y tanto que recogí—afirmó el abuelo.

Juntamos todo: doscientos dólares. El camión nos costó setenta y cinco, y Al y yo lo cortamos en dos y montamos esto en la parte trasera. Al iba a pulir las válvulas pero está demasiado ocupado tonteando para ponerse a ello. Quizá podamos salir con ciento cincuenta dólares. Los malditos neumáticos del camión están viejos y no van a ir muy lejos. Tenemos un par de ruedas de repuesto gastadas. Luego supongo que tendremos que coger lo que encontremos por la carretera.

El sol, alto en el cielo, disparaba sus rayos. Las sombras de la trasera del camión eran franjas oscuras sobre la tierra, y el camión despedía un olor a aceite recalentado, a hule y pintura. Las escasas gallinas habían abandonado el patio para ir a refugiarse del sol bajo el cobertizo de las herramientas. Los cerdos yacían jadeantes en la pocilga, junto a la cerca que proyectaba una fina sombra, y de cuando en cuando, soltaban una queja estridente. Los dos perros estaban estirados en el polvo rojo bajo el camión, jadeando, con las lenguas babeantes cubiertas de polvo. Padre se caló el sombrero hasta las cejas y se acuclilló. Y, como si esa fuera su postura natural de pensar y observar, examinó con aire crítico a Tom, la gorra nueva, aunque ya ajada, el traje y los zapatos nuevos.

¿Te gastaste el dinero en esa ropa? —le preguntó—. Esas prendas no van a ser más que un incordio para ti.

Me las dieron contestó Tom—. Cuando salí me las dieron. —Se quitó la gorra y la contempló con algo de admiración, luego se enjugó la frente con ella, se la puso un poco ladeada y tiró de la visera.

Esos zapatos que te dieron tienen buena pinta —observó Padre.

Sí —asintió Tom—. Son bonitos, pero no sirven para andar en un día caluroso. —Se agachó en cuclillas junto a su padre.

Noah dijo lentamente:

Quizá si acabarais de poner los listones laterales del todo podríamos cargar todo esto, para que si viene Al...

Yo puedo conducir si quieres —dijo Tom—. Conduje un camión cuando estaba en McAlester.

Estupendo —dijo Padre, y entonces fijó la vista en la carretera—. Si no me equivoco, allí hay un sabelotodo que llega a casa arrastrando la cola —dijo—. Y tiene aspecto de estar cansado.

Tom y el predicador miraron a la carretera. Y el ardiente Al, al ver que era observado, echó los hombros hacia atrás y entró en el patio contoneándose como un gallo listo para cantar. Siguió andando con arrogancia, y ya estaba cerca cuando reconoció a Tom; y cuando lo reconoció, su rostro petulante cambió, en los ojos brillaron admiración y respeto y de su paso se desprendió el presuntuoso balanceo. Ni sus vaqueros rígidos, con los bajos remangados veinte centímetros para mostrar las botas de tacón, ni el cinturón de ocho centímetros de ancho con incrustaciones de cobre, ni tan siquiera las bandas rojas de las mangas de su camisa azul y el ángulo ladeado del sombrero Stetson de ala ancha le permitían alcanzar la estatura de su hermano; porque su hermano había matado a un hombre y nadie iba a olvidarlo nunca. Al sabía que había inspirado admiración entre los chicos de su misma edad porque su hermano había matado a un hombre. Había oído decir en Sallisaw mientras le señalaban: «Ése es Al Joad. Su hermano mató a uno con una pala.»

Y ahora Al, acercándose sumiso, vio que su hermano no se jactaba de lo que había hecho como él pensaba que haría. Al vio los oscuros ojos pensativos de su hermano, y la calma de la prisión, el rostro liso y duro entrenado para no dejar ver nada al guarda de la cárcel, ni resistencia ni servilismo. Y al instante Al cambió. Inconscientemente se asemejó a su hermano, su rostro atractivo adquirió una expresión cavilosa y los hombros se relajaron. Tom no era como él recordaba.

Hola, Al —saludó Tom—. Dios, cómo has crecido. No te habría reconocido —Al, con la mano preparada por si Tom quería estrecharla, sonrió con timidez.

Tom alargó la mano y la de Al salió disparada para estrechársela. La simpatía flotaba entre los dos.

Me han dicho que tienes buena mano para los camiones —dijo Tom. Y Al, notando que a su hermano no le gustaban los fanfarrones, contestó: —No es que sepa gran cosa. Padre dijo:

Habrás estado presumiendo por ahí. Pareces estar agotado. Bueno, pues tienes que llevar una carga para vender en Sallisaw.

Al miró a su hermano Tom:

¿Te gustaría venir? —preguntó, aparentando tanta calma como le fue posible.

No, no puedo —respondió Tom—. Voy a echar una mano aquí. Ya estaremos juntos en la carretera.

Al intentó controlar el tono de su voz al preguntarle: —¿Te... has escapado? ¿De la cárcel? —No —dijo Tom—. Estoy en libertad bajo palabra. —Ah, ya. —Al sufrió una pequeña decepción.

CAPÍTULO IX

En las pequeñas casas los arrendatarios seleccionaron entre sus pertenencias, y entre las de sus padres y sus abuelos. Escogieron entre ellas para su viaje hacia el oeste. Los hombres eran implacables porque el pasado se había echado a perder, pero las mujeres sabían que el pasado les llamaría en días venideros. Los hombres se ocuparon de los graneros y los cobertizos.

El arado, la grada, ¿recuerdas cuando plantamos mostaza durante la guerra? ¿Recuerdas aquel tipo que quería que plantásemos ese arbusto de goma que llaman guayule? Os haréis ricos, dijo. Saca esas herramientas, nos darán por ellas unos cuantos dólares. Dieciocho dólares costó el arado, más el flete... Sears Roebuck.

Arreos, carros, sembradoras, esas azadas. Sácalas. Apílalos. Cárgalos en el carro. Llévalos a la ciudad. Véndelos por lo que te den. Vende también el carro y el tiro. Ya no nos van a servir.

Cincuenta centavos no es suficiente por un buen arado. Esa sembradora me costó treinta y ocho dólares. Dos dólares no es bastante. No podemos volvernos con todo... Bueno, quédeselo y quédese otro poco de amargura con ello. Quédese la bomba y el arnés. Quédese con los ronzales, los collares, los arneses y los tiradores. Quédese también los pequeños objetos de bisutería, rosas rojas bajo el cristal. Los compré para el bayo castrado. ¿Recuerdas cómo levantaba los cascos al trotar? Chatarra acumulada en un patio.

Ya no puedo vender un arado de mano. Le doy cincuenta centavos por el peso del metal. Ahora interesan los discos y los tractores.

Bueno, cójalo todo, toda la chatarra y déme cinco dólares. No compra sólo desperdicios, está comprando vidas desperdiciadas. Aún más, ya lo verá, está comprando amargura. Comprando un arado que pasará por encima de sus propios hijos, y los brazos y las almas que le podrían haber salvado. Cinco dólares, no cuatro. No puedo llevármelo todo otra vez... Bueno, quédeselo por cuatro. Pero le advierto que está comprando algo que pasará sobre sus hijos. Y usted no se da cuenta. No puede verlo. Tómelo por cuatro. ¿Qué me da por el carro y el tiro? Esos hermosos bayos están conjuntados, en color y en la forma de andar, paso a paso. En el tirón, tensando grupas, sincronizados al segundo. Y por la mañana, cuando les da la luz, bayos de color claro. Miran por encima de la cerca mientras huelen el aire buscándonos, y las orejas tiesas se giran para oírnos, ¡y esas crines negras! Yo tengo una niña a la que le gusta trenzarles las crines y las guedejas y ponerles lacitos rojos. Le gusta hacerlo. Pero ya no lo hará más. Le podría contar cierta divertida historia de esa niña y el bayo de allí. Le haría gracia. El caballo de allí tiene ocho años y éste de aquí diez, pero por la forma de trabajar juntos que tienen podrían haber sido potros gemelos. ¿Ve? Los dientes. Todos en buen estado. Pulmones hondos. Cascos finos y limpios. ¿Cuánto? ¿Diez dólares? ¿Por los dos? Y el carro... ¡Por Dios santo! Antes los mato y que sean comida para perros. ¡Bueno, cójalos! Quédeselos deprisa. Está comprando una niñita trenzando guedejas, quitándose la cinta del pelo para hacer lazos, de pie, con la cabeza ladeada, frotando los suaves belfos con la mejilla. Está comprando años de trabajo, de esfuerzo bajo el sol; está comprando una pena que no puede hablar. Pero espere y verá. Con este montón

de chatarra y estos bayos, tan bonitos, va una prima, un paquete de amargura que crecerá en su casa y florecerá algún día. Le podíamos haber salvado, pero usted nos ha derribado, y pronto usted será derribado y no quedará ninguno de nosotros para salvarle.

Y los arrendatarios regresaron caminando, con las manos en los bolsillos y los sombreros calados hondos. Algunos compraban una pinta de licor y la bebían deprisa para recibir un impacto fuerte que les aturdiera. Pero no reían, ni bailaban. No cantaban ni cogían la guitarra. Caminaron de vuelta a las granjas, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, levantando el polvo rojo con los zapatos.

Tal vez podamos volver a empezar en la nueva tierra rica, en California, donde crece la fruta. Volveremos a empezar.

Pero tú no puedes empezar. Eso sólo lo puede hacer un bebé. Tú y yo... pero si somos lo que ha pasado. La ira de un momento, mil imágenes, eso somos nosotros. Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación, y los de polvo y los de sequía. No podemos empezar otra vez. La amargura que le vendimos al chatarrero... sí que la tiene, pero nos queda todavía. Y cuando los hombres de los propietarios nos dijeron que nos fuéramos, eso somos nosotros; y cuando el tractor derribó la casa, eso somos hasta que muramos. A California o a cualquier parte... cada uno será el director de su propio desfile de dolor y agravios, marcharemos con nuestra amargura. Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos en la misma dirección. Caminarán todos juntos y de ellos emanará el terror de la muerte.

Los arrendatarios volvieron a las granjas arrastrando los pies entre el polvo rojo.

Cuando todo lo que podía venderse se hubo vendido, los fogones y armazones de camas, sillas y mesas, pequeños armarios rinconeras, bañeras y cisternas, aún quedaron montones de cosas; las mujeres se sentaron entre ellas, dándoles vueltas, mirando lejos y volviendo la vista a ellas, cuadros, vasos, aquí hay un jarrón.

Mira, sabes muy bien lo que podemos y no podemos llevar. Vamos a ir acampando: algunos recipientes para cocinas y lavar, y colchones y edredones, faroles y cubos, y un trozo de lona. Lo usaremos como tienda de campaña. Esa lata de queroseno. ¿Sabes lo que es eso? Es la cocina. Y la ropa..., coge toda la ropa. Y... ¿el rifle? No me iría sin el rifle. Cuando ya no tengamos zapatos, ropa y comida, cuando no nos quede ni esperanza, aún tendremos el rifle. Cuando el abuelo llegó —¿te lo he contado?— tenía pimienta, sal y un rifle. Nada más. Eso nos lo llevamos. Y una botella para el agua. Con eso más o menos tenemos todo lo que podemos llevar. Apilado en los lados del remolque, los niños se pueden sentar en el remolque y la abuela en un colchón. Herramientas, una pala y una sierra, llave inglesa y alicates. También un hacha. Hemos tenido esta hacha cuarenta años. Mira lo gastada que está. Y cuerdas, por supuesto. ¿Lo demás? Déjalo... o quémalo.

Y vinieron los niños.

Si Mary se lleva esa muñeca, esa asquerosa muñeca de trapo, yo me tengo que llevar mi arco indio. Lo tengo que llevar. Y este palo redondo, que es tan grande como yo. Podría necesitarlo. Lo tengo hace mucho tiempo, un mes o puede que un año. Me lo tengo que llevar. ¿Y cómo es California?

Las mujeres se sentaron entre las cosas descartadas, dándoles vueltas, mirando a lo lejos y de nuevo a sus cosas. Este libro. Era de mi padre. A él le gustaba tener un libro. El progreso del peregrino. Solía leerlo. Puso su nombre en él. Y su pipa... sigue oliendo a rancio. Y este cuadro... un ángel. Yo solía mirarlo antes de que llegaran los tres primeros..., parece que no me sirvió de gran cosa. ¿Crees que podríamos meter este perro de porcelana? Lo trajo la tía Sadie de la feria de San Luis. ¿Ves? Escrito en el mismo perro. No, creo que no. Aquí hay una carta que escribió mi hermano el día antes de morir. Aquí un sombrero antiguo. Estas plumas... nunca llegué a usarlas. No, no hay sitio. ¿Cómo podremos vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo sabremos que somos nosotros si no tenemos pasado? No. Déjalo. Quémalo.

Sentadas miraron las cosas y se las grabaron a fuego en la memoria. ¿Cómo será no saber qué tierra hay tras la puerta? ¿Cómo será despertar por la noche y saber... saber que el sauce no está allí? ¿puedes vivir sin el sauce? No, no puedes. El sauce eres tú. El dolor de ese colchón..., ese dolor espantoso..., eso eres tú.

Y los niños... Si Sam se lleva el arco indio y el palo largo yo me tengo que llevar dos cosas. Escojo el almohadón de plumas. Es mío.

De pronto estaban nerviosos. Hemos de irnos ya, rápidamente. No podemos esperar. Y amontonaron sus bienes en los patios y les prendieron fuego. En pie contemplaron cómo ardían, y luego cargaron frenéticos los coches y se marcharon, entre el polvo. El polvo permaneció suspendido en el aire mucho después de que los vehículos hubiesen pasado.

CAPÍTULO X

Cuando el camión hubo partido, cargado con utensilios, herramientas pesadas, camas y somieres, con todo lo que es posible mover que pudiera venderse, Tom erró por la granja. Se asomó por el granero, los establos vacíos, entró en el cobertizo de los aperos y apartó a patadas los trastos que quedaban, dio la vuelta con el pie a un diente roto de la segadora. Se acercó a los lugares que recordaba: la roja ribera donde anidaban las golondrinas, el sauce situado sobre el corral de los cerdos. Dos cerdos jóvenes gruñeron y se revolvieron a su paso por la cerca, cerdos negros, tomando el sol cómodamente. Entonces finalizó su peregrinar y fue a sentarse en el escalón de la puerta sobre el que ya caía una sombra. A su espalda, Madre se movía por la cocina, lavando ropas de niño en un cubo; y por sus fuertes y pecosos brazos resbalaba el agua jabonosa desde los codos. Interrumpió el restregar de ropas cuando él se sentó. Le contempló largo rato y luego su mirada siguió fija en la parte de detrás de su cabeza después de que él se volviera y mirara afuera a la abrasadora luz del sol. Luego volvió a frotar la ropa.

Tom —dijo—, espero que las cosas estén bien en California. Él se volvió y la miró. —¿Qué te hace pensar que no sea así? —preguntó.

Bueno..., nada. Es que parece demasiado bueno. He visto los panfletos que distribuyen y la cantidad de trabajo que hay, salarios altos y todo lo demás; he visto los anuncios de los periódicos que buscan gente que vaya a recoger uvas, naranjas y melocotones. Ése sería un buen trabajo. Tom, recoger melocotones. Incluso si no te dejaran comer ninguno, quizá se podría sisar alguno un poco picado de vez en cuando. Y se estaría bien bajo los árboles, trabajando a la sombra. Me asusta que todo sea tan bonito. No tengo fe. Temo que no sea tan bonito como dicen.

Tom replicó:

No dejes a tu fe volar tan alto como un pájaro y no tendrás que arrastrarte con los gusanos.

Sé que eso es verdad. Es de las Escrituras, ¿verdad? —Eso creo —dijo Tom—. Nunca he podido acordarme bien de las Escrituras

desde que leí un libro titulado La victoria de Barbara Worth. Madre rió quedamente sumergiendo y sacando las ropas del cubo. Escurrió

petos y camisas y los músculos de sus antebrazos se marcaron como cuerdas.

El padre de tu padre solía citar las Escrituras continuamente. Se hacía unos líos tremendos. Las mezclaba con el Almanaque del doctor Miles. Solía leer en alto el almanaque completo: cartas de gente que no podía dormir o que tenía la espalda lisiada. Después se lo contaba a la gente como si fuera una lección y decía: «Eso es una parábola de las Escrituras.» Se disgustaba cuando tu padre y el tío John se reían de lo que decía.

Amontonó en la mesa ropas escurridas, retorcidas como madera nudosa.

Dicen que hay dos mil millas hasta nuestro destino. ¿Cuánta distancia crees que es, Tom? He visto un mapa, hay enormes montañas como las de una postal y tenemos que cruzarlas. ¿Cuánto crees que nos llevará ir tan lejos, Tommy?

No sé —respondió—. Dos semanas, quizá diez días con suerte. Mira, Madre, deja de preocuparte. Te voy a decir una cosa que aprendí estando en la cárcel. No puedes dedicarte a pensar cuándo vas a salir. Te volverías loco. Tienes que pensar en el día que estás, luego en el día siguiente, en el partido del sábado. Es lo que hay que hacer. Los que llevan allí mucho tiempo hacen eso. Uno que acaba de llegar se da cabezazos contra la puerta de la celda porque piensa el tiempo que le queda de estar dentro. ¿Por qué no haces lo que te digo? Vive día a día.

Es un buen sistema —concedió, y llenó su cubo con agua calentada sobre el fogón, introdujo ropas sucias y empezó a empujarlas dentro del agua jabonosa.

Sí, es buen sistema. Pero me gusta pensar lo bien que estaremos, a lo mejor, en California, donde nunca hace frío y la fruta crece por todas partes. La gente vivirá en los lugares más hermosos, en casitas blancas levantadas entre los naranjos. Me pregunto..., es decir, si todos conseguimos un empleo y todos trabajamos, tal vez podamos comprar una de esas casitas blancas. Y los pequeños saldrán a recoger naranjas del mismo árbol. No podrán aguantarlo, gritarán como locos.

Tom la miró trabajar y sus ojos sonrieron.

Ya estás mejor sólo de pensar en ello. Yo conocí a uno de California. No hablaba igual que nosotros. Con oírle hablar, ya sabías que debía ser de algún lugar lejano. Pero decía que ahora mismo hay demasiada gente buscando trabajo por allí. Y que los que recogen la fruta viven en viejos campamentos sucios y apenas sacan lo suficiente para comer. Que los salarios son bajos y es difícil encontrar trabajo.

Una sombra cruzó el rostro de su madre.

No, no, no es así —dijo—. A tu padre le dieron un panfleto en papel amarillo que decía que hace falta gente para trabajar. No se tomarían tantas molestias si no hubiera trabajo en abundancia. Les cuesta su dinero hacer los panfletos. ¿Para qué querrían mentir, si encima les cuesta dinero?

Tom meneó la cabeza.

No lo sé, Madre. Es difícil imaginarse por qué lo han hecho. Tal vez... — Miró el rojo sol brillando en la tierra roja.

¿Tal vez qué?

Tal vez sea hermoso, como tú dices. ¿Dónde ha ido el abuelo? ¿Y el predicador?

Madre salía de la casa llevando un montón alto de ropa en los brazos. Tom se apartó a un lado para dejarla pasar.

El predicador dijo que iba a dar una vuelta. El abuelo está durmiendo aquí, en la casa. Durante el día viene aquí y a veces se acuesta —Caminó hasta la cuerda y comenzó a colgar en el alambre téjanos descoloridos, camisas azules y calzoncillos largos de color gris.

Tom oyó detrás de él un arrastrar de pies y se volvió a mirar. El abuelo salía del dormitorio y, al igual que por la mañana, intentaba abrocharse los botones de la bragueta.

Oí voces —dijo—. Hijos de puta que no dejan dormir a un viejo. Desgraciados, quizás cuando os hagáis viejos aprendáis a dejar dormir a uno — Sus dedos furiosos acabaron por desabrochar los dos únicos botones de la bragueta que estaban abrochados. Su mano olvidó lo que había estado intentando hacer. Metió la mano y se rascó con satisfacción debajo de los testículos. Madre entró con las manos húmedas y las palmas arrugadas e hinchadas del agua caliente y el jabón.

Creí que estabas durmiendo. Venga, déjame que te abroche la ropa —Y, aunque intentó resistirse, ella lo agarró y le abrochó la camiseta, la camisa y la bragueta—. Ve a dar un paseo —dijo, y le soltó.

Él farfulló indignado:

Uno se convierte en un... en un... cuando alguien le tiene que abrochar la ropa. Quiero que me dejen abrocharme mis propios pantalones.

Madre dijo con guasa:

En California no permiten que la gente vaya por ahí con la ropa desabrochada.

No, ¿eh? Bueno, yo les voy a enseñar. ¿Se creen que me van a enseñar cómo tengo que comportarme? Pues si me da la gana iré por ahí con los huevos colgando.

Madre dijo:

Parece que cada año que pasa es más malhablado. Supongo que lo hace por llamar la atención.

El anciano adelantó la barbilla sin afeitar y examinó a Madre con ojos astutos, maliciosos y alegres.

Sí señor —dijo—, dentro de poco emprenderemos viaje. Y estoy seguro de que allí hay uvas colgando junto a la carretera. ¿Sabéis lo que voy a hacer? Me voy a llenar una bañera de uvas, me voy a sentar dentro y voy a menearme hasta que el zumo me corra por todas partes.

Tom rió:

Seguro que aunque llegue a tener doscientos años el abuelo nunca será disciplinado —dijo—. Estás decidido a ir, ¿verdad abuelo?

El viejo acercó una caja y se sentó pesadamente en ella.

Sí, señor —asintió—. Y ya va siendo hora, por cierto. Mi hermano se marchó para allá hace cuarenta años. No volví a saber nada de él. Era un escurridizo hijo de puta. Nadie le quería. Se largó llevándose un Colt de acción

simple que era mío. Si alguna vez llego a encontrarle a él o a sus hijos, en el caso de que tenga alguno en California, les preguntaré por ese Colt. Pero le conozco, y si tuvo algún hijo, seguro que lo colocó como hacen los cucos y lo ha criado alguna otra persona. Me alegraré cuando lleguemos allí. Tengo el presentimiento de que hará de mí un hombre nuevo. Poder empezar de inmediato a trabajar en la fruta.

Madre asintió.

Te aseguro que es lo que pretende —dijo—. Estuvo trabajando hasta hace tres meses, hasta la última vez que se desencajó la cadera.

Exactamente —dijo el abuelo.

Tom miró hacia el exterior desde su asiento en el escalón del umbral de la puerta.

Aquí viene el predicador, por detrás del granero.

Madre comentó:

Esa bendición que nos echó esta mañana es la más rara que he oído en mi vida. En realidad no era tal. Sólo hablaba, pero sonaba como una bendición.

Es un tipo curioso —dijo Tom—. Se pasa el rato diciendo cosas extrañas. Aunque parece estar hablando consigo mismo. No intenta engañar a nadie.

Observa la mirada de sus ojos —dijo Madre—. Parece un iluminado. Tiene esa mirada que llaman de éxtasis. Ya lo creo que parece un iluminado. Caminando así con la cabeza gacha y sin ver siquiera el suelo. Eso es lo que yo llamo un iluminado. —Calló al aproximarse Casy a la puerta.

Le va a dar una insolación si anda por ahí así —dijo Tom.

Casy replicó:

Bueno, sí,... tal vez. —De repente encaró a los tres, Madre, el abuelo y Tom, con una expresión de ruego—. Tengo que ir al oeste. He de ir. Me pregunto si podría acompañarles. —Entonces se quedó inmóvil, avergonzado de sus propias palabras. Madre miró a Tom para que hablara él, porque era un hombre, pero Tom no habló. Respetó su derecho a hablar primero y luego dijo:

Para nosotros sería un honor que viniera usted. Claro que yo no puedo decidir en este momento; Padre dijo que los hombres hablarían esta noche para determinar cuándo emprenderemos el viaje. Creo que es mejor que esperemos a que vengan los hombres. John y Padre, Noah, Tom, el abuelo, Al y Connie van a decidirlo tan pronto como regresen. Pero si hay sitio, estoy segura de que para ellos será motivo de orgullo que esté usted entre nosotros.

El predicador suspiró:

Iré en cualquier caso —dijo—. Están ocurriendo cosas. Subí a una colina, a mirar: las casas están vacías, las tierras están vacías y toda esta región está vacía. No puedo quedarme aquí. He de ir donde va la gente. Trabajaré en los campos y quizá logre ser feliz.

¿No va usted a predicar? —preguntó Tom.

No voy a predicar.

¿Y no va a bautizar? —preguntó Madre.

No voy a bautizar. Voy a trabajar en los campos, en los campos verdes, y a estar cerca de la gente. No intentaré enseñarles nada. Voy a tratar de aprender, voy a aprender por qué la gente camina sobre la hierba, voy a oírles hablar y cantar. Voy a oír a los niños comiendo gachas, al marido y a la mujer haciendo el amor en un colchón por la noche. Voy a comer con ellos y a aprender. —Sus ojos se volvieron húmedos y brillantes—. Voy a hacer el amor sobre la hierba con quien quiera tenerme, abierta y honradamente. Voy a jurar y a soltar juramentos, a oír la poesía del habla de la gente. Antes no entendía que todo eso es sagrado, que son las cosas buenas.

Amén —dijo Madre.

El predicador se sentó mansamente en el tajo de partir leña, junto a la puerta.

Me gustaría saber qué es lo que puede haber reservado para un hombre tan solitario como yo.

Tom tosió con delicadeza.

Para haber dejado de predicar... —comenzó.

Ya sé que soy muy hablador —admitió Casy—. Eso no lo puedo evitar. Pero no es lo mismo que predicar. Predicar es contarle algo a la gente. Yo le estoy preguntando. Eso no es predicar, ¿no es cierto?

No lo sé —respondió Tom—. Predicar es un cierto tono de voz y una forma de ver las cosas, es portarse bien con gente que quiere matarte por ello. La pasada Navidad vino a McAlester el ejército de salvación y nos hizo bien. Estuvimos sentados tres horas enteras escuchando cómo tocaban las cornetas. Eso era hacernos bien. Pero si uno de nosotros hubiera querido irse, se habría ido solo. Eso es predicar. Portarse bien con una persona que está hundida y que no puede vengarse partiéndole la boca. No, usted no es un predicador. Pero por si acaso no se le ocurra tocar la corneta cerca de mí.

Madre metió unos cuantos palos en el fogón.

Ahora le voy a dar algo de comer, aunque no es mucho.

El abuelo llevó su caja afuera, se sentó y se apoyó contra la pared, y Tom y Casy se apoyaron en la pared dentro de la casa. Y la sombra de la tarde se extendió hacia afuera desde la casa.

A media tarde regresó el camión dando tumbos y traqueteando entre el polvo, y había en la caja del camión una capa de polvo, que también cubría el capó; una harina roja oscurecía los faros. Se estaba poniendo el sol cuando volvió el camión y la luz del crepúsculo daba a la tierra una apariencia sangrienta. Al se sentaba inclinado sobre el volante, orgulloso, serio y eficiente, y Padre y el tío John ocupaban los sitios de honor junto al conductor, como correspondía a los jefes del clan. De pie en la caja del camión, agarrados a las barras laterales, venían los demás, Ruthie, de doce años y Winfield de diez, con rostros mugrientos e indómitos, los ojos cansados, pero brillantes de excitación,

los dedos y las comisuras de los labios negros y pegajosos de los palos de regaliz que habían conseguido sacarle a su padre en la ciudad a base de gimotear. Ruthie llevaba un vestido de muselina rosa por debajo de las rodillas y tenía un aspecto un poco serio en su papel de joven dama. Pero Winfield era todavía un mocoso, que pensaba diabluras detrás del granero, y un inveterado recolector y fumador de colillas. Y mientras Ruthie sentía el poder, la responsabilidad y la dignidad que le conferían sus pechos desarrollándose, Winfield seguía siendo un chaval silvestre como un animalillo. Junto a ellos, asida levemente a las barras, venía Rose of Sharon, balanceando y dejando oscilar su peso sobre las puntas de los pies y recibiendo así el traqueteo de la carretera en las rodillas y las nalgas. Porque Rose of Sharon estaba embarazada y extremaba la prudencia. Llevaba el pelo trenzado y enrollado alrededor de la cabeza, formando una corona de color rubio ceniza. Su rostro, redondo y suave, que pocos meses atrás había sido voluptuoso e incitante, mostraba ya la barrera del embarazo, la sonrisa de confianza en uno mismo y la perspicaz mirada de perfección; y su cuerpo rollizo de pechos y estómago llenos y suaves, caderas firmes y nalgas que habían oscilado libre y provocativamente hasta invitar a la caricia y la palmada, todo su cuerpo había adquirido recato y seriedad. Su pensamiento y sus actos se dirigían todos hacia su interior, hacia el bebé. Ahora se balanceaba apoyándose en los dedos de los pies, buscando el bien del niño. Para ella el mundo estaba embarazado; sólo pensaba en términos de reproducción y maternidad. Su marido, Connie, de diecinueve años, que se había casado con una rolliza muchacha bulliciosa y apasionada, aún estaba asustado y perplejo ante el cambio que ella había experimentado; se habían terminado las peleas de gatos en la cama, los mordiscos y arañazos acompañados de risas ahogadas, que acababan con lágrimas. En su lugar había una criatura equilibrada, cuidadosa y sabia que le sonreía con timidez, pero muy firme. Connie se enorgullecía de Rose of Sharon y la temía. Siempre que podía, ponía una mano encima de ella o permanecía a su lado, de manera que con el cuerpo se encontrara su cadera y su hombro y así creía conservar una relación que parecía estar escapándosele. Él era un joven enjuto de rostro afilado y origen tejano, y sus ojos de color azul pálido eran peligrosos algunas veces, otras veces mostraban afabilidad y otras temor. Trabajaba duro y sería un buen marido. Bebía lo bastante, pero nunca demasiado; peleaba cuando las circunstancias lo exigían y nunca presumía. En las reuniones solía permanecer callado y, sin embargo, lograba que los demás notaran su presencia y le tuvieran en cuenta.

Si no hubiera tenido cincuenta años, hecho que le convertía en uno de los jefes naturales de la familia, el tío John habría preferido no ocupar el sitio de honor junto al conductor. Le hubiera gustado que Rose of Sharon se sentara en su lugar. Eso era imposible porque ella era joven y era una mujer. No obstante, el tío John se sentía incómodo, sus solitarios ojos atormentados no estaban en calma y el cuerpo delgado y fuerte no estaba relajado. Casi todo el tiempo la barrera de la soledad mantenía al tío John apartado de la gente y de los deseos normales de los demás. Comía poco, no bebía en absoluto y era célibe. Pero en su interior los apetitos crecían y presionaban hasta encontrar salida. Entonces comía alguna comida por la que sentía un antojo hasta ponerse enfermo; o bebía jake o whisky hasta no ser más que un paralítico tembloroso con los ojos húmedos y enrojecidos; o se consumiría de lascivia por alguna prostituta de Sallisaw. Se decía de él que en una ocasión se fue derecho a Shawnee, alquiló

tres putas en una sola cama y se pasó una hora resoplando como un animal en celo encima de los cuerpos impasibles. Pero cuando al fin saciaba uno de sus apetitos, volvía una vez más a sentirse triste, avergonzado y solo. Se escondía de la gente e intentaba, por medio de regalos, compensar por sí mismo a todo el mundo. A veces se deslizaba al interior de las casas y dejaba bajo las almohadas chicle para los niños; otras veces cortaba leña sin dejar que le pagasen. Entonces regalaba cualquier cosa que le perteneciera: una silla de montar, un caballo, un par de zapatos nuevos. En esas ocasiones nadie podía hablar con él, porque huía, o si alguien le abordaba se escondía en sí mismo y miraba furtivamente con ojos asustados. La muerte de su mujer, seguida de meses de estar solo, le había marcado con culpa y vergüenza y le había dejado una soledad indestructible.

Pero había ciertas cosas que no podía eludir. Por ser uno de los cabezas de familia tenía que mandar; y ahora debía sentarse en el sitio de honor junto al conductor .

Los tres hombres que ocupaban el asiento tenían un aspecto sombrío mientras se acercaban a casa por la polvorienta carretera. Al, inclinado sobre el volante, movía los ojos continuamente de la carretera al salpicadero, observando la aguja del amperímetro, que oscilaba bruscamente de forma sospechosa, vigilando el indicador del aceite y el de la temperatura. Su mente catalogaba puntos débiles y peculiaridades del funcionamiento del camión que le parecían sospechosas. Escuchaba el silbido, que podría provenir del tubo de escape, por estar seco y los alzaválvulas subiendo y bajando. Con la mano quieta en la palanca de cambios comprobaba cómo entraban las marchas. Y había dejado el embrague forcejeando contra el freno para comprobar si patinaba. Podría comportarse a veces como una cabra loca, pero el camión, su funcionamiento y el mantenimiento del mismo eran responsabilidad suya. Si algo fallara sería culpa suya y, aunque nadie iba a decirlo, todos, Al el primero, sabrían que él era el culpable. Así que estaba pendiente del camión, lo vigilaba y escuchaba. Su rostro se mostraba serio y responsable. Y todos le respetaban, a él y a su responsabilidad. Incluso Padre, que era el jefe, cogería una llave inglesa y aceptaría órdenes de Al.

Todos en el camión estaban cansados. Ruthie y Winfield estaban cansados por haber visto demasiado movimiento, demasiados rostros, por haber tenido que pelear para conseguir sus palos de regaliz; cansados también de la alegría de que el tío John hubiera metido secretamente chicle en sus bolsillos.

Y los hombres, que iban sentados, estaban cansados, enfadados y tristes, porque les habían dado dieciocho dólares por todo lo de la granja que habían podido transportar: los caballos, el carro, los utensilios y todos los muebles de la casa. Dieciocho dólares. Habían acometido al comprador, habían discutido; pero habían sido vencidos cuando el interés del comprador pareció enfriarse y les dijo que no le interesaban las cosas a ningún precio. Entonces, derrotados, le habían creído y habían aceptado vender por dos dólares menos de lo que había ofrecido en principio. Y ahora se sentían agotados y temerosos porque habían ido contra un sistema que no entendían y éste les había vencido. Sabían que el tiro de caballos y el carro valían mucho más. Sabían que los compradores obtendrían

mucho más, pero ellos no sabían cómo hacerlo. El comerciar era un secreto para ellos.

Al, con los ojos moviéndose con rapidez de la carretera al salpicadero, dijo:

Ese tío no era de aquí. Hablaba de otra forma. Y la ropa que llevaba también era distinta.

Padre explicó:

Mientras estaba en la ferretería, estuve hablando con unos hombres que conozco. Dicen que viene gente de fuera sólo para comprar las cosas que tenemos que vender antes de irnos. Dicen que se están quedando con todo. Pero nosotros no podemos hacer nada. Quizá debía haber ido Tommy. Tal vez lo habría hecho mejor.

Pero ese tipo no quería comprar en absoluto —justificó John—. No podíamos volver a traer todo.

Esos que conozco me explicaron el sistema —dijo Padre—. Dicen que el comprador siempre hace lo mismo. Así asusta a la gente. Lo que pasa es que nosotros no sabemos qué hay que hacer. Madre se va a decepcionar. Se va a poner furiosa, y estará decepcionada.

¿Cuándo crees que podemos salir, Padre? —preguntó Al.

No sé. Esta noche lo hablaremos y tomaremos una decisión. Estoy muy contento de que Tom haya vuelto, me hace sentir bien. Tom es un buen chico.

Padre, oí a unos que hablaban de Tom —dijo Al—, y dicen que está en libertad bajo palabra. Por lo visto, eso significa que no puede salir del Estado y, que si lo hace y le pillan, le mandan otros tres años a la cárcel.

Padre se sorprendió.

¿Eso dicen? ¿Tú crees que sabían lo que decían o estaban hablando por hablar?

No lo sé —respondió Al—. Estaban allí hablando, y yo no dije que es mi hermano. Me quedé parado escuchando.

Padre exclamó:

¡Dios mío! Espero que no sea cierto. Necesitamos a Tom. He de preguntarle sobre eso. Ya tenemos bastantes preocupaciones para que encima nos vayan a perseguir: espero que no sea verdad. Tenemos que hablarlo abiertamente.

Tom debe saber si es cierto o no —dijo el tío John.

Se quedaron en silencio mientras el camión seguía traqueteando. El motor era ruidoso, lleno de sonidos metálicos y las varillas de los frenos levantaban un continuo estrépito. Las ruedas producían un crujido como de madera y un fino chorro de vapor escapaba por un agujero de la tapa del radiador. El camión levantaba tras él una alta columna de polvo rojo que giraba como un torbellino. Pasaron con estruendo por la última loma mientras todavía se veía media esfera solar por encima del horizonte y llegaron a la casa cuando acababa de

desaparecer. Los frenos rechinaron al detenerse y el ruido se grabó en la cabeza de Al: las zapatas estaban completamente gastadas.

Ruthie y Winfield se encaramaron gritando por los lados y saltaron al suelo. Gritaron:

¿Dónde está? ¿Dónde está Tom?

Y entonces le vieron, de pie junto a la puerta y se detuvieron, vergonzosos, y se acercaron a él lentamente mirándole con timidez.

Y cuando él les dijo: —Hola, chavales, ¿cómo estáis? Ellos respondieron quedamente: —Hola. Bien.

Se apartaron y le miraron a hurtadillas, al gran hermano que había matado a un hombre y había estado en prisión. Recordaron cómo habían jugado a las cárceles en el gallinero y habían luchado por su derecho a ser prisioneros.

Connie Rivers quitó la puerta trasera del camión, se bajó y ayudó a bajar a Rose of Sharon; y ella aceptó dignamente, dedicándole una sonrisa de las suyas, sonrisa de satisfacción consigo misma, los extremos de la boca ladeados, dándole una expresión ligeramente fatua.

Tom dijo:

Pero si es Rosasharn. No sabía que venías con ellos.

Veníamos caminando —dijo ella—. El camión nos alcanzó y nos recogió. — Después añadió—. Éste es Connie, mi marido. —Al decir eso, Rosasharn reflejaba grandeza.

Los dos hombres se estrecharon la mano, midiéndose mutuamente, la mirada de cada uno penetrando profundamente en el otro; en un momento los dos quedaron satisfechos y Tom dijo:

Vaya, ya he oído que no habéis perdido el tiempo. Ella agachó la vista. —No se ve, todavía no se nota. —Me lo ha dicho Madre. ¿Para cuándo esperas? —Uy, aún falta mucho. Hasta el invierno que viene. Tom se echó a reír.

Va a nacer en un rancho de naranjos, ¿eh? En una de esas casas blancas rodeadas de naranjos.

Rose of Sharon se tocó el estómago con las dos manos.

Aún no se nota —dijo, y sonrió con sonrisa complacida y entró en casa.

La noche era cálida, y sobre el horizonte, por el oeste, aún flotaba un rayo de luz. Sin necesidad de ninguna señal la familia se reunió junto al camión, y el congreso, el gobierno familiar, puso en marcha la sesión.

La película de luz del crepúsculo daba a la tierra roja una transparencia que hacía que las dimensiones parecieran más profundas, de forma que una piedra, un poste o una casa tuvieran más profundidad y más solidez que a la luz del día. y estos objetos curiosamente veían aumentada su individualidad: un poste era más en esencia un poste, destacándose de la tierra en la que se hundía y del campo de maíz contra el que se dibujaba. Y cada planta era un individuo concreto, no sólo parte de la masa del cultivo; y el descarnado sauce se alzaba independientemente de todos los demás sauces. La tierra aportó una luz al ocaso. La fachada de la casa gris, sin pintar, que miraba al oeste, tenía la luminosidad de la luna. El polvoriento camión gris, parado en el patio ante la puerta de la casa, sobresalía en esa luz como algo mágico, como bajo la perspectiva exagerada de una linterna mágica.

Las personas también eran distintas al anochecer, más reposadas. Parecían formar parte de una organización de lo inconsciente. Obedecían impulsos que la parte consciente del cerebro apenas registraba. Sus ojos en calma estaban dirigidos a su interior y también los ojos parecían transparentes en la noche, transparentes en los rostros cubiertos de polvo.

La familia se reunió en el lugar más importante, cerca del camión. La casa estaba muerta, al igual que los campos; pero el camión era algo activo, el principio viviente. El viejo Hudson, con la pantalla del radiador combada y rayada, con grasa en los glóbulos de polvo de los extremos gastados de toda parte móvil, con los tapacubos sustituidos por tapas de polvo rojo... Éste era el nuevo hogar, el centro de vida de la familia; mitad coche y mitad camión, de lados altos, desgarbado.

Padre caminó alrededor del camión, observándolo, y después se acuclilló en el polvo y cogió un palo con el que dibujar. Un pie se apoyaba plano sobre el suelo y el otro se apoyaba en la punta un poco retrasado, de forma que una rodilla quedaba más alta que la otra. El antebrazo izquierdo descansaba en la rodilla izquierda, más baja, el codo derecho en la rodilla derecha y el puño derecho sujetando la barbilla. Padre se acuclilló allí, mirando el camión, con la barbilla apoyada en el puño. Y el tío John se acercó a él y se agachó en cuclillas a su lado. Los ojos de ambos eran cavilosos. El abuelo salió de la casa, vio a los dos agachados lado a lado y avanzó bruscamente y se sentó en el estribo del camión, frente a ellos. Ése era el núcleo. Tom, Connie y Noah se acercaron calmosos y se pusieron en cuclillas, formando un semicírculo delante del abuelo. Y entonces Madre salió de la casa, la abuela con ella, seguidas de Rose of Sharon caminando delicadamente. Ocuparon sus puestos detrás de los hombres acuclillados, en pie y con las manos en las caderas. Los niños, Ruthie y Winfield, saltaban sobre un pie y sobre el otro junto a las mujeres, hundían los dedos de los pies en el polvo rojizo sin producir ningún sonido. Sólo faltaba el predicador que, por delicadeza se había quedado detrás de la casa, sentado en el suelo. Era un buen predicador y conocía a su gente.

La luz del crepúsculo se hizo más débil y la familia permaneció en silencio un rato. Luego, Padre, sin dirigirse a ninguno en particular, sino al grupo, hizo su informe.

Nos han despellejado en la venta. El otro sabía que no podíamos esperar. Sólo sacamos dieciocho dólares.

Madre se revolvió inquieta, pero mantuvo la calma.

Noah, el hijo mayor, preguntó:

¿Cuánto tenemos, juntando todo?

Padre dibujó cifras en el polvo y murmuró para sí mismo un momento.

Ciento cincuenta y cuatro —respondió—. Pero Al dice que necesitamos neumáticos que estén mejor. Éstos no van a durar mucho.

Al participó por primera vez en la reunión. Siempre antes había permanecido detrás con las mujeres. Ahora dio su informe con solemnidad.

Es viejo y muy corriente —empezó seriamente—. Le eché un buen vistazo antes de que lo compráramos. Hice caso omiso del vendedor diciendo que menuda ganga era. Metí el dedo en el diferencial y vi que no había serrín. Abrí la caja de cambios y tampoco tenía serrín. Comprobé el embrague e hice girar las ruedas para ver cómo estaban de dibujo. Miré debajo del chasis y vi que el chasis no tenía golpes. Nunca ha sido arreglado. Vi que la batería estaba agrietada y le hice poner una nueva al fulano. Los neumáticos están mal, pero son de una buena medida. Fácil de encontrar. Corre como un novillo, pero no se traga el aceite. La razón por la que aconsejé comprarlo es que es un coche muy popular. Los almacenes de chatarra están llenos de Hudsons super-seis y las piezas de recambio se pueden comprar baratas. Podíamos haber comprado uno más grande o más bonito por el mismo precio, pero es difícil encontrar piezas de recambio y es demasiado caro. Así es como razoné, en cualquier caso. —Lo último era la prueba de su sumisión a la familia. Dejó de hablar y esperó a que opinaran.

El abuelo era aún el cabeza de familia titular, pero ya no daba órdenes. Su puesto era honorario y cuestión de costumbre. Pero tenía derecho a comentar el primero, aunque de su viejo cerebro no salieran más que tonterías. Los hombres agachados y las mujeres en pie esperaron a que hablara.

Eres un buen chico, Al —dijo el abuelo—. Yo solía ser un fanfarrón igual que tú, enseñando los dientes por ahí como un perro lobo. Pero cuando había algo que hacer, lo hacía. Ya estás hecho un hombre, un hombre como es debido —terminó con tono de bendición, y Al se ruborizó ligeramente de satisfacción.

Padre dijo:

A mí me suena bien. Si se tratara de caballos no tendría que ser Al el único responsable. Pero es el único que entiende de automóviles.

Tom dijo:

Yo también sé algo. Trabajé en McAlester un poco. Al tiene razón y ha hecho un buen trabajo. —Al se volvió a sonrojar con el cumplido.

Tom prosiguió:

Me gustaría decir..., ese predicador... quiere acompañarnos. —Calló y sus palabras flotaron sobre el grupo, que permaneció en silencio—. Es un buen hombre —añadió Tom—. Le conocemos desde hace mucho tiempo. A veces dice cosas un tanto estrafalarias, pero no son tonterías. —Dejó que la familia estudiara la propuesta.

La luz iba desapareciendo de forma paulatina. Madre abandonó el grupo y entró en casa, y el sonido metálico del fogón les alcanzó desde dentro. Al cabo de un momento regresó al consejo meditabundo.

El abuelo dijo:

Hay dos modos de verlo. Algunos pensaban que un predicador traía la peor suerte.

Tom le rebatió: —Este hombre dice que ya no es predicador. El abuelo movió la mano de un lado a otro, como desestimando lo anterior.

Una vez que uno es predicador, sigue siendo predicador. Eso es algo que no se puede evitar. Otros pensaban que ir con un predicador les hacía más respetables. Si uno se moría, el predicador lo enterraba. Si llegaba la hora de casarse, o incluso se pasaba esa hora, ahí estaba el predicador. Llega un niño y ahí tienes quien te lo bautice, bajo tu mismo techo. Yo siempre he dicho que hay predicadores y predicadores. Hay que escogerlos. Este hombre me cae bien. No es un estirado.

Padre clavó el palo en el suelo y lo hizo girar entre los dedos hasta hacer un agujero pequeño.

Hay que tener otras cosas en cuenta, aparte de si nos traerá suerte o si es un buen hombre —dijo Padre—. Tenemos que estudiarlo cuidadosamente, aunque sea triste. Veamos. Están el abuelo y la abuela, van dos; yo, John y Madre, hacemos cinco, ocho con Noah, Tommy y Al. Rosasharn y Connie suman diez y con Ruthie y Winfield somos doce. Tenemos que llevar a los perros, no podemos hacer otra cosa. No se le puede pegar un tiro a un buen perro y aquí no queda nadie a quien podérselo regalar. Con ellos somos catorce.

Sin contar las gallinas que quedan y dos cerdos —dijo Noah.

Creo que los cerdos debemos salarlos para tener comida para el viaje — dijo Padre—. Vamos a necesitar carne y tenemos que llevarnos los barriles de sal. Pero me pregunto si cabremos todos, incluido el predicador. ¿Y podemos alimentar una boca más? —Sin volver la cabeza, preguntó—: ¿Podemos, Madre?

Madre se aclaró la voz.

No se trata de si podemos, sino de si estamos dispuestos —contestó con firmeza—. Lo que es «poder», no podemos hacer nada, ni ir a California ni ninguna otra cosa; pero lo que queramos hacer..., vamos, que haremos lo que nos propongamos. Y en cuanto a si estamos dispuestos, en todo el tiempo que nuestras familias han estado aquí y también antes, cuando aún vivían en el este, nunca he oído decir que ni los Joad ni los Hazlett negaran comida o refugio o no echaran una mano en el camino a quien lo pidiera. Ha habido algún Joad tacaño, pero nunca ha llegado a tanto.

Padre interrumpió:

Pero ¿y si no hubiera sitio material? —Había torcido el cuello para mirarla y estaba avergonzado. El tono de voz empleado por ella le había hecho sentir vergüenza—. ¿Y si no cupiéramos todos en el camión?

Tampoco cabemos ahora —respondió ella—. No hay espacio más que para seis y somos ya doce que vamos seguro. Por uno más...; y un hombre, fuerte y sano, nunca es una carga. Y preguntarnos si podemos alimentar a una persona teniendo dos cerdos y más de cien dólares... —Se detuvo y Padre se volvió, con el espíritu maltrecho por la reprimenda.

La abuela opinó:

Es buena cosa llevar un predicador con nosotros. Esta mañana nos echó una bonita bendición.

Padre miró el rostro de cada uno para ver si alguno mostraba desacuerdo y luego dijo:

¿Quieres decirle que venga, Tommy? Si va a venir, debe estar aquí presente.

Tom se puso en pie y se dirigió hacia la casa, llamando:

Casy, ¡eh!, Casy.

Una voz amortiguada replicó desde la parte trasera de la casa. Tom llegó a la esquina y vio al predicador sentado con la espalda apoyada en la pared mirando el parpadeante lucero vespertino visible en el claro cielo.

¿Me llamas a mí? —preguntó Casy.

Sí. Pensamos que, puesto que va usted a venir con nosotros, debe estar allí y ayudarnos a pensar todos los detalles.

Casy se puso en pie. Conocía el modo de gobernarse las familias y sabía que había sido incorporado a ella. Se le dio incluso una posición eminente, pues el tío John se movió hacia un lado y dejó sitio para el predicador entre él mismo y Padre. Casy se acuclilló como los demás, frente al abuelo, entronizado en el estribo.

Madre volvió a entrar en casa. Se oyó el chirrido de la tapa de un farol y la luz amarillenta parpadeó en la oscura cocina. Cuando levantó la tapadera de la enorme olla, el olor de carne de cerdo hirviendo y hojas de remolacha flotó en el aire. Esperaron a que regresara cruzando el patio, cada vez más oscuro, porque Madre era poderosa dentro del grupo.

Padre dijo:

Tenemos que decidir cuándo nos vamos. Cuanto antes mejor. Lo que hay que hacer antes de partir es matar los cerdos y salarlos, y empaquetar las cosas. Cuanto más deprisa acabemos, mejor.

Noah se mostró de acuerdo:

Si nos ponemos a ello y trabajamos bien, lo podemos hacer todo mañana y estar listos para salir pasado mañana.

El tío John objetó:

No se puede enfriar la carne con el calor del día. No es buena época para hacer matanza. La carne se quedará blanda si no podemos enfriarla.

Bueno, pues lo haremos esta noche. Luego se enfriará un poco la noche. Todo lo fría que puede ser en esta época. Lo haremos después de cenar. ¿Hay sal?

Madre contestó.

Sí, hay sal en abundancia. Tenemos dos buenos barriles llenos.

Bien, pues entonces hagámoslo —dijo Tom.

El abuelo comenzó a tantear alrededor intentando encontrar apoyo para levantarse.

Está oscureciendo —dijo—. Me está entrando hambre. Cuando estemos en California tendré constantemente un gran racimo de uvas en la mano, y estaré dándole mordiscos todo el día. —Se levantó y los hombres le imitaron. Ruthie y Winfield brincaban excitados sobre el polvo, como locos. Ruthie, con la voz ronca, le susurró a Winfield:

Matar cerdos y partir a California. Matar cerdos y partir..., todo al mismo tiempo.

Winfield estaba completamente enloquecido. Rodeó su cuello con los dedos, hizo una mueca espantosa y se tambaleó al tiempo que chillaba débilmente.

Soy un cerdo viejo. ¡Mira! Soy un cerdo viejo. ¡Mira la sangre, Ruthie!

Vaciló y cayó al suelo, donde agitó los brazos y las piernas débilmente.

Pero Ruthie era mayor y se daba cuenta de la importancia tremenda del momento.

Y partir a California —repitió. Y supo que era la ocasión más importante de su vida hasta el momento.

Los adultos fueron hacia la cocina iluminada a través del oscuro crepúsculo, y Madre les sirvió verduras y carne de cerdo en platos de hojalata. Antes de empezar a comer Madre puso el cubo de lavar grande sobre el fogón y atizó el fuego hasta conseguir que ardiera furiosamente. Acarreó cubos de agua hasta llenar el cubo grande y luego agrupó los pequeños alrededor del grande, llenos de agua. La cocina se convirtió en un pantano de calor y la familia comió a toda prisa y fueron saliendo y sentándose a la puerta esperando a que el agua estuviera caliente. Sentados penetraron la oscuridad con la mirada y contemplaron el cuadrado de luz que el farol de la cocina proyectaba sobre el suelo delante de la puerta, con la sombra encorvada del abuelo en el medio. Noah se escarbaba los dientes concienzudamente con una paja de escoba. Madre y Rose of Sharon lavaron los platos y los apilaron en la mesa.

Y entonces, repentinamente, la familia se puso a funcionar. Padre se levantó y encendió otro farol. Noah sacó de una caja de la cocina el cuchillo de carnicero de hoja curvada y lo afiló con una piedra de carborundo, pequeña y gastada. Dejó el rascador sobre el tajo, y el cuchillo junto a él. Padre trajo dos palos fuertes, cada uno de un metro de largo y afiló los extremos con el hacha, y luego ató cuerdas gruesas por el centro de los palos pasando dos veces la cuerda alrededor de éstos y luego alrededor de la propia cuerda sacando el extremo por el lazo.

No debimos vender las barras de los arneses, al menos no todas — refunfuñó.

El agua de los cubos humeaba y bullía.

Noah preguntó:

¿Vamos a llevar el agua allí o a traer los cerdos aquí?

Los cerdos aquí —contestó Padre—. Si se te cae un cerdo no te escaldas como si se te derrama agua hirviendo. ¿Está ya el agua?

Está casi a punto —dijo Madre.

Muy bien. Noah, Tom y Al, venid conmigo. Yo llevaré la luz. Vamos a matarlos allí y luego los traeremos para acá.

Noah cogió su cuchillo y Al el hacha, y los cuatro hombres se alejaron hacia la pocilga, sus piernas vibrando a la luz del farol. Ruthie y Winfield se unieron ligeros, saltando como grillos. Al llegar a la pocilga, Padre se inclinó sobre la cerca, sujetando el farol. Los soñolientos cerdos pugnaron por ponerse en pie, gruñendo como si sospecharan. El tío John y el predicador se acercaron para echar una mano.

Bien —dijo Padre—. Matadlos y luego los llevamos a casa para desangrarlos y escaldarlos.

Noah y Tom saltaron la cerca. Los mataron deprisa y con eficacia. Tom golpeó dos veces con la cabeza sin afilar del hacha, y Noah, agachado sobre los cerdos caídos, encontró la arteria principal con su cuchillo curvo y desató ríos de sangre que aún latía. Luego se llevaron a los cerdos que soltaban chillidos agudos. El predicador y el tío John arrastraron a uno tirando de las patas traseras, Tom y Noah llevaron el otro. Padre caminaba a su lado con el farol y la negra sangre dejaba dos regueros en el polvo. Ya en la casa, Noah deslizó el cuchillo entre el tendón y el hueso de las patas traseras; los palos afilados sujetaron las patas separadas y los cuerpos fueron colgados de las vigas que sobresalían de la casa. Entonces los hombres acarrearon el agua hirviente y la dejaron caer encima de los negros cuerpos. Noah abrió los cerdos en canal y tiró las entrañas al suelo. Padre afiló otros dos palos para mantener los cuerpos abiertos al aire, mientras Tom con un cepillo duro y Madre con un cuchillo romo raspaban la piel para arrancar las cerdas. Al acercó un cubo, metió dentro las entrañas, y lo vació en el suelo, lejos de la casa, y dos gatos le fueron siguiendo, maullando escandalosamente, y los perros siguieron a los gatos gruñendo suavemente.

Padre se sentó en el umbral y miró los cerdos colgando a la luz del farol. La piel estaba limpia y sólo alguna gota de sangre caía de cuando en cuando de los cuerpos a la negra laguna que se había formado en el suelo. Padre se puso de pie, se acercó a los cerdos y los tocó con la mano, y luego se volvió a sentar. El abuelo y la abuela se fueron al granero a dormir, el abuelo con una vela en la mano. Los demás se sentaron en silencio a la entrada, Connie, Al y Tom en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la casa, el tío John en una caja, Padre en la puerta. Sólo Madre y Rose of Sharon continuaron en movimiento. Ruthie y Winfield luchaban ya contra el sueño, peleándose soñolientos en la oscuridad. Noah y el predicador se acuclillaron uno al lado del otro, frente a la

casa. Padre se rascó nerviosamente, se quitó el sombrero y pasó los dedos entre el pelo.

Mañana salamos el cerdo temprano, luego cargamos el camión, excepto las camas y podemos partir a la mañana siguiente. Apenas es trabajo ni para un día —dijo, inquieto.

Tom interrumpió:

Vamos a estar todo el día dando vueltas, buscando algo que hacer. —El grupo se removió con desasosiego—. Podríamos acabar de hacer lo que nos falta al amanecer y salir sin más —sugirió Tom. Padre se frotó la rodilla con la mano. La inquietud les invadió a todos.

Noah dijo:

Seguramente a esa carne no le vendría mal que la saláramos ahora mismo. Si la cortamos se enfriará más rápido de todas maneras.

Fue el tío John el que estalló, sin poder soportar más la tensión.

¿Y a qué esperamos? Quiero acabar con esto cuanto antes. Si estamos a punto de irnos, ¿por qué no nos vamos ya?

La reacción se extendió al resto de la familia.

¿Por qué no nos vamos? Podemos dormir en el camino. —Un sentimiento de urgencia les invadió.

Padre dijo:

Dicen que son dos mil millas. Eso es un montón de carretera. Debemos partir. Noah, tú y yo podemos cortar esa carne y poner todos los trastos en el camión.

Madre asomó la cabeza por la puerta. —¿Y si nos olvidamos algo que no veamos en esta oscuridad? —Podemos echar una última ojeada en cuanto amanezca —dijo Noah.

Permanecieron sentados e inmóviles, pensando en ello. Pero al momento Noah se puso en pie y comenzó a afilar el cuchillo de hoja curva en la piedra pequeña y gastada.

Madre —llamó—, despeja la mesa. —Se acercó a un cerdo, hizo un corte hacia abajo a un lado del espinazo y empezó a despegar carne hacia adelante, separándola de las costillas.

Padre se levantó excitado.

Hemos de poner toda la carga junta —dijo—. Venga, vamos a movernos.

Ahora que se habían decidido a marchar, se sentían invadidos de esa sensación de premura. Noah llevaba las tajadas de carne a la cocina y la cortaba en tacos pequeños para salarla. Madre los cubría de sal gorda y los colocaba pieza a pieza en los barriles, con cuidado de que una pieza no tocara a ninguna otra. Colocaba las tajadas como si fueran ladrillos y llenaba de sal los huecos entre una y otra. Noah cortó la carne de los lados y de las patas. Madre cuidó que el fuego siguiera ardiendo y, mientras Noah limpiaba las costillas, el

espinazo y los huesos de las patas de carne, ella los metió en el horno para que se asaran y comerlos.

En el patio y en el granero, los círculos de luz de los faroles se movían de aquí para allá, mientras los hombres ponían juntas todas las cosas que pensaban llevar y las apilaban junto al camión. Rose of Sharon sacó toda la ropa de la familia, los monos, zapatos de suela gruesa, botas de goma, gastados vestidos de domingo, jerseys y pellizas. Empaquetó todo bien apretado en una caja de madera, se subió encima de ella y apisonó todo con fuerza. Entonces sacó los vestidos estampados y chales, las medias negras de algodón y la ropa de los niños —pequeños petos y vestidos estampados baratos—, metió todo en la caja y la volvió a apisonar.

Tom se dirigió al cobertizo de herramientas y volvió con las que quedaban, una sierra manual, un juego de llaves inglesas, un martillo, una caja de clavos de distintos tamaños, un par de alicates, una lima plana y un juego de limas de cola de rata.

Y Rose of Sharon sacó la gran pieza de tela encerada y la extendió en el suelo, detrás del camión. Luchó con los colchones para sacarlos por la puerta, tres colchones dobles y uno pequeño. Los amontonó sobre la tela y luego trajo montones de raídas mantas, dobladas, y las puso encima.

Madre y Noah estaban muy atareados con los cadáveres; de la cocina salía el olor a huesos de cerdo asándose. Los niños habían sucumbido al sueño. Winfield yacía encogido sobre el polvo a la puerta de la casa; y Ruthie, sentada en una caja en la cocina, donde había ido a observar la carnicería, apoyaba la cabeza en la pared. Respiraba con tranquilidad en el sueño y sus labios se abrían sobre los dientes. Tom terminó con las herramientas y entró en la cocina con el farol, seguido del predicador.

¡Santo Cielo! —dijo Tom—. ¡Cómo huele esa carne! Y hay que ver cómo cruje.

Madre metió los ladrillos de carne en un barril, puso sal alrededor y por encima de ellos y cubrió toda la capa con sal apelmazada. Levantó la vista hacia Tom y le dedicó una ligera sonrisa, pero sus ojos estaban serios y cansados.

Os gustará tener huesos de cerdo para desayunar —dijo.

El predicador se puso a su lado.

Déjeme salar esta carne —dijo—. Yo sé hacerlo. Usted tiene otras cosas que hacer.

Ella interrumpió su trabajo y le inspeccionó con extrañeza, como si le hubiera sugerido algo raro. Sus manos estaban cubiertas con una costra de sal, y de color rosa, teñidas por el fluido del cerdo fresco.

Es trabajo de mujeres —replicó finalmente.

Es trabajo —argüyó el predicador—. Hay demasiado trabajo como para dividirlo en trabajo para mujeres y para hombres. Usted tiene mucho que hacer. Deje que yo sale la carne.

Aún le volvió a mirar un momento y luego pasó agua de un cubo a la jofaina de hojalata y se lavó las manos. El predicador cogió lonchas de carne y las saló mientras ella le observaba. Las colocó en el barril igual que ella había hecho. Solamente cuando hubo acabado una capa y la hubo cubierto cuidadosamente de sal, se dio ella por satisfecha. Se secó las manos descoloridas e hinchadas.

Tom dijo: —Madre, ¿qué nos vamos a llevar de aquí? Ella miró con rapidez por la cocina.

El cubo —respondió—. Todo lo que sirve para comer: platos, tazas, cucharas, tenedores y cuchillos. Mételos todos en ese cajón y llévatelo. La sartén y la olla grandes, la cafetera. Cuando se enfríe, coge la parrilla del horno. Es útil para una hoguera. Me gustaría llevar el cubo grande de lavar, pero no creo que haya sitio. Lavaré la ropa en un cubo normal. Los cacharros pequeños no son útiles. Se puede cocinar poca cantidad en una olla grande, pero no al revés. Coge las bandejas de hacer el pan, todas. Se meten unas dentro de las otras. —Volvió a mirar por la cocina—. Llévate esas cosas que te he dicho, Tom. Yo prepararé lo demás, la lata grande de pimienta, la sal, la nuez moscada y el rallador. Esas cosas no las sacaré hasta el último momento. —Cogió un farol y caminó pesadamente hacia el dormitorio y sus pies descalzos no hicieron ningún ruido en el suelo.

El predicador comentó:

Parece cansada.

Las mujeres están siempre cansadas —dijo Tom—. Las mujeres son así, excepto alguna vez que hay reunión.

Ya, pero quiero decir más cansada de lo normal. Cansada de verdad, como si estuviera enferma de cansancio.

Madre acababa de llegar a la puerta y oyó sus palabras. Lentamente, las líneas desaparecieron y su rostro musculoso y tenso se relajó y recuperó su expresión habitual de serenidad. Los ojos volvieron a brillar y los hombros se enderezaron. Echó un vistazo a la habitación desnuda, en la que no quedaba sino basura. Los colchones que habían ocupado el piso ya no estaban. Las cómodas se habían vendido. En el piso yacían un peine roto, un bote vacío de polvos de talco y unas pocas pelusas. Madre dejó el farol en el suelo. Alargó la mano por detrás de una de las cajas que habían servido de silla y sacó una caja de cartas, vieja, sucia y estropeada por las esquinas. Se sentó y la abrió. Dentro había cartas, recortes, fotografías, unos pendientes, un anillo de sello, de oro, y una cadena de reloj de cabello trenzado con eslabones de oro. Rozó las cartas con los dedos, delicadamente, y alisó un recorte de periódico que contenía la información sobre el juicio de Tom. Durante largo rato sostuvo la caja, mirando más allá de ella, desordenando las cartas con los dedos y volviéndolas a amontonar con esmero. Se mordía el labio inferior mientras pensaba y recordaba. Al final tomó una decisión. Sacó el anillo, la cadena del reloj, los pendientes, escarbó bajo el montón y encontró un gemelo de oro. Sacó una carta de su sobre y guardó en él las baratijas. Luego dobló el sobre y se lo metió en el bolsillo del vestido. Entonces, con mucho cuidado, tiernamente, cerró la caja y alisó la tapa con los

dedos. Abrió un poco los labios. Después se levantó, agarró el farol y volvió a la cocina. Levantó la tapa del fogón y dejó la caja con delicadeza entre las brasas. El calor tiñó el papel de color marrón en un instante. Una llama creció y cubrió la caja. Dejó caer la tapa y al momento el fuego suspiró y envolvió la caja con su aliento.

Afuera, en el patio oscuro, trabajando a la luz del farol, Padre y Al cargaban el camión. Las herramientas al fondo, pero fáciles de encontrar en caso de avería. Seguidamente las cajas de ropa y los utensilios de cocina dentro de un saco de arpillera; los cubiertos y los platos en su caja. Después el cubo de galón atado detrás. Dispusieron el fondo de la carga tan regularmente como les fue posible y rellenaron los huecos entre las cajas con mantas enrolladas. Luego colocaron los colchones encima, cargando el camión en capas. Por último extendieron la tela encerada sobre la carga y Al practicó pequeños agujeros en el borde, separados unos sesenta centímetros, insertó cuerdas y las ató a los listones laterales del camión.

Y si llueve —dijo—, la atamos a la barra más alta y los que vayan detrás se pueden refugiar debajo, y no mojarse. Los que vayamos delante no tendremos problema de todas formas.

Padre aplaudió:

Qué buena idea.

Pues eso no es todo —continuó Al—. En cuanto encuentre una planta alta, voy a hacer una especie de viga y a colocar la lona por encima, de forma que quede cubierto y los de detrás también puedan protegerse del sol.

Es buena idea —asintió Padre—. ¿Por qué no lo pensaste antes?

No he tenido tiempo —replicó Al.

¿Que no has tenido tiempo? Pues sí lo tuviste para ir por ahí como un coyote en celo. Sabe Dios dónde habrás estado las dos últimas semanas.

Ocupado en cosas que uno debe hacer antes de marchar —respondió Al. Y entonces perdió parte de su aplomo—. Padre —preguntó—, ¿te alegras de que nos vayamos?

¿Eh? Bueno..., sí, claro. Por lo menos... sí. Aquí lo hemos pasado mal. Por supuesto que en California va a ser otra cosa: trabajo abundante, todo cubierto de verde y casitas blancas rodeadas de naranjos.

¿Hay naranjos por todas partes?

Quizá no haya por todas partes, pero sí en muchos lugares.

El primer brillo gris del amanecer apareció en el cielo. Todo estaba listo: los barriles de carne preparados, el gallinero listo para colocarlo encima de todo. Madre abrió el horno y sacó el montón de huesos asados, crujientes y de color marrón, con bastante carne adherida para mascar. Ruthie despertó a medias, resbaló de la caja y volvió a dormir. Pero los adultos, de pie en la puerta y temblando levemente, royeron la carne crujiente.

Creo que deberíamos despertar a los abuelos —dijo Tom—. Falta poco para que se haga de día.

Mejor esperar al último momento —dijo Madre—. Necesitan descansar. Ruthie y Winfield apenas han dormido como es debido tampoco.

Bueno, pueden dormir todos encima de la carga —sugirió Padre—. Seguro que están cómodos ahí.

De pronto los perros se incorporaron y escucharon atentos; y luego, con un rugido, echaron a correr ladrando en la oscuridad.

¿Qué demonios pasa ahora? —dijo Padre.

Al cabo de un momento pudieron oír una voz hablando tranquilizadora a los perros que ladraban y los ladridos perdieron fiereza. Luego oyeron pasos y un hombre acercándose. Era Muley Graves, con el sombrero calado hondo.

Se aproximó con timidez.

Buenos días —saludó.

Pero si es Muley —Padre saludó moviendo el hueso de jamón que sostenía—. Entra y come un poco, Muley.

No, no —protestó Muley—. No tengo demasiada hambre.

Vamos, Muley, coge algo. Aquí tienes. —Padre entró en la casa y salió con un puñado de costillas.

No he venido a comerme vuestra comida —dijo—. Andaba por ahí y pensé que os marchabais y que podía venir a despediros.

Nos vamos dentro de un rato —dijo Padre—. Si llegas a venir una hora más tarde, ya no nos encuentras. Ya está todo el equipaje listo..., ¿ves?

Todo empaquetado —Muley miró el camión cargado—. A veces me dan ganas de partir y buscar a mi familia.

Madre preguntó:

¿Tienes alguna noticia suya desde California?

No —respondió Muley—. No he oído nada. Pero tampoco he ido a mirar a la oficina de correos. Debería acercarme por allí en algún momento.

Padre dijo:

Al, ve a despertar a los abuelos. Diles que vengan a comer. No tardaremos mucho en irnos.

Y mientras Al se alejaba con tranquilidad hacia el granero:

Muley, ¿quieres apretarte un poco y venir con nosotros? Si quieres te hacemos sitio.

Muley arrancó un pedazo de carne del borde de una costilla y lo masticó.

A veces pienso que sí. Pero sé que no voy a ir —contestó—. Sé perfectamente que en el último minuto echaría a correr y me escondería como un maldito fantasma de cementerio.

Noah dijo: —Algún día te vas a morir por ahí, en campo abierto, Muley.

Lo sé. He pensado en ello. A veces me da una enorme sensación de soledad, otras no me parece tan malo y otras incluso creo que es bonito. La verdad es que me da lo mismo. Pero si os encontráis con mi familia —es lo que vine a deciros en realidad— si os tropezáis con ellos en California, decidles que me reuniré con ellos tan pronto como consiga el dinero.

¿Lo harás? —preguntó Madre.

No —respondió Muley, quedamente—. No lo haré. No soy capaz de marchar. He de quedarme. Hace algún tiempo habría podido irme, pero ahora ya no. Uno se pone a pensar y se da cuenta de las cosas. Yo no me iré nunca.

La luz de la aurora ya era un poco más brillante y hacía palidecer la luz de los faroles. Al regresó con el abuelo luchando y cojeando a su lado.

No dormía —dijo Al—. Estaba sentado en la parte trasera del granero. Le pasa algo.

Los ojos del abuelo habían perdido viveza y en ellos no quedaba ni rastro de la antigua malicia.

No me pasa nada —dijo—, lo único es que yo no me marcho.

¿Cómo que no? —exigió Padre—. ¿Qué quieres decir con eso de que no te marchas? Pero si ya tenemos todo preparado. Debemos partir. Aquí no tenemos dónde estar.

No digo que os quedéis —explicó el abuelo—. Vosotros debéis iros. Pero yo me quedo. He estado pensando casi toda la noche. Ésta es mi región y yo debo estar aquí. Me importa un comino que allá haya uvas y naranjas para dar y vender. Yo no voy. Esta tierra no vale nada, pero es la mía. No, vosotros marchad. Yo me quedo aquí en mi sitio.

Se agruparon a su alrededor. Padre dijo:

No es posible, abuelo. Dentro de nada los tractores pasarán por estas tierras. ¿Quién va a cocinar para ti? ¿Cómo vivirás? No te puedes quedar. Te morirás de hambre si no tienes a alguien que te cuide.

El abuelo exclamó:

Maldita sea, soy viejo pero aún puedo cuidar de mí mismo. ¿Cómo se las arregla Muley? Yo lo puedo hacer tan bien como él. Te digo que no voy, ya te puedes ir haciendo a la idea. Llévate a la abuela si quieres, pero yo no voy, y punto.

Padre intentó en vano convencerle:

Abuelo, escúchame un momento. Nada más que un minuto.

No voy a escuchar. Ya te he dicho lo que pienso hacer.

Tom tocó a su padre en el hombro.

Padre, ven a casa. Quiero decirte una cosa. —Conforme se acercaban a casa, llamó:

Madre, ven un momento, ¿quieres?

En la cocina ardía un farol y aún quedaba un montón grande de huesos de cerdo en el plato. Tom dijo:

Mirad, el abuelo tiene derecho a decir que no viene, pero no le podemos dejar quedarse. Estamos de acuerdo, ¿no?

Claro que no puede quedarse —dijo Padre.

Bueno, mira. Si tenemos que cogerlo y atarlo, podríamos hacerle daño y se pondrá además tan furioso que se hará daño él mismo. No podemos discutir con él; pero si conseguimos que se emborrache, no habrá problema. ¿Tenemos whisky?

No —contestó Padre—. No hay ni una gota de whisky en casa. Y John tampoco tiene. Nunca tiene cuando no está bebiendo.

Tom, tengo media botella de jarabe que compré para Winfield cuando le dio dolor de oído —dijo Madre—. ¿Crees que puede servir? A Winfield le dormía cuando tenía mucho dolor.

Podría ser —dijo Tom—. Sácalo. Podemos intentarlo, de cualquier forma.

Lo tiré en el montón de basura —recordó Madre. Cogió el farol y salió y enseguida volvió a entrar con una botella medio llena de medicina negra.

Tom la cogió y la probó.

No sabe mal —dijo—. Haz una taza de café negro, muy cargado. Vamos a ver..., dice una cucharadita. Mejor será poner una buena cantidad, dos cucharadas soperas.

Madre abrió el fogón y puso agua a calentar, al lado de las brasas, y midió el café.

Se lo tendré que dar en una lata —dijo—. Todas las tazas están ya guardadas.

Tom y su padre salieron.

Uno tiene derecho a decir lo que quiere hacer. ¿Quién está comiendo costillas? —dijo el abuelo.

Ya hemos comido —dijo Tom—. Madre te está preparando una taza de café y algo de carne.

Entró en la casa, se bebió el café y comió la carne. El grupo le observó silenciosamente a través de la puerta, a la luz del alba. Vieron cómo bostezaba y se tambaleaba y luego ponía los brazos en la mesa, descansaba la cabeza en los brazos y se dormía.

En cualquier caso estaba cansado —dijo Tom—. Dejémosle que duerma.

Ahora ya estaban preparados. La abuela, aturdida y confusa, preguntó:

¿Qué es esto? ¿Qué hacéis, tan temprano? —pero estaba vestida y dispuesta a colaborar. Y Ruthie y Winfield estaban despiertos, pero callados con la tensión del cansancio y aún como si estuvieran soñando. La luz tamizaba los campos. El movimiento de la familia se detuvo. Se mostraban reacios a dar el primer paso para ponerse en marcha. Estaban asustados, ahora que había

llegado el momento..., de la misma forma que estaba asustado el abuelo. Vieron cómo el cobertizo se perfilaba contra la luz y los faroles palidecían hasta dejar de proyectar los círculos de luz amarillenta. Las estrellas iban desapareciendo, poco a poco, hacia el oeste. Y todavía se quedaron parados, como sonámbulos, los ojos enfocados para abarcar una vista panorámica, sin fijarse en los detalles, contemplando la aurora, el conjunto de los campos, la disposición de todo el entorno de una vez.

Sólo Muley Graves rondaba inquieto, mirando en el interior del camión a través de los listones, aporreando las ruedas de repuesto que colgaban de la parte trasera del camión. Por fin se acercó a Tom.

¿Vas a cruzar la frontera del estado? —preguntó—. ¿Vas a violar la libertad bajo palabra?

Y Tom se estremeció para librarse del entumecimiento.

¡Dios!, el sol está a punto de salir—dijo en voz alta—. Tenemos que ponernos en movimiento. —Los demás salieron de su letargo y fueron hacia el camión.

Venga —animó Tom—. Vamos a subir al abuelo.

Padre, el tío John, Tom y Al entraron en la cocina, donde dormía el abuelo con la frente apoyada en los brazos; en la mesa quedó una línea de café a medio secar. Le cogieron por debajo de los codos y le pusieron en pie, él gruñó y juró con la lengua espesa, igual que un borracho. Le fueron empujando y al llegar al camión, Tom y Al subieron e, inclinándose, lo levantaron con suavidad cogiéndolo por los sobacos y lo tumbaron encima de la carga. Al desató la lona, lo movieron hasta que estuvo debajo y pusieron una caja bajo la lona a su lado para que el peso de la lona no se apoyara en él.

Tengo que preparar eso de la viga —dijo Al—. Lo haré esta noche cuando paremos

El abuelo gruñó y se removió débilmente a punto de despertar y cuando finalmente se tranquilizó volvió a hundirse en un sueño profundo.

Padre dijo:

Madre, tú y la abuela sentaos delante con Al un rato. Iremos turnándonos para que no sea tan pesado, pero empezad vosotras.

Ellas se metieron en la cabina, y los demás se apelotonaron encima de la carga, Connie y Rose of Sharon, Padre y el tío John, Ruthie y Winfield, Tom y el predicador. Noah permaneció en tierra, contemplando la enorme carga que hacían ellos en lo alto del camión.

Al caminó alrededor, examinando las ballestas.

¡Dios mío! —exclamó—. Esas ballestas están completamente planas. Menos mal que las he bloqueado.

¿Qué pasa con los perros, Padre? —dijo Noah.

Me había olvidado —dijo Padre. Soltó un silbido estridente y un perro se acercó corriendo, pero sólo uno. Noah lo cogió y lo colocó arriba, donde el perro se sentó rígido y tembloroso, asustado por la altura.

Tendremos que dejar los otros dos —decidió Padre—. Muley, ¿te ocuparás de ellos? ¿Cuidarás de que no se mueran de hambre?

Sí —dijo Muley—. Estará bien tener un par de perros. Sí. Me los quedo.

Quédate también con las gallinas —dijo Padre.

Al se encaramó al asiento del conductor. El motor de arranque zumbó, encendió y volvió a ronronear. Luego flotó el rugido de los seis cilindros y un humo azul por detrás.

Adiós, Muley —gritó Al. Y la familia gritó: —Adiós, Muley.

Al metió la primera y soltó el embrague. El camión se estremeció y avanzó con esfuerzo por el patio. Y metió la segunda. Subieron reptando por la loma y el polvo rojo se levantó a su alrededor.

¡Dios, vaya carga! —dijo Al—. En este viaje no vamos a marcar un récord de velocidad.

Madre trató de mirar atrás, pero la carga se lo impidió. Enderezó la cabeza y dirigió la vista hacia adelante, a la carretera de tierra. Y un enorme cansancio se reflejó en sus ojos.

Los que iban encima de la carga sí volvieron la vista atrás. Vieron la casa, el granero, y un poco de humo que aún salía por la chimenea. Vieron cómo las ventanas se teñían de rojo con la primera chispa de color del sol. Vieron a Muley, de pie, con aire de desamparo, mirando desde el patio cómo se alejaban. Y entonces la colina les cortó la visión. Los campos de algodón flanqueaban la carretera. Y el camión avanzó lentamente a través del polvo, hacia la carretera y hacia el oeste.

CAPÍTULO XI

Las casas quedaron vacías en los campos y por ello también la tierra parecía estar vacía. Sólo estaban vivos los cobertizos de hierro galvanizado de los tractores, plateados y brillantes; estaban vivos con metal, gasolina y aceite, los discos refulgentes de los arados. Los faros de los tractores relucían porque para un tractor no existe ni el día ni la noche y los discos remueven la tierra en la oscuridad y centelleaban a la luz del día. Cuando un caballo acaba su trabajo y se retira al granero, queda allí energía y vitalidad, aliento y calor, y los cascos se mueven entre la paja, las mandíbulas se cierran masticando el heno y los oídos y los ojos están vivos. En el granero flota el calor de la vida, la pasión y el aroma de la vida. Pero cuando el motor de un tractor se apaga, se queda tan muerto como el mineral del que está hecho. El calor le abandona igual que el calor de la vida abandona a un cadáver. Luego se cierran las puertas de hierro galvanizado y el conductor se va a casa, a la ciudad, que quizá esté a veinte millas de distancia, y no necesita volver en semanas o meses, porque el tractor está muerto. Y esto resulta fácil y eficaz. Tan fácil que el trabajo pierde interés, tan eficaz que la tierra y trabajar el campo dejan de producir emoción y desaparecen también la comprensión profunda y la relación del hombre con la tierra. Dentro del conductor del tractor crece el desprecio que sólo es capaz de sentir un extraño que posee escasa comprensión y al que no une ninguna relación. Porque los nitratos no son la tierra, ni tampoco lo son los fosfatos; y la longitud de la fibra del algodón no es la tierra. El carbono no es un hombre, ni lo son la sal, el agua, el calcio. Él es todo eso, pero también mucho más, mucho más; y la tierra es mucho más que lo que revela su análisis. El hombre, que es más que sus reacciones químicas, caminando sobre la tierra torciendo la reja del arado para esquivar una piedra, soltando la esteva para dejarse resbalar por una roca que sobresale, arrodillándose en la tierra para almorzar; el hombre que es algo más que los elementos que lo componen conoce la tierra que es más que un análisis de componentes. Pero el hombre de la máquina, conduciendo un tractor muerto por un campo que ni conoce ni ama, sólo entiende la química, y siente desprecio por la tierra y por sí mismo. Cuando las puertas de hierro galvanizado se cierran él se va a su casa, y su casa no es el campo.

Las puertas de las casas vacías batían impulsadas por el viento. Bandas de críos iban desde los pueblos a romper las ventanas y a escarbar ente los despojos, buscando tesoros. Aquí hay un cuchillo con la hoja rota por la mitad. Eso está bien. Y... aquí huele a rata muerta. Y mira lo que Whitey escribió en la pared. Lo escribió también en los servicios de la escuela y el maestro le hizo borrarlo.

Cuando la gente se acababa de marchar, y la noche del primer día llegó, los gatos cazadores se acercaron perezosos desde los campos y maullaron en el porche. Y cuando vieron que no salía nadie, se deslizaron entre las puertas abiertas y caminaron maullando por las habitaciones vacías. Y después volvieron a los campos convertidos desde ese momento en gatos silvestres, que cazaban ardillas y ratones de campo y dormían durante el día en las zanjas. Al llegar la noche, los murciélagos, detenidos ante las puertas por miedo a la luz se precipitaron al interior de las casas y navegaron por las habitaciones vacías, y al cabo de un tiempo se quedaron por el día en los rincones oscuros de los cuartos,

con las alas plegadas y colgando cabeza abajo de las vigas, y el olor de sus excrementos invadió las casas vacías.

Los ratones se mudaron a las casas y almacenaron semillas en los rincones, en cajas, detrás de los cajones de la cocina. Y las comadrejas entraron a cazar ratones mientras los búhos de plumas marrones volaban chillando, entraban y volvían a salir.

Luego cayó un pequeño chaparrón. Las hierbas brotaron ante la entrada, donde la gente nunca había permitido que crecieran, y subieron también entre las tablas del porche. Las casas estaban vacías, y una casa vacía se desmorona rápidamente. Las grietas aparecieron en los tablones de la cubierta, a partir de clavos roñosos. El polvo se posó en los suelos, una capa homogénea alterada sólo por las huellas de ratones, comadrejas y gatos.

Una noche el viento soltó una teja y la arrojó al suelo. El siguiente viento curioseó en el agujero que la teja había dejado y arrancó otras tres tejas, y el siguiente, una docena. El sol del mediodía ardió a través del agujero y dejó una señal luminosa en el suelo. Los gatos montaraces se acercaban por la noche desde los campos, pero ya no se conformaban con maullar a la puerta. Se movían como sombras de una nube que pone un velo a la luna, entraban a los cuartos a cazar ratones. Y en las noches ventosas las puertas golpeaban contra los marcos y las cortinas en jirones aleteaban en las ventanas sin cristales.

CAPÍTULO XII

La carretera 66 es la ruta principal de emigración.

La 66, el largo sendero de asfalto que atraviesa el país, ondulando suavemente sobre el mapa, de Mississippi a Bakersfield, por las tierras rojas y las tierras grises, serpenteando montaña arriba hasta cruzar las cumbres, siguiendo luego por el deslumbrante y terrible desierto hasta atravesarlo, alcanzar la nueva cordillera y llegar a los ricos valles de California.

La 66 es la ruta de la gente en fuga, refugiados del polvo y de la tierra que merma, del rugir de los tractores y la disminución de sus propiedades, de la lenta invasión del desierto hacia el norte, de las espirales de viento que aúllan avanzando desde Texas, de las inundaciones que no traen riqueza a la tierra y le roban la poca que pueda tener. De todo esto huye la gente y van llegando a la 66 por carreteras secundarias, por caminos de carros y por senderos rurales trillados. La 66 es la carretera madre, la ruta de la huida.

Clarksville y Ozark, Van Buren y Fort Smith están en la 64, que llega a un extremo de Arkansas. Y todas las carreteras pasan por Oklahoma City, la 66 que viene de Tulsa, la 270 que sube desde McAlester. La 81 desde Wichita Falls al sur, hasta Enid al norte. Edmond, McLoud, Purcell. La 66 sale de Oklahoma City; El Reno y Clinton, hacia el oeste siguiendo la 66. Hydro, Elk City y Texola, allí acaba Oklahoma. La 66 atraviesa el Panhandle de Tejas. Shamrock y McLean, Conway y Amarillo. Wildorado y Vega y Boise, y termina Tejas. Tucumcari y Santa Rosa, por las montañas de Nuevo México hasta Albuquerque, a donde llega la carretera después de pasar por Santa Fe. Luego siguen las gargantas del Río Grande hasta Los Lunas y más hacia el oeste por la 66 hasta Gallup y la frontera de Nuevo México. Entonces vienen las altas montañas, Holbrook y Winslow y Flagstaff, en las altas montañas de Arizona. Después la extensa altiplanicie, ondulante como un oleaje terrestre. Ashfork y Kingman y de nuevo montañas de piedra donde el agua hay que acarrearla y se vende. Pasadas las montañas de Arizona, podridas por el sol, se llega a las riberas pobladas de cañas verdes del Colorado y allí termina Arizona. La otra orilla del río es California, que empieza con una bonita ciudad. Needles, a la orilla del río. Pero aquí el río es un extraño. Hacia el norte y tras una pradera abrasada está el desierto. Y la 66 continúa por el terrible desierto, donde la distancia reluce y en el centro las montañas negras cuelgan de forma imposible en la lejanía. Finalmente se llega a Barstow y sigue el desierto hasta que por fin vuelven a elevarse las montañas, las buenas montañas, y la 66 serpentea a través de ellas. De pronto un paso y al pie un hermoso valle, huertas y viñedos y casitas, y a lo lejos una ciudad, y, ¡oh, Dios mío! hemos llegado.

Las gentes en fuga desembocaron en la 66, a veces un solo coche, otras un pequeño remolque. Avanzaron lentamente por la carretera, todo el día y a la noche se detuvieron junto a algún arroyo. De día viejos radiadores que perdían lanzaban chorros de vapor, las bielas flojas martilleaban con constancia. Y los hombres que conducían los camiones y los coches cargados en exceso escuchaban con aprensión. ¿Cuánta distancia hay entre las ciudades? Da pánico el camino entre dos centros. Si se rompe alguna cosa..., bueno, si se rompe

algo, acampamos aquí mismo mientras Jim va andando a la ciudad, compra la pieza de recambio y vuelve y... ¿cuánta comida nos queda?

Escucha el motor, presta atención a las ruedas. Escucha con los oídos, con las manos en el volante, con la palma de la mano en el cambio de marchas, con los pies en las tablas del suelo. Escucha el golpeteo del viejo cacharro con los cinco sentidos; fíjate en un cambio de tono, en una variación del ritmo que puede significar... ¿una semana aquí parados? Esa vibración son las válvulas. Eso no es nada. Las válvulas pueden vibrar hasta el día del juicio sin que pase nada. Pero ese ruido sordo que hace el coche al moverse... no es que lo oiga... es como si sólo lo sintiera. A lo mejor el aceite no llega a algún sitio. Quizá los cojinetes empiezan a fallar. Por Dios, si se trata de un cojinete, no sé lo que vamos a hacer. El dinero se nos va muy deprisa.

Y ¿por qué hoy se ha calentado tanto este hijo de puta? Ni siquiera es cuesta arriba. Vamos a mirar. ¡Dios Todopoderoso!, la correa del ventilador ha desaparecido. Mira, haz una correa con este trocito de cuerda. A ver qué longitud..., ya está. Yo empalmo los extremos. Ahora conduce despacio, hasta que lleguemos a una ciudad. Esa cuerda no va a resistir mucho tiempo.

Si pudiéramos llegar a California, donde crecen los naranjos, antes de que esta cafetera explote. Si pudiéramos...

Y los neumáticos..., dos capas de tela gastadas. Sólo un alambre de cuatro capas. Podrían tirar cien millas más si no damos con una piedra y estalla. ¿Qué preferís, cien millas más, tal vez, o quizá dejar inservible la cámara? ¿Cuál de las dos? Cien millas. Bueno, te lo tienes que pensar. Tenemos parches de cámara. Quizá cuando se rompa no sea más que una pérdida pequeña. ¿Y si hacemos unas botas? Podríamos tirar otras quinientas millas. Sigamos hasta que revienten.

Debemos comprar un neumático, pero, por Dios, cobran mucho por una rueda vieja. Te miran de arriba abajo. Saben que tenemos que seguir adelante, que no podemos esperar. Y el precio sube.

Tómelo o déjelo. Yo no trabajo por amor al arte. Vendo neumáticos, no los regalo. Yo no puedo evitar lo que le ha pasado a usted. Tengo que pensar en mí mismo.

¿A cuánto está la próxima ciudad?

Ayer vi pasar cuarenta y dos coches como el suyo. ¿De dónde salen todos ustedes? ¿A dónde van?

Bueno, California es un estado grande.

No tan grande. Ni siquiera el país entero es tan grande. No es tan extenso. No es lo suficientemente amplio. No hay bastante espacio para usted y para mí, para la gente de su clase y la de la mía, para ricos y pobres todos juntos en un país, para ladrones y hombres honrados. Para el hambre y la abundancia. ¿Por qué no se vuelven por donde han venido?

Éste es un país libre. Cada uno puede ir donde le apetezca.

¡Eso es lo que usted se cree! ¿Ha oído hablar alguna vez de la patrulla fronteriza de California? Es de la policía de Los Ángeles. Les detendrán,

desgraciados, les harán volver. Mire, si no puede comprar tierras no le queremos aquí. Por cierto, ¿tiene carnet de conducir?, déjeme verlo. Se ha roto. No se puede entrar sin carnet de conducir.

Es un país libre.

Bueno, intente comprar la libertad. Por aquí decimos que un tipo tiene tanta libertad como su dinero le permite comprar.

En California se pagan salarios altos. Tengo aquí un papel que lo dice.

Tonterías. He visto a gente que se ha dado la vuelta. Hay alguien que les está tomando el pelo. ¿Quiere ese neumático o no?

Tengo que comprarlo, pero le aseguro que se nos lleva un buen pellizco. No nos queda mucho dinero.

Bueno, yo no soy la beneficencia. Cójalo.

Creo que no me queda más remedio. Déjeme verlo. Ábralo, veamos la cubierta. Hijo de puta, dijo que la cubierta estaba bien. Está a punto de reventar.

No es verdad. A ver... ¡Anda!, ¿cómo es posible que no me diera cuenta?

Claro que se había dado cuenta, es usted un hijo de puta. Quiere cobrarnos cuatro dólares por una cubierta reventada. Me gustaría pegarle un puñetazo.

Bueno, bueno, no se rasgue las vestiduras. Le digo que no me di cuenta. ¿Sabe lo que podemos hacer? Le dejo éste por tres cincuenta.

Sí, ¿y qué más? Intentaremos llegar hasta la próxima ciudad.

¿Crees que lo conseguiremos con ese neumático?

No tenemos elección. Antes me pongo yo como neumático que darle a ese tipo ni un centavo.

¿Y qué te crees que es un vendedor? Como él mismo dice, no trabaja por placer. Así son los negocios. ¿Cómo pensabas que era? Cada uno tiene que... ¿Has visto ese anuncio en la carretera? Servicios del club. ¿El sábado fiesta en el hotel Colmado? Bienvenido, hermano. Eso es un club. Un tipo que yo conocía solía contar una historia, decía: cuando yo era pequeño mi viejo me dio una novilla por el ronzal y me dijo que la llevara y que le hicieran un buen servicio. Yo lo hice y, desde entonces, cada vez que oigo a un hombre de negocios hablar de servicios me pregunto a quién están jodiendo. Uno que hace negocios tiene que mentir y engañar, pero él lo llama de otra manera. Eso es lo importante. Si tú vas y robas el neumático, resulta que eres un ladrón, pero él intentó robarte cuatro dólares por un neumático reventado. A eso lo llaman hacer un buen negocio.

Danny, sentado en el asiento de detrás quiere un vaso de agua. Tendrá que esperar. Aquí no hay agua. Escucha... ¿oyes el tubo de escape? No sé qué decirte.

La estructura suena igual que un telégrafo.

Se ha soltado una junta. Hay que continuar. Fíjate cómo silba. En cuanto veamos un sitio bueno para acampar, aparco inmediatamente. Pero, ¡Dios mío!, se está acabando la comida, nos quedamos sin dinero. ¿Qué pasará cuando ya no podamos comprar gasolina?

Danny quiere un vaso de agua. El pobre crío tiene sed.

Fíjate cómo silba esa junta.

¡Santo Dios! Ya está. Ya han reventado la llanta, la cubierta y todo. Hay que arreglarlo. Guarda la cubierta para hacer botas; la cortas y la pegamos por dentro de refuerzo de partes gastadas.

Coches parados junto a la carretera, motores apagados, neumáticos remendados. Coches cojeando a lo largo de la carretera 66 como si estuvieran heridos, jadeando y luchando por seguir. Demasiado caliente, conexiones flojas, cojinetes sueltos, estructuras traqueteantes.

Danny quiere un vaso de agua. Tendrá que esperar, el pobre chiquillo. Tiene calor. Próxima estación de

servicio, de servicio,como decía aquél.

Doscientas cincuenta mil personas en la carretera. Cincuenta mil coches viejos, heridos, humeando. Ruinas abandonadas a la orilla de la carretera. ¿Qué les pasó? ¿Qué pasó con la gente que viajaba en ese coche? ¿Echaron a andar? ¿Dónde están? ¿De dónde sale el valor, de dónde la fe tremenda?

Y aquí tienen una historia que apenas se puede creer, pero es cierta, y es divertida y hermosa. Eran una familia de doce personas, que se vieron obligados a marcharse de sus tierras. No tenían coche. Construyeron un remolque a base de chatarra y lo cargaron con sus pertenencias. Lo arrastraron hasta la orilla de la carretera 66 y esperaron. Y al poco tiempo los recogió un coche. Cinco de ellos viajaron en el coche y siete en el remolque, además del perro. Llegaron a California en dos saltos. El dueño del coche les dio de comer en el viaje. Es una historia cierta. Pero, ¿cómo se puede tener tanto valor y una fe semejante en los miembros de la propia especie? Son muy pocas las cosas que podrían enseñar a tener una fe tan grande.

Gente huyendo del terror que queda atrás..., le suceden cosas extrañas, algunas amargamente crueles y otras tan hermosas que la fe se vuelve a encender, y para siempre.

CAPÍTULO XIII

El viejo Hudson cargado en exceso crujió y gruñó en dirección a la carretera de Sallisaw y allí giró hacia el oeste, bajo un sol cegador. Pero en la carretera asfaltada Al aumentó la velocidad porque las forzadas ballestas ya no corrían peligro. De Sallisaw a Gore hay veintiuna millas y el Hudson avanzaba a treinta y cinco millas por hora. De Gore a Warner la distancia era de trece millas, de Warner a Checotah catorce millas, de Checotah a Henderla una buena tirada, treinta y cuatro millas, pero al menos al final se llega a una ciudad de verdad. De Henrietta a Cartle diecinueve millas, con el sol de plano, y los campos rojos, calentados por el sol, hacían vibrar el aire.

Al, sentado al volante, con expresión determinada en el rostro, escuchaba el camión con todo el cuerpo, sus ojos inquietos yendo incesantes de la carretera al salpicadero. Al era uno con su motor, cada uno de sus nervios a la busca de puntos débiles, de vibraciones o chirridos, de zumbidos y ronroneos que pudieran indicar un cambio capaz de provocar una avería. Se había transformado en el alma del camión.

La abuela, sentada a su lado, medio dormida, se quejó en sueños, abrió los ojos para mirar adelante y luego volvió a quedarse traspuesta. Madre iba al lado de la abuela, con un codo fuera de la ventana, y su piel se enrojecía bajo el fiero sol. Madre también miraba al frente, pero sus ojos no tenían expresión y no veían la carretera, ni los campos, ni las estaciones de servicio, ni los graneros donde se servían comidas. No los miraba al pasar. Al cambió de postura en el asiento destrozado y acomodó las manos en el volante. Y suspiró:

Es muy escandaloso, pero creo que va bien. Dios sabe cómo va a responder si hay que subir alguna colina con la carga que llevamos. ¿Hay alguna colina de aquí a California, Madre?

Ella volvió lentamente la cabeza y sus ojos recobraron vida.

Me parece que hay colinas —respondió—. En realidad no lo sé. Pero me parece haber oído que hay colinas e incluso montañas. Muy altas.

La abuela dio un largo suspiro lastimero en el sueño.

Esto va a arder si tenemos que subir alto —dijo Al—. Tendremos que tirar algunas cosas. Quizá no deberíamos haber traído al predicador.

Te alegrarás de que haya venido antes de que finalice el viaje —dijo Madre—. Ese predicador nos va a ayudar. —Y volvió a mirar al frente, a la radiante carretera.

Al sujetó el volante con una mano y puso la otra en la vibrante palanca de cambios. Le costaba hablar. Formó las palabras con la boca, silenciosamente antes de decirlas en voz alta.

Madre... —Ella se volvió despacio hacia él, la cabeza temblando ligeramente por el movimiento del coche—. Madre, ¿te da miedo marchar? ¿Ir a un sitio nuevo?

Sus ojos se volvieron pensativos y dulces.

Un poco —contestó—. Pero que no es tanto como miedo. Me limito a estar aquí sentada y esperar. Cuando pase algo que exija una reacción por mi parte, me moveré.

¿No piensas en qué pasará cuando lleguemos? ¿No temes que quizá no sea tan bonito como pensamos?

No —replicó con rapidez—. No lo temo. No debes hacer eso. Yo tampoco. Es demasiado, es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, sólo será una. Si voy adelante en todas ellas, es excesivo. Tú vives por delante porque eres muy joven, pero yo vivo en el momento. Lo más lejos que llego es a calcular lo que tardarán en pedir más huesos de cerdo. —Su rostro se tensó—. Es lo más que puedo hacer. No llego a más. Todos los demás se disgustarían si hiciera más. Todos confían en que yo piense en esas cosas.

La abuela bostezó con estridencia y abrió los ojos. Miró a su alrededor desesperada.

Tengo que salir, por Dios —dijo.

En la primera mata de arbustos —dijo Al—. Hay una allí delante.

Con arbusto o sin arbusto tengo que bajar, te lo estoy diciendo. —Y comenzó a gimotear—. Tengo que salir, tengo que salir.

Al aceleró y, al llegar a la mata, frenó bruscamente. Madre abrió la puerta de un empujón y medio arrastró a la anciana al borde de la carretera hasta los arbustos. Y la sujetó para que no cayera al agacharse.

En el remolque, los demás se removieron volviendo a la vida. Sus rostros brillaban rojos por el sol del que no podían guarecerse. Tom, Casy, Noah y el tío John se bajaron con aire de cansancio. Ruthie y Winfield se descolgaron por los laterales y desaparecieron tras los arbustos. Connie ayudó con delicadeza a Rose of Sharon a bajar. El abuelo estaba despierto, asomando la cabeza por encima de la lona, pero en sus ojos, llorosos e inexpresivos, se veía que aún estaba drogado. Miró a los demás, pero en su mirada no había ninguna señal de reconocimiento.

¿Quieres bajar, abuelo? —llamó Tom.

Los viejos ojos se volvieron hacia él con indiferencia.

No —respondió el abuelo. Por un momento la fiereza volvió a sus ojos—. No iré, lo juro. Me voy a quedar, igual que Muley. —Y luego volvió a perder el interés. Madre regresó, ayudando a la abuela a subir el terraplén de la carretera.

Tom —pidió—, saca el plato de huesos, allí detrás, debajo de la lona. Hemos de comer algo.

Tom cogió el plato y lo fue pasando, y la familia comió la carne crujiente adherida a los huesos, de pie junto a la carretera.

Fue una buena idea traer estos huesos —dijo Padre—. Allí arriba se queda uno tan rígido que apenas se puede mover. ¿Dónde está el agua?

¿No la llevabais detrás? —preguntó Madre—. Yo dejé fuera el jarro de un galón.

Padre se encaramó a las barras y buscó bajo la lona. —Aquí no está. Lo hemos debido olvidar. Al instante la sed se apoderó de ellos. Winfield gimió: —Quiero beber. Quiero beber.

Los hombres se humedecieron los labios, súbitamente conscientes de que tenían sed. Y todos sintieron algo de pánico.

Al sintió crecer el miedo.

Conseguiremos agua en la primera estación de servicio que encontremos. También necesitamos gasolina.

Los que viajaban detrás treparon por los laterales; Madre ayudó a la abuela a subir a la cabina y después subió ella. Al puso en marcha el motor y siguieron viaje. De Castle a Paden veinticinco millas, el sol pasó el cenit y empezó a bajar. Y la tapa del radiador empezó a saltar de arriba abajo y el vapor comenzó a surgir silbando. Cerca de Paden había una choza junto a la carretera y dos surtidores de gasolina delante de ella; al lado de la cerca un grifo de agua y una manguera. Al se dirigió hacia la manguera y aparcó con el morro pegado a ella. Mientras aparcaban, un hombre corpulento, con la cara y los brazos rojos, se levantó de una silla colocada detrás de los surtidores y se acercó a ellos. Llevaba un pantalón de pana de color marrón, tirantes y una camisa polo; y se cubría la cabeza con una especie de casco de cartón, pintado de color plata, para protegerse del sol. Tenía gotas de sudor en la nariz y debajo de los ojos, que se convertían en arroyuelos en las arrugas del cuello. Se dirigió con calma hacia el camión, con aspecto truculento y severo.

Oigan, ¿piensan comprar algo? ¿Gasolina o alguna otra cosa? —preguntó.

Al ya se había bajado y estaba desenroscando la humeante tapa del radiador con las puntas de los dedos, retirando la mano con rapidez, intentando evitar el chorro que saldría despedido cuando la tapa quedara suelta.

Necesitamos gasolina. —¿Tienen dinero? —Pues claro. ¿Se cree que mendigamos? El rostro del gordo perdió la truculencia.

Bien, en ese caso no hay problema. Cojan el agua que necesiten. —Y se apresuró a darles una explicación—. La carretera rebosa gente, y algunos paran, usan agua, ensucian los servicios y luego, encima, roban alguna cosa y no compran nada. No tienen ningún dinero para comprar. Vienen suplicando que les regale un galón de gasolina para poder seguir adelante.

Tom saltó al suelo enfadado y fue hacia el gordo.

Nosotros pagamos lo que compramos —le dijo fieramente—. No tiene ningún derecho a inspeccionarnos de esa forma. No le hemos pedido nada.

No les estaba inspeccionando —replicó el gordo muy deprisa. El sudor empezó a empapar su camisa polo de manga corta—. Cojan el agua y vayan a usar los servicios si quieren.

Winfield había agarrado la manguera. Bebió del extremo y luego dirigió el chorro por la cabeza y la cara y emergió chorreando.

No está fría —dijo.

No sé a dónde va a llegar este país —continuó el gordo. Su queja tenía ahora otro objeto y ya no hablaba a los Joad, ni de ellos—. Cada día pasan cincuenta y seis coches de gente que va al oeste, con niños y utensilios de la casa. ¿A dónde van? ¿A qué van?

Hacen lo mismo que nosotros —respondió Tom—. Buscan algún sitio donde vivir. Para ir tirando. No es más que eso.

Bueno, no sé a dónde va a llegar este país. Es que no lo sé. Aquí estoy yo, también trato de ir tirando, y ¿qué creen, que los cochazos nuevos paran aquí? ¡Ni hablar! Van a las estaciones de la ciudad, pintadas de amarillo, las de las grandes compañías. No paran en sitios como éste. La mayoría de la gente que para aquí no tiene absolutamente nada.

Al le dio otra vuelta a la tapa del radiador y ésta saltó por el aire empujada por un chorro de vapor, y un borboteo sordo salió del radiador. Subido en el camión, el desgraciado podenco se llegó tímidamente al borde de la carga y miró al agua, lloriqueando. El tío John subió y lo bajó sujetándolo por la piel de la nuca. Durante un momento el perro vaciló apoyado en sus patas rígidas y luego fue a lamer el barro que se había formado debajo de la tapa. En la carretera los coches zumbaban al pasar, relucientes en el calor, y el cálido viento que producían a su paso se desparramaba en el patio de la estación de servicio. Al llenó el radiador con la manguera.

No es que intente hacer negocio a costa de los ricos —siguió el gordo—. Sólo intento hacer yo algo de negocio. Fíjense, los que paran aquí mendigan gasolina y quieren hacer trueques. Podría enseñarles las cosas que dejan a cambio de gasolina y aceite, las tengo en la habitación trasera: camas, carricoches de niño, cacerolas, sartenes. Una familia cambió la muñeca de la cría por un galón. ¿Y qué puedo yo hacer con todo eso, abrir una chatarrería? Un tipo quiso hasta darme sus zapatos, a cambio de un galón. Y si fuera de otra forma, apuesto a que les podría sacar... —Miró a Madre y se calló.

Jim Casy se había mojado la cabeza, las gotas aún le corrían por la frente despejada, y su musculoso cuello estaba mojado, lo mismo que su camisa. Se acercó a Tom.

La gente no tiene la culpa —dijo—. ¿Acaso le gustaría a usted tener que vender la cama en la que duerme por un depósito de gasolina?

Ya sé que no tienen la culpa. Toda la gente con la que he hablado tienen buenas razones para estar en la carretera. Pero ¿adónde va a llegar el país? Eso es lo que me gustaría saber. ¿A dónde? Uno ya no puede ganarse la vida. La gente ya no se gana la vida trabajando la tierra. Les pregunto, ¿a dónde vamos a llegar? No me lo puedo imaginar. Nadie a quien yo he preguntado se lo imagina. Un tío quiere quedarse sin zapatos por poder avanzar otras cien millas. No lo

puedo entender. —Se quitó el sombrero plateado y se enjugó la frente con la palma de la mano. Tom se quitó la gorra y se enjugó la frente con ella. Fue a la manguera, mojó la gorra, la escurrió y se la volvió a poner. Madre sacó una taza de hojalata por entre los barrotes laterales del camión y llevó agua a la abuela y al abuelo, que se mojó los labios y luego negó con la cabeza indicando que no quería más. Los ojos del anciano miraron a Madre con dolor y perplejidad por un momento, antes de que la conciencia desapareciera una vez más.

Al puso en marcha el motor y se acercó marcha atrás al surtidor de gasolina.

Llénelo. Le caben unos siete —dijo Al—. Le pondremos seis para asegurarnos de que no se derrama ni una gota.

El gordo metió la manga en el depósito.

No, señor —dijo—. Sencillamente no sé a dónde va a llegar este país. Ayuda social incluida.

Casy intervino:

He estado recorriendo la región. Todo el mundo se pregunta eso. ¿A dónde vamos a llegar? A mí me parece que nunca llegamos a ninguna parte. Siempre estamos en camino, siempre yendo. ¿Por qué no piensa la gente en eso? Ahora hay movimiento, gente moviéndose. Sabemos por qué y también cómo. Porque se ven obligados a ello. Ésa es siempre la causa. Porque aspiran a algo mejor de lo que tienen. Y ésa es la única forma de conseguirlo. Lo quieren y lo necesitan, así se mueven y se lo cogen. Que le hieran es lo que hace que la gente se enfurezca hasta el punto de luchar. Yo he estado caminando por el campo y he oído a la gente hablar como usted.

El gordo bombeó la gasolina y la aguja del surtidor fue girando al registrar la cantidad.

Sí, pero a dónde va a llegar todo esto. Eso es lo que quisiera saber.

Tom interrumpió irritado:

Bueno, pues nunca lo sabrá. Casy intenta explicárselo y usted simplemente vuelve a hacer la misma pregunta. Ya he conocido antes a gente como usted. No es que pregunte nada; usted se limita a cantar una especie de canción: ¿a dónde vamos a llegar? Usted no quiere saberlo. La gente se está moviendo, yendo a distintos lugares. Hay gente muriendo a su alrededor. Quizás usted muera pronto, pero no sabrá nada. He visto demasiados tipos como usted. No quiere saber nada. Lo único que quiere es cantarse una nana para quedarse dormido: «¿A dónde vamos a parar?»

Miró el surtidor de gasolina, oxidado y viejo, y una choza que había detrás, hecha de leña vieja, con los agujeros de los primeros clavos que le pusieron aún visibles a través de la pintura que había sido chillona, pintura amarilla que había tratado de imitar las estaciones de servicio de las grandes compañías, en la ciudad. Pero la pintura no había podido cubrir los agujeros de clavos antiguos ni las viejas grietas de la madera, y la pintura no se podía renovar. La imitación no había conseguido su propósito y el propietario lo sabía. En el interior de la choza, a través de la puerta abierta, Tom vio barriles de aceite, sólo dos, y el mostrador

de los caramelos, con chucherías rancias y palos de regaliz volviéndose marrones a fuerza de tiempo, y cigarrillos. Vio la silla rota y la mosquitera de metal con un agujero oxidado. Y el patio de chatarra que debería haber tenido gravilla, y detrás, el campo de maíz secándose y muriendo al sol. Al lado de la casa las existencias, pocas, de neumáticos usados y recauchutados. Y vio por vez primera los pantalones baratos, lavados muchas veces, del gordo y su polo barato y su sombrero de cartón. Dijo.

No pretendía hablar tan bruscamente. Es culpa de este calor. Usted no tiene nada. Dentro de poco usted mismo estará en la carretera. Y no son los tractores los que le van a poner allí. Son esas estaciones amarillas de la ciudad, tan bonitas. La gente se está moviendo —dijo avergonzado—. Usted también tendrá que ponerse en marcha.

La mano del gordo disminuyó el bombeo de gasolina y se detuvo mientras Tom hablaba. Le miró con preocupación.

¿Cómo lo ha sabido? —preguntó desamparado—. ¿Cómo ha sabido que ya hemos estado hablando de liar el petate y marcharnos al oeste?

Somos todos —le respondió Casy—. Yo, por ejemplo, que solía luchar con todas mis fuerzas contra el diablo porque pensaba que él era el enemigo. Pero algo peor que el diablo se ha apoderado del país y no lo va a soltar hasta que lo arranquen a hachazos. ¿Ha visto alguna vez agarrarse a una de esas salamandras venenosas? Se agarra, y aunque se la corte en dos, la cabeza sigue enganchada. Se le corta el cuello y la cabeza no suelta lo que tenga apresado. Hay que coger un destornillador y abrirle la cabeza haciendo palanca para conseguir que suelte. Y mientras está enganchada, el veneno se introduce gota a gota, sin pausa, por el agujero que ha abierto con los dientes. —Calló y miró de lado a Tom.

El gordo miraba al frente desesperanzado. Sus manos comenzaron a girar la manivela lentamente.

No sé a dónde vamos a llegar —dijo quedamente.

Junto a la manguera del agua, Connie y Rose of Sharon hablaban juntos, como en secreto. Connie enjuagó la taza de hojalata y probó el agua con el dedo antes de llenarla de nuevo. Rose of Sharon miraba pasar los coches por la carretera. Connie le alargó la taza.

Esta agua no está fría, pero moja —dijo.

Ella le miró y dibujó una de sus sonrisas secretas. Era toda secretos ahora que estaba embarazada, secretos y cortos silencios que parecían tener significados. Estaba satisfecha consigo misma y se quejaba de cosas en realidad sin importancia. Y exigía de Connie unos servicios muy tontos, y ambos sabían que eran tontos. Connie también estaba contento con ella y lleno de asombro de que estuviera embarazada. Le gustaba pensar que él formaba parte de los secretos que ella tenía. Cuando ella sonreía con aquella expresión enigmática, él sonreía del mismo modo y los dos intercambiaban confidencias en murmullos. El mundo se había cerrado en torno a ellos, que estaban en el centro, o más bien Rose of Sharon era el centro mientras Connie describía una pequeña órbita a su alrededor. Todo lo que decían tenía algo de secreto.

Ella retiró los ojos de la carretera.

No tengo demasiada sed —dijo delicadamente—. Pero quizás debierabeber. —Y él asintió, porque sabía bien lo que ella había querido decir. Rose of Sharon cogió la taza, se enjuagó la boca, escupió y luego bebió la taza entera de agua tibia.

¿Quieres otra? —ofreció él.

Sólo media.

Así que él llenó la taza por la mitad y se la dio. Un Lincoln Zephyr, plateado y bajo, pasó a toda velocidad. Ella se volvió a ver dónde estaban los demás y los vio reunidos junto al camión. Tranquilizada, preguntó:

¿Qué te parecería viajar en ese coche?

Connie suspiró:

Quizá... más adelante. —Ambos sabían el significado de sus palabras—. Y si sobra trabajo en California, podremos comprar nuestro propio coche. Pero esos —indicó el Zephyr que desaparecía de su vista—, los de esa clase cuestan tanto como una casa grande. Y prefiero tener la casa.

Yo querría tener la casa y uno de esos —dijo ella—. Pero desde luego la casa debe ser lo primero porque... —Y los dos supieron a qué se refería. Estaban muy emocionados con el embarazo.

¿Te encuentras bien? —preguntó Connie. —Cansada. Estoy algo cansada de viajar bajo el sol. —Tenemos que hacerlo o nunca llegaremos a California. —Ya lo sé —dijo ella.

El perro vagó, olfateando, más allá del camión, llegó trotando al charco formado bajo la manguera y lamió el agua embarrada. Luego se alejó con la nariz baja y las orejas colgando. Fue olfateando entre la maleza polvorienta de la orilla de la carretera hasta llegar al borde del asfalto. Levantó la cabeza y miró al otro lado, y después comenzó a cruzar. Rose of Sharon dejó escapar un chillido agudo. Un coche grande y veloz llegó muy deprisa, los neumáticos chirriaron. El perro intentó en vano esquivarlo y, con un grito estridente, fue a parar debajo de las ruedas, cortado por la mitad. El enorme coche disminuyó por un momento la velocidad y, desde dentro, unos rostros se volvieron para mirar; después aceleró de nuevo y desapareció. Y el perro reducido a un borrón de sangre e intestinos reventados y enmarañados, sobre la carretera, movió las patas lentamente.

Los ojos de Rose of Sharon estaban muy abiertos. —¿Crees que le hará daño? —imploró—. ¿Crees que le hará daño? Connie la rodeó con un brazo. —Ven a sentarte —animó—. No ha sido nada. —Pero sentí que le hacía daño. Noté una especie de sacudida al gritar.

Ven a sentarte. No ha sido nada. No va a tener ninguna consecuencia. — La llevó a un lado del camión, alejándola del perro agonizante y la sentó en el estribo.

Tom y el tío John se acercaron a la carnicería. El cuerpo destrozado se estremecía por última vez. Tom agarró las patas y lo arrastró hasta el borde de la carretera. El tío John parecía avergonzado, como si hubiera sido culpa suya.

Debía haberlo tenido atado —dijo.

Padre miró al perro un momento y luego se dio la vuelta y se alejó.

Vámonos —dijo—. No sé cómo hubiéramos podido alimentarle de todas formas. Quizá haya sido lo mejor.

El gordo se acercó por detrás del camión.

Lo siento por ustedes —dijo—. Un perro cerca de una carretera no dura nada. En un año me atrepellaron a tres perros. Ahora ya no tengo perro.

Añadió:

No se preocupen por él. Yo me ocupo de todo. Lo enterraré en el campo de maíz.

Madre se acercó a Rose of Sharon, que estaba sentada en el estribo, estremecida aún.

¿Te encuentras bien, Rosasharn? —inquirió—. ¿Es que estás mal? —Vi eso. Me ha sobresaltado. —Te oí gritar —dijo Madre—. Venga, contrólate. —¿Crees que ha podido hacerle daño?

No —dijo Madre—. Lo que le puede hacer daño es que sigas contemplándote y compadeciéndote y envolviéndote en algodón en rama. Ponte ya en pie y ayúdame a acomodar a la abuela. Olvídate un minuto de ese bebé. Él cuidará de sí mismo.

¿Dónde está la abuela? —preguntó Rose of Sharon.

No sé. Por aquí cerca debe estar. Quizás esté en los servicios.

La muchacha caminó hacia el lavabo y en un instante salió ayudando a la abuela a moverse.

Se había quedado dormida ahí dentro —dijo Rose of Sharon.

La abuela sonrió.

Se está bien allí—explicó—. Hay un water y el agua baja. Me gusta el servicio —comentó con satisfacción—. Me habría dormido una buena siesta si no me hubieran despertado.

No es un buen sitio para dormir —opinó Rose of Sharon mientras ayudaba a la abuela a subir al coche. Ésta se acomodó alegremente.

Quizá no sea un sitio elegante, pero es cómodo —dijo. Tom dijo:

Vámonos. Tenemos muchas millas por delante.

Padre soltó un silbido estridente.

¿Dónde se habrán metido esos críos? —Volvió a silbar poniendo los dedos en la boca.

Al momento aparecieron por el maizal, Ruthie delante, Winfíeld tras ella.

Huevos —gritó Ruthie—. Tengo huevos blandos —se acercó apresuradamente con Winfield siguiéndola de cerca. ¡Mirad! —Traía una docena de huevos blandos, de color blanco-grisáceo, en la sucia mano. Y mientras levantaba la mano, sus ojos cayeron sobre el perro muerto junto a la carretera— . ¡Anda! —exclamó.

Ruthie y Winfield se acercaron despacio al perro y lo inspeccionaron. Padre les llamó:

Venid ya si no queréis que os dejemos.

Dieron media vuelta solemnemente y caminaron hacia el camión. Ruthie miró una vez más los grises huevos de reptil que guardaba en la mano y luego los arrojó. Se encaramaron por el lado del camión.

Tenía todavía los ojos abiertos —dijo Ruthie en tono muy bajo.

Winfield, por el contrario, se regodeaba en la escena. Dijo con atrevimiento:

Tenía todas las tripas desparramadas por ahí..., por todas partes... —se quedó silencioso un momento—, desparramadas... por todas partes —dijo, y entonces se movió con rapidez y vomitó por el lateral del camión. Cuando se sentó de nuevo tenía los ojos llenos de lágrimas y le goteaba la nariz.

No es como matar un cerdo —dijo, a modo de explicación.

Al levantó el capó del Hudson y comprobó el aceite. Sacó una lata de un galón que había en el suelo de la cabina y vertió una cantidad de aceite barato y negro por el tubo y luego volvió a comprobar el nivel.

Tom fue a su lado.

¿Quieres que conduzca yo un rato? —preguntó.

No estoy cansado —replicó Al.

Bueno, anoche no dormiste nada. Yo eché una cabezada esta mañana. Sube atrás. Yo conduciré.

Bueno —dijo Al, aún reacio—. Pero debes estar muy atento al indicador del aceite. Y ve despacio. He estado esperando el corto. Vigila de vez en cuando la aguja. Si salta a descarga, es un corto. Y ve despacio, Tom, llevamos carga de más.

Tom se echo a reír.

Estaré al tanto —dijo—. Descansa tranquilo.

La familia volvió a hacinarse en el camión. Madre se acomodó junto a la abuela en el asiento y Tom ocupó su puesto y encendió el motor.

Sí que está flojo —dijo, y metió la marcha y condujo hacia la carretera.

El motor zumbó monótono y el sol empezó a bajar en el cielo, delante de ellos. La abuela dormía de forma continuada, e incluso Madre dejó caer la cabeza hacia adelante y dormitó. Tom se bajó la gorra para evitar que el sol cegador le diera en los ojos.

De Paden a Meeker hay trece millas; de Meeker a Harrah son catorce; y después viene Oklahoma City, la gran ciudad. Tom atravesó la ciudad sin detenerse. Madre despertó y miró las calles al pasar. Y los otros, subidos en el camión, contemplaron las tiendas, las grandes casas, los edificios de oficinas. Y luego los edificios y las tiendas fueron haciéndose más pequeños. Chatarrerías, puestos de perros calientes, salas de baile de las afueras.

Ruthie y Winfield vieron todo aquello; los enormes tamaños y lo extraño que era todo les avergonzó y sintieron miedo de aquella gente tan bien vestida. No hablaron de eso entre ellos. Más tarde... hablarían, pero ahora no. Vieron las torres de perforación de petróleo, en el límite de la ciudad; torres negras, y el olor de petróleo y gasolina en el aire. Pero no lanzaron exclamaciones. Era tan grande y tan extraño que les asustaba.

Rose of Sharon vio en la calle a un hombre con un traje ligero. Llevaba zapatos blancos y un sombrero plano de paja. Ella tocó a Connie y señaló al hombre con los ojos y entonces Connie y Rose rieron por lo bajo para sí mismos y la risa se fue apoderando de ellos. Se taparon la boca. Y se sentían tan a gusto que buscaron otra gente de la que poder reírse. Ruthie y Winfield les vieron reír y parecían pasarlo tan bien que también ellos lo intentaron... pero no pudieron. No les daba la risa. Sin embargo, Connie y Rose of Sharon estaban sin aliento y colorados y rígidos de tanto reír antes de que pudieran parar. Llegaron al punto de que nada más mirarse volvían a empezar las carcajadas.

Las afueras estaban muy extendidas. Tom condujo lentamente y con cuidado entre el tráfico y entonces estuvieron en la carretera 66..., la gran ruta hacia el oeste, y el sol se hundía tras la línea de la carretera. El parabrisas brillaba de polvo. Tom se bajó tanto la gorra sobre los ojos que, para ver, tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás. La abuela seguía durmiendo con el sol en sus párpados cerrados, y las venas de las sienes eran azules, las venillas brillantes de las mejillas tenían el color del vino y las manchas marrones de su rostro se volvieron más oscuras.

Tom dijo: —Seguiremos en esta carretera hasta el final. Madre había estado silenciosa largo rato.

Quizá debiéramos buscar un sitio para acampar antes de la puesta de sol —sugirió ahora—. Tengo que poner carne a cocer y hacer un poco de pan. Eso lleva tiempo.

Es buena idea —asintió Tom—. No vamos a hacer este viaje de un salto. Nos vendrá bien estirarnos un poco.

De Oklahoma City a Bettany hay catorce millas. Tom volvió a hablar:

Creo que será mejor parar antes de que el sol se ponga. Al tiene que construir ese invento del camión. Si no, el sol va acabar con los que vayan detrás.

Madre había vuelto a dormitar. Enderezó la cabeza bruscamente. —Hay que cocinar algo de cena —dijo. Y prosiguió: —Tom, tu padre me ha dicho que si cruzas la frontera del estado... Él se tomó un buen rato antes de responder.

¿Sí? ¿Qué pasa con eso, Madre?

Bueno, es que estoy asustada. Será como si te hubieras fugado. A lo mejor te cogen.

Tom puso la mano como una visera encima de los ojos para protegerse del sol poniente.

No te preocupes —dijo—. Ya lo tengo pensado. Hay muchos fuera en libertad bajo palabra y continuamente están saliendo más. Si me cogen por alguna otra razón en el oeste, bien, mi foto y mis huellas están en Washington. Me mandarán de nuevo a prisión. Pero si no cometo ningún delito, les trae sin cuidado lo que haga.

Pues yo estoy asustada. A veces cometes un delito y ni siquiera sabes que es malo. Quizá haya delitos en California que ni siquiera sabemos que lo son. Tal vez hagas algo que no tiene nada de malo y resulte que en California sí que lo tiene.

Sería lo mismo que si no estuviera en libertad bajo palabra —razonó—. Lo único es que si me pillan, me la cargo más que otros. Deja ya de preocuparte — dijo—. Ya tenemos bastantes preocupaciones para que encima tú te dediques a buscar más motivos de preocupación.

No lo puedo remediar —dijo Madre—. En el momento que cruces la frontera habrás cometido un delito.

Bueno, pues eso es mejor que quedarme quieto en Sallisaw y morirme de hambre —replicó Tom—. Más vale que busquemos un sitio donde acampar.

Atravesaron Bettany y continuaron. Al lado de la acequia por la que una alcantarilla pasaba bajo la carretera, un viejo turismo estaba aparcado junto a la carretera y había una tienda pequeña al lado, de la que salía el tubo de un fogón que echaba humo.

Tom señaló al frente.

Hay gente acampada. Parece el mejor sitio que hemos visto hasta ahora.

Redujo velocidad y acabó de frenar a la orilla de la carretera. El capó del viejo turismo estaba abierto y un hombre de mediana edad se inclinaba observando el motor. Llevaba un sombrero barato de paja, una camisa azul, un chaleco negro lleno de manchas y unos vaqueros, tiesos y brillantes de puro sucios. Tenía un rostro enjuto, con arrugas como surcos hondos que destacaban los pómulos y la barbilla nítidamente. Levantó los ojos para mirar el camión, unos ojos sorprendidos y furiosos.

Tom se asomó por la ventana.

¿Hay alguna ley que prohíba acampar aquí para pasar la noche?

El hombre sólo había visto el camión. Enfocó ahora los ojos en Tom.

No lo sé —respondió—. Nosotros paramos simplemente porque no podíamos continuar.

¿Hay agua por aquí?

El hombre señaló a la barraca de una estación de servicio, como un cuarto de milla más adelante.

Allí hay agua. Le dejarán coger un cubo. Tom vaciló. —¿Le importa si acampamos un poco más allá? El hombre delgado le miró con extrañeza.

No es nuestro —replicó—. Nosotros paramos porque esta mierda de coche no tira más.

En cualquier caso, ustedes llegaron antes —insistió Tom—. Tiene derecho a elegir si quiere tener vecinos o no.

El llamamiento a la hospitalidad tuvo un efecto inmediato. El semblante enjuto se distendió en una sonrisa.

Pues claro, no faltaba más, dejen ya la carretera. Es un placer que se queden con nosotros —llamó a gritos—: Sairy, hay aquí una gente que se va a quedar con nosotros. Sal de ahí y ven a saludar. Sairy no se encuentra bien — añadió.

Las solapas de la tienda se separaron y de ella emergió una mujer apergaminada, un rostro arrugado como una hoja seca y ojos que parecían llamear, ojos negros que parecían asomarse al exterior desde un pozo de espanto. Era menuda y temblaba. Se enderezó agarrada a una de las solapas, y la mano que se asía a la lona era como la de un esqueleto cubierto de piel arrugada.

Cuando habló, todos apreciaron el hermoso timbre grave de su voz, suave y modulada y, sin embargo, con armonías resonantes.

Dales la bienvenida —dijo—. Diles que son bienvenidos.

Tom se apartó de la carretera y metió el camión en el campo y lo aparcó paralelo al turismo. La gente salió rodando del camión; Ruthie y Winfield con demasiada prisa, de manera que las piernas no les respondieron y se quejaron a gritos del hormiguillo que les corría por los miembros. Madre se puso a trabajar sin perder un segundo. Desató el cubo de tres galones de la parte trasera del camión y se aproximó a las escandalosas gallinas.

Ve a por agua... allí delante. Pídela bien. Di: «Por favor, ¿podemos llenar un cubo de agua?» y luego da las gracias. Después la traéis entre los dos sin derramar ni una gota. Y si veis maderitas para quemar, traedlas aquí.

Los chiquillos se alejaron a la carrera hacia la barraca.

Alrededor de la tienda todos estaban un poco cohibidos y la conversación se había detenido antes de empezar. Padre intentó empezar un intercambio:

¿Ustedes no son de Oklahoma?

Y Al, cerca del coche, miró la matrícula.

Kansas —dijo.

Galena, cerca de allí más o menos —informó el hombre enjuto—. Me llamo Ivy Wilson.

Nosotros Joad —siguió Padre—. Venimos de cerca de Sallisaw.

Es un placer conocerles —replicó Ivy Wilson—. Sairy, estos son los Joad.

Sabía que no eran de Oklahoma. Hablan raro, como si... pero no es nada malo, no me malinterpreten.

Todo el mundo habla de distinta forma —dijo Ivy—. Los de Arkansas de un modo, distinto de los de Oklahoma... Y vimos a una mujer de Massachusetts que hablaba más raro que nadie. Apenas entendíamos lo que decía.

Noah, el tío John y el predicador empezaron a descargar el camión. Ayudaron a bajar al abuelo y lo sentaron en el suelo, donde se quedó desmadejado, mirando al frente.

¿Estás enfermo, abuelo? —preguntó Noah.

Claro que sí—respondió el abuelo débilmente—. Estoy muy mal.

Sairy Wilson se le acercó andando despacio y con cuidado.

¿Le gustaría venir a nuestra tienda? —ofreció—. Puede tumbarse en nuestro colchón y descansar.

Él levantó la mirada hacia Sairy, atraído por su dulce voz.

Venga conmigo —dijo ella—. Podrá descansar. Le ayudaremos a llegar a la tienda.

Sin previo aviso el abuelo rompió a llorar. Su barbilla tembló y estiró los labios sobre la boca y sollozó roncamente. Madre acudió presurosa y le rodeó con sus brazos. Lo puso en pie, con su espalda ancha en tensión y medio lo llevó en volandas, medio lo ayudó a entrar en la tienda de campaña.

El tío John dijo:

Debe estar enfermo de verdad. Nunca había hecho eso antes. No le había visto llorar así en toda mi vida. —Subió de un salto al camión y arrojó al suelo un colchón.

Madre salió de la tienda y fue hacia Casy.

Usted ha estado con enfermos —empezó—. El abuelo está enfermo. ¿Le importaría ir a echarle un vistazo?

Casy se dirigió con rapidez a la tienda y entró. En el suelo había un colchón doble, las mantas extendidas con pulcritud; un pequeño hornillo de hojalata se apoyaba en sus patas de hierro y en él ardía un fuego desigual. Aparte de esas cosas, no había más que un cubo de agua, una caja de madera de provisiones y

otra caja que hacía de mesa. La luz de la puesta de sol se veía rosa a través de las paredes de la tienda. Sairy Wilson estaba de rodillas en el suelo, junto al colchón y el abuelo yacía boca arriba. Tenía los ojos abiertos, mirando para arriba y las mejillas encendidas. Respiraba con dificultad.

Casy cogió la delgada muñeca del anciano entre los dedos.

¿Se encuentra cansado, abuelo? —preguntó. Los ojos se movieron hacia la voz, pero no le encontraron a él. Los labios dibujaron unas palabras, pero no llegó a pronunciarlas. Casy le tomó el pulso, dejó la muñeca y puso la mano sobre la frente del abuelo. Una batalla comenzó a desatarse en el cuerpo del anciano, que movía las piernas sin cesar y agitaba las manos. Dejó escapar una ristra de sonidos imprecisos que no eran palabras; bajo los pelos blancos y erizados, la cara estaba roja.

Sairy Wilson habló en voz baja a Casy.

¿Tiene idea de lo que le pasa?

Él levantó la vista hacia el rostro arrugado y los ojos ardientes.

¿Y usted? —preguntó.

Creo... creo que sí.

¿Qué es? —inquirió Casy.

Podría estar equivocada. Prefiero no decirlo.

Casy volvió a mirar la cara crispada del anciano.

¿Diría usted..., puede ser que... esté incubando una apoplejía?

Yo diría que sí —dijo Sairy—. He visto ya tres casos.

Del exterior llegaban los sonidos de estar montando un campamento, cortando leña, el golpeteo de sartenes. Madre se asomó entre las lonas.

La abuela quiere entrar. ¿O es mejor que no?

Se va a inquietar si no la dejamos —opinó el predicador.

¿Cree que el abuelo está bien? —preguntó Madre.

Casy negó lentamente con la cabeza. Madre miró el viejo semblante en plena lucha, con la sangre latiendo en él. Se retiró y su voz llegó desde fuera.

No le pasa nada, abuela. Está descansando un poco.

La abuela replicó de mal humor.

Bueno, pues quiero verle. Es más tramposo que el diablo y no permitiría que nadie se enterase. —Y se escabulló a toda prisa entre las lonas. Miró abajo, al colchón.

¿Qué es lo que te pasa? —exigió saber del abuelo. De nuevo sus ojos persiguieron la voz y sus labios se estremecieron.

Está de mal humor —dijo la abuela—. Ya os dije que era un tramposo. Esta mañana quería esconderse para no venir. Y luego le empezó a doler la

cadera —dijo con tono de disgusto—. Se lo está comiendo el mal humor. Ya le he visto otras veces que no quería hablar con nadie.

No está enfadado, abuela —dijo Casy suavemente—. Está enfermo. —¿Sí? —Miró de nuevo al anciano—. ¿Pero cree que está muy mal? —Bastante mal, abuela. Por un momento la abuela vaciló sin saber qué hacer.

Bueno —dijo rápidamente—, y ¿qué hace que no está rezando? Es un predicador, ¿no?

Los fuertes dedos de Casy tropezaron con la muñeca de la abuela y se cerraron con fuerza en torno a ella.

Ya se lo dije, abuela. Yo ya no soy predicador. —Rece de todas formas —le ordenó—. Se lo tiene que saber de memoria. —No puedo —replicó Casy—. No sé por qué ni a quién rezarle. Los ojos de la abuela vagaron por la tienda y fueron a posarse en Sairy.

No quiere rezar —dijo—. ¿Le he contado alguna vez cómo rezaba Ruthie cuando era una mocosa? Decía: «Ahora me acuesto a dormir. Ruego a Dios que me proteja. Y cuando llegó, el armario estaba vacío así que el pobre perro se quedó sin nada. Amén.» Así rezaba.

La sombra de alguien caminando entre la tienda y el sol cruzó la lona. El abuelo parecía estar luchando; todos sus músculos temblaban. Y repentinamente se estremeció como si le hubieran dado un tremendo golpe. Se quedó inmóvil, sin respirar. Casy, miró el rostro del anciano y vio que se volvía morado oscuro. Sairy tocó a Casy en el hombro. Susurró:

La lengua, la lengua. Casy asintió. —Póngase delante de la abuela.

Separó las mandíbulas apretadas y metió la mano en la garganta del anciano buscando la lengua. Al sacarla, escapó una expiración ruidosa y luego el anciano volvió a inspirar como si sollozara. Casy cogió un palo del suelo y sujetó la lengua con él y los estertores irregulares continuaron, inspiración, expiración. La abuela brincaba alrededor como una gallina.

Rece —dijo—. Rece, le digo que rece. —Sairy intentó sujetarla—. Rece, maldito sea —gritó la abuela.

Casy la miró un segundo. La respiración entrecortada hacía más ruido cada vez y era cada vez más irregular.

Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...

¡Gloria! —exclamó la abuela.

... venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

Amén.

Un largo suspiro jadeante salió de la boca abierta y luego el aire escapó en un grito.

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy... y perdónanos... —La respiración había cesado. Casy miró los ojos del abuelo y los vio claros, profundos y penetrantes y en ellos había una serena expresión de clarividencia.

Aleluya —cantó la abuela—. Siga.

Amén —dijo Casy.

Entonces la abuela se inmovilizó. Fuera de la tienda todo el ruido había cesado. Un coche pasó silbando por la carretera. Casy seguía arrodillado en el suelo junto al colchón. Los de fuera escuchaban, silenciosos y atentos a los sonidos de la agonía. Sairy tomó a la abuela del brazo y la llevó afuera, y la anciana caminó con dignidad manteniendo la cabeza alta. Caminó y llevó la cabeza alta para su familia. Sairy la llevó hasta un colchón tirado en el suelo y la sentó en él. Y la abuela miró al frente, orgullosamente, porque éste era su momento. La tienda estaba en silencio; finalmente, Casy separó las solapas de lona con las manos y salió.

¿Qué ha sido? —preguntó Padre quedamente.

Apoplejía —dijo Casy—. Un ataque fulminante.

La vida comenzó de nuevo a hacerse notar. El sol tocó el horizonte y se aplanó sobre él. Por la carretera pasó una larga fila de enormes camiones de carga con los lados rojos. Retumbó la tierra a su paso, como en un ligero terremoto, y los tubos de escape erguidos arrojaron el humo azul de los motores Diesel. En cada camión había dos hombres, uno al volante y el relevo durmiendo en una litera cerca del techo. Pero los camiones nunca se detenían; tronaban día y noche y la tierra temblaba bajo su pesada marcha.

La familia se convirtió en una unidad. Padre se acuclilló en el suelo, con el tío John a su lado. Padre era ahora el jefe de la familia. Madre se puso de pie junto a él. Noah, Tom y Al se agacharon en cuclillas, y el predicador se sentó y luego se reclinó apoyado en un codo. Connie y Rose of Sharon caminaban a cierta distancia. Ruthie y Winfield, acompañados por el ruido metálico del cubo de agua que acarreaban entre los dos, sintieron un cambio en la atmósfera, se detuvieron, dejaron el cubo y se acercaron callados a Madre. La abuela estuvo sentada orgullosa y fríamente hasta que el grupo estuvo formado, hasta que no quedó nadie mirándola, y luego se tumbó y cubrió su rostro con un brazo. El rojo sol se puso y el crepúsculo refulgió sobre la tierra, de manera que los rostros brillaban en el atardecer y los ojos relucían reflejando el cielo. El atardecer recogió toda la luz que pudo.

Fue en la tienda de Wilson —dijo Padre. El tío John asintió. —Prestó su tienda. —Buena gente, amable —dijo Padre con suavidad.

Wilson permanecía junto a su coche averiado y Sairy había ido al colchón a sentarse con la abuela, teniendo cuidado de no tocarla.

¡Señor Wilson! —llamó Padre.

El hombre se acercó arrastrando los pies y se acuclilló, y Sairy se quedó de pie a su lado. Padre dijo:

Les estamos muy agradecidos.

Es un honor poder ayudar —replicó Wilson.

Estamos en deuda con ustedes —siguió Padre.

No hay deuda en la hora de una muerte —dijo Wilson, y Sairy le imitó como un eco:

Nada de estar en deuda.

Al ofreció:

Les arreglaré el coche..., entre Tom y yo lo arreglaremos. —Al reflejaba el orgullo que sentía de poder pagar la deuda que había contraído su familia.

Nos vendría muy bien un poco de ayuda —Wilson admitió la deuda.

Hay que pensar qué vamos a hacer —dijo Padre—. Cuando alguien muere la ley dice que hay que dar parte, y al hacerlo, o se llevan cuarenta dólares para el entierro o lo toman por un pobre.

El tío John intervino:

En nuestra familia nunca ha habido pobres.

Tal vez haya que empezar a aprender —dijo Tom—. Tampoco nos habían echado nunca de ningunas tierras.

Siempre nos hemos comportado —dijo Padre—. Nadie nos puede culpar de nada. Nunca cogimos nada que no pudiésemos pagar; nunca tuvimos que depender de la caridad de nadie. Cuando Tom se metió en aquel lío pudimos ir con la cabeza bien alta. Sólo había hecho lo que cualquier hombre habría hecho.

Entonces ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tío John.

Si vamos a dar parte como dice la ley vendrán aquí a buscarlo. Sólo tenemos ciento cincuenta dólares. Si se llevan cuarenta para enterrar al abuelo nosotros no llegamos a California; pero si no, lo entierran como a un pobre.

Los hombres se agitaron intranquilos, estudiando la tierra que iba oscureciéndose delante de sus rodillas.

Padre dijo quedamente:

El abuelo enterró a su padre con sus propias manos, dignamente, y vació una buena tumba con su propia pala. Eso fue cuando un hombre tenía derecho a ser enterrado por su propio hijo y un hijo tenía derecho a enterrar a su propio padre.

Ahora la ley manda otra cosa —dijo el tío John.

A veces no se puede hacer caso a la ley —replicó Padre—. Sin perder la decencia, en cualquier caso. Hay montones de veces en que resulta imposible. Cuando Floyd andaba por ahí suelto, haciendo locuras, la ley decía que debíamos entregarlo..., nadie lo hizo. A veces uno tiene que matizar la ley. Estoy diciendo que enterrar a mi propio padre es mi derecho. ¿Alguien quiere decir algo?

El predicador se enderezó apoyado en el codo.

La ley cambia —dijo—, pero siempre hay obligaciones. Tiene derecho a hacer lo que es su deber.

Padre se volvió hacia el tío John.

También es tu derecho, John. ¿Tienes algo que objetar?

Nada —respondió el tío John—. Sólo que es como esconderte en la noche. Padre no se escondía, sino que salía disparando.

Padre dijo avergonzado:

No podemos ir como iba el abuelo. Hemos de llegar a California antes de que se nos acabe el dinero.

Tom intervino:

Alguna vez trabajadores que estaban cavando han encontrado un hombre y se ha organizado una buena, se imaginan que lo han asesinado. El gobierno muestra mayor interés por un muerto que por un vivo. Remueven cielo y tierra intentando averiguar quién era y cómo murió. Sugiero que pongamos una nota dentro de una botella y la enterremos junto con el abuelo, que diga quién es, cómo murió y por qué está aquí enterrado.

Padre se mostró de acuerdo.

Buena idea. Y que quede bien escrito. Así no se sentirá tan solo, sabiendo que su nombre está con él, que no es solamente un viejo solo bajo tierra. ¿Alguien tiene algo más que decir? —El círculo permaneció en silencio.

¿Tú te ocupas de él? —Padre volvió la cabeza hacia Madre.

Sí, yo me ocupo —dijo Madre—. ¿Pero quién va a hacer la cena?

Yo la prepararé —dijo Sairy Wilson—. Usted ocúpese del abuelo. Su hija y yo haremos la cena.

Le estamos muy agradecidos —dijo Madre—. Noah, abre los barriles y saca algo de cerdo. La sal aún no habrá penetrado profundamente, pero estará rica de todas formas.

Nosotros tenemos medio saco de patatas —dijo Sairy. Madre dijo: —Dame dos monedas de medio dólar.

Padre hurgó en el bolsillo y le dio las monedas de plata. Ella cogió la palangana, la llenó de agua y entró en la tienda de campaña. Dentro, la oscuridad era casi total. Sairy entró encendió una vela y la encajó derecha en una caja. Luego salió. Por un momento, Madre miró al anciano muerto. Y entonces, llena de lástima, rasgó una tira de su propio delantal y le ató la

mandíbula. Le estiró los miembros y le dobló las manos sobre el pecho. Le cerró los párpados y puso encima de cada uno una moneda. Le abotonó la camisa y lavó su rostro.

Sairy se asomó mientras ofrecía:

¿Le puedo ayudar a algo?

Madre levantó la vista lentamente.

Entre —dijo—. Me gustaría hablar con usted.

Su hija es una buena muchacha —dijo Sairy—. Está pelando patatas. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?

Iba a lavar al abuelo entero —explicó Madre—, pero no tengo ninguna otra ropa que ponerle. Y por supuesto su colcha está echada a perder. No se le puede quitar a una colcha el olor a muerte. He visto a un perro gruñir y temblar junto al colchón en el que murió mi madre, dos años después de haber muerto. Le envolveremos en su colcha. Pero le daremos una nuestra para compensar.

No debería decir esas cosas —dijo Sairy—. Estamos orgullosos de poder ser de ayuda. No me he sentido tan... segura en mucho tiempo. La gente necesita... ayudar.

Madre asintió.

Es verdad —dijo. Miró largamente el viejo rostro sin afeitar, con la mandíbula atada y los ojos de plata brillando a la luz de la vela—. No va a tener un aspecto natural. Le envolveremos en la colcha.

La anciana se lo tomó bien.

Bueno, es muy vieja —razonó Madre—, quizá ni siquiera sepa muy bien lo que ha pasado. Quizá tarde bastante más en darse cuenta. Además, nosotros nos enorgullecemos de mantenernos enteros. Mi padre solía decir: «Cualquiera puede venirse abajo. Hace falta todo un hombre para no derrumbarse.» Siempre intentamos mantenernos enteros. —Dobló la colcha con pulcritud alrededor de las piernas y los hombros del abuelo. Puso la esquina de la colcha sobre la cabeza, como una capucha y tiró de ella hasta que cubrió la cara. Sairy le pasó media docena de imperdibles y ella enganchó la colcha, tensa y con esmero a lo largo. Por último se puso en pie—. No será un mal entierro —dijo—. Tenemos un predicador que le bendiga y toda la familia estará a su alrededor. —De repente se tambaleó levemente y Sairy se acercó a ella y la sujetó—. Es el sueño... —dijo Madre en tono avergonzado—. No, estoy bien. Es que hemos tenido mucho trabajo preparándolo todo para partir.

Salga a tomar el aire —sugirió Sairy.

Sí, aquí ya he terminado.

Sairy apagó la vela de un soplo y las dos salieron. Una hoguera brillante ardía al fondo del pequeño barranco. Y Tom, con palos y alambre, había construido soportes de los que colgaban hirviendo furiosamente dos cazuelas, bajo cuyas tapaderas salían chorros de vapor. Rose of Sharon estaba arrodillada en tierra fuera del alcance del calor ardiente y tenía en la mano una larga cuchara. Vio a Madre salir de la tienda y se levantó y acercó a ella.

Madre —dijo—, he de preguntarte una cosa.

¿Estás otra vez asustada? —preguntó Madre—. Mira, no te puedes pasar nueve meses sin una sola pena.

Pero, ¿le afectará... al bebé?

Solía haber un dicho —dijo Madre—, «un niño que nace de la pena será un niño feliz». ¿No es así, señora Wilson?

Así lo he oído yo —afirmó Sairy—. Y también conozco otro: «el que nazca con demasiada felicidad, será un niño triste».

Estoy muy nerviosa por dentro —dijo Rose of Sharon.

Bueno, ninguno de nosotros salta de alegría —dijo Madre—. Tú vigila las cazuelas.

Los hombres se habían reunido en el límite del círculo de la luz de la fogata. Tenían por herramientas una pala y un azadón. Padre marcó en el suelo dos metros y medio de longitud por un metro de ancho. Fueron realizando el trabajo por turnos. Padre deshacía la tierra con el azadón y luego el tío John la apartaba con la pala. Al usaba el azadón. Tom la pala, Noah el azadón, Connie la pala. Y el hueco fue creciendo, pues la velocidad del trabajo no disminuía. Las paletadas de tierra volaban desde el hueco como un surtidor. Cuando el hoyo rectangular ocultaba hasta los hombros a Tom, éste preguntó:

¿Cómo de profundo, Padre?

Bien hondo. Unos sesenta centímetros más. Ahora sal de ahí, Tom, y escribe el papel.

Tom se alzó fuera del agujero y Noah ocupó su lugar. Tom se acercó a Madre, que atendía el fuego.

¿Tienes un trozo de papel y un lápiz, Madre?

Madre meneó la cabeza con lentitud.

No. Una cosa que no trajimos. —Miró a Sairy.

Y la mujercita caminó rápidamente hacia la tienda. Volvió con una Biblia y medio lápiz.

Toma —dijo—. Hay una hoja en blanco al principio. Úsala y luego la arrancas. —Ofreció a Tom el libro y el lápiz.

Tom se sentó junto al fuego, a la luz. Guiñó los ojos en un gesto de concentración y finalmente escribió lenta y cuidadosamente en letras claras y grandes: Aquí yace William James Joad, murió de un ataque, era muy, muy viejo. Su familia le enterró porque no tenía dinero para pagar un funeral. Nadie le mató. Le dio un ataque y se murió; se interrumpió

Madre, escucha esto. —Se lo leyó despacio.

Suena muy bien —dijo ella—. ¿No puedes meter algo de las Escrituras para que quede más religioso? Abre la Biblia y saca algún dicho, algo de las Escrituras.

Ha de ser corto —dijo Tom—. Me queda poco espacio en la página.

¿Qué te parece «que Dios se apiade de su alma»? —sugirió Sairy.

No —replicó Tom—. Así parece que murió en la horca. Copiaré alguna otra cosa. —Fue pasando páginas, leyendo, moviendo los labios y diciendo las palabras en voz baja. —Aquí hay uno corto —dijo—. «Y Lot les dijo: Oh, así no, mi señor.»

No significa nada—objetó Madre—. Si vas a poner algo, mejor sería que tuviera significado.

Pasa a los Salmos, más adelante —sugirió Sairy—. Siempre encontrarás algo en los Salmos.

Tom pasó las hojas y fue pasando los ojos por los versos.

Aquí hay uno —dijo—. Éste es bonito, está lleno de religiosidad: «Bendito sea aquel cuya trasgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto.»

Muy bien —dijo Madre—. Escribe ése.

Tom lo escribió con cuidado. Madre enjuagó y secó un tarro de conserva y Tom le puso la tapa bien apretada.

Quizá lo debía haber escrito el predicador —dijo. Madre argüyó: —No, el predicador no era familia suya.

Tomó el tarro de Tom y entró en la oscuridad de la tienda. Quitó algunos imperdibles y deslizó el tarro de fruta bajo las manos delgadas y frías, y volvió a sujetar bien tensa la colcha. Luego volvió junto al fuego.

Los hombres vinieron de la tumba, sus rostros brillantes de transpiración.

Ya estamos —dijo Padre.

Él, John, Noah y Al entraron en la tienda y salieron sujetando el fardo largo y lleno de imperdibles entre los cuatro. Lo llevaron hasta la tumba. Padre saltó al hoyo, recogió en sus brazos el fardo y lo recostó con suavidad. El tío John alargó una mano y le ayudó a salir del agujero. Padre preguntó:

¿Y la abuela?

Voy a ver —respondió Madre. Se acercó al colchón y miró un momento a la anciana. Luego regresó a la tumba—. Está durmiendo —dijo—. Tal vez no me lo perdone, pero no pienso despertarla. Está cansada.

¿Dónde está el predicador? —inquirió Padre—. Deberíamos decir una oración.

Le vi caminando por la carretera —replicó Tom—. Ya no le gusta orar.

No —dijo Tom—. Ya no es predicador. Cree que no está bien engañar a la gente actuando como un predicador cuando ya no lo es. Apuesto a que se alejó para que nadie se lo pidiera.

Casy se había acercado silenciosamente y oyó hablar a Tom. —No huí —dijo—. Os ayudaré, pero no os voy a engañar.

¿No quiere decir unas palabras? —preguntó Padre—. En nuestra familia nadie ha sido enterrado sin unas palabras.

De acuerdo —dijo el predicador.

Connie llevó a Rose of Sharon, reacia, junto a la tumba.

Has de ir —le dijo—. No estaría bien que no te acercaras. No es más que un momento.

La luz de la hoguera caía sobre la gente agrupada, mostrando sus semblantes y sus ojos, casi desapareciendo en sus ropas oscuras. Los hombres se habían descubierto. La luz bailaba, oscilando sobre la gente.

Será corto —anunció Casy. Inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Casy dijo solemnemente—: Este anciano vivió su vida y acaba de morir. Yo no sé si fue bueno o malo, pero no importa demasiado. Estaba vivo, y eso es lo que importa. Y ahora está muerto, pero eso no importa. Una vez oí a uno recitar un poema que decía: Todo lo que vive es sagrado. Me puse a pensar y muy pronto el significado fue más allá de las palabras. Yo no rezaría por un anciano que está muerto. Él está bien. Tiene una labor por delante, pero la ve clara y sólo hay un modo de hacerla. Sin embargo, nosotros tenemos un trabajo que hacer, pero hay delante mil caminos y no sabemos cuál debemos escoger. Y si rezara por algo, sería por la gente que no sabe qué camino tomar. El abuelo ya lo tiene fácil. Y ahora cubridle y dejad que comience su tarea. —Levantó la cabeza—.

Amén —dijo Padre. Y los demás murmuraron: —Amén

Entonces Padre cogió la pala, la llenó a medias de tierra y esparció ésta suavemente por el agujero negro. Le pasó la pala al tío John y John dejó caer una paletada. Luego la pala pasó de mano en mano hasta que todos los hombres hubieran tenido su turno. Cuando ya todos habían cumplido con su deber y ejercido su derecho, Padre atacó el montón de tierra suelta y llenó el hoyo presuroso. Las mujeres volvieron al fuego a vigilar la cena. Ruthie y Winfield observaban absortos.

Ruthie dijo con gran seriedad:

El abuelo está ahí debajo.

Y Winfield la miró con ojos llenos de terror. Luego corrió hacia la hoguera, se sentó en el suelo, y comenzó a sollozar. Padre llenó el hoyo hasta la mitad y luego se quedó de pie, jadeando por el esfuerzo, mientras el tío John terminaba. John estaba moldeando la tierra cuando Tom le interrumpió.

Oye —dijo Tom—, si dejamos la tumba así, dentro de nada ya la habrán abierto. Tenemos que ocultarla. Aplana ya la tierra y la cubriremos con hierba seca. Hay que hacerlo.

Padre dijo: —No había pensado en ello. No está bien dejar una tumba sin túmulo.

No hay más remedio —replicó Tom—. Si la descubren, nos la cargamos por haber ido contra la ley. Ya sabes lo que me espera si voy contra la ley.

Sí —dijo Padre—. Me había olvidado. —Cogió la pala de las manos del tío John y aplanó la tumba—. Cuando llegue el invierno se hundirá —dijo.

No se puede evitar —dijo Tom—. Estaremos muy lejos para cuando llegue el invierno. Apisónala bien y nosotros la cubriremos con maleza.

Cuando el cerdo y las patatas estuvieron hechos, las dos familias se sentaron en el suelo y comieron; silenciosos, contemplaban el fuego. Wilson exhaló un suspiro de satisfacción mientras arrancaba una loncha de carne con los dientes.

Está rico este cerdo —declaró.

Pues sí—explicó Padre—, teníamos un par de cerdos jóvenes y pensamos que lo mismo daba si nos los comíamos. No nos iban a dar nada por ellos. Cuando nos acostumbremos a ir moviéndonos y Madre pueda hacer pan, será muy agradable, ir viendo el paisaje y dos barriles de cerdo en el camión. ¿Cuánto tiempo llevan ustedes en la carretera?

Wilson se limpió los dientes con la lengua y tragó.

No hemos tenido suerte —dijo—. Salimos de casa hace tres semanas.

Pero, ¡Santo Dios!, si nosotros pretendemos llegar a California en diez días o menos.

Al intervino:

No sé, Padre. Con la carga que llevamos, tal vez no lleguemos nunca. Sobre todo si hay que cruzar montañas.

Permanecieron en silencio alrededor del fuego. Con los rostros inclinados, los cabellos y las frentes brillaban con luz de la hoguera. Sobre la pequeña bóveda de claridad las estrellas del verano refulgían levemente, mientras el calor del día se retiraba poco a poco. La abuela, tumbada en el colchón, apartada del fuego, gimió quedamente como un cachorrillo. Todas las cabezas se volvieron en esa dirección.

Rosasharn —dijo Madre—, sé una buena chica y ve a tumbarte con la abuela. Ahora necesita a alguien. Ahora se está dando cuenta.

Rose of Sharon se puso en pie y caminó hacia el colchón y se acostó junto a la anciana y el murmullo de sus voces quedas flotó hasta la hoguera. Rose of Sharon y la abuela susurraban juntas en el colchón.

Lo curioso —dijo Noah— es que... no me siento nada diferente después de haber perdido al abuelo. No estoy más triste de lo que podía estar antes.

Eran la misma cosa —dijo Casy—. El abuelo y la vieja granja eran una cosa.

Es una lástima, no hay derecho —opinó Al—. Él hablaba de lo que iba a hacer, cómo iba a estrujarse las uvas sobre la cabeza y dejar que el zumo le corriera por la cara, y todo eso.

Estaba disimulando —replicó Casy— todo el tiempo. Yo creo que él lo sabía. Y el abuelo no ha muerto esta noche. Murió en el momento que lo sacasteis de su tierra.

¿Está seguro de eso? —gritó Padre.

No, no. Quiero decir que claro que respiraba —continuó Casy—, pero estaba ya muerto. Él era aquella tierra y lo sabía.

¿Supo usted que se estaba muriendo? —preguntó el tío John. —Sí —respondió Casy—, yo lo sabía. John fijó en él la vista y el horror inundó su semblante. —¿Y no nos lo dijo a nadie?

¿De qué habría servido? —preguntó Casy. —Nosotros... podíamos haber hecho algo. —¿Como qué? —No lo sé, pero...

No —replicó Casy—, no habrían podido hacer nada. La decisión estaba tomada y el abuelo no podía participar en ella. No sufrió en absoluto, no después de esta mañana a primera hora. Simplemente se quedó en su tierra porque no fue capaz de abandonarla.

El tío John suspiró profundamente. Wilson dijo:

Nosotros tuvimos que dejar a mi hermano Will. —Las cabezas se volvieron hacia él—. Teníamos las tierras, unos cuarenta acres cada uno, juntas, las unas al lado de las otras. Él es mayor que yo. Ninguno de los dos sabíamos conducir. Bueno, pues fuimos a la ciudad y lo vendimos todo. Will compró un coche y le dejaron un chiquillo para que le enseñara a conducir. La tarde anterior a marchar, Will y la tía Minnie fueron a hacer prácticas. Y al llegar a una curva de la carretera, Will gritó ¡Whoa!, como un energúmeno, pegó un tirón y se estrelló contra una cerca. Y luego volvió a gritar ¡Whoa, cabrón!, pisó a fondo el acelerador y se cayó por un barranco. Allí se quedó. No le quedaba nada que vender y no tenía coche. Pero todo fue culpa suya, a Dios gracias. Se encolerizó tanto que ni siquiera quiso venir con nosotros; se quedó allí sentado jurando sin parar.

¿Y qué hará?

No sé. Estaba demasiado furioso para pensar. Y nosotros no podíamos esperar. No teníamos más que ochenta y cinco dólares y no pudimos quedarnos o dividirlo, y aun así ya los hemos fundido. No habíamos recorrido ni cien millas cuando reventó un diente del diferencial y nos cobraron treinta dólares por arreglarlo, luego tuvimos que comprar un neumático, luego se rompió una bujía y Sairy se puso enferma. Tuvimos que detenernos diez días. Y ahora el maldito coche se ha vuelto a averiar y nos estamos quedando sin dinero. No sé cuándo lograremos llegar a California. Si yo supiera arreglarlo... pero no sé nada de coches.

¿Qué le pasa al coche? —inquirió Al, dándose importancia.

Bueno, pues que no quiere andar. Se enciende, suelta aire y se para. Al cabo de un minuto vuelve a encender y entonces, antes de que puedas ponerlo en marcha, se agota de nuevo.

¿Va un minuto y luego se queda muerto?

Exacto. Y no consigo que siga en marcha por más gasolina que le pongo. Se ha ido poniendo cada vez peor y ahora no consigo ni ponerlo en marcha.

Al se sintió entonces muy orgulloso y maduro.

Creo que se le ha obstruido un conducto del combustible. Se lo limpiaré yo.

Y Padre también se sintió orgulloso.

Tiene buena mano para los coches —dijo.

Le agradezco mucho la ayuda, se lo aseguro. Se siente uno... como un crío cuando no puede arreglar nada. Cuando lleguemos a California pienso comprarme un buen coche. Tal vez uno bueno no tenga averías.

Cuando lleguemos —dijo Padre—. Llegar allí es el problema.

Sí, pero vale la pena —dijo Wilson—. He visto los papeles que reparten pidiendo gente para recoger la fruta, y son buenos salarios. Imagínese lo bien que se va a estar cogiendo la fruta a la sombra de los árboles, comiendo una de vez en cuando. Pero si ni siquiera les importa las que nos comamos de tanta como hay. Y con un buen salario tal vez uno pueda comprarse un terreno pequeño y trabajarlo para tener algún dinero extra. Seguro que en un par de años uno puede tener su propia tierra.

Hemos visto esos papeles —dijo Padre—. Aquí tengo uno. —Sacó su cartera y de ella un papel doblado de color naranja. Decía en letras negras: se requiere gente para recoger guisante en California. Buenos salarios toda la temporada. Se necesitan ochocientos trabajadores.

Sí, ése es el que yo leí, el mismo. ¿Cree usted... que quizá tengan ya los ochocientos?

Wilson miró el papel con curiosidad.

Ésta es sólo una pequeña parte de California —dijo Padre—. Y California es el segundo estado más grande que tenemos. Aunque ya tengan los ochocientos que piden, hay muchos más sitios. De todas formas, yo prefiero recoger fruta. Como usted dice, recoger fruta bajo los árboles..., vaya, si eso les gusta a los niños.

De repente Al se levantó y se acercó al turismo de los Wilson. Lo observó un momento y luego regresó y se sentó.

No lo puedes arreglar esta noche —dijo Wilson. —Ya lo sé. Me pondré a ello por la mañana. Tom contemplaba a su hermano menor con atención. —Yo también estaba pensando algo parecido —dijo. —¿De qué estáis hablando? —preguntó Noah.

Tom y Al callaban, cada uno esperando que hablara el otro.

Díselo tú —dijo Al finalmente.

Bueno, quizá no tenga sentido o puede que no sea lo mismo que Al está pensando. Sea como sea, se me ha ocurrido esto: nosotros llevamos una carga excesiva, pero no es el caso de los Wilson. Si algunos de nosotros pudiéramos ir en el coche y llevar en el camión algo ligero de su equipaje, no se nos romperían las ballestas y subiríamos las montañas. Tanto Al como yo entendemos de coches, así que podríamos mantener ése en buen estado. Podríamos viajar juntos; sería bueno para todos.

Wilson se puso en pie de un salto.

¡Pues claro! Para nosotros sería un honor, desde luego que sí. ¿Has oído eso, Sairy?

Es buena idea —concedió Sairy—. ¿No seríamos una carga para ustedes?

Por supuesto que no —replicó Padre—. Nada de ser una carga. Nosotros también nos beneficiaríamos con su ayuda.

Wilson volvió a sentarse inquieto.

Bueno, no sé.

¿Qué pasa? ¿No le interesa?

Mire, no me quedan más que treinta dólares y no pienso ser una carga para nadie.

No tiene por qué ser así —dijo Madre—. Cada uno aportará su ayuda y así llegaremos todos a California. Sairy Wilson ayudó a amortajar al abuelo. —Se interrumpió. La relación que había surgido de ese hecho era obvia.

En ese coche caben seis fácilmente —exclamó Al—. Pon que vaya yo conduciendo, Rosasharn, Connie y la abuela. Las cosas grandes y ligeras las ponemos en el camión. Y nos turnamos cada cierto tiempo —elevó el tono de voz habiéndose quitado un peso de encima.

Sonrieron con timidez y miraron al suelo. Padre manoseó la tierra polvorienta con las puntas de los dedos.

Madre se inclina por una casa blanca rodeada de naranjos. Como la de una foto grande que vio en un calendario —dijo Padre.

Si vuelvo a caer enferma —dijo Sairy—, habrán de continuar. No seremos una carga.

Madre miró con atención a Sairy y pareció ver por vez primera los ojos atormentados y el rostro encogido y rondado por el dolor. Y Madre dijo:

Vamos a llegar todos hasta el final. Usted misma dijo que es un honor poder ayudar.

Sairy estudió sus manos arrugadas a la luz de la hoguera. —Tenemos que dormir algo esta noche. —Se puso de pie. —Abuelo... parece como si llevara muerto un año —dijo Madre.

Las familias se dirigieron perezosamente a sus lugares de descanso, bostezando con placer. Madre enjuagó un poco los platos de hojalata y les quitó la grasa frotándolos con un saco de harina. El fuego fue decayendo y las estrellas descendieron. Por la carretera pasaban pocos coches, pero los camiones de transporte tronaban a intervalos al pasar y ponían en la tierra pequeños terremotos. En la vaguada, los coches eran apenas visibles a la luz de las estrellas. Un perro atado aulló en la estación de servicio. Con las familias silenciosas y durmiendo, los ratones de campo recuperaron su audacia y corretearon por entre los colchones. Sólo Sairy Wilson permaneció despierta, con la mirada fija en el cielo y abrazando con firmeza su cuerpo para protegerse del dolor.

CAPÍTULO XIV

La tierra del oeste, nerviosa ante el cambio que se avecina. Los estados del oeste, nerviosos igual que los caballos antes de la tormenta. Los grandes propietarios, nerviosos, sintiendo el cambio, pero sin saber nada acerca de su naturaleza. Los grandes propietarios, dirigiendo sus esfuerzos contra lo inmediato, el gobierno en expansión, la creciente unidad de los trabajadores; atacando los nuevos impuestos, los proyectos; sin darse cuenta de que estas cosas son resultados y no causas. Resultados, no causas; resultados, no causas. Las causas yacen en lo más hondo y son sencillas: las causas son el hambre en un estómago, multiplicado por un millón; el hambre de una sola alma, hambre de felicidad y un poco de seguridad, multiplicada por un millón; músculos y mente pugnando por crecer, trabajar, crear, multiplicado por un millón. La función última del hombre, clara y definitiva: músculos que buscan trabajar, mentes que pugnan por crear algo más allá de la mera necesidad: esto es el hombre. Levantar un muro, construir una casa, una presa y dejar en el muro, la casa y la presa algo de la esencia misma del hombre y tomar para esta esencia algo del muro, la casa, la presa: músculos endurecidos por el trabajo, mentes ensanchadas por la asimilación de líneas nítidas y formas que fueron parte de la concepción de la obra. Porque el hombre, a diferencia de cualquier otro ser orgánico o inorgánico del universo, crece más allá de su trabajo, sube los peldaños de sus conceptos, emerge por encima de sus logros. Se puede decir que cuando las teorías cambian, se desmoronan, cuando las escuelas y las filosofías, cuando oscuros callejones estrechos de pensamiento, nacional, religioso, económico, crecen y se desintegran, el hombre extiende una mano, avanza tambaleante, penosamente, a veces en dirección equivocada. Habiendo dado un paso adelante, puede resbalar, pero sólo medio paso, nunca dará el paso entero hacia detrás. Esto se puede decir del hombre y se sabe. Es evidente cuando las bombas caen de los negros aviones en medio de la plaza del mercado, cuando se ensarta a los prisioneros como si se tratara de cerdos, cuando los cuerpos aplastados se desangran entre la suciedad y el polvo. De esta forma se puede uno dar cuenta. Si no se diera ese paso, si el dolor de avanzar a trompicones no fuera algo vivo, las bombas dejarían de caer estando vivos los que las arrojan, porque cada una de las bombas es la prueba de que el espíritu no ha muerto. Y teme el momento en que las huelgas dejen de producirse mientras los grandes propietarios siguen vivos, porque cada pequeña huelga aplastada es la prueba de que se ha dado el paso. Puedes saber esto: teme el momento en que el hombre deje de sufrir y morir por un concepto, porque esta cualidad es la base de la esencia humana, esta cualidad es el hombre mismo, y lo que le diferencia en el conjunto del universo.

Los estados del oeste, nerviosos ante el cambio que comienza. Texas y Oklahoma, Kansas y Arkansas, Nuevo México, Arizona, California. Una familia expulsada de su tierra. Padre pidió el dinero prestado al banco y ahora el banco reclama la tierra. La compañía de tierras —es decir, el banco cuando posee tierra— no quiere familias para trabajarlas, quiere tractores. ¿Es algo malo un tractor? ¿No es buena la energía que abre los largos surcos? Si el tractor fuera nuestro, sería algo bueno, no mío, sino nuestro. Si nuestro tractor abriera los surcos de nuestra tierra, sería bueno. No de mi tierra, sino de nuestra tierra. Entonces podríamos amar ese tractor igual que amamos esta tierra cuando era

nuestra. Pero el tractor hace dos cosas: remueve la tierra y nos expulsa de ella. Apenas hay diferencia entre el tractor y un tanque. Los dos empujan a la gente, la intimidan y la hieren. Hemos de pensar en esto.

Un hombre, una familia, obligados a abandonar su tierra; este coche oxidado que cruje por la carretera hacia el oeste. Perdí mis tierras, me las quitó un solo tractor. Estoy solo y perplejo. Y por la noche una familia acampa en una vaguada y otra familia se acerca y aparecen las tiendas. Los dos hombres conferencian en cuclillas y las mujeres y los niños escuchan. Éste es el núcleo, tú que odias el cambio y temes la revolución. Mantén separados a estos dos hombres acuclillados; haz que se odien, se teman, recelen uno del otro. Aquí está el principio vital de lo que más temes. Éste es el cigoto. Porque aquí «he perdido mi tierra» empieza a cambiar; una célula se divide y de esa división crece el objeto de tu odio: «Nosotros hemos perdido nuestra tierra». El peligro está aquí, porque dos hombres no están tan solos ni tan perplejos como pueda estarlo uno. Y de este primer «nosotros», surge algo aún más peligroso: «Tengo un poco de comida» más «yo no tengo ninguna». Si de este problema el resultado es «nosotros tenemos algo de comida», entonces el proceso está en marcha, el movimiento sigue una dirección. Ahora basta con una pequeña multiplicación para que esta tierra, este tractor, sean nuestros. Los dos hombres acuclillados en la vaguada, la pequeña fogata, la carne de cerdo hirviendo en una sola olla, las mujeres silenciosas, de ojos pétreos, detrás, los niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear. Este es el principio: del «yo» al «nosotros».

Si tú, que posees las cosas que la gente debe tener, pudieras entenderlo, te podrías proteger. Si fueras capaz de separar causas de resultados, si pudieras entender que Paine, Marx, Jefferson, Lenin, fueron resultados, no causas, podrías sobrevivir. Pero no lo puedes saber. Porque el ser propietario te deja congelado para siempre en el «yo» y te separa para siempre del «nosotros».

Los estados del oeste se muestran nerviosos ante el cambio inminente. La necesidad sirve de estímulo al concepto, el concepto estimula la acción. Medio millón de personas moviéndose ya por el país; un millón más impaciente, dispuestas a partir; y otros diez millones de personas empezando a sentir el nerviosismo.

Y los tractores abriendo múltiples surcos en la tierra vacía.

CAPÍTULO XV

A lo largo de la carretera 66 proliferan las hamburgueserías: Al and Susy's Place, Carl's Lunch, Joe and Minnie, Will's Eats. Barracas de madera. Dos surtidores de gasolina delante, una puerta de tela metálica, una larga barra, taburetes y una barra para los pies a lo largo del mostrador. Cerca de la puerta tres máquinas tragaperras, mostrando a través del cristal la riqueza en monedas de cinco centavos que prometen las tres barras. Y junto a ellas el fonógrafo que funciona con cinco centavos, con los discos amontonados como pasteles, dispuestos a caer sobre el plato y hacer sonar música bailable. «Ti-pi-ti-pi-tin», Gracias por el recuerdo, Bing Crosby, Benny Goodman. En un extremo del mostrador un recipiente tapado; pastillas dulces para la tos, sulfato de cafeína llamado «sin sueño», «Para no dormir»; caramelos, cigarrillos, cuchillas de afeitar, aspirinas, bromoseltzer, Alkaseltzer. Las paredes decoradas con posters, chicas en bañador, rubias de grandes pechos y caderas esbeltas y rostros de cera, con trajes de baño blancos, que sujetan una botella de Coca-Cola al tiempo que sonríen: vea lo que puede tener con una Coca-Cola. En la larga barra saleros, pimenteros, botes de mostaza y servilletas de papel. Grifos de cerveza tras la barra y detrás, las máquinas de café, relucientes y humeantes, sus indicadores de cristal señalando el nivel del café. Pasteles en recipientes de alambre y naranjas dispuestas en pirámides de a cuatro. Montones pequeños de Post Toasties, copos de maíz apilados formando figuras. Los carteles escritos en tarjetas con mica brillante: Pasteles como los que solía hacer Madre; el crédito hace enemigos, seamos amigos; las señoras pueden fumar, pero cuidado con las colillas2; coma aquí y mime a su mujer. En un extremo las cazuelas, las ollas de estofado, patatas, asado, carne al horno, cerdo asado, de color gris, listo para hacer lonchas.

Minnie o Susy o Mae, alcanzando una edad madura tras la barra, el pelo rizado, colorete y polvos sobre el rostro sudoroso. Preguntando qué va a ser en voz baja y suave, pasándole luego el encargo al cocinero con un chillido de pavo real. Limpiando la barra con movimientos circulares, sacando brillo a las grandes máquinas de café relucientes. El cocinero se llama Joe o Carl o Al, está acalorado con la chaqueta blanca y el delantal, las gotas de sudor brillan en la frente blanca, bajo el blanco gorro de cocinero; su humor es inestable, habla rara vez, levanta la vista un segundo cada vez que entra alguien. Limpia la parrilla, aplasta una hamburguesa contra ella. Repite suavemente lo que le dice Mae, rasca la parrilla, la limpia con un trozo de arpillera. Cambiante y silencioso.

Mae es el contacto, sonriendo, irritada, cercana a la explosión, sonriendo, pero con los ojos ausentes, a menos que se trate de camioneros. Ellos son la espina dorsal del establecimiento. Los clientes van a los sitios donde paran los camiones. A los camioneros no se les puede tomar el pelo, ya se sabe. Ellos traen la clientela, saben lo que hacen. Dales una taza de café amargo y no volverán a parar ahí. Trátalos bien y regresarán. Mae sonríe realmente a los camioneros con toda su alma. Levanta la cabeza coqueta, se arregla el pelo de la nuca para que sus pechos suban al levantar los brazos, charla para pasar el rato, hace referencia a grandes cosas, grandes tiempos, grandes bromas. Al nunca

2Juego de palabras entre butt, colilla, y butt, culo. (Nota de la Traductora.)

habla. Él no es ningún contacto. A veces sonríe un poco al oír un chiste, pero nunca se ríe. Alguna vez levanta la vista ante la vivacidad plasmada en la voz de Mae, y luego rasca la parrilla con una espátula, rasca la grasa y la deja en el borde de hierro de una fuente. Aplasta una hamburguesa silbante con la espátula. Coloca el bollo abierto sobre la fuente para que se tueste y se caliente. Recoge unas rodajas de cebolla y las amontona encima de la carne y las plancha con la espátula. Pone la mitad del bollo encima de la carne, unta la otra mitad con mantequilla derretida, con un insulso aderezo de vinagre. Sujetando el bollo sobre la hamburguesa, desliza la espátula bajo el fino trozo de carne, le da la vuelta, coloca encima la mitad que lleva mantequilla y deja caer la hamburguesa en un plato pequeño. Un cuarto de pepinillo en vinagre y dos olivas negras junto al bocadillo. Al lanza el plato por la barra como si fuera un tejo. Y rasca la parrilla con la espátula y observa taciturno la olla del estofado.

Los coches pasan a toda velocidad por la carretera 66. Matrículas de Massachusetts, Tennessee, Rhode Island Nueva York, Vermont, Ohio, todos hacia el oeste. Coches buenos, avanzando a 65 millas por hora.

Allí va un Cord. Parece un ataúd sobre ruedas.

Sí, ¡pero cómo tiran!

¿Ves ese La Salle? A mí que me den ése. No pretendo ser el rey de la carretera. Me daría por satisfecho con un La Salle.

Hablando de cochazos, ¿qué te parece un Cadillac? Es sólo un poco más grande y un poco más rápido.

Lo que es yo, me quedaría con un Zephyr. No es muy caro, pero tiene clase y velocidad. Yo me quedo con el Zephyr.

Pues mira, aunque te parezca gracioso, yo me quedaría con Buick-Puick. A mí me basta con ése.

Pero hombre, el precio anda como el del Zephyr, pero no tiene el mismo nervio.

A mí eso me da igual. Yo no quiero saber nada con ningún coche de Henry Ford. No me cae bien, nunca me gustó. Un hermano mío trabajaba en la planta de automóviles. Tendrías que oír lo que dice.

Bueno, el Zephyr tiene nervio.

Los cochazos de la carretera. Señoras lánguidas, vencidas por el calor, pequeños núcleos en torno a los que giran miles de bártulos: cremas, ungüentos con los que hidratarse, sustancias colorantes en ampollas —negro, rosa, rojo, blanco, verde, plata— para teñir el pelo, cambiar el color de los ojos, los labios, las uñas, cejas, pestañas, párpados. Aceites, semillas y píldoras laxantes. Una bolsa llena de botellas, jeringuillas, píldoras, polvos, fluidos, distintas clases de gel que permiten tener relaciones sexuales con tranquilidad, con la seguridad de que serán inodoras e improductivas. Todo esto además de la ropa. ¡Menudo incordio!

Líneas de cansancio alrededor de los ojos, líneas de descontento que bajan de la boca, pechos que descansan pesadamente en pequeñas hamacas, estómagos y muslos reventando dentro de cubiertas de goma. Y las bocas

jadeantes, los ojos hoscos; les disgustan el sol, el viento y la tierra, agraviadas por la comida y el cansancio, odiando el tiempo que rara vez las muestra hermosas y siempre las envejece.

A su lado, hombrecillos panzones con trajes claros y sombreros panamá; hombres limpios, rosados, de ojos confusos y preocupados, ojos inquietos. Preocupados porque las fórmulas no dan resultado; ansiosos de seguridad y, sin embargo, sintiendo que ésta está desapareciendo de la tierra. En sus solapas, insignias de lugares donde se alojan y de clubs, sitios donde pueden ir y, mediante la suma de un número de hombrecillos preocupados, asegurarse a sí mismos que los negocios son algo noble y no el curioso robo ritual que saben que es; que los hombres de negocios son inteligentes a pesar de las pruebas patentes de su estupidez; que son amables y caritativos a pesar de los principios por los que se rigen los negocios rentables, que sus vidas son ricas en lugar de las aburridas y sosas rutinas que conocen; y que llegará el tiempo en el que dejarán de tener miedo.

Y estos dos, de camino a California; van a ir a sentarse en el vestíbulo del hotel Beverly-Wilshire, a ver a la gente que envidian yéndose a contemplar las montañas —montañas, entérate y árboles enormes— él con su expresión preocupada y ella pensando que el sol le resecará la piel. Van a ir a ver el océano Pacífico y te apuesto cien mil dólares a que él dirá: No es tan grande como yo pensaba que sería. Y ella envidiará los cuerpos regordetes y jóvenes en la playa. En realidad van a California para volver a casa. Para decir: Fulana estaba en la mesa de al lado en el Trocadero. Está hecha un auténtico desastre, pero la verdad es que viste bien. Y él: He hablado con hombres de negocios respetables. Dicen que no hay nada que hacer hasta que nos libremos del tipo ese que está en la Casa Blanca. Y: Me lo dijo uno que estaba enterado: figúrate que ella tiene sífilis. Salió en esa película de la Warner. Aquél me dijo que ha conseguido trabajar en el cine durmiendo con todo el que la convenía. Oye, ella se lo ha buscando. Pero los ojos preocupados nunca están en calma y la boca de hacer pucheros nunca se muestra contenta. El cochazo que avanza a sesenta millas por hora.

Quiero un refresco.

Bueno, allí delante hay un sitio. ¿Quieres parar?

¿Crees que estará limpio?

Todo lo limpio que puedes esperar en esta región dejada de la mano de Dios.

Bueno, supongo que algo embotellado estará bien.

El enorme coche chirría y frena hasta detenerse. El hombre gordo y preocupado ayuda a salir a su mujer.

Mae les echa un vistazo rápido según entran y luego desvía sus ojos. Al levanta la vista de la parrilla y vuelve a bajarla. Mae sabe. Se van a beber un refresco de cinco centavos y van a protestar de que no está suficientemente frío. La mujer usará seis servilletas de papel y las tirará al suelo. El hombre se atragantará y le intentará echar la culpa a Mae. La mujer olfateará como si oliera a carne podrida y luego se irán y pregonarán a partir de entonces que la gente

del oeste es hosca. Y Mae les tiene reservado un nombre para cuando está a solas con Al: les llama parásitos.

Los camioneros, ésos son buena gente.

Aquí viene uno grande de transportes. Espero que paren; que me quiten el regusto de esos parásitos. Cuando yo trabajaba en aquel hotel de Albuquerque, Al, ya vi cómo roban: toallas, cubiertos, jaboneras. No lo puedo entender.

Y Al, taciturno:

¿Y de dónde crees que sacan esos cochazos y todo lo demás? ¿Crees que nacen así? Tú nunca tendrás nada.

El camión de transportes, con un conductor y un relevo.

¿Qué te parece si paramos a tomar un café? Conozco este garito.

¿Cómo vamos de tiempo?

Bah, llevamos adelanto.

Para, entonces. Hay ahí un viejo caballo de guerra que es la monda. Y tienen buen café.

El camión se detiene. Dos hombres vestidos con pantalones de montar color caqui, botas, chaquetillas cortas y gorras militares de visera brillante. La puerta de tela metálica se cierra con un golpe.

¿Qué hay, Mae? Vaya, vaya, pero si es Bill el Rata. ¿Cuándo has vuelto a este recorrido? Hace una semana.

El otro hombre introduce una moneda en el fonógrafo, mira cómo el disco se suelta y el plato sube para que caiga encima. La voz de Bing Crosby, dorada. «Gracias por el recuerdo, del calor del sol a la orilla; pudiste haber sido un incordio, pero nunca me aburriste...» Y el conductor del camión le canta a Mae «Pudiste haber sido un poco bruta, pero nunca fuiste una puta».

Mae se ríe. ¿Quién es tu colega, Bill? Es nuevo en el itinerario, ¿no?

El otro mete otra moneda en la tragaperras, gana cuatro fichas y las vuelve a meter. Se acerca a la barra.

Bueno, ¿qué va a ser? Una taza de café. ¿Qué pasteles tienes? Crema de plátano, de piña, de chocolate y tarta de manzana. Uno de manzana. Espera... ¿de qué es ese grande y ancho? Mae lo levanta y lo huele. De crema de plátano. Córtame un pedazo; bien grande. El hombre de la tragaperras dice: Que sean dos de todo. Ahí van dos. ¿Sabes alguno nuevo, Bill? Bueno, aquí va uno.

Lleva cuidado, hay una señora delante.

No, si éste no es muy fuerte. Un chiquillo llega tarde a la escuela. La maestra le pregunta: ¿por qué llegas tarde? El crío contesta: tuve que llevar una vaquilla a que la montaran. La maestra le dice: ¿no podía haberlo hecho tu padre? El niño responde: claro que sí, pero no tan bien como el toro.

Mae chilla de risa, carcajadas ásperas y escandalosas. Al, partiendo cebolla cuidadosamente sobre una tabla, levanta los ojos y sonríe y luego vuelve a mirar hacia abajo. Camioneros, buena gente. Van a dejar un cuarto de dólar cada uno de propina para Mae. Quince centavos por un café y un trozo de pastel y veinticinco para Mae. Y ni siquiera están intentando camelársela.

Sentados juntos en los taburetes, las cucharas sobresaliendo de las tazas de café. Pasando el rato. Y Al, restregando la parrilla, escucha sin hacer comentarios. La voz de Bing Crosby se interrumpe. El plato baja y el disco vuelve a su lugar en el montón. La luz violeta se apaga. La moneda, que ha puesto el mecanismo en marcha, que ha hecho que Bing cante y una orquesta toque, se desliza entre los puntos de contacto y va a caer a la caja donde se suman las monedas. Estos cinco centavos, al revés que la mayoría del dinero, han sido el responsable material de una reacción.

La válvula de la máquina de café arroja vapor. El compresor de la máquina del hielo resopla quedamente un rato y después calla. El ventilador eléctrico del rincón oscila su cabeza lentamente de un lado a otro, bañando la habitación con una brisa cálida. En la carretera, en la 66, los coches pasan veloces.

Hace un rato paró un coche de Massachusetts —dijo Mae.

Bill el Rata cogió su taza por el borde de modo que la cuchara quedó apresada entre dos dedos. Aspiró una bocanada de aire junto con el café, para enfriarlo.

Deberías estar por la 66. Hay coches de todo el país. Todos en dirección oeste. Nunca había visto tantos antes. Y se ven algunos preciosos.

Hemos visto esta mañana un accidente —dijo su compañero—. Un coche grande, un Cadillac, modelo especial y precioso, bajo, de color crema, coche de lujo. Chocó contra un camión. Plegó completamente el radiador. Debía de ir a noventa millas por hora. El conductor se clavó el volante y se quedó meneándose como una rana colgando de un gancho. Una preciosidad de coche, muy bonito. Ahora se lo quedará cualquiera por una miseria. El conductor iba solo.

Al levantó la vista de su trabajo.

¿Averió el camión?

¡Dios! Si ni siquiera era un camión. Era uno de esos coches partidos por la mitad, lleno de fogones, sartenes, colchones, niños y gallinas. Iban al oeste. Aquél nos adelantó a noventa, se puso en dos ruedas para pasarnos y venía un coche, así que se desvió y arremetió contra el camión. Conducía como si estuviera borracho perdido. Dios, el aire se llenó de ropas de cama, de gallinas y niños. Mató a uno de ellos. Nunca he visto semejante barullo. Frenamos. El que conducía el camión se quedó de pie mirando al niño muerto. No se le podía sacar ni una palabra. Completamente ido. Dios Todopoderoso, la carretera está llena

de esas familias yendo hacia el oeste. Nunca había visto tantas. Y va de mal en peor. Me gustaría saber de dónde diablos salen.

Y a mí a dónde van —dijo Mae—. A veces paran aquí a poner gasolina, pero casi nunca compran nada más. La gente dice que roban. Nosotros no dejamos nada por en medio y nunca nos han robado.

Bill, masticando su pastel, miró a la carretera por la ventana tapada con tela metálica.

Más vale que vigiles las cosas. Aquí llegan unos de esos.

Un Nash de 1926 salía de la carretera pesadamente. El asiento trasero estaba tapado casi hasta arriba con sacos, ollas y sartenes y encima de todo iban dos niños aplastados contra el techo. Sobre el coche había un colchón y una tienda de campaña plegada; los palos de la tienda iban atados a los estribos. El coche se estacionó junto a los surtidores de gasolina. Un hombre de pelo negro y el rostro como cortado con un hacha se apeó lentamente, y los dos críos resbalaron por la carga hasta llegar al suelo.

Mae rodeó la barra y se quedó en la puerta. El hombre llevaba pantalones grises de lana y una camisa azul, oscurecida por el sudor en la espalda y bajo los brazos. Los niños llevaban sólo unos monos, andrajosos y remendados. Tenían el pelo claro, de punta todo alrededor de la cabeza, casi cortado al cero. En el rostro mostraban churretes de polvo. Fueron directamente al charco barroso bajo la manguera y enterraron los pies en el barro.

El hombre preguntó: —¿Podemos coger agua, señora? Un gesto de irritación cruzó el rostro de Mae.

Claro, sírvanse —habló quedamente por encima del hombro—. Voy a vigilar la manguera. —Clavó la vista en el hombre mientras éste desenroscaba la tapa del radiador y metía la manguera.

La mujer, que se había quedado en el coche, de cabello muy rubio, dijo:

Mira a ver si lo puedes comprar aquí.

El hombre cerró el grifo de la manguera y volvió a colocar el tapón. Los chiquillos se apoderaron de la manga, apuntaron hacia debajo y bebieron sedientos. El hombre se quitó el sucio sombrero negro y se quedó, con una curiosa humildad, delante de la puerta.

¿Nos haría el favor de vendernos una barra de pan, señora?

Esto no es una tienda de comestibles —dijo Mae—. Tenemos el pan para hacer bocadillos.

Lo sé, señora —insistía con su humildad—. Necesitamos pan y nos han dicho que no hay ningún sitio más hasta bastante más lejos.

Si le vendemos pan, nos va a faltar —el tono de Mae comenzaba a ser vacilante.

Tenemos hambre —dijo el hombre.

¿Por qué no compran bocadillos? Los tenemos muy buenos, de hamburguesa.

Nos encantaría poder hacerlo, señora. Pero no podemos. Tenemos que comer todos por diez centavos. —Y añadió avergonzado—: Tenemos muy poco dinero.

No puede comprar una barra por diez centavos. Sólo las tenemos de quince —dijo Mae.

Al gruñó a su espalda.

Por Dios, Mae, dales el pan.

Nos vamos a quedar sin pan antes de que llegue el camión.

Bueno, pues que falte, maldita sea —dijo Al. Y miró hosco a la ensalada de patata que estaba preparando.

Mae encogió sus hombros regordetes y miró a los camioneros para mostrarles por lo que tenía que pasar.

Sujetó la puerta abierta y el hombre entró, trayendo consigo olor a sudor. Los chiquillos se colaron detrás de él, se acercaron inmediatamente al recipiente de caramelos y se quedaron mirando con fijeza, no con anhelo ni esperanza, ni siquiera con deseo, simplemente como asombrados de que semejantes cosas pudieran existir. Eran iguales de tamaño y sus rostros eran idénticos. Uno de ellos se rascó el tobillo polvoriento con las uñas de los dedos del otro pie. El otro le susurró algo quedamente y, entonces, los dos estiraron los brazos hasta que sus puños apretados, metidos en los bolsillos del mono, se marcaron a través de la fina tela azul.

Mae abrió un cajón y sacó una larga barra envuelta en papel encerado.

Ésta es de quince centavos.

El hombre se colocó el sombrero en la cabeza de nuevo. Respondió con su humildad inflexible.

¿Me haría el favor de cortarme un trozo de diez centavos? Al dijo con un gruñido: —Maldita sea, Mae. Dale la barra entera. El hombre se volvió hacia Al.

No, queremos comprar diez centavos de pan. Lo tenemos estrictamente calculado para llegar hasta California.

Puede quedársela por diez centavos —dijo Mae, con acento resignado.

Eso sería robarle, señora.

Cójalo, venga... Al dice que se lo quede. —Empujó la barra envuelta por encima del mostrador. El hombre sacó de su bolsillo trasero una bolsa de cuero oscuro, desató las cuerdas y la abrió. Pesaba, llena de monedas grandes y billetes grasientos.

Les parecerá extraño que sea tan agarrado —se disculpó—. Nos quedan mil millas por delante y no sabemos si conseguiremos llegar.

Hurgó en la bolsa con el dedo índice, encontró una moneda de diez centavos y la cogió. Al ponerla en el mostrador vio que había sacado un centavo al mismo tiempo. Estaba a punto de guardarlo de nuevo en la bolsa cuando su mirada cayó sobre los niños, paralizados ante el mostrador de los caramelos. Se acercó con calma a ellos. Señaló unos palos de menta, rayados, que había en la caja.

¿Esos caramelos son de a centavo, señora? Mae se acercó y miró. —¿Cuáles? —Ésos de ahí, de rayas.

Los pequeños levantaron los ojos hacia el rostro de Mae y dejaron de respirar; tenían la boca ligeramente abierta y rígidos los cuerpos medio desnudos.

¡ Ah!, ésos. No, no..., son dos por un centavo.

Bien, déme dos, señora. —Depositó el centavo de cobre cuidadosamente sobre la barra. Los niños dejaron escapar el aliento contenido suavemente. Mae les ofreció los dos palos largos de caramelo.

Cogedlos —animó el hombre.

Alargaron la mano con timidez, cada uno cogió un palo y los sujetaron pegados a sus lados sin mirarlos. Pero se miraron el uno al otro y las comisuras de sus labios mostraron, vergonzosos, una sonrisa rígida.

Gracias, señora.

El hombre cogió el pan y salió, con los niños marchando estirados detrás de él, sosteniendo los palos a rayas rojas pegados estrechamente contra sus piernas. Saltaron como ardillas por encima del asiento delantero y se acomodaron encima de la carga, y desaparecieron de la vista como ardillas en una madriguera.

El hombre se sentó, puso en marcha el coche y, con un motor rugiente y una nube de aceitoso humo azul, el viejo Nash volvió a la carretera y siguió adelante hacia el oeste.

Desde el interior del restaurante, los camioneros, Mae y Al les siguieron con los ojos. Bill fue el primero en reaccionar.

Esos caramelos no eran dos por un centavo —dijo.

¿Acaso es asunto tuyo? —replicó Mae torvamente.

Cada uno vale cinco centavos —insistió Bill.

Hay que ponerse en marcha —dijo al otro—. Se nos está yendo el tiempo. —Buscaron en sus bolsillos.

Bill dejó una moneda en la barra y su compañero la miró, volvió a buscar en su bolsillo y puso otra moneda. Se volvieron y caminaron hacia la puerta.

Hasta otra —dijo Bill. Mae le llamó: —¡Eh! Espera un momento. Te dejas el cambio. —Vete al cuerno —dijo Bill, y la puerta se cerró con un golpe.

Mae les contempló mientras montaban en el enorme camión, y éste empezaba a moverse lento en primera; luego oyó el chirrido al cambiar marchas y el camión alcanzó su velocidad de crucero.

Al... —llamó suavemente.

Él levantó la vista de la hamburguesa que estaba aplastando y envolviendo entre papeles encerados.

¿Qué pasa?

Mira —ella señaló las monedas que habían quedado junto a las tazas: dos de medio dólar. Al se acercó y miró, y luego volvió a su trabajo.

Camioneros —dijo Mae reverentemente— y después de ellos parásitos.

Las moscas daban pequeños topetazos contra la tela metálica y se alejaban zumbando. El compresor resopló un poco y luego calló. Por la 66 corría el tráfico, camiones, coches finos de línea aerodinámica y cacharros; y pasaban con un silbido ominoso. Mae recogió los platos y sacudió las migas de pastel en un cubo. Encontró un paño húmedo y limpió la barra con movimientos circulares. Sus ojos seguían en la carretera, por donde la vida pasaba silbando.

Al se secó las manos en el delantal. Miró un papel pegado en la pared, encima de la parrilla. Había en el papel tres líneas de marcas en columnas. Al contó la línea más larga. Caminó por detrás del mostrador hasta la caja, marcó la tecla de No Venta y sacó un puñado de monedas de cinco centavos.

¿Qué vas a hacer? —preguntó Mae.

El número tres está a punto de soltar el premio —dijo Al. Se dirigió a la tercera máquina tragaperras y fue metiendo sus monedas y a la quinta vez que giraron las ruedas, las tres barras subieron y el fondo se disparó. Al reunió el gran puñado de monedas y volvió al mostrador. Las dejó caer en la caja registradora y la cerró de golpe. Entonces volvió a su sitio y tachó la línea de puntos.

Juegan más en la número tres que en las otras —comentó—. Quizá debería irlas alternando. —Levantó una tapadera y removió el estofado que hervía a fuego lento.

Me pregunto qué harán cuando lleguen a California —dijo Mae. —¿Quiénes? —Estos que acaban de pasar por aquí. —Sabe Dios —replicó Al.

¿Crees que encontrarán trabajo? —¿Cómo diablos quieres que lo sepa? —preguntó Al.

Ella miró con fijeza hacia el este, a la carretera.

Aquí viene uno de transportes, doble. ¿Pararán? Espero que sí.

Y mientras el gigantesco camión se salía pesadamente de la carretera y se detenía, Mae cogió el paño y limpió la barra en toda su longitud. También le dio un par de friegas a la reluciente máquina de café y subió el gas de la máquina. Al sacó un puñado de rabanitos y comenzó a pelarlos. El semblante de Mae expresaba alegría cuando la puerta se abrió y entraron los dos camioneros uniformados.

¿Qué hay, hermana?

Para ningún hombre soy yo una hermana —replicó Mae. Se echaron a reír y Mae también rió—. ¿Qué vais a tomar, muchachos?

Una taza de café. ¿Qué pasteles tienes? —Crema de piña, de plátano, de chocolate y tarta de manzana. —Dame uno de manzana. No, espera, ¿de qué es eso grande y gordo? Mae levantó el pastel y lo olió. —De crema de piña —respondió. —Bueno, córtame un trozo de ése. Los coches corrían con un silbido siniestro por la carretera 66.

CAPÍTULO XVI

Los Joad y los Wilson continuaron juntos hacia el oeste: El Reno y Bridgeport, Clinton, Elk City, Sayre y Texola. Allí alcanzaron la frontera y dejaron atrás Oklahoma. Ese día los coches avanzaron sin pausa por el Panhandle de Texas. Shamrock y Alanreed Groom y Yarnell. Pasaron por Amarillo al final de la tarde, siguieron adelante demasiado y cuando acamparon ya anochecía. Estaban cansados, polvorientos, muertos de calor. La abuela tuvo convulsiones causadas por la alta temperatura y se encontraba débil cuando se detuvieron. Esa noche Al robó un tablón de una cerca y lo colocó como una viga sobre el camión, enganchándolo a ambos extremos. Esa noche no comieron más que unas galletas, duras y frías, que habían guardado del desayuno. Cayeron como muertos en los colchones y durmieron con la ropa puesta. Los Wilson ni siquiera montaron la tienda de campaña.

Los Joad y los Wilson volaron por el Panhandle, de campos grises y ondulantes, señalados y atravesados por las huellas de viejas inundaciones. Volaron saliendo de Oklahoma y a través de Texas. Las tortugas avanzaban lentas entre el polvo y el sol azotaba la tierra, que despedía una ola de calor de sí misma cuando en el crepúsculo el calor abandonaba el cielo.

Durante dos días, las dos familias corrieron sin cesar pero al llegar el tercer día las distancias se hicieron demasiado grandes y les obligaron a adoptar una nueva técnica de vida; la carretera se transformó en su hogar y el movimiento en su medio de expresión. Poco a poco se fueron acomodando a una vida distinta. Primero Ruthie y Winfield, después Al, luego Connie y Rose of Sharon y, por último, los mayores. La tierra oscilaba como si de un oleaje inmóvil se tratara. Wildorado, Vega, Bosie y Glenrio: fin de Texas. Al frente Nuevo México y las montañas, que se elevaban, en la lejanía, contra el cielo. Y las ruedas de los coches rechinaban al tomar las curvas, los motores se recalentaban y el vapor salía despedido por los bordes de las tapas de los radiadores. Llegaron penosamente al río Pecos y lo cruzaron por Santa Ana. Y siguieron otras veinte millas.

Al Joad conducía el turismo, y junto a él viajaban su madre y Rose of Sharon. Delante de ellos se arrastraba el camión. El cálido aire se plegaba en olas encima de la tierra y las montañas se estremecían en el calor. Al conducía lánguidamente, acurrucado en el asiento, la mano relajada encima de la barra que cruzaba el volante; llevaba el sombrero gris inclinado sobre un ojo, dándole un aire increíblemente presumido; mientras conducía, se volvía y escupía por el lado de vez en cuando.

Madre, a su lado, había juntado las manos en su regazo y se había retirado a un lugar desde el que poder resistir el cansancio. Con el cuerpo relajado, dejaba a éste y a la cabeza oscilar libremente con el movimiento del coche. Entrecerraba los ojos fijos en las montañas. Rose of Sharon se abrazaba contra el movimiento del coche, con los pies apretados contra el suelo y su codo derecho apoyado con firmeza en la puerta. Su rostro rollizo se tensaba ante el bamboleo y su cabeza oscilaba bruscamente porque los músculos del cuello estaban tensos. Trataba de arquear todo su cuerpo hasta formar un recipiente rígido en el que proteger al feto de los golpes. Volvió la cabeza hacia su madre.

Madre —dijo. Los ojos de Madre recobraron su luz y ella dirigió su atención a Rose of Sharon. Contempló el rostro tenso, cansado, lleno, y sonrió—. Madre —dijo la muchacha—, cuando lleguemos, vais a recoger fruta todos y a vivir como en el campo, ¿verdad?

Madre sonrió con un poco de sarcasmo.

Aún no hemos llegado —dijo—. No sabemos cómo va a ser. Hay que esperar a verlo.

Yo y Connie no queremos vivir en el campo —dijo la joven—. Ya tenemos pensado lo que vamos a hacer.

Por un momento una leve preocupación asomó en el semblante de Madre.

¿No os quedáis con nosotros, con la familia? —preguntó.

Bueno, Connie y yo hemos estado hablando de todo esto. Madre, queremos vivir en una ciudad —continuó excitada—: Connie conseguirá trabajo en una tienda o quizá en una fábrica. Y va a estudiar en casa, puede que radio, hasta convertirse en un experto y poder tener más adelante su propia tienda. E iremos al cine siempre que nos apetezca. Y Connie dice que cuando yo vaya a tener el niño vendrá un médico; y que según cómo vaya la cosa, iré a un hospital. Vamos a tener un coche, uno pequeño. Y después de que él estudie por la noche, pues... será bonito, Connie arrancó una página de un Historias de amor del Oeste y va a pedir que le envíen información para hacer un curso, porque mandar la hoja no cuesta nada. Lo dice allí, en el cupón. Yo lo he visto. Y, fíjate, cuando haces ese curso hasta te consiguen un trabajo, es un curso de radio un trabajo limpio y agradable, y con futuro. Vamos a vivir en la ciudad para ir al cine cuando queramos y... bueno, yo tendré una plancha eléctrica y las cosas para el bebé serán todas nuevas. Connie dice que será todo nuevo, blanco y... Bueno, ya has visto las cosas que hay para bebés en el catálogo. Quizá justo al principio, mientras Connie tenga que estudiar en casa, no será tan fácil, pero... bueno, para cuando llegue el niño, quizá haya terminado de estudiar y tengamos una casa, pequeñita. Nada lujoso, pero queremos que esté bien para el niño... — Su rostro brillaba de entusiasmo—. Y pensé... bueno, pensé que quizá podríamos todos ir a vivir a la ciudad y cuando Connie tenga la tienda... a lo mejor Al podría trabajar para él.

Los ojos de Madre no habían abandonado ni un instante la cara sonrojada. Madre vio crecer la estructura y la siguió.

No queremos que estés lejos de nosotros —dijo—. No es bueno que las familias se separen.

¿Yo, trabajar para Connie? —bufó Al—. ¿Qué tal si Connie trabaja para mí? ¿Se cree que es el único cabrón que puede estudiar por la noche?

De pronto, Madre pareció comprender que todo era un sueño. Volvió la cabeza de nuevo hacia adelante y relajó el cuerpo, pero la leve sonrisa quedó flotando alrededor de sus ojos.

Me pregunto cómo se encontrará hoy la abuela —dijo.

Al se puso tenso al volante. El motor había empezado a vibrar ligeramente. Aumentó la velocidad y la vibración creció al tiempo. Retardó el encendido y

escuchó y luego aceleró un momento y escuchó. La vibración creció hasta convertirse en un golpeteo metálico. Al tocó el claxon y sacó el coche de la carretera. Delante, el camión frenó y dio marcha atrás lentamente. Tres coches pasaron a toda velocidad, hacia el oeste, los tres hicieron sonar la bocina y el último conductor se inclinó hacia afuera y gritó: ¿Se creen que este es sitio para parar?

Tom acercó el camión, se bajó y se dirigió al turismo. Desde la parte trasera del cargado camión varias cabezas miraron hacia abajo. Al retardó el encendido y escuchó el motor al ralentí.

¿Qué ocurre, Al? —preguntó Tom. Al aceleró el motor. —Escucha. El golpeteo se hizo más audible. Tom lo escuchó.

Adelanta el encendido y sube el ralentí —dijo—. Él abrió el capó y metió la cabeza dentro.

Ahora acelera. —Escuchó un segundo y luego cerró el capó. —Sí, Al, creo que tienes razón —dijo. —El cojinete de la biela, ¿verdad? —Eso parece —dijo Tom.

Le puse aceite en abundancia —protestó Al.

Bueno, pues no le ha llegado. Ahora está más seco que una mona. Mira, lo único que se puede hacer es sacarla. Yo voy a seguir un poco hasta encontrar algún lugar llano donde acampar. Tú sígueme muy despacio. Que no se vaya a romper el cárter.

¿Es serio? —preguntó Wilson.

Mucho —respondió Tom y, tras subir al camión, se puso en marcha y avanzó lentamente.

No sé por qué se ha salido —dijo Al—. Yo le puse bien de aceite. —Al sabía que la culpa era suya. Sintió que les había fallado.

No ha sido culpa tuya —dijo Madre—. Tú lo has hecho todo bien. —Y luego preguntó un poco tímidamente—: ¿Es de verdad tan grave?

Bueno, es difícil sacarla y necesitamos una biela nueva o un antifriccionante para ésta. —Lanzó un profundo suspiro—. Te aseguro que me alegro de que Tom esté aquí. Yo nunca he ajustado un cojinete. Espero que Tom lo haya hecho.

Había junto a la carretera un enorme cartel de anuncio rojo, un poco más adelante, que proyectaba una gran sombra rectangular. Tom desvió el camión, salió de la carretera y pasó la cuneta, poco profunda y se estacionó a la sombra. Bajó y esperó que llegara Al.

Ahora ve con cuidado —aconsejó—. Ve despacio o le romperás también una ballesta.

El rostro de Al se tornó rojo de furia. Estranguló el motor.

¡Maldita sea! —gritó—, yo no he quemado ese cojinete. ¿Qué quieres decir con eso de que también me cargaré una ballesta?

Tom sonrió.

No eches las patas por alto —dijo—. No he querido decir nada. Sólo que llevaras cuidado con la cuneta.

Al masculló mientras llevaba muy poco a poco el coche hasta abajo y remontaba la cuneta por el otro lado.

No se te ocurra darle a nadie la idea de que he sido yo el que he quemado ese cojinete. —El motor hacía ya un ruido escandaloso. Al aparcó a la sombra y apagó el motor.

Tom levantó el capó y lo enganchó para que quedara abierto.

Ni siquiera podemos empezar a trabajar hasta que se enfríe —dijo. Los demás fueron saliendo de los vehículos y se reunieron alrededor del turismo.

Padre preguntó: —¿Cómo es de grave? —Y se puso en cuclillas. —¿Alguna vez has ajustado uno? —Se volvió Tom hacia Al. —No —respondió—, nunca. Pero sí que he sacado el cárter.

Bueno, hay que romper el cárter y sacar la biela —dijo Tom—. Luego tenemos que comprar la pieza, afilarla, igualarla y ajustarla. Es trabajo para un día. Tenemos que volver al último sitio que pasamos, a Santa Rosa, para comprar la pieza. Albuquerque está a unas setenta y cinco millas... ¡Vaya por Dios!, mañana es domingo. No podremos hacer nada. —La familia quedó en silencio. Ruthie se acercó sin hacer ruido y miró el motor, esperando ver la pieza rota. Tom continuó quedamente—: Mañana es domingo. El lunes compraremos la pieza y probablemente no la podremos poner hasta el martes. No tenemos herramientas que nos faciliten el trabajo. Va a ser complicado.

La sombra de un buitre pasó sobre la tierra y todos miraron al negro pájaro que surcaba el cielo.

Lo que me da miedo es que nos quedemos sin dinero y no podamos llegar —dijo Padre—. Hemos de comer y comprar gasolina y aceite. Si se acaba el dinero no sé lo que vamos a hacer.

Me parece que es culpa mía —intervino Wilson—. Este maldito cacharro me ha dado problemas desde el principio. Ustedes se han portado bien con nosotros. Deberían recoger sus cosas y seguir adelante. Sairy y yo nos quedamos, ya se nos ocurrirá algo. No queremos fastidiarles los planes.

No vamos a hacer eso —dijo Padre lentamente—. Somos casi de la familia. El abuelo murió en su tienda.

No les hemos causado más que molestias, hemos sido un estorbo —dijo Sairy con cansancio.

Tom lió despacio un cigarrillo, lo observó y lo encendió. Se quitó la estropeada gorra y se enjugó la frente.

Tengo una idea —dijo—. Quizá no le guste a nadie, pero ahí va: cuanto más cerca lleguemos de California, más pronto empezará a correr el dinero. Este coche puede ir dos veces más deprisa que el camión. Ésta es mi idea. Sacamos algunas cosas del camión y os vais todos menos el predicador y yo. Yo y Casy nos quedamos aquí, arreglamos el coche y continuamos, día y noche y ya os alcanzaremos, o si no nos encontramos en la carretera, de todas formas ya estaréis trabajando. Si tenéis avería, no tenéis más que acampar junto a la carretera hasta que lleguemos. Peor no puede ser, y si conseguís llegar, tendréis trabajo y todo será más fácil. Casy puede echarme una mano con el coche y podremos ir muy deprisa.

La familia consideró la propuesta reunida. El tío John se acuclilló al lado de Padre.

¿No necesitas que te ayude con esa biela? —preguntó Al.

Tú mismo has dicho que nunca has arreglado ninguna.

Eso es verdad —admitió Al—. Lo único que necesitarás es una espalda fuerte. Quizá el predicador no quiera quedarse.

Bueno, quien sea, a mí me da igual —dijo Tom.

Padre rascó la tierra seca con el dedo índice.

Me da la impresión de que Tom tiene razón —dijo—. No sirve de nada que nos quedemos todos aquí. Podríamos avanzar cincuenta, cien millas antes de que anochezca.

¿Cómo nos vais a encontrar? —preguntó Madre, preocupada.

Estaremos en la misma carretera —la tranquilizó Tom—. Es la 66 hasta el final. Hasta un lugar llamado Bakersfield. Lo he visto en el mapa que tenemos. Hay que seguir la carretera recta hasta allí.

Sí, pero cuando lleguemos a California y tengamos que coger alguna otra carretera...

No te preocupes —le aseguró Tom—. Os encontraremos. California no es el mundo.

Pues en el mapa parece muy grande —insistió Madre.

John, ¿ves alguna razón en contra? —le pidió consejo Padre.

No —contestó John.

Wilson, es su coche. ¿Tiene alguna objeción a que mi hijo lo arregle y venga después con él?

Nada en absoluto —respondió Wilson—. Parece que ustedes ya nos han ayudado todo lo que podían. No veo por qué no puedo echarle un cable a su hijo.

Podéis estar trabajando y consiguiendo algo de dinero si no os alcanzamos antes —dijo Tom—. Imaginad que nos quedamos todos aquí. No hay agua cerca y el coche no podemos moverlo. Pero si conseguís llegar y encontráis trabajo, pues tendréis dinero o quizá una casa donde vivir. ¿Qué le parece, Casy? ¿Quiere quedarse conmigo y echarme una mano?

Yo quiero hacer lo que sea mejor para ustedes —dijo Casy—. Ustedes me acogieron y me han traído hasta aquí. Haré lo que mejor les parezca.

Bueno, si se queda, tendrá que tumbarse de espaldas y llenarse la cara de grasa —advirtió Tom.

No hay ningún problema.

Bien, si es esto lo que vamos a hacer, más vale que nos pongamos en marcha —opinó Padre—. Podemos apurar quizá unas cien millas antes de detenernos.

Yo no voy —se plantó Madre delante de él.

¿Qué quieres decir con eso? Tienes que venir y cuidar de la familia — Padre estaba asombrado ante esta insubordinación.

Madre se acercó al turismo y se agachó al suelo del asiento trasero. Sacó una barra de hierro y la balanceó en la mano con facilidad.

No voy a ir —repitió. —Te digo que tienes que venir. Hemos tomado una decisión. Madre adquirió una expresión resuelta. Dijo quedamente:

De la única forma que conseguirás que vaya es a golpes. —Volvió a mover levemente la barra—. Y te pondré en evidencia, Padre, porque no pienso estarme quieta mientras me pegas, llorando y suplicando. Me voy a defender. De todas formas, no estés tan seguro de poder darme una paliza. Y si me vences, juro por Dios que esperaré a que me des la espalda o estés sentado y te abriré la cabeza con un cubo. Juro por Jesucristo que lo haré.

Padre miró al grupo sin saber qué hacer. —Es una descarada —dijo—. Nunca la había visto tan deslenguada. Ruthie soltó una risita aguda. La barra osciló provocativamente de un lado a otro, en la mano de Madre.

Venga —dijo Madre—. Has tomado una decisión. Vamos, ven a pegarme. Inténtalo siquiera. Pero yo no me voy; y si lo hago, no vas a volver a dormir porque estaré continuamente esperando y en el momento que se te cierren los ojos, te atizaré con un madero.

Maldita descarada —murmuró Padre—. Y eso que ni siquiera es joven.

El grupo completo observaba la revuelta. Contemplaron a Padre, esperando que estallara toda su furia. Miraron sus manos relajadas para verlas transformarse en puños. Y la cólera de Padre no creció y sus manos permanecieron colgando a sus lados. Al cabo de un momento, todos supieron que Madre había ganado. Y Madre también lo supo.

Madre, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó Tom—. ¿Por qué haces esto? ¿Qué pasa contigo? ¿Te vas a volver contra nosotros?

El rostro de Madre perdió algo de su dureza, pero sus ojos seguían mostrándose fieros.

Habéis decidido esto sin pensarlo demasiado —explicó Madre—. ¿Qué nos queda en el mundo? Nada sino nosotros mismos, nada sino la familia. Partimos y el abuelo se fue derecho a la tumba. Y ahora, en un momento, queréis dividir a la familia...

Madre, os íbamos a alcanzar —gritó Tom—. No íbamos a separarnos mucho tiempo.

Madre balanceó la barra.

Imagínate que estuviéramos acampados y pasarais de largo, que nosotros continuáramos..., ¿dónde podríamos dejar recado, cómo sabríais dónde preguntar? Tenemos por delante un camino amargo. La abuela está enferma. Está ahí arriba en el camión pidiendo ya una pala para su tumba. Está agotada. Nos enfrentamos a un camino largo y difícil.

Pero podríamos estar ganando dinero —dijo el tío John—. Podríamos tener algo ahorrado para cuando llegara el resto.

Los ojos de todos se volvieron hacia Madre de nuevo. Ella tenía la fuerza y había tomado el control.

El dinero que ganáramos no serviría de nada —dijo—. Lo único que tenemos de valor es la familia sin dividir. Igual que las vacas de un rebaño se agrupan juntas cuando los lobos andan al acecho. No temo a nada mientras estemos aquí todos los que seguimos con vida, pero no pienso consentir que nos separemos. Los Wilson están con nosotros y el predicador también. No puedo decir nada si se quieren marchar, pero si alguno de mi familia quiere dividirnos lo impediré, con esta barra y todas mis fuerzas. —Su tono era frío y no admitía discusión.

Madre, no podemos acampar todos aquí —intentó calmarla Tom—. No hay agua, ni siquiera hay sombra. La abuela necesita estar a la sombra.

De acuerdo —concedió Madre—. Seguiremos adelante. Pararemos en el primer lugar donde haya agua y sombra. Y... el camión regresará, te llevará a la ciudad a comprar la pieza y te volverá a traer. No vas a ir andando bajo el sol y no permito que vayas solo. Si tienes cualquier problema, habrá alguien de tu familia para ayudarte.

Tom estiró los labios sobre los dientes y luego los separó con un chasquido. Extendió las manos en un gesto de impotencia y las dejó caer a sus lados.

Padre —dijo—, si tú la cogieras rápidamente por un lado y yo por el otro y todos los demás se le tiraran encima y la abuela saltara en lo alto del montón, quizá podríamos reducir a Madre sin que matara a más de dos o tres de nosotros con esa barra. Pero si no estás dispuesto a que te aplaste la cabeza, creo que Madre nos tiene cogidos. ¡Dios una persona decidida puede hacer lo que quiera con un montón de gente! Tú ganas, Madre. Suelta ya esa barra antes de que le hagas daño a alguien.

Madre miró sorprendida la barra de hierro. Su mano tembló. Dejó caer su arma al suelo y Tom, con un cuidado exagerado, la recogió y la metió de nuevo en el coche.

Padre, ponte de pie —dijo—. Al, llévate a la familia y cuando hayáis acampado vuelve aquí con el camión. Yo y el predicador iremos quitando el cárter. Luego, si nos da tiempo, podemos ir corriendo a Santa Rosa y tratar de comprar una biela. Quizá podamos, siendo sábado por la noche. Ahora moveos deprisa a ver si nos da tiempo a ir. Déjame que saque la llave inglesa y los alicates del camión. —Tocó por debajo del coche y sintió el grasiento cárter—. Ah, sí, déjame una lata, ese cubo viejo para recoger el aceite, no vayamos a perderlo.

Al le pasó el cubo y Tom lo colocó bajo el coche y aflojó el tapón del aceite con unos alicates. El aceite negro corrió por su brazo mientras desenroscaba el tapón con los dedos y luego el negro río cayó silenciosamente al cubo. Al tenía a la familia apilada en el camión para cuando el cubo estuvo medio lleno. Tom, con el rostro manchado ya de aceite, se asomó entre las ruedas.

¡Vuelve rápido! —gritó.

Cuando el camión cruzó suavemente la cuneta poco profunda y se alejó arrastrándose, él estaba aflojando los tornillos del cárter. Tom giraba cada tornillo una sola vez, soltándolos con regularidad para que no se rompiera la junta.

El predicador se puso de rodillas al lado de las ruedas.

¿Qué puedo hacer?

En este momento nada. En cuanto haya salido todo el aceite y todos los tornillos estén sueltos me puede ayudar a sacar el cárter. —Se revolvió bajo el coche, aflojando los tornillos con una llave inglesa y girándolos luego con los dedos. Los dejó enganchados para que el cárter no se cayera, pero muy sueltos.

El suelo aún está caliente aquí debajo —dijo Tom. Y añadió—: Casy, ha estado usted muy callado estos últimos días. ¿Cómo es eso? Al principio de encontrarnos hacía usted un discurso cada media hora más o menos. Y este último par de días no ha llegado a decir ni diez palabras. ¿Qué le pasa, se está quemando?

Casy estaba estirado sobre el estómago, mirando debajo del coche. Descansaba en el dorso de una mano la barbilla erizada con una barba rala. Tenía el sombrero echado hacia atrás de manera que le cubría la nuca.

Cuando era predicador hablé suficiente para el resto de mi vida —replicó.

Sí, pero también decía cosas sensatas.

Estoy muy preocupado —dijo Casy—. Cuando iba por ahí predicando ni siquiera me daba cuenta, pero la verdad es que tenía bastantes mujeres. Si ya no voy a predicar tengo que casarme. Tommy, lo que me pasa es que necesito estar con una mujer con urgencia.

Yo también —confesó Tom—. Mire, el día que salí de McAlester estaba que echaba humo. Perseguía a una chica, a una putilla, como si fuera un conejo. No le voy a decir lo que pasó, no puedo decírselo a nadie.

Ya sé lo que pasó —se echó a reír Casy—. Una vez fui al desierto a ayunar y cuando volví, me pasó exactamente la misma puñetera cosa.

¡Y un cuerno! —dijo Tom—. Bueno, en cualquier caso me ahorré el dinero y le di una carrera a aquella chica. Pensó que estaba loco. Debía haberle pagado, pero sólo tenía cinco dólares. Ella dijo que no quería dinero. Ahora métase aquí debajo y sujételo. Yo lo aflojo. Luego usted saca ese tornillo y yo saco éste de mi lado y lo bajamos despacio. Cuidado con una junta. ¿Ve?, sale de una pieza. Estos Dodge viejos sólo tienen cuatro cilindros. Una vez desmonté uno. Los cojinetes principales son tan grandes como melones. Ahora... hacia abajo..., sujételo. Súbala y tire de esa junta que se ha enganchado, despacio, con cuidado. ¡Ya está! —El grasiento cárter quedó en el suelo entre los dos, aún con un poco de aceite en los recovecos. Tom metió la mano en una de las cavidades anteriores y sacó algunos trozos rotos de antifriccionante—. Aquí está —dijo. Hizo girar el antifriccionante entre sus dedos—. El cigüeñal está subido. Mire atrás y coja la manivela. Gírela hasta que yo le diga.

Casy se puso en pie, encontró la manivela y la ajustó.

¿Preparado? Agarre, despacio, un poco más, un poco más, ahí.

Casy se arrodilló y volvió a mirar por debajo. Tom hizo sonar el cojinete de la biela contra el cigüeñal.

Ahí está.

¿Por qué crees que ha pasado esto? —preguntó Casy.

¡Y yo qué sé! Este coche lleva trece años en la carretera. En el cuentakilómetros pone sesenta mil millas. Eso significa ciento sesenta, y Dios sabe cuántas veces habrán retrasado los números. Se calienta —a lo mejor alguien dejó que el nivel de aceite bajara— y simplemente se sale.

Sacó los pasadores y ajustó la llave inglesa en un tornillo del cojinete. Hizo fuerza y la llave se le resbaló. Un desgarrón largo apareció en el dorso de su mano. Tom lo miró: la sangre fluía sin pausa de la herida y se juntaba con el aceite y caía en el cárter.

Qué mala suerte —dijo Casy—. ¿Quieres que yo haga eso mientras te vendas la mano?

¡Ni hablar! Nunca he arreglado un coche en mi vida sin cortarme. Ahora que me he cortado, ya no tengo que preocuparme más. —Volvió a ajustar la llave—. Ojalá tuviera una llave de media luna —dijo, y aporreó la llave con el canto de la mano hasta que los tornillos se aflojaron. Los sacó y los puso en el cárter junto con los tornillos de éste y los pasadores. Aflojó los tornillos del cojinete y tiró del pistón hasta sacarlo. Colocó el pistón y la biela en el cárter—. ¡Ya está, por fin! —Se retorció para salir de debajo del coche y tiró a la vez del cárter. Se limpió la mano con un trozo de arpillera e inspeccionó el corte—. Sangrando como un hijo de puta —dijo—. Bueno, yo sé cómo pararlo. —Orinó en la tierra, cogió un poco del barro resultante y lo aplicó sobre la herida. La sangre

siguió manando un momento y luego el flujo se cortó—. Es lo mejor que hay en el mundo para cortar la sangre —dijo.

También son buenas las telas de araña —dijo Casy.

Ya lo sé, pero aquí no hay telarañas y, en cambio, siempre puedes conseguir pis.

Tom se sentó en el estribo y examinó el cojinete roto.

Para dejarlo bien, sólo hemos de encontrar un Dodge de 1925, comprar una biela de segunda mano y algunas piezas de relleno. Al debe haber ido bien lejos.

La sombra del cartel se extendía ya unos veinte metros más allá. La tarde se prolongaba. Casy tomó asiento en el estribo y miró hacia el oeste.

Dentro de nada vamos a estar en las altas montañas —dijo, y quedó en silencio unos minutos. Luego exclamó—: ¡Tom!

¿Sí?

Tom, he estado controlando los coches en la carretera, los que adelantamos y los que nos han adelantado. Los he ido contando.

¿Qué ha ido contando?

Tom, hay cientos de familias como nosotros, todas yendo al oeste. Me he fijado. Nadie va hacia el este, nadie entre todos esos cientos. ¿Te habías dado cuenta?

Sí, ya me he fijado.

Pero si es como... como si huyeran de los soldados. Parece que el país entero se traslada.

Sí —contestó Tom—. El país entero está en marcha. Nosotros también.

Bueno, imagínate que estas familias y todos los demás..., imagínate que no haya trabajo allí para ellos.

Maldita sea —gritó Tom—, ¿qué quiere que le diga? Yo me limito a poner un pie delante del otro. Es lo que hice durante cuatro años en McAlester, nada más que celda adentro, celda afuera y comedor adentro y comedor afuera. ¡Qué barbaridad, pensé que sería distinto cuando saliera! Allí dentro no te podías permitir el lujo de pensar en nada, para que no te diera un ataque de alegría y ahora tampoco te lo puedes permitir.—Se volvió hacia Casy—. Ese cojinete se ha salido. No sabíamos que se estaba saliendo, así que estábamos tranquilos. Ahora está fuera y lo vamos a arreglar. Y le juro que es igual para todo lo demás. No pienso preocuparme. No puedo. Ese trozo pequeño de hierro y antifriccionante, ¿lo ve?, ¿lo ve bien?, pues es la única puñetera cosa que tengo en la cabeza. ¿Dónde diablos estará Al?

Casy dijo:

Mira, Tom. ¡Qué mierda! Es tan difícil decir cualquier cosa...

Tom levantó la plasta de barro de su mano y la arrojó al suelo. Los bordes de la herida estaban llenos de tierra. Miró de soslayo al predicador.

Se está preparando para soltar un sermón —dijo Tom—. Venga, adelante. Me gustan los sermones. Había un celador que se pasaba la vida soltando sermones. A nosotros no nos hacía daño y él se quedaba la mar de satisfecho. ¿Qué está intentando decir?

Casy se pellizcó el dorso de los dedos, largos y nudosos.

Están sucediendo cosas y la gente está haciendo cosas. Esa gente que va poniendo un pie delante del otro, como tú dices, no piensan a dónde van, como tú dices, pero todos llevan la misma dirección, exactamente la misma. Y si te paras a escuchar, podrás oír un movimiento, un deslizarse, un roce y... una inquietud. Están sucediendo cosas de las que la gente que las provoca no tiene ni la menor idea... todavía. Algo va a salir de toda esta gente yendo al oeste, de dejar las granjas abandonadas. Algo va a surgir, que cambiará todo el país.

Tom dijo: —Yo sigo poniendo un pie cada vez. —Sí, pero cuando tengas delante una cerca, la vas a saltar. —Yo salto cercas cuando hay cercas que saltar —replicó Tom.

Es el mejor sistema —suspiró Casy—. Tengo que admitirlo. Pero hay distintas clases de cercas. Hay gente como yo que salta cercas que aún no se han tendido. Y no lo puede evitar.

¿No es Al que viene? —preguntó Tom.

Sí, eso parece.

Tom se puso en pie y envolvió la biela y las dos mitades del cojinete en un trozo de saco.

Quiero asegurarme de que la que compremos sea igual —dijo. El camión se detuvo al borde de la carretera y Al se asomó a la ventana. —Has tardado un montón —dijo Tom—. ¿Hasta dónde habéis ido? Al suspiró. —¿Has sacado la biela? —Sí —Tom levantó el saco—. El antifriccionante se quebró por las buenas. —Vaya, no ha sido culpa mía —dijo Al. —No. ¿A dónde has llevado a los otros?

Se organizó un lío tremendo —dijo Al—. La abuela empezó a berrear y eso desquició a Rosasharn, que también berreó lo suyo. Escondió la cabeza debajo de un colchón y se echó a llorar. Pero la abuela dejó caer la mandíbula y se puso a aullar como podenco a la luz de la luna. Parece que ha perdido el juicio. Igual que una criatura. No habla con nadie y no parece reconocer a nadie. Pero no para de hablar, como si le hablara al abuelo.

¿Dónde los dejaste? —insistió Tom.

Bueno, llegamos a un campamento. Hay sombra y agua corriente. Cuesta medio dólar acampar. Pero estaban todos tan cansados y derrengados y se

encontraban tan mal que nos quedamos. Madre dijo que había que parar porque la abuela estaba agotada. Levantaron la tienda de los Wilson y sacaron nuestra lona para que haga las veces de tienda. Creo que la abuela se ha vuelto loca.

Tom observó el sol poniente.

Casy —dijo—, alguien tiene que quedarse con el coche si no queremos que se lo lleven en trozos. ¿Le importaría?

Claro que no. Yo me quedaré.

Al cogió una bolsa de papel que había en el asiento.

Aquí hay algo de pan y carne que manda Madre, y yo tengo un jarro de agua.

Ella no se olvida de ninguno —dijo Casy.

Tom se sentó al lado de Al.

Mire —le dijo—, volveremos tan pronto como nos sea posible. Pero no le puedo decir cuánto vamos a tardar.

Aquí estaré.

Muy bien. No se suelte sermones a sí mismo. En marcha, Al. —El camión se alejó cuando la tarde empezaba a caer—. Es un buen hombre —dijo Tom—. Se pasa el día dando vueltas a las cosas.

Qué menos... si has sido predicador, creo que lo normal es eso. Padre se puso muy furioso de que cobraran cincuenta centavos sólo por acampar debajo de un árbol. No le cabe en la cabeza. Se puso a lanzar juramentos, a decir que en cuanto te descuides te van a vender el aire en pequeños tanques. Pero Madre dijo que tenían que estar cerca de la sombra y el agua por la abuela.

El camión traqueteaba por la carretera y ahora que iba descargado, todas sus piezas vibraban y resonaban. Los laterales de la caja del camión, el coche partido, ahora iba fuerte y ligero. Al aceleró hasta treinta y ocho millas por hora y el motor sonó ruidosamente y un humo azul de aceite ardiendo se escapó entre las tablas del suelo.

Reduce un poco —dijo Tom—. Vas a quemar hasta los cubos de las ruedas.

¿Qué le preocupa a la abuela?

No lo sé. Ya has visto que los dos últimos días ha estado como ida, sin hablar una palabra con nadie. Pues ahora grita y habla por los codos, sólo que se dedica a hablar con el abuelo. Le grita a él. Da un poco de miedo. Casi le puedes ver ahí sentado riendo entre dientes, riéndose de ella como siempre hacía, manoseándose y haciendo muecas. Parece que ella lo esté viendo allí y le esté echando la bronca. Oye, Padre me ha dado veinte dólares para ti. No sabe cuánto puedes necesitar. ¿Alguna vez habías visto a Madre plantarle cara como hoy?

No que yo recuerde. Sí que escogí un buen momento para que me dieran la libertad bajo palabra. Pensé que iba a vaguear, levantarme tarde y comer

mucho cuando volviera a casa. Planeaba ir a bailar y salir con mujeres... y aún no he tenido tiempo de hacer nada de eso.

Al dijo:

Se me había olvidado. Madre me dio un montón de recomendaciones para ti. Dijo que no bebieras nada, que no te metieras en discusiones y que no te pelees con nadie. Porque dice que teme que te vuelvan a mandar a prisión.

Ella tiene un montón de cosas por las que ponerse nerviosa sin necesidad de meterse en mi vida —replicó Tom.

Bueno, podríamos tomarnos un par de cervezas ¿no? Me muero por beberme una cerveza.

No sé —dijo Tom—. Si compramos cerveza a Padre se lo llevarán los demonios.

Bueno, mira, Tom, yo tengo seis dólares. Podríamos comprar un par de pintas de cerveza y pasarlo bien un rato. Nadie sabe que tengo esos seis dólares. Dios, podríamos corrernos los dos una buena juerga.

Guárdate esa pasta —dijo Tom—. Cuando lleguemos a la costa la cogemos y nos vamos a armar una buena. Quizá cuando estemos trabajando... —Se volvió en el asiento—. No pensé que eras un juerguista. Pensaba que más bien te dedicabas a redimir putas.

Pero es que aquí no conozco a nadie. Si sigo viajando mucho, me casaré. Cuando lleguemos a California me lo voy a pasar de miedo.

Eso espero —dijo Tom. —Tú ya no estás seguro de nada. —No, de nada. —Cuando mataste a aquél... ¿alguna vez soñaste con ello? ¿Te preocupaba? —No. —¿Y nunca pensaste sobre ello? —Claro que sí. Sentía que hubiera muerto. —¿No te culpaste a ti mismo? —No. Cumplí la condena que me impusieron y mi propia condena. —¿Fue... muy terrible? Tom contestó, nervioso:

Mira, Al. Cumplí la condena y ahora se ha terminado. No quiero volver sobre ello continuamente. Allí delante está el río y allí la ciudad. A ver si conseguimos una biela y a la mierda todo lo demás.

Madre es muy parcial hacia ti —dijo Al—. Estuvo de duelo cuando te llevaron. Pero todo para ella misma. Como si llorara hacia dentro. Sin embargo, sabíamos en qué pensaba.

Tom tiró de la gorra para protegerse los ojos.

Atiende, Al. ¿Qué tal si hablamos de otro tema?

Sólo te estaba diciendo lo que hizo Madre.

Ya, ya lo sé. Pero... prefiero que no me digas nada. Prefiero limitarme a ir poniendo un pie delante del otro.

Al se refugió en un silencio ofendido.

Sólo intentaba explicártelo —dijo, transcurrido un momento.

Tom le miró y Al mantuvo la vista fija al frente. El camión aligerado avanzaba ruidosamente dando botes. Los largos labios de Tom se replegaron desde los dientes y él rió quedamente.

Ya lo sé. Al. Quizá yo esté desquiciado. Puede que alguna vez te hable de todo aquello. Date cuenta, no es más que algo que te gustaría saber, que parece interesante. Pero yo tengo la curiosa noción de que lo mejor para mí sería olvidarlo todo durante una temporada. Quizá cuando pase algo de tiempo lo veré de otra manera. Ahora mismo, si pienso en ello se me revuelven las tripas. Mira, Al, te voy a decir una cosa..., la cárcel no es más que una forma de volverle a uno loco lentamente. ¿Entiendes? Se vuelven locos, los ves y los oyes y al poco ya no sabes si tú estás chalado o no. Cuando les da por ponerse a chillar por la noche a veces te parece que eres tú el que chilla... y a veces es así.

Al dijo:

No volveré a hablar de ello, Tom.

Treinta días se aguantan —prosiguió Tom—. Y ciento ochenta también. Pero más de un año, no sé. Tiene algo único en el mundo, es retorcido, es una perversión la idea de encerrar a la gente. Bueno ¡al cuerno todo! No quiero hablar de ello. Mira cómo reluce el sol en esas ventanas.

El camión se acercó al área de la estación de servicio; a la derecha de la carretera había un almacén de chatarra, un solar de un acre rodeado por una cerca alta de alambre espinoso, un cobertizo de hierro galvanizado delante, con neumáticos usados amontonados al lado de las puertas y con el precio puesto. Tras el cobertizo había una pequeña chabola construida a base de retales, trozos de madera y pedazos de lata. Las ventanas eran parabrisas empotrados en las paredes. En el solar cubierto de hierba yacían las ruinas, coches con el morro retorcido y metido hacia adentro, coches heridos yaciendo de lado y sin ruedas. Motores oxidándose en el suelo y apoyados en el cobertizo. Un enorme montón de chatarra, guardabarros y laterales de camiones, ruedas y ejes; por encima de todo ello un aire de decadencia, de moho y óxido; hierro retorcido, motores medio destripados, una masa de despojos.

Al condujo el camión por el suelo cubierto de aceite hasta el cobertizo. Tom bajó y se asomó a la entrada oscura. —No veo a nadie —dijo, y llamó—: ¿Hay alguien? —¡Dios!, espero que tengan un Dodge de 1925.

Por detrás del cobertizo golpeó una puerta. El espectro de un hombre se aproximó a través del oscuro cobertizo. Delgado, sucio, la piel manchada de

aceite, tensa sobre músculos vigorosos. Le faltaba un ojo, y en la cuenca, descarnada y al descubierto, se movían músculos oculares cuando el ojo sano se movía. Los vaqueros y la camisa estaban tiesos y brillantes de la grasa acumulada y tenía las manos agrietadas, marcadas con líneas profundas, y llenas de cortes. Su labio inferior, pesado y colgante, mostraba una expresión malhumorada.

¿Es usted el dueño? —preguntó Tom.

El ojo se clavó en él.

Trabajo para el dueño —respondió, torvo—. ¿Qué quiere?

¿Tiene restos de algún Dodge de 1925? Necesitamos una biela.

No lo sé. Si el jefe estuviera aquí, se lo podría decir... pero no está. Se fue a casa.

¿Podemos buscar a ver si encontramos algo?

El hombre se sonó la nariz en la palma de la mano y se limpió la mano a los pantalones.

¿Son de por aquí cerca?

Venimos del este, vamos hacia el oeste.

Bueno, echen un vistazo. Por mí, como si queman el maldito solar entero.

No parece que aprecie mucho a su jefe.

El hombre se acercó arrastrando los pies, con el ojo que le quedaba llameando.

Le odio —dijo en voz baja—. Odio a ese hijo de puta. Ahora se ha ido a casa, a descansar a su casa. —Las palabras le salían a golpes—. Tiene un modo..., tiene un modo de meterse con una persona y destrozarla... el muy hijo de puta. Tiene una hija de diecinueve años, guapa. Me dice: «¿Qué te parecería casarte con ella?» Me lo dice a mí. Y esta noche me dice: «Hay un baile; ¿te gustaría ir?» ¡A mí, me lo dice a mí! —Las lágrimas se formaron en sus ojos y cayeron de la roja cuenca vacía—. Juro que algún día, un día me voy a guardar una llave inglesa en el bolsillo. Cuando me dice esas cosas, me mira al ojo. Voy a arrancarle la cabeza del cuello con esa llave, a trozos, poco a poco —jadeó con furia—. Poco a poco, hasta sacársela del cuello.

El sol se ocultó tras las montañas. Al miró los coches destrozados que había en el solar.

Mira allí, Tom. Ese parece de 1925 o 1926.

Tom se volvió hacia el tuerto.

¿Le importa si echamos una ojeada?

Pues claro que no. Llévense cualquier cosa que les interese.

Caminaron abriéndose paso entre los automóviles muertos hasta llegar a un sedán oxidado que descansaba sobre sus ruedas pinchadas.

Sí que es de 1925 —exclamó Al—. Oiga, ¿podemos quitar el cárter?

Tom se arrodilló y miró debajo del coche.

Ya lo han quitado. Falta una biela. Parece que se han llevado una —se retorció para meterse debajo del coche—. Coge una manivela y gírala, Al. —Él empujó la biela contra el cigüeñal—. Está bloqueado de grasa. —Al giró la manivela lentamente—. Despacio —indicó Tom—. Cogió una astilla de madera del suelo y rascó la capa de grasa del cojinete y de sus tornillos.

¿Cómo está de tenso? —preguntó Al. —Está un poco flojo, pero no demasiado. —¿Está muy gastado?

Tiene bastante relleno. No se lo han llevado todo. Sí, está en buen estado. Dale la vuelta despacio. Bájala, despacio, ¡ya está! Corre al camión y trae las herramientas.

El tuerto dijo:

Yo les daré una caja de herramientas.

Se alejó arrastrando los pies entre los coches oxidados y al cabo de un momento regresó con una caja de herramientas de hojalata. Tom buscó hasta dar con una llave fija y se la pasó a Al.

Sácalo tú. No pierdas relleno ni los tornillos y no te olvides de los pasadores. Date prisa. Ya se está yendo la luz.

Al reptó bajo el coche.

Tenemos que comprarnos llaves de estas de agujero fijo —le gritó—. Con la llave inglesa no vamos a ninguna parte.

Dame un grito si necesitas que te eche una mano —dijo Tom.

El tuerto se quedó por allí, con su aire de desamparo.

Si quieren, les ayudo —ofreció—. ¿Sabe lo que ha hecho ese hijo de puta? Viene aquí con pantalones blancos y me dice: «Venga, vámonos al yate.» Juro que un día le voy a abrir la cabeza. —Respiró pesadamente—. No he salido con una mujer desde que perdí el ojo. Y él me dice cosas así. —Los lagrimones abrían canales en la suciedad a los lados de la nariz.

Tom dijo con impaciencia: —¿Por qué no deja esto? Nadie le vigila para que no se vaya. —Sí, eso es fácil decirlo. Conseguir trabajo no es tan fácil... para un tuerto. Tom se encaró con él.

Mira, tío, llevas ese ojo abierto de par en par. Y estás sucio, apestas. Tú te lo buscas. Es lo que te gusta, te permite sentir compasión por ti mismo. Pues claro que no hay mujer que vaya contigo con ese ojo vacío aleteando a su aire. Tápalo y lávate la cara. Tú no vas a atizarle a nadie con una llave.

Te digo que un tuerto lo tiene difícil —insistió el hombre—. No puede ver las cosas como las ven los demás. No se calcula la distancia a la que están las cosas. Todo está en un solo plano.

Tom replicó:

Eres un cuentista. Mira, yo conocí a una puta que sólo tenía una pierna. ¿Te crees que lo hacía por dos perras en un callejón? Te aseguro que no. Al contrario, cobraba medio dólar extra. Ella decía: ¿Con cuántas mujeres que sólo tuvieran una pierna te has acostado? Con ninguna. Vale, decía, pues aquí tienes algo muy especial y te va a costar medio dólar extra. Y se lo daban, faltaría más, y los que se lo daban salían satisfechos pensando que eran tíos con suerte. Ella decía que daba buena suerte. Y conocí a un jorobado en... en un sitio donde estuve. Se ganaba la vida dejando que la gente le tocara la joroba para que le diera suerte. ¡Dios mío!, a ti sólo te falta un ojo.

El hombre dijo vacilante:

Es que cuando ves a la gente apartarse de ti, eso puede contigo.

Tápalo, maldita sea. Lo vas pregonando, lo paseas como el culo de una vaca. Te gusta compadecerte. A ti no te pasa nada. Cómprate unos pantalones blancos. Apuesto a que te dedicas a emborracharte y a llorar en la cama. ¿Necesitas ayuda, Al?

No —respondió—. Ya está suelto el cojinete. Estoy intentando bajar el pistón.

No te vayas a dar un golpe —dijo Tom.

El tuerto preguntó quedamente:

¿Crees que... le podría gustar a alguien?

Pues claro —respondió Tom—. Diles que te ha crecido el pito desde que perdiste el ojo.

¿A dónde os dirigís vosotros?

A California. Toda la familia. Vamos a buscar trabajo por allí.

¿Crees que un tipo como yo podría conseguir trabajo? ¿Con un parche negro en el ojo?

¿Por qué no? No estás tullido.

¿Podría ir con vosotros?

¡No! Vamos tan cargados que no podemos movernos. Vete de otra forma. Arregla una de estas ruinas y vete solo.

Sí, quizá lo haga —dijo el tuerto. Se oyó un ruido de metal chocando. —Ya lo tengo —anunció Al. —Sácalo, vamos a ver cómo está. Al le alcanzó el pistón y la biela y la mitad inferior del cojinete. Tom limpió la superficie del antifriccionante y lo observó por el lado.

A mí me parece que está bien —dijo—. Oye, si tuviéramos un farol podríamos montarlo esta noche.

Escucha, Tom —dijo Al—. No tenemos abrazaderas. Será difícil poner los anillos, sobre todo por debajo.

Tom replicó:

Una vez me dijo uno que no hay más que atar alambre fino de latón alrededor del anillo para sujetarlo.

Sí, y ¿cómo sacas luego el alambre?

No se saca. Se funde y no le perjudica.

El alambre de cobre sería mejor.

No es lo bastante fuerte —dijo Tom. Se volvió hacia el tuerto—. ¿Tienes alambre fino de latón?

No sé. Creo que hay un carrete por algún lado. ¿De dónde crees que puedo sacar un parche de esos que llevan algunos?

No sé —respondió Tom—. Mira a ver si encuentras el alambre.

En el cobertizo de hierro rebuscaron en las cajas hasta encontrar el carrete. Tom colocó la biela en un torno y enrolló el alambre cuidadosamente alrededor de los anillos del pistón, forzándolos hasta que se encajaron hasta el fondo en las ranuras, y golpeó el alambre con el martillo hasta aplanarlo en donde se retorcía; luego giró el pistón y golpeó el alambre todo alrededor hasta alisar los lados del pistón. Pasó el dedo arriba y abajo asegurándose de que los anillos y el alambre quedaban parejos con los lados. Apenas se veía en el cobertizo. El tuerto cogió una linterna y dirigió su luz al trabajo.

Ya está —dijo Tom—. Oye, ¿cuánto por esa linterna?

No es gran cosa. Tiene pilas nuevas que costaron quince centavos. Te la dejo por... venga, treinta y cinco centavos.

Bien. ¿Y qué te debemos por la biela y el pistón?

El tuerto se rascó la frente con los nudillos y una franja de porquería se le desprendió.

La verdad es que no lo sé. Si el jefe estuviera aquí, habría ido a mirar un catálogo de piezas para averiguar lo que vale una nueva, y mientras trabajabas, se habría enterado de hasta qué punto la necesitabais y cuánta pasta tienes, y luego —pon que en el catálogo pusiera ocho dólares— te pediría cinco dólares. Si montaras un escándalo, te la llevarías por tres. Tú te quejas de mí, pero te juro que él es un hijo de puta. Se entera de cuánta falta os hace. Le he visto sacar más por una palanca de diferencial de lo que paga por un coche entero.

Sí, sí. Pero, ¿cuánto te doy por esto?

Bueno, dame un dólar.

De acuerdo, y te voy a dar veinticinco centavos por esta llave fija. Hace el trabajo el doble de fácil —le dio el dinero—. Gracias. Y tápate ese puñetero ojo.

Tom y Al montaron en el camión. Era noche cerrada. Al puso en marcha el motor y encendió las luces.

Hasta otra —gritó Tom—. Nos veremos en California, quizá.

Dieron la vuelta en la carretera y empezaron el camino de vuelta.

El tuerto los vio irse y después caminó a través del cobertizo hasta su chabola. El interior estaba oscuro. Llegó tanteando al colchón que estaba en el suelo, se estiró en él y se echó a llorar, y el silbido de los coches pasando por la carretera sólo sirvió para fortalecer los muros de su soledad.

Tom dijo:

Si me hubieras dicho que esta noche tendríamos la pieza, y encima montada, habría dicho que estabas chalado.

Seguro que la ponemos bien —dijo Al—. Pero tienes que hacerlo tú. A mí me daría miedo por si la pongo demasiado apretada y se quema, o demasiado floja y se sale.

Yo la pondré —accedió Tom—. Si se vuelve a salir, se vuelve a salir y en paz. Yo no tengo nada que perder.

Al intentó ver en el crepúsculo. Las luces apenas atravesaban la oscuridad, pero delante, los ojos de un gato cazador relucieron verdes reflejados en las luces.

Le echaste una buena bronca a ese tío —comenzó Al—, diciéndole lo que tiene que hacer con su vida.

Maldita sea, lo estaba pidiendo a gritos. Allí consolándose a sí mismo porque sólo tiene un ojo, culpándole al ojo de todo. Es un vago, y un marrano. Tal vez pueda salir de eso si se entera de que se le ve el plumero.

Al continuó: —Tom, yo no hice nada para que se quemara el cojinete. Tom permaneció en silencio un momento; luego dijo:

Te voy a hablar claro, Al. Te preocupas la leche, temiendo que alguien te eche la culpa de algo. Ya sé lo que te pasa. Un chico joven, lleno de energía, quieres ser todo el tiempo un tío cojonudo. Pero, Al, maldita sea, no te pongas en guardia si nadie te ataca, y no tendrás ningún problema.

Al no respondió. Miró fijo al frente. El camión traqueteaba y botaba ruidoso por la carretera. Un gato salió disparado de la orilla y Al viró para pillarlo, pero las ruedas fallaron y el gato saltó a la hierba.

Casi lo pillo —dijo Al—. Oye, Tom, ¿has oído a Connie hablar de que va a estudiar por las noches? He estado pensando que quizá yo también podría estudiar. Ya sabes, radio, o televisión o motores Diesel. Uno puede empezar a abrirse camino así.

Podría ser —dijo Tom—. Primero entérate de lo que te van a clavar por las lecciones. Y plantéate en serio si te las vas a estudiar. Había algunos en McAlester que tomaban lecciones por correspondencia. No conocí a ninguno que llegara a terminar. Se hartaban y lo dejaban correr.

Dios Todopoderoso, nos olvidamos de comprar algo de comer.

Bah, Madre te dio cantidad; el predicador no ha podido comérselo todo. Seguro que algo queda. Me pregunto cuánto vamos a tardar en llegar a California.

No tengo ni puñetera idea. Tú dale caña.

Se quedaron callados y la oscuridad se extendió y las estrellas eran brillantes y blancas.

Casy salió del asiento trasero del Dodge y caminó calmoso hasta el borde de la carretera, donde se había detenido el camión.

No pensaba que volveríais tan pronto —dijo.

Tom agrupó las piezas que traía en el saco en el suelo.

Tuvimos suerte —dijo—. También compramos una linterna. Vamos a arreglarlo ahora mismo.

Os dejasteis la cena —recordó Casy.

Comeré cuando acabe. Al, apártate un poco más de la carretera y ven a sujetarme la linterna. —Tom se encaminó directamente al Dodge y se metió debajo de espaldas. Al se tumbó sobre el estómago y apuntó la luz de la linterna—. No me alumbres a los ojos. Súbela un poco. —Tom introdujo el pistón en el cilindro, torciéndolo y dándole vueltas. El alambre de latón se enganchó un poco en la pared del cilindro. Con un empujón brusco hizo pasar los anillos—. Es una suerte que esté flojo; de lo contrario, la compresión lo pararía. Creo que va a funcionar bien.

Espero que el alambre no tapone los anillos —dijo Al.

Bueno, para eso lo aplané a martillazos. No se saldrá. Creo que nada más ponerse en marcha se fundirá y dará a los lados un baño de latón.

¿Crees que puede rayar los lados?

Tom se echó a reír.

Esas paredes aguantarán. Ya traga más aceite que la madriguera de una ardilla. Un poco más no le hará daño. —Deslizó la biela por el cigüeñal y comprobó la mitad inferior—. Admite más relleno —llamó—: ¡Casy!

Sí.

Ahora voy a poner el cojinete. Saque esa manivela y gírela despacio cuando yo le diga. —Apretó los tornillos—. Ahora. Déle la vuelta lentamente. — Conforme el angular cigüeñal giraba apretó el cojinete contra él—. Demasiado relleno —dijo Tom—. Pare un momento, Casy—. Quitó los tornillos, sacó piezas finas de relleno de ambos lados y volvió a apretar los tornillos—. Pruebe otra vez, Casy. —Él volvió a colocar la biela—. Aún está un poco floja. No sé si quedaría demasiado prieta si saco más relleno... Voy a probar. —Una vez más quitó los tornillos y sacó otro par de láminas finas—. Inténtelo ahora, Casy.

Tiene buen aspecto —dijo Al. Tom gritó: —¿Cuesta más girarlo ahora, Casy?

No, creo que no.

Bueno, creo que ha quedado bien. A ver si es verdad. No se puede afilar el antifriccionante sin herramientas. Esta llave de tuerca lo facilita un montón.

Al dijo:

El dueño de aquel almacén va a ponerse bien furioso cuando busque una llave de esa medida de tuerca y no la encuentre.

Ése es su problema —dijo Tom—. Nosotros no la hemos robado. —Empujó los pasadores y dobló los extremos hacia afuera—. Creo que así está bien. Oiga, Casy, sujete la linterna mientras yo y Al subimos el cárter.

Casy se puso de rodillas y cogió la linterna. Alumbró a las manos que ajustaban la junta en su sitio y llenaban los agujeros con los tornillos del cárter. Los dos hombres tensaron sus músculos ante el peso del cárter, apretaron los tornillos de los extremos y después los otros; y cuando estaban todos enganchados, Tom los fue apretando poco a poco hasta que el cárter se ajustó nivelado a la junta y los apretó fuerte contra las tuercas.

Creo que ya está todo —dijo Tom. Apretó el tapón del aceite, observó cuidadosamente el cárter y cogió la linterna y alumbró el suelo—. Ya está. Vamos a ponerle el aceite.

Salieron de debajo y volcaron el cubo de aceite en el depósito del cigüeñal. Tom inspeccionó la junta por si había alguna pérdida.

Vale, Al. Ponlo en marcha —dijo. Al se metió en el coche y apretó el estárter. El motor rugió. Un humo azul salió del tubo de escape—. Desacelera — gritó Tom—. Quemará aceite hasta fundir el alambre. Ya se está deshaciendo. — Escuchó con atención el rugido del motor—. Adelanta el encendido y déjalo al ralentí. —Volvió a escuchar—. Bien, Al, apágalo. Creo que lo hemos arreglado. ¿Dónde está esa carne?

Eres un mecánico cojonudo —admiró Al.

Es normal. Trabajé un año en un taller. Habrá que ir despacio unas doscientas millas para darle tiempo a que se amolde.

Se limpiaron las manos llenas de grasa con hierbajos y finalmente se las restregaron en los pantalones. Atacaron con hambre la carne cocida y bebieron tragos de agua de la botella.

Estaba muerto de hambre —confesó Al—. ¿Qué hacemos ahora, seguir hasta el campamento?

No sé —dijo Tom—. A lo mejor nos cobran medio dólar extra. Vamos a decírselo a los demás, que lo hemos arreglado. Luego si nos quieren clavar dinero extra nos vamos. Pero la familia querrá saber cómo vamos. Dios, me alegro de que Madre nos detuviera esta tarde. Mira con la linterna por alrededor, Al, que no nos dejemos nada. Mete la llave de tuerca. Podemos volver a necesitarla.

Al pasó la luz por el suelo. —No veo nada.

Bien. Yo conduciré el coche. Tú lleva el camión, Al.

Tom puso en marcha el motor. El predicador subió al coche. Tom condujo despacio, manteniendo el motor a poca velocidad y Al le siguió en el camión. Pasó la cuneta en primera. Tom dijo—: Estos Dodge pueden arrastrar una casa yendo en primera. Ha bajado la velocidad media. A nosotros nos va bien..., quiero suavizar ese cojinete con calma.

En la carretera el Dodge avanzó lentamente. Los faros de doce voltios arrojaban una pequeña mancha de luz amarillenta en el asfalto.

Casy se volvió a Tom.

Es curioso cómo podéis arreglar un coche. No hay más que alumbrar y lo arregláis. Yo no podría, ni siquiera ahora después de haberte visto hacerlo.

Hay que ir aprendiendo desde pequeño —explicó Tom—. No se trata sólo de saber, hay algo más. Los críos de ahora pueden destripar un coche sin pensar siquiera en ello.

Una liebre quedó prendida en la luz de los faros y avanzó a saltos por delante, corriendo cómodamente, con las grandes orejas botando en cada salto. De vez en cuando intentaba salir de la carretera, pero el muro de oscuridad la volvía a empujar al centro. A lo lejos, al frente, aparecieron unas luces brillantes que les taladraban. La liebre vaciló, titubeó y luego se volvió y se precipitó hacia las luces menos potentes del Dodge. Hubo una pequeña sacudida, un choque suave, al tiempo que desaparecía bajo las ruedas. El coche que venía en la otra dirección pasó al lado con un silbido.

Seguro que la hemos aplastado —dijo Casy.

Tom replicó:

Hay algunos que van a por ellas. Me da escalofríos cada vez que lo veo. El coche suena bien. Los anillos deben haberse soltado ya y no humea demasiado.

Has hecho un buen trabajo —le felicitó Casy.

Una pequeña casa de madera dominaba el terreno del campamento y, en el porche, un farol de gasolina silbaba y arrojaba su blanca luminosidad, delimitando un gran círculo. Había media docena de tiendas levantadas cerca de la casa, y coches junto a las tiendas. En las hogueras ya habían terminado de cocinar, pero las brasas aún brillaban en el suelo junto a los campamentos individuales. Unos cuantos hombres se habían reunido en el porche donde ardía el farol y sus rostros se veían fuertes y musculosos bajo la cruda luz blanca que proyectaba las sombras negras de sus sombreros sobre la frente y los ojos y hacía destacar las barbillas. Unos estaban sentados en los escalones, otros en el suelo, apoyando los codos en el suelo del porche. El propietario, un hombre larguirucho y hosco, se sentaba en una silla en el porche. Se echó hacia detrás, contra la pared, y tamborileó con los dedos en la rodilla. En el interior de la casa alumbraba una lámpara de queroseno, pero su tenue luz se encontraba disminuida por el resplandor silbante del farol de gasolina. El grupo de hombres rodeaba al propietario.

Tom condujo el Dodge hasta el borde de la carretera y aparcó. Al cruzó la entrada en el camión.

No hace falta entrar el coche —dijo Tom. Salió y se encaminó hacia el resplandor blanco del farol.

El propietario puso las patas delanteras de la silla en el suelo y se inclinó hacia delante: —¿Quieren acampar aquí?

No —respondió Tom—. Tenemos aquí a la familia. Hola, Padre. Padre, sentado en el escalón más bajo, contestó: —Pensé que tardaríais una semana en volver. ¿Lo habéis arreglado?

Hemos tenido más suerte que un puerco —dijo Tom—. Conseguimos la pieza antes de que oscureciera. Podemos continuar a primera hora de la mañana.

Eso está muy bien —aplaudió Padre—. Madre estaba preocupada. Tu abuela ha perdido la chaveta.

Ya me ha dicho Al. ¿Está algo mejor?

En cualquier caso, está dormida.

El propietario intervino:

Si quiere detenerse aquí y acampar, le costará medio dólar. Hay sitio para acampar, agua y leña. Y nadie le molestara.

¡Qué demonios! —exclamó Tom—. Podemos dormir en la cuneta al lado de la carretera y nos sale gratis.

El dueño tamborileó en la rodilla con los dedos.

El encargado del sheriff suele pasar por la noche. Se lo puede poner difícil. En este estado la ley prohíbe dormir afuera. Hay una ley de vagabundos.

Y si le pago a usted cincuenta centavos, ya no soy un vagabundo, ¿eh? —Exactamente. Los ojos de Tom brillaron con furia. —¿El encargado del sheriff no será cuñado de usted por casualidad?

El dueño se inclinó hacia delante.

Pues no. Y todavía no ha llegado el tiempo en que la gente de aquí tenga que tragarse las impertinencias de unos vagabundos de mierda.

Usted no se corta a la hora de coger nuestro dinero. Y ¿desde cuándo somos vagabundos? No le hemos pedido nada. Vagabundos nosotros, ¿eh? Pues nosotros no andamos exigiéndole que nos pague por el privilegio de acostarse y descansar.

Los hombres del porche estaban rígidos, inmóviles, callados. Toda expresión había desaparecido de sus semblantes; y sus ojos, en la sombra proyectada por los sombreros, se enfocaron a hurtadillas en el rostro del propietario.

Déjalo ya, Tom —gruñó Padre. —Claro, ya lo dejo.

Los hombres del círculo estaban en silencio, sentados en los escalones, apoyados en el alto porche. Sus ojos relucían a la cruda luz del farol. La dura luz prestaba a sus rostros dureza; estaban muy quietos. Sólo sus ojos se movían de un interlocutor al otro, pero sus inexpresivos semblantes permanecían en calma. Una mariposa de la luz se estampó contra el farol y se quebró, cayendo luego a la oscuridad.

En una de las tiendas un chiquillo se quejó a gritos y una voz de mujer lo tranquilizó y luego empezó a cantar en voz baja: «Por la noche Jesús te quiere. Felices sueños, felices sueños. Jesús vela por la noche. Duerme, oh, duerme, oh.»

El farol silbó en el porche. El dueño se rascó en el pico que dibujaba su camisa abierta, por donde asomaba una maraña de vello blanco. Se le veía vigilante y cercado por el problema. Miró a los hombres del círculo buscando una expresión. Y ellos no se movieron.

Tom permaneció en silencio largo rato. Sus oscuros ojos se movieron lentamente hasta quedar fijos en el propietario.

No quiero causar molestias —dijo—. Es duro que le llamen a uno vagabundo. Yo no tengo miedo —continuó quedamente—. Me enfrentaría con usted y su encargado con los puños, aquí, ahora, que me caiga muerto si miento. Pero no tiene ningún sentido.

Los hombres se agitaron, cambiaron de postura y sus ojos relucientes se fijaron despacio en la boca del propietario, para verle mover los labios. Él se había tranquilizado. Sintió que había ganado, pero no con una victoria tan clara como para seguir atacándole.

¿No tiene medio dólar? —preguntó.

Sí que lo tengo. Pero lo voy a necesitar. No puedo soltarlo nada más que por dormir.

Bueno, todos tenemos que ganarnos la vida.

Sí—replicó Tom—. Pero preferiría que hubiera alguna forma de hacerlo que no fuera a costa de otro.

Los hombres volvieron a moverse. Y Padre dijo:

Nos pondremos en marcha muy temprano. Oiga, mire, nosotros pagamos. Éste es un miembro de nuestra familia. ¿No puede quedarse? Hemos pagado.

Medio dólar por coche —respondió el propietario.

Aquí no hay ningún coche. El coche está fuera, en la carretera.

Ha venido en coche —insistió el dueño—. Todo el mundo dejaría el coche fuera, y se instalaría en mi terreno por nada.

Tom decidió:

Nos vamos. Nos encontraremos por la mañana, ya estaremos atentos a veros. Al puede quedarse y el tío John venir con nosotros... —Miró al propietario—. ¿Alguna objeción?

Él tomo una decisión rápidamente, que llevaba una concesión incluida.

Si se queda el mismo número de personas que vino y pagó... no hay inconveniente.

Tom sacó su bolsa de tabaco, que era ya un trapo gris sin peso, con un poco de polvo de tabaco en el fondo. Lió un fino cigarrillo y tiró la bolsa.

Nos vamos dentro de un momento —dijo.

Padre se dirigió al círculo general.

Es muy duro tener que marcharse. Para gente como nosotros, que teníamos nuestra propia granja. No somos unos vagos. Hasta que nos echó el tractor, teníamos una granja.

Un hombre joven, con las cejas quemadas por el sol, amarillas, volvió la cabeza lentamente.

¿Agricultores? —preguntó. —Por supuesto. Y la granja era nuestra. El joven miró de nuevo hacia adelante. —Igual que nosotros —dijo.

Tenemos suerte de que vaya a ser por poco tiempo —opinó Padre—. En el oeste tendremos trabajo y podremos comprar un pedazo de tierra de labor con agua.

Cerca del extremo del porche había un hombre andrajoso. De su chaqueta negra pendían jirones desgarrados. Llevaba un mono completamente roto por las rodillas y su rostro estaba negro de polvo, con líneas dejadas por el sudor a su paso. Torció la cabeza hacia Padre.

Ustedes deben de tener buena bolsa de dinero.

No, no tenemos dinero —replicó Padre—. Pero somos muchos a trabajar y todos hombres fuertes. Nos pagarán buenos salarios y, juntándolos, podremos salir adelante.

El hombre harapiento miró fijo a Padre mientras éste hablaba y luego rompió a reír, y su risa acabó siendo un agudo lamento. El círculo de rostros se volvió hacia él. Al final la risa se transformó en un ataque de tos. Tenía los ojos rojos y lacrimosos cuando logró controlar los espasmos.

Van al oeste... ¡oh, Dios mío! —empezó de nuevo con su extraña risa—. Van al oeste a que les paguen... buenos salarios... ¡oh, Dios! —Se interrumpió y preguntó maliciosamente—: ¿Recogiendo naranjas, tal vez? ¿Van a recoger melocotones?

El tono de Padre mantuvo la dignidad. —Vamos a tomar lo que haya. Hay muchas cosas distintas en que trabajar. El hombre harapiento rió entre dientes. Tom se volvió, irritado. —¿Qué es lo que tiene tanta puñetera gracia?

El otro cerró la boca y miró torvamente las tablas del porche. —Todos ustedes van a California, seguro. —Ya se lo he dicho —replicó Padre—. No está descubriendo nada. El hombre pronunció con lentitud.

Yo... estoy de vuelta. He estado allí.

Los rostros se volvieron con rapidez hacia él. Los hombres se quedaron rígidos. El silbido del farol disminuyó hasta no ser más que un suspiro y el propietario apoyó las patas delanteras de la silla en el porche, se levantó y avivó el farol hasta que el silbido volvió a oírse alto y claro. Regresó a su silla, pero no la echó para atrás. El hombre de los andrajos encaró los rostros de los otros.

Me vuelvo a morirme de hambre. Prefiero mil veces volver a estar medio muerto de hambre.

¿De qué diablos habla? —preguntó Padre—. Yo tengo un papel que anuncia buenos salarios, y hace poco vi en un periódico un aviso de que necesitan gente para recoger la fruta.

El hombre se volvió hacia Padre. —¿Tiene algún sitio donde poder volver? —No —contestó Padre—. Nos echaron. Metieron el tractor hasta en casa. —Entonces, ¿no volvería? —Desde luego que no. —Entonces no le voy a inquietar —dijo el hombre.

Pues claro que no me inquieta. Tengo un papel en el que se pide gente. No tendría sentido que lo distribuyeran si no fuera cierto. Hacer estos papeles cuesta dinero. No los sacarían si no necesitaran hombres.

No le quiero inquietar.

Padre dijo enfadado:

Ya ha metido bastante la pata. Ahora no se va a callar. Mi papel dice que hacen falta hombres. Usted se ríe y dice que no es verdad. Bueno, ¿quién es el mentiroso?

El andrajoso miró con lástima a los ojos furibundos de Padre. —El papel es verdadero —dijo—. Necesitan hombres. —Entonces, ¿por qué coño nos solivianta riéndose como un loco? —Porque usted no sabe qué clase de hombres necesitan.

¿Qué quiere decir? El hombre tomó una decisión. —Escuche —dijo—. ¿Cuántos hombres dicen necesitar en su papel? —Ochocientos, y eso en una zona solamente.

¿Es un papel anaranjado? —Pues... sí. —¿Dice el nombre del tío ese..., fulano de tal, contratista de mano de obra? Padre buscó en su bolsillo y sacó el papel doblado. —Exacto. ¿Cómo lo supo?

Mire —dijo el hombre—. No tiene sentido. Este tío necesita ochocientos hombres. Va e imprime cinco mil papeles de esos y quizá los leen veinte mil personas. Y tal vez dos mil o tres mil se ponen en movimiento nada más que por esos papeles. Gente que está loca de preocupación.

Pero eso no tiene sentido —gritó Padre.

No, hasta que vea al tipo que hizo circular este papel. Le verá a él o a alguien que trabaje para él. Acampará en una cuneta con otras cincuenta familias. Él se asomará a su tienda para ver si le queda algo de comida. Si no le queda a usted nada, le dice: «¿quiere trabajar?». Y usted responderá: «Claro que sí. Le agradezco que me dé la oportunidad de trabajar.» Entonces él dirá: «Me sirves», y usted: «¿Cuándo empiezo?» Le dirá a dónde ir, a qué hora, y seguirá su camino. Quizá necesite doscientos hombres, así que habla con quinientos, que se lo dirán a otra gente y cuando llega al sitio del trabajo, hay allí unos mil hombres. El jefe dice. «Pago veinte centavos por hora.» Más o menos la mitad de los hombres se marcharán. Pero aún quedan quinientos y están tan muertos de hambre que trabajan aun por unas galletas. Bueno, este tipo tiene un contrato para recoger los melocotones, o cortar el algodón. ¿Lo entienden ahora? Cuanta más gente haya y más hambrienta esté, menos tendrá que pagar. Si puede, se queda con uno que tenga hijos, porque..., mierda, había dicho que no les iba a inquietar. —El círculo le miró fríamente. Los ojos calibraron sus palabras. El hombre se sintió cohibido—. Dije que no iba a inquietarles y, ¿qué es lo que estoy haciendo si no? Ustedes van a seguir adelante. No piensan regresar. —El silencio colgó sobre el porche. Y la luz siseó y un halo de polillas osciló dentro dando vueltas alrededor del farol. El hombre harapiento continuó, nervioso—: Déjenme que les diga lo que han de hacer cuando encuentren al que ofrece trabajo. Pregunten cuánto piensa pagar y pídanle que lo ponga por escrito. Que haga eso. Si no me hacen caso, les estafarán.

El propietario se inclinó en la silla para ver mejor al hombre sucio y andrajoso. Se rascó entre los pelos grises del pecho. Dijo con frialdad:

¿No será usted uno de esos agitadores? ¿De esos charlatanes que rodean a los jornaleros?

Y el hombre gritó:

Le juro por Dios que no.

Hay muchos de esos —dijo el propietario—. Van de un sitio a otro montando bronca. Soliviantando a la gente. Metiéndoles mentiras en la cabeza. Son muchos los que hay. Llegará el día en que los atemos, a todos esos agitadores, y los echemos del país. Si uno quiere trabajar, bien. Si no, que se

vaya al cuerno. Pero no le vamos a consentir que vaya mareando y causando problemas.

El hombre roto recuperó su sobriedad.

He intentado advertirles —dijo—. De algo que tardé un año en comprender. Dos hijos y mi mujer tuvieron que morir para que me diera cuenta. Pero no se lo puedo contar a ustedes. Debí haberlo sabido. Nadie me pudo convencer a mí tampoco. No les puedo hablar de mis pequeños, acostados en la tienda con los vientres hinchados y nada más que piel cubriendo sus huesos; temblaban y gimoteaban como cachorrillos y yo corriendo como loco de aquí para allá, buscando trabajo, no por dinero, ¡no por salario! —gritó—. Dios mío, sólo por una taza de harina y una cucharada de manteca.

Y luego vino el forense. «Estos niños han muerto de un fallo cardíaco», dijo. Lo escribió en el papel. Ellos tiritaban con los vientres hinchados como la vejiga de un gorrino.

El círculo estaba en silencio, las bocas ligeramente entreabiertas. Los hombres respiraban agitados y observaban.

El hombre miró dando la vuelta al círculo y luego se volvió y se alejó rápidamente en la oscuridad. La negrura lo absorbió, pero sus pasos arrastrados se pudieron oír mucho tiempo después de que se hubiera ido, pasos por la carretera; un coche se acercó y sus faros iluminaron al hombre andrajoso que iba arrastrando los pies, con la cabeza colgando baja y las manos en los bolsillos de su chaqueta negra.

Los hombres estaban incómodos. Uno dijo: —Bueno, se hace tarde. Habrá que ir a dormir un poco. El propietario comentó:

Seguramente era un vago. Hay por las carreteras un montón de vagos desgraciados. —Y luego calló. Y echó la silla atrás apoyándola en la pared y se tocó el cuello con los dedos.

Tom dijo:

Voy un momento a ver a Madre y luego nos vamos. —Los Joad se alejaron.

Padre dijo:

¿Creéis que decía la verdad el tipo ese?

El predicador respondió:

Pues claro que decía la verdad. Lo que es la verdad para él. No se inventaba nada.

¿Qué hay de nosotros? —exigió Tom—. ¿Es ésa la verdad para nosotros? —No lo sé —contestó Casy. —No lo sé —dijo Padre.

Caminaron hasta la tienda, la lona extendida encima de una cuerda. El interior estaba oscuro y silencioso. Al acercarse, una mancha gris se agitó junto a la puerta y adquirió estatura humana. Madre salió a recibirles.

Todos duermen —dijo—. Por fin la abuela se quedó traspuesta. —Entonces vio que era Tom—. ¿Cómo has llegado aquí? —exigió saber ansiosamente—. ¿No os habréis metido en líos?

Ya tenemos el coche arreglado —dijo Tom—. Estamos listos para salir cuando queráis.

Doy gracias a Dios por eso —dijo Madre—. Estoy deseando seguir. Quiero llegar a la tierra rica y verde. Quiero llegar pronto.

Padre carraspeó.

Había un tipo que estaba contándonos...

Tom le agarró del brazo y le dio un tirón.

Es curioso lo que cuenta —interrumpió Tom—. Dice que hay muchísima gente en la carretera.

Madre intentó verles en la oscuridad. Dentro de la tienda Ruthie tosió y soltó un bufido en el sueño.

Los he lavado —dijo Madre—. Es la primera vez que tenemos agua suficiente para darles un repaso. He dejado los cubos fuera para que os lavéis vosotros también. No hay manera de mantener nada limpio estando en la carretera.

¿Todos están dentro? —preguntó Padre.

Todos menos Connie y Rosasharn. Se fueron a dormir al raso: dicen que hace demasiado calor para dormir a cubierto.

Esta Rosasharn se está volviendo la mar de asustadiza y quisquillosa.

Espera el primero —disculpó Madre—. Ella y Connie están muy ilusionados. Tú estabas igual.

Ahora nos vamos —dijo Tom—. Nos detendremos un poco más adelante. Estad atentos por si no os vemos. Estaremos a la derecha de la carretera.

¿Al se queda?

Sí. El tío John viene con nosotros. Buenas noches. Madre.

Se alejaron atravesando el campamento dormido. Delante de una tienda ardía un fuego bajo y caprichoso y una mujer vigilaba una olla donde se guisaba un desayuno temprano. El olor de judías cocidas era fuerte y agradable.

Me gustaría comer un plato de eso —dijo Tom cortésmente al pasar.

La mujer sonrió.

No están hechas aún; si no, serías bienvenido —dijo—. Pásate por aquí al alba.

Gracias, señora—replicó Tom. Él, Casy y el tío John pasaron por delante del porche. El propietario seguía sentado en la silla y el farol silbaba y relucía. Les miró mientras pasaban—. Se está quedando sin gas —dijo Tom.

Bueno, de todas formas ya es hora de cerrar.

No más medios dólares por hoy, ¿no? —volvió a hablar Tom.

Las patas de la silla golpearon en el suelo.

No te vayas de la lengua conmigo. Me acuerdo de ti. Eres uno de esos agitadores.

Tiene toda la razón —replicó Tom—. Soy un bolchevique.

Hay demasiados desgraciados como tú por aquí.

Tom se rió mientras cruzaban la puerta y subían al Dodge... Cogió un puñado de tierra y lo arrojó a la luz. Vieron cómo se estrellaba en la casa y el propietario se ponía en pie de un salto y escudriñaba en la oscuridad. Tom puso el coche en marcha y enfiló la carretera. Escuchó el rugido del motor con atención para detectar estallidos. La carretera se extendía difusa bajo las débiles luces del coche.

CAPÍTULO XVII

Los coches de los emigrantes que salían de las carreteras secundarias fueron desembocando en la gran carretera que atravesaba el país y tomaron la ruta migratoria hacia el oeste. Durante el día corrían como insectos en dirección oeste; y cuando la oscuridad les alcanzaba, se reunían como insectos, refugiándose junto al agua. Se arrimaban juntos porque todos estaban solos y confusos, porque todos provenían de un lugar de tristeza y preocupación y derrota y porque todos se dirigían a un sitio nuevo y misterioso; hablaban juntos; compartían sus vidas, su comida y las esperanzas que tenían puestas en su destino. Así, se daba el caso de que una familia acampaba a la orilla de un arroyo, y otra acampaba allí por el arroyo y por la compañía, y una tercera lo hacía porque dos familias habían sido pioneras en la acampada y habían encontrado que era un buen lugar. Y al ponerse el sol, quizá se hubieran reunido allí veinte familias con sus veinte coches.

Al atardecer ocurría algo extraño: las veinte familias se convertían en una sola, los niños acababan siendo hijos de todos. La pérdida del hogar se transformaba en una única pérdida y el sueño dorado del oeste era un solo sueño. Y podía ser que la enfermedad de un niño llenara de desesperanza los corazones de veinte familias, de un centenar de personas; que un parto en una tienda tuviera aturdidas y calladas a cien personas a lo largo de la noche y les invadiera por la mañana la dicha del nacimiento. Una familia que la noche anterior se sentía perdida y atemorizada rebuscaría entre sus pertenencias para encontrar un regalo para el recién nacido. A la caída de la tarde, sentadas alrededor de las hogueras, las veinte llegaban a ser una. Se integraban en las unidades de los campamentos, de los atardeceres y de las noches. Aparecía una guitarra envuelta en una manta... y las canciones, que eran de todos, sonaban en las noches. Los hombres cantaban las letras y las mujeres tarareaban las melodías.

Todas las noches se creaba un mundo, completo, con todos los elementos: se hacían amistades y se juraban enemistades, un mundo completo con fanfarrones y cobardes, con hombres tranquilos, hombres humildes, hombres bondadosos. Todas las noches se establecían las relaciones que conforman un mundo; y todas las mañanas el mundo se desmontaba como un circo.

Al principio las familias levantaban y desmantelaban los mundos con timidez, pero paulatinamente hicieron suya la técnica de construir mundos. Entonces surgieron líderes, se hicieron leyes y aparecieron los códigos. Y conforme los mundos se movían hacia el oeste, eran más completos y estaban mejor equipados, porque los constructores tenían más experiencia.

Las familias aprendieron los derechos que debían respetar: el derecho a la intimidad en la tienda; a mantener los pasados negros ocultos en sus corazones; el derecho a hablar y a escuchar; a rehusar o aceptar ayuda, a ofrecerla o no; el derecho de un hijo a cortejar y de una hija a ser cortejada; el derecho del hambriento a recibir alimento; los derechos de las mujeres embarazadas y de los enfermos, que trascendían todos los demás derechos.

Y las familias aprendieron, aunque nadie se lo dijo, que hay derechos monstruosos que hay que destruir; el derecho a invadir la intimidad, a hacer

ruido mientras el campamento dormía, a seducir o violar, al adulterio, el robo y el asesinato. Estos derechos eran aplastados porque los pequeños mundos no podrían existir ni una noche con semejantes derechos vigentes.

Y conforme los mundos avanzaban en dirección al oeste, las normas se convirtieron en leyes, aunque nadie se lo dijo a las familias. Va contra la ley ensuciar cerca del campamento; es ilegal contaminar de cualquier forma el agua potable; es ilícito comer buenos alimentos cerca de uno que tiene hambre, a menos que se le ofrezca compartirlos.

Y con las leyes venían los castigos, y sólo había dos: una lucha rápida y a muerte o el ostracismo; y éste era el peor. Porque si uno infringía las leyes, su nombre y su rostro iban con él y ya no había sitio para él en ningún mundo, cualquiera que fuese el lugar en el que se crease.

En los mundos, la conducta social se volvió rígida y fija; así, un hombre debía decir «Buenos días» cuando se le saludara; un hombre podía tener una chica que estuviera dispuesta si se quedaba con ella, si se portaba como un padre con sus hijos y los protegía. Pero un hombre no podía tener una chica una noche, y otra la noche siguiente, porque esto haría peligrar los mundos.

Las familias se movían hacia el oeste y la técnica de levantar mundos mejoró para que la gente se sintiera segura en ellos; y el patrón era tan fijo que una familia que se atuviera a las normas, sabía que podía sentirse segura.

Se desarrolló en los mundos un gobierno, con líderes, con ancianos respetados por todos. Un hombre sabio se dio cuenta de que su sabiduría era necesaria en todos los campamentos; la estupidez de un tonto era la misma en todos los mundos. Y una especie de seguro surgió en estas noches. Uno que tenía comida alimentaba a un hambriento y así se aseguraba contra el hambre. Y cuando un bebé moría un montón de monedas crecía a la puerta de la tienda, porque un niño debe tener un buen entierro, ya que no ha tenido nada más de la vida. A un viejo se le puede enterrar en la fosa común, pero a un bebé no.

Es necesario un patrón físico determinado para levantar un mundo: agua, la orilla de un río, un arroyo, un riachuelo, incluso un grifo sin guardar. Y se necesita suficiente tierra llana para montar las tiendas, algo de maleza o leña para alimentar las fogatas. Si hay un basurero no muy lejos, tanto mejor; porque en un basurero se encuentran utensilios: tapaderas de ollas, un guardabarros curvado para resguardar el fuego, y latas donde cocinar y en las que comer.

Y los mundos se levantaban al final de la tarde. La gente, dejando la carretera, los hacía con sus tiendas y sus corazones y sus cerebros.

Por la mañana se desmontaban las tiendas, se plegaba la lona y se ataban los palos en los estribos, las camas se colocaban en su sitio en los coches, las ollas en el suyo. La técnica de levantar un lugar por la noche y desmantelarlo al amanecer se convirtió en una rutina al ir acercándose las familias al oeste; la lona plegada iba a un sitio, se contaban las ollas en su caja. Cada miembro de la familia encontró su puesto, aceptó sus deberes; cada uno, viejos y jóvenes, tenía su lugar en el coche; en los cálidos atardeceres, cansados, cuando los coches se detenían en los campamentos, cada miembro debía cumplir una tarea y se ponía a ello sin necesidad de instrucciones: los niños a recoger leña, a acarrear agua;

los hombres a levantar las tiendas y bajar las camas; las mujeres a preparar la cena y vigilar mientras la familia se alimentaba. Y esto se hacía sin órdenes. Las familias, que habían sido unidades cuyos límites eran una casa por la noche, una granja durante el día, cambiaron esos límites. Durante los días largos y calurosos permanecían silenciosos en los coches, avanzando lentamente al oeste; pero por la noche se integraban en cualquier grupo que encontraran.

De esta forma su vida social cambió: cambió como sólo es capaz de hacerlo el hombre entre todas las criaturas del universo. Dejaron de ser granjeros para convertirse en emigrantes. Y la reflexión, el planear, los largos silencios de mirada fija que habían ido a los campos, se dirigieron ahora a las carreteras, a la distancia, al oeste. El hombre cuya mente había estado ligada a los acres, vivía con estrechas millas de asfalto. Y sus pensamientos y preocupaciones no tenían ya como objeto la lluvia, el viento y el polvo, el crecimiento de las cosechas. Los ojos miraban los neumáticos, los oídos escuchaban los ruidosos motores y las mentes luchaban con aceite, gasolina, con la goma que se iba adelgazando entre el aire y la carretera. Entonces un engranaje roto equivalía a una tragedia. Por la noche, el agua y comida sobre un fuego eran el anhelo. Entonces lo necesario era la salud para poder continuar, y la fuerza y el ánimo. Las voluntades viajaban hacia el oeste delante de ellos y los temores una vez asociados con la sequía o la inundación, se cernían ahora sobre cualquier cosa que pudiera detener el largo viaje hacia el oeste.

Los campamentos fueron haciéndose fijos: cada uno a distancia de la corta jornada diaria del anterior.

Y en la carretera el pánico se apoderaba de algunas familias, de modo que viajaban día y noche, paraban a dormir en los coches y seguían en dirección oeste, huyendo de la carretera y el movimiento. En éstos, el deseo de llegar y establecerse era tan grande que dirigieron sus rostros hacia el oeste y viajaron hacia allá, forzando quejumbrosos motores, sin dejar la carretera.

Pero la mayoría de las familias cambiaban y se hacían rápidamente a su nueva vida. Y al ponerse el sol...

Es hora de buscar un sitio para acampar.

Y... allí delante hay unas tiendas.

El coche salía de la carretera y se detenía, y como había gente que había llegado antes, ciertas fórmulas de cortesía se hacían necesarias. El hombre, el jefe de la familia, se asomaba por la ventana.

¿Podríamos detenernos aquí a dormir?

Pues claro, nos alegra que se queden. ¿De qué estado proceden?

Venimos desde Arkansas.

Hay gente de Arkansas allí abajo, la cuarta tienda.

Ah, ¿sí?

Y la pregunta más importante. ¿Qué tal es el agua? Vaya, no sabe demasiado bien, pero es abundante. Bueno, pues gracias.

No hay de qué.

Pero las fórmulas debían recitarse. El coche se arrastraba hasta la última tienda y se detenía. Entonces bajaba la gente exhausta y estiraban los rígidos miembros. La nueva tienda se levantaba; los niños iban por agua y los chicos mayores cortaban maleza o leña. Los fuegos ardían y se ponía la cena a cocer o a freír. Los que habían llegado antes se acercaban, se intercambiaban los estados de procedencia y se descubrían amigos y a veces parientes.

De Oklahoma, ¿eh? ¿De qué condado?

Cherokee.

¡Vaya!, pero si yo tengo familia allí. ¿Conoce a los Alien? Hay miembros de la familia Alien por todo el condado de Cherokee. ¿Conoce a los Willis?

Pues claro.

Y una nueva unidad se había formado. Llegaba el crepúsculo, pero antes de que la oscuridad lo cubriera todo la nueva familia pertenecía al campamento. Se había pasado la voz entre las familias. Eran gente conocida... buena gente.

Conozco a los Alien de toda la vida. Simón Alien, el viejo Simón, tuvo algún problema con su primera mujer. Ella tenía sangre cherokee, en parte. Era tan bonita como un potro azabache.

Sí, y Simón hijo se casó con una Rudolph, ¿no es eso? Esa idea tenía. Se fueron a vivir a Enid y les fue bien... pero que muy bien.

Es el único Alien al que le ha ido bien. Tiene un garaje.

Cuando el agua hubo sido acarreada y la leña cortada, los niños paseaban tímidos y cautelosos entre las tiendas. Y hacían elaborados gestos para hacer amigos. Un niño se paraba cerca de otro y estudiaba una piedra, la recogía, la examinaba con atención, escupía encima, la frotaba para limpiarla y la inspeccionaba hasta que el otro se veía forzado a preguntar. ¿Qué tienes ahí? Y como si nada. Nada, una roca.

Bueno, ¿y por qué la miras de esa forma?

Pensé que había visto oro en ella.

¿Cómo lo sabes? El oro no es oro, en la piedra es negro.

Ya lo sé, todo el mundo lo sabe.

Seguro que es pirita y te has creído que era oro.

Mentira. Mi padre ha encontrado mucho oro y me ha enseñado cómo buscarlo.

Te gustaría encontrar un pedazo grande de oro, ¿verdad?

¡Y tanto! Me compraría el puto caramelo más grande que has visto en tu vida.

A mí no me dejan decir tacos, pero los digo de todas formas.

Yo también. Vamos al arroyo.

Las muchachas jóvenes se juntaban y presumían tímidamente de su popularidad y sus perspectivas. Las mujeres trabajaban encima del fuego,

apresurándose para que la familia comiera, cerdo si había dinero de sobra, cerdo y patatas y cebollas. Galletas cocidas en una olla hermética, a fuego lento, o pan de maíz, y salsa en abundancia para cubrirlo todo. Tocino o chuletas y una lata de té, negro y amargo. Masa frita en tiras si el dinero escaseaba, masa frita crujiente y dorada, chorreando grasa.

Las familias que eran muy ricas o que gastaban su dinero en presumir, comían judías y melocotones de lata, pan de paquetes y pastel comprado; pero comían como en secreto, en sus tiendas, porque no habría estado bien comer semejantes manjares delante de todos. Aun así, los niños que comían masa frita podían oler las judías puestas a calentar y se ponían tristes.

Después de cenar, de fregar y secar los platos, la oscuridad se había extendido. Y entonces, los hombres se ponían a hablar en cuclillas.

Hablaban de la tierra que habían dejado atrás. No sé a dónde vamos a llegar, decían. El país está echado a perder.

Pero se recuperará; lo único que nosotros no estaremos aquí para verlo.

Tal vez, pensaban, tal vez cometimos algún pecado sin saberlo.

Un tío va y me dice, uno del gobierno, va y dice, se te ha convertido en una torrentera. Uno del gobierno. Me dice: si la arases en diagonal al contorno, no se te inundaría. No me dio tiempo a probarlo. Y el nuevo capataz no se dedicó a arar en diagonal. Abrió un surco de cuatro millas de longitud que no se habría detenido ni desviado ni ante el mismísimo Jesucristo.

Y hablaban en voz baja de sus hogares: teníamos una fresquera pequeña bajo el molino. Solíamos dejar ahí la leche para que se hiciera nata, y también guardábamos las sandías. Se podía ir al mediodía, cuando el aire estaba más caliente que una vaquilla, y allí se estaba tan fresco. Si abrías allí un melón, estaba tan frío que te dolía la boca. Por el agua que goteaba del depósito.

Hablaban de sus tragedias: tenía un hermano, Charley, de pelo amarillo como el maíz, era un hombre hecho y derecho y tocaba muy bien el acordeón. Estaba trabajando un día con la grada y se adelantó a despejar los surcos. Bueno, una serpiente cascabel zumbó y los caballos salieron disparados y la grada pasó por encima de Charley, las puntas se le clavaron en el vientre y el estómago y le arrancaron de cuajo la cara y... ¡oh, Dios mío!

Hablaban del futuro: ¿Cómo será aquello?

Bueno, las fotos tienen muy buena pinta. Yo he visto una de un sitio cálido y agradable, con nogales y bayas; y justo detrás, tan cerca como la cruz y el culo de una mula, había una montaña altísima cubierta de nieve. Era un paisaje precioso de ver.

Si encontramos trabajo, no habrá problema. No pasaremos frío en el invierno y los críos no se congelarán camino de la escuela. Voy a cuidarme de que mis hijos no vuelvan a faltar a la escuela. Yo sé leer, pero para mí no es placer, como para el que está acostumbrado.

Y quizá un hombre sacará la guitarra a la puerta de su tienda. Sentado en una caja, atraería con su música a todo el campamento, que se iría acercando poco a poco. Muchos hombres saben tocar acordes en la guitarra, pero quizá

éste supiera punteo. Allí ya hay algo: los graves acordes marcando, marcando, mientras la melodía corre por las cuerdas como pasos pequeños. Duros dedos marchando sobre los trastes. El hombre tocaba y la gente se iba acercando hasta formar un círculo cerrado y apretado, y entonces él cantaba Algodón de diez centavos y carne de cuarenta centavos. Y el círculo le acompañaba cantando suavemente. Él cantabaNiñas, ¿por qué os cortáis el pelo?. El círculo cantaba como un lamento la canción Me voy de Tejas, esa canción misteriosa que ya se cantaba antes de que llegaran los españoles, sólo que entonces la letra era india.

Entonces el grupo se soldaba en una unidad, de forma que en la oscuridad los ojos de la gente miraban hacia adentro y sus mentes cantaban en otras épocas, y su tristeza era como descanso, igual que el sueño. Él cantaba McAlester Blues, y luego, para compensar a los más viejos, cantaba Jesús me llama a su lado. Los niños se adormecían con la música y se iban a las tiendas a dormir y las canciones penetraban en sus sueños.

Al cabo de un rato, el hombre de la guitarra se ponía de pie y bostezaba. Buenas noches a todos, decía.

Y ellos murmuraban: Buenas noches tenga usted.

Y todos deseaban poder puntear una guitarra, porque es algo delicado. Luego la gente se iba a sus camas y el campamento quedaba en silencio. Y los búhos volaban sin esfuerzo por encima de ellos, y los coyotes armaban un ruido incesante a lo lejos, y por el campamento paseaban las mofetas buscando restos de comida, mofetas que se contoneaban con arrogancia y no tenían miedo de nada.

La noche pasaba y con la primera luz del amanecer las mujeres emergían de las tiendas, encendían las hogueras y ponían el café a hervir. Y los hombres salían y hablaban quedamente en la madrugada.

Dicen que hay que cruzar el río Colorado y luego viene el desierto. Lleva cuidado con él, que no te quedes colgado por avería. Lleva agua en cantidad por si os quedáis detenidos.

Yo lo voy a pasar de noche.

Yo también. Pasar durante el día es una locura.

Las familias comían rápido y lavaban y secaban los platos. Desmontaban las tiendas. Había prisa por partir. Y cuando salía el sol, el campamento estaba vacío, no quedaba más que un poco de basura que había dejado la gente. Y el campamento estaba dispuesto para un nuevo mundo a la noche siguiente.

Pero, carretera adelante, los coches de los emigrantes avanzaban penosamente como insectos y las estrechas millas de asfalto se prolongaban en la distancia.

CAPÍTULO XVIII

Los Joad viajaron despacio hacia el oeste, por las montañas de Nuevo México, más allá de las cimas y las pirámides de la altiplanicie. Una vez en las tierras altas de Arizona vieron abajo el desierto Pintado, a través de un desfiladero. Un policía de fronteras les detuvo.

¿A dónde se dirigen? —A California —dijo Tom. —¿Cuánto tiempo piensan estar en Arizona? —El tiempo justo de cruzarla. —¿Llevan plantas? —No, ninguna. —Debería registrar el equipaje. —Le digo que no llevamos plantas. El policía pegó una pequeña etiqueta en el parabrisas. —De acuerdo. Continúen, pero más vale que no paren. —No se preocupe, no pensábamos hacerlo.

Subieron lentamente las pendientes cubiertas de árboles bajos y retorcidos. Holbroock, Joseph City, Winslow. Luego aparecieron los árboles altos y los coches arrojaron vapor y avanzaron trabajosamente por las cuestas. Llegaron a Flagstaff, el punto más alto, y de allí bajaron a las amplias mesetas, donde la carretera se perdía en la distancia. El agua escaseaba, debía comprarse a cinco, diez, quince centavos por galón. El sol secó la tierra árida y montañosa y delante de ellos vieron los picos mellados de las montañas al oeste de Arizona. Huyendo del sol y la sequía avanzaron durante toda la noche. Llegaron a las montañas, atravesaron penosamente las murallas dentadas mientras sus débiles luces parpadeaban en las paredes de piedra pálida de la carretera. Pasaron la cumbre en la oscuridad y lentamente descendieron durante las últimas horas de la noche, a través de las piedras quebradas de Datman. Y al amanecer vieron el río Colorado a sus pies. Llegaron a Topock y aparcaron en el puente mientras un policía quitaba la etiqueta del parabrisas. Tras cruzar el puente siguieron por el desierto de rocas fracturadas. Y aunque estaban muertos de cansancio y el calor de la mañana estaba aumentando, pararon.

Padre gritó:

Estamos aquí, estamos en California —miraron aturdidos las rocas fracturadas que relumbraban bajo el sol y las terribles murallas de Arizona al otro lado del río.

Aún nos queda el desierto —dijo Tom—. Tenemos que conseguir agua y descansar.

La carretera es paralela al río y la mañana estaba bien entrada cuando los motores ardientes llegaron a Needles, donde el río corre ligero entre las cañas.

Los Joad y los Wilson aparcaron junto al río, y sentados en los vehículos contemplaron el fluir del agua deliciosa y las cañas verdes agitadas con suavidad por la corriente. Había un pequeño campamento a la orilla del río, once tiendas cerca del agua, y la hierba del suelo estaba anegada. Tom sacó la cabeza por la ventana del camión:

¿Le importa si paramos aquí un rato?

Una mujer corpulenta que restregaba ropas en un cubo levantó la vista.

No es nuestro, oiga. Pare si quiere. Ahora bajará un policía para echarles una ojeada. —Y volvió a restregar la ropa bajo el sol.

Los dos vehículos se estacionaron en un claro de la hierba anegada. Sacaron las tiendas, montaron la de los Wilson, estiraron la lona encerada de los Joad sobre la cuerda.

Winfield y Ruthie caminaron despacio entre los sauces hacia el cañaveral. Ruthie dijo con suave vehemencia: —California. Esto es California y nosotros estamos aquí.

Winfield rompió una espadaña, la retorció hasta arrancarla, se metió la blanca pulpa en la boca y la mascó. Se metieron en el río y se quedaron de pie en silencio, con el agua por las pantorrillas.

Aún nos queda el desierto —dijo Ruthie.

¿Cómo es el desierto?

No lo sé. Una vez vi unas fotos de un desierto. Había huesos por todas partes.

¿Huesos de hombre?

Supongo que algunos sí, pero la mayoría eran de vaca.

¿Podremos ver los huesos?

Puede. No sé. Vamos a cruzar el desierto de noche. Eso es lo que dijo Tom. Tom dice que nos podemos abrasar vivos si lo atravesamos de día.

¡Qué buena está, está fresquita! —dijo Winfield, mientras enterraba los dedos de los pies en la arena del fondo.

Oyeron a Madre llamar:

Ruthie, Winfield, venid para acá.

Dieron la vuelta y regresaron caminando lentamente a través de las cañas y los sauces.

Las otras tiendas estaban en silencio. Por un momento, al llegar los coches, algunas cabezas se habían asomado entre las lonas y luego se habían retirado. Ahora las tiendas de las familias estaban levantadas y los hombres reunidos.

Tom dijo:

Voy a bajar a bañarme. Eso es lo que voy a hacer, antes de irme a dormir .

¿Cómo está la abuela desde que la instalamos en la tienda?

No lo sé —respondió Padre—. No conseguí despertarla. —Ladeó la cabeza hacia la tienda. Un balbuceo quejoso salía de la lona. Madre entró rápida en la tienda.

Pues ahora ya lo creo que se ha despertado —dijo Noah—. Se pasó casi toda la noche refunfuñando en el camión. Se ha vuelto loca.

Maldita sea —dijo Tom—. Está agotada. Si no consigue descansar pronto no va a durar mucho. Sólo está agotada. ¿Viene alguien conmigo? Me voy a lavar y voy a dormir a la sombra todo el día. —Se alejó, los demás hombres le siguieron. Se desnudaron en los sauces y después se metieron en el agua y se sentaron. Permanecieron así mucho rato, abrazándose las piernas, con los talones clavados en la arena y sólo la cabeza sobresaliendo por encima del agua.

¡Dios!, cómo lo necesitaba —exclamó Al. Tomó un puñado de arena del fondo y se frotó con ella. Desde el agua miraron los agudos picos llamados Needles y las montañas de roca blanca de Arizona.

Las hemos cruzado —dijo Padre asombrado.

El tío John metió la cabeza bajo el agua.

Bueno, hemos llegado. Esto es California; y no tiene un aspecto tan próspero.

Aún hay que cruzar el desierto —dijo Tom—. He oído que es una putada. Noah preguntó: —¿Lo intentamos esta noche? —¿Tú qué piensas, Padre? —inquirió Tom.

No sé. Nos vendría bien un poco de descanso, sobre todo a la abuela. Pero, por otro lado, querría estar ya al otro lado y empezar a trabajar. Sólo nos quedan unos cuarenta dólares. Estaré más tranquilo cuando todos trabajemos y ganemos algo de dinero.

Los hombres sentados sintieron la fuerza de la corriente. El predicador dejó que sus brazos y manos flotaran en la superficie. Los cuerpos estaban blancos hasta el cuello y las muñecas, y morenos, de color marrón oscuro, la cabeza y las manos y una uve entre las clavículas. Se restregaron con arena.

Noah dijo, perezoso:

Me gustaría quedarme aquí eternamente. No volver a tener hambre ni tristeza. Dentro del agua toda la vida, emperezado como las crías de una cerda en el fango.

Y Tom, mientras miraba los picos mellados al otro lado del río y los de Needles río abajo:

Nunca he visto montañas tan duras. Ésta es una región asesina. Esto es el esqueleto de un país. Me pregunto si alguna vez llegaremos a un sitio donde la gente pueda vivir sin tener que pelearse con las rocas. He visto fotografías de una tierra llana, verde, con casitas, como dice Madre, blancas. Madre desea

sobre todo una casa blanca. A veces dudo que exista una tierra semejante. He visto fotos así.

Padre dijo:

Espera que lleguemos a California. Entonces verás una tierra hermosa.

¡Pero, por Dios, Padre, si esto ya es California!

Dos hombres vestidos con vaqueros y sudadas camisas azules llegaron por los sauces y miraron a los hombres desnudos. Les saludaron:

¿Se nada bien?

No sé —dijo Tom—. No lo hemos intentado. Pero da gusto estar aquí sentado.

¿Les importa si vamos a sentarnos?

El río no es nuestro. Les prestaremos una parte pequeña.

Los hombres se desprendieron de los pantalones y se despegaron las camisas y entraron en el río por un vado. El polvo cubría sus piernas hasta la rodilla; tenían los pies pálidos y blandos de sudor. Se acomodaron perezosamente dentro del agua y se lavaron con languidez los flancos. Estaban quemados por el sol los dos, el chico y su padre. Gruñeron y bufaron con el placer de sentir el agua.

Padre preguntó cortésmente:

¿Van hacia el oeste?

No. Venimos de allí. Regresamos a casa. No hay forma de ganarse la vida en el oeste.

¿De dónde son? —preguntó Tom.

De Panhandle, somos de cerca de Pampa.

¿Y allí pueden ganarse la vida? —quiso saber Padre.

No. Pero por lo menos podemos morirnos con la gente que conocemos. No nos moriremos con una panda de tipos que nos odian.

¿Sabe?, es usted la segunda persona que nos ha dicho tal cosa. ¿Por qué les odian? —preguntó Padre.

No lo sé —dijo el hombre. Cogió agua en las manos y se lavó la cara, bufando y haciendo burbujas. Agua llena de polvo salió de su cabello y le manchó el cuello.

Cuénteme más cosas —pidió Padre.

Yo también quiero enterarme —añadió Tom—. ¿Por qué les odia esa gente del oeste?

El hombre miró a Tom con viveza. —¿Van ahora al oeste? —Sí, vamos de camino.

¿Nunca han estado en California? —Nunca. —Bueno, no me hagan caso. Vayan a ver ustedes mismos. —Sí —replicó Tom—, pero a uno le gusta saber dónde se mete.

Bueno, si de verdad les interesa, yo me he planteado algunas cuestiones y he reflexionado sobre ellas. California es una tierra hermosa. Pero la robaron hace mucho tiempo. Después de cruzar el desierto se llega a Bakersfield. Es una tierra preciosa, con huertas y vides, la tierra más hermosa que nunca hayan visto. Pasarán luego tierra llana y fértil, con agua a diez metros bajo la superficie, tierra que está en barbecho. Pero no podrán comprarla, es de la Compañía de Tierras y Ganado. Y si ellos no quieren que se trabaje, pues no se trabaja. Si coge una parcela para plantar un poco de maíz le meten en la cárcel.

¿Dice que es buena tierra y está sin trabajar?

Sí, señor. Buena tierra sin trabajar. Bueno, pues eso le cabreará un poco, pero aún no ha visto nada. La gente tiene una mirada en los ojos, le miran y sus rostros dicen: «No me gustas, hijo de puta.» Hay ayudantes del sheriff que le avasallan a uno. Si acampas al borde de la carretera te dicen que sigas adelante. Se ve en las caras de la gente el odio que nos tienen. Déjenme que les diga, nos odian porque nos tienen miedo. Saben que un hombre hambriento va a conseguir comida aunque la tenga que robar. Saben que una tierra en barbecho es un pecado y que alguien la va a coger. ¡Qué diablos! A ustedes nadie les ha llamado todavía okie.

¿Okie? —preguntó Tom—. ¿Qué es eso?

Antes significaba que eras de Oklahoma. Ahora quiere decir que eres un cerdo hijo de perra, que eres una mierda. En sí no significa nada, es el tono con que lo dicen. Pero yo no les puedo explicar nada, tienen que ir allí. He oído que hay trescientas mil personas como nosotros, que viven como cerdos porque en California todo tiene propietario. No queda nada libre. Y los propietarios se van a agarrar a sus posesiones aunque tengan que matar hasta el último hombre para conservarlas. Tienen miedo y eso les pone furiosos. Ya lo verán. Ya lo oirán. Es la puñetera tierra más hermosa que hayan visto, pero su gente no les tratará bien. Tienen tanto miedo y están tan preocupados que ni siquiera se tratan bien entre ellos.

Tom bajó la vista al agua y clavó los talones en la arena.

Si uno trabajara y ahorrara algo de dinero, ¿no podría comprar un poco de tierra?

El hombre se echó a reír y miró a su hijo, y el silencioso chico sonrió con expresión casi triunfante. Y el hombre respondió:

No van a conseguir trabajo fijo. Van a tener que rascar cada día para poder cenar. Con gente que les mira con malicia. Si recogen algodón, estarán seguros de que los pesos estarán amañados. Algunos lo están y otros no, pero ustedes pensarán que todos les engañan, y no sabrán cuáles lo hacen. En cualquier caso, no podrán hacer nada.

Padre preguntó lentamente:

¿No hay... no hay allí nada bueno?

Sí, es bonito de ver, pero usted no podrá comprar nada. Si ve un naranjal de naranjas amarillas, verá un tío con una escopeta que tiene derecho a matarle si toca una sola. Hay uno, dueño de un periódico, cerca de la costa, que tiene un millón de acres...

Casy levantó la mirada con presteza.

¿Un millón de acres? ¿Qué rayos puede hacer con un millón de acres?

No lo sé. Simplemente son suyos. Cría algo de ganado. Hay guardas por todas partes para que la gente no entre. Viaja en un coche blindado. He visto fotografías suyas. Es un tipo gordo y blando, con ojos perversos y la boca igual que el agujero del culo. Tiene miedo de morir. Posee un millón de acres y tiene miedo a morirse.

¿Qué demonios puede hacer con un millón de acres? —exigió Casy—. ¿Para qué los quiere?

El hombre sacó del agua las manos, que se le estaban quedando blancas y arrugadas, y las extendió, estiró el labio inferior e inclinó la cabeza sobre uno de los hombros.

No sé —respondió—. Debe de estar loco. Tiene que estar loco. Vi una foto suya y tiene pinta de loco, de estar loco y de ser un mal bicho.

¿Dice usted que tiene miedo a morir? —preguntó Casy. —Es lo que he oído. —¿Tiene miedo de que Dios le atrape? —No sé. Miedo, simplemente.

¿Qué más le da? —dijo Padre—. No parece pasarlo muy bien.

El abuelo no tenía miedo —dijo Tom—. Cuanto mejor se lo pasaba más cerca estaba de la muerte. Aquella vez que el abuelo y otro tropezaron con una banda de navajos, por la noche, se lo pasaron como nunca, y al mismo tiempo cualquiera habría dicho que estaban perdidos, que no tenían la menor posibilidad.

Parece que así es la cosa —dijo Casy—. A uno que se lo está pasando bien le importa un comino, pero un tipo retorcido, solitario y viejo y decepcionado... ese sí que tiene miedo de morir.

¿Qué es lo que le decepciona teniendo un millón de acres? —preguntó Padre.

El predicador sonrió y pareció confuso. Empujó salpicando con la mano un insecto de agua que iba flotando.

Si necesita un millón de acres para sentirse rico, me parece que es porque en su interior se encuentra muy pobre, y si es pobre en sí mismo, no hay acres suficientes que le vayan a hacer sentirse rico, y quizá esté decepcionado de que no hay nada que él pueda hacer que le haga sentirse rico... rico como lo fue la

señora Wilson al ofrecer su tienda cuando murió el abuelo. No estoy intentando predicar un sermón, pero nunca he visto a nadie que se dedicara a juntar cosas, tan ocupado como un perro de la pradera, que no estuviera desilusionado. — Sonrió con picardía—. Parece un sermón, ¿verdad?

El sol llameaba con furia. Padre dijo:

Más vale meterse bien bajo el agua. Nos va a achicharrar vivos. —Y se reclinó y dejó que el agua fluyera suavemente alrededor de su cuello—. Si uno está dispuesto a trabajar duro, ¿tiene alguna posibilidad? —preguntó.

El hombre se sentó derecho y le miró de frente.

Mire, yo no lo sé todo. Puede que llegue usted y encuentre un trabajo fijo, y yo sería un mentiroso. O puede que nunca encuentre nada y tampoco sería lo que yo le advertí. Lo único que le puedo decir es que la mayoría de la gente vive en condiciones desastrosas. —Se reclinó de nuevo en el agua—. Uno no puede saberlo todo —sentenció.

Padre volvió la cabeza y miró al tío John.

Nunca has sido de muchas palabras —dijo—, pero que me parta un rayo si has abierto la boca dos veces desde que partimos. ¿Qué opinas de esto?

El tío John respondió ceñudo.

Yo no opino nada. Vamos a ir hasta allá, ¿no? No vamos a dejar de ir por más que hablemos. Cuando lleguemos, habremos llegado. Cuando encontremos un trabajo, trabajaremos y cuando no lo encontremos, nos quedaremos sentados. Esta charla no va a servir de nada en ningún caso.

Tom se echó para atrás, se llenó la boca de agua, que lanzó al aire y rompió a reír.

El tío John no habla mucho, pero nunca dice tonterías. Sí, señor, sabe lo que dice. ¿Seguiremos viaje esta noche, Padre?

¿Por qué no? A ver si acabamos de una vez.

Bueno, entonces me iré para arriba a dormir un rato en la hierba.

Tom se puso en pie y vadeó el río hasta la orilla arenosa. Se puso la ropa sobre el cuerpo mojado y se estremeció por lo caliente que estaba la ropa. Los demás le siguieron.

En el agua, el hombre y su hijo vieron desaparecer a los Joad. Y el chico dijo:

Me gustaría verles dentro de seis meses. ¡Dios Santo!

El hombre se limpió los ojos con el dedo índice.

No debí haber hecho eso —dijo—. Uno siempre quiere hacerse el listo, decirles las cosas a la gente.

Bueno, Padre, ellos preguntaron.

Sí, ya lo sé. Pero, como dijo ese otro, van a ir en cualquier caso. Lo que yo les dije no va a cambiar nada, excepto que van a empezar a pasarlo mal antes de tiempo.

Tom caminó entre los sauces y se acomodó en una cueva de sombra para dormir. Noah le siguió.

Voy a dormir aquí —dijo Tom. —Tom. —¿Sí? —Tom, yo no sigo.

Tom se incorporó.

¿Qué quieres decir?

Tom, no pienso abandonar este río. Voy a caminar río abajo.

Estás loco —dijo Tom.

Buscaré un sedal y cogeré peces. Uno no se muere de hambre estando cerca de un buen río.

Tom dijo:

¿Y qué pasa con la familia? ¿Qué pasa con Madre?

No lo puedo evitar. No puedo abandonar esta agua.— Noah tenía los ojos, muy separados el uno del otro, medio cerrados—. Tú sabes lo que pasa, Tom. La familia me trata bien, pero en realidad no les importo.

Estás loco.

No, no estoy loco. Yo sé cómo soy. Sé que me tienen lástima. Pero... bueno, yo no voy. Díselo tú a Madre, Tom.

Atiende un momento —empezó Tom.

No. No servirá de nada. He estado metido en esa agua y no pienso alejarme de ella. Ahora me voy, Tom..., río abajo. Cogeré peces y cosas, pero no lo puedo abandonar. No puedo. —Se arrastró fuera de la cueva de los sauces—. Díselo a Madre, Tom. —Echó a andar alejándose.

Tom le siguió hasta la orilla del río.

Escucha, maldito idiota...

No hay nada que hacer —dijo Noah—. Estoy triste, pero no puedo hacer otra cosa. He de irme. —Se volvió bruscamente y echó a andar por la ribera siguiendo la corriente. Tom empezó a seguirle, pero luego se detuvo. Vio a Noah desaparecer entre la maleza y volver a aparecer después, siguiendo la orilla del río, haciéndose cada vez más pequeño hasta desaparecer finalmente entre los sauces. Y Tom se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Regresó a la cueva formada por sauces y se tumbó a dormir.

Bajo la lona estirada la abuela yacía en un colchón, y Madre estaba sentada a su lado. El aire era sofocante y las moscas zumbaban en la sombra de la lona. La abuela estaba desnuda, tapada con una cortina rosa. Movía la vieja cabeza incesantemente a un lado y al otro, murmuraba y se ahogaba. Madre, sentada en el suelo a su lado, espantaba las moscas con un trozo de cartón y al mismo

tiempo provocaba una corriente de aire cálido que se movía sobre el viejo rostro en tensión. Rose of Sharon, sentada al otro lado, observaba a su madre.

La abuela llamó imperiosamente:

¡Will, Will! Ven aquí, Will. —Sus ojos se abrieron y miraron a su alrededor amenazantes—. Le dije que viniera aquí —dijo—. Ya le pillaré y le voy a arrancar el pelo. —Cerró los ojos, volvió a mover la cabeza a un lado y a otro y murmuró algo incomprensible.

Madre la abanicó con el cartón. Rose of Sharon miró desamparada a la anciana. Dijo quedamente:

Está terriblemente enferma.

Madre dirigió la mirada al rostro de la muchacha. Los ojos de Madre eran pacientes, pero en su frente estaban las arrugas de la tensión. Madre abanicaba sin cesar y mantenía a las moscas alejadas con el cartón.

Cuando eres joven, Rosasharn, todo lo que pasa es una cosa en sí misma. Es un hecho aislado. Lo sé, lo recuerdo, Rosasharn. —Su boca pronunció con amor el nombre de su hija—. Vas a tener un hijo, Rosasharn, y para ti es algo aislado y lejano, te dolerá y el dolor será un dolor aislado y esta tienda está sola en el mundo, Rosasharn. —Golpeó un momento el aire para impulsar un moscardón zumbante, y la gran mosca brillante dibujó dos círculos alrededor de la tienda y salió zumbando a la luz cegadora del sol. Madre continuó—: Hay un tiempo de cambio, y cuando llega, una muerte se convierte en un trozo del morir, y un parto en un trozo de todos los nacimientos, y dar a luz y morir son dos partes de la misma cosa. Entonces los hechos dejan de estar aislados. Entonces un dolor ya no duele tanto, porque ya no es un dolor aislado, Rosasharn. Ojalá pudiera explicártelo para que lo supieras, pero no puedo. —Y su voz era tan suave, estaba tan llena de amor, que los ojos de Rose of Sharon se inundaron de lágrimas que fluyeron y la cegaron.

Toma esto y abanica a la abuela —dijo Madre mientras le daba el cartón a su hija—. Hacer esto es bueno. Ojalá pudiera explicártelo para que lo entendieras.

La abuela, frunciendo el ceño sobre sus ojos cerrados, berreó:

¡Will! Estás sucio. Nunca vas a llegar a estar limpio. —Sus pequeñas zarpas arrugadas subieron y arañaron sus mejillas.

Una hormiga roja corrió por la tela de la cortina y escaló entre los pliegues de piel floja del cuello de la anciana. Madre alargó la mano con rapidez, la cogió y la aplastó entre el pulgar y el índice y se sacudió los dedos en el vestido. Rose of Sharon meneó el abanico de cartón. Levantó la vista hacia Madre.

¿Se va a...? —y las palabras se le secaron en la garganta.

¡Sacúdete los pies, Will..., que eres un cerdo asqueroso! —le gritó la abuela.

Madre respondió:

No lo sé. Quizá si podemos llevarla a un sitio donde no haga tanto calor... pero no lo sé. No te preocupes, Rosasharn. Toma aire cuando lo necesites y expúlsalo cuando sea necesario.

Una enorme mujer con un vestido negro destrozado se asomó a la tienda. Tenía ojos legañosos y desenfocados y la piel le pendía desde las mejillas en pequeños colgajos. Sus labios eran blandos, el superior le colgaba como una cortina sobre los dientes, y el inferior se doblaba hacia fuera por su propio peso, mostrando la encía inferior.

Buenos días, señora —dijo—. Buenos días y demos gracias a Dios por la victoria.

Madre se volvió.

Buenos días —dijo.

La mujer se inclinó dentro de la tienda y bajó la cabeza encima de la abuela.

Hemos oído que tiene usted aquí un alma lista para reunirse con Jesús. ¡Alabado sea Dios!

El rostro de Madre se tensó y sus ojos se agudizaron.

Está cansada, no es más que eso —explicó—. Está agotada por la carretera y el calor. Está agotada simplemente. Se pondrá bien en cuanto descanse un poco.

La mujer se inclinó sobre el rostro de la abuela, y casi pareció olfatearlo. Luego se volvió hacia Madre y asintió rápidamente, y sus labios oscilaron y sus mejillas temblaron.

Un alma querida que se va a reunir con Jesús —dijo. Madre gritó: —¡No es verdad!

La mujer asintió, despacio esta vez y puso una mano hinchada en la frente de la abuela. Madre alargó la mano para apartar la de la señora, y rápidamente se contuvo.

Sí que es verdad, hermana —dijo la mujer—. En nuestra tienda tenemos seis en estado de gracia. Iré a por ellos y celebraremos un servicio... con oraciones y la bendición. Somos todos jehovitas. Seis, contándome a mí. Voy a buscarles.

Madre se puso rígida.

No... no —dijo—. No, la abuela está cansada. No podría aguantar un servicio.

La mujer dijo:

¿No puede aguantar la gracia? ¿No puede aguantar el dulce aliento de Jesús? ¿Qué estás diciendo, hermana?

No, aquí no —dijo Madre—. Está demasiado cansada. —¿No son creyentes, señora? —La mujer miró con reproche a Madre.

Siempre hemos sido fieles —respondió Madre—, pero la abuela está cansada y hemos estado de viaje toda la noche. No se molesten.

No es molestia, y aunque lo fuera, nos gustaría hacerlo por un alma que sube en busca del Cordero.

Madre se enderezó de rodillas.

Les damos las gracias —dijo con frialdad—. En esta tienda no se va a celebrar ningún servicio.

La mujer la miró durante largo rato.

Bueno, no vamos a dejar que una hermana se vaya sin decir unas oraciones. Celebraremos el servicio en nuestra tienda, señora. Y le perdonaremos a usted por su corazón de piedra.

Madre se sentó de nuevo y volvió el rostro hacia la abuela, un rostro aún duro y resuelto.

Está cansada —dijo Madre—. Sólo está cansada.

La abuela movió la cabeza y murmuró en voz baja apenas audible.

La mujer salió muy estirada de la tienda. Madre siguió contemplando el rostro de la anciana.

Rose of Sharon abanicó con el cartón y movió una corriente de aire caliente. Exclamó:

¡Madre! —¿Sí? —¿Por qué no les has dejado celebrar el servicio?

No sé —contestó Madre—. Los jehovitas son buena gente. Aúllan y saltan. No lo sé. Tuve una impresión extraña. Pensé que no podría soportarlo, que me vendría abajo.

Llegó de no muy lejos el sonido del inicio de un servicio, el canto monótono de la exhortación. Las palabras no se distinguían, pero el tono era claro. La voz subía y bajaba y a cada subida alcanzaba un tono más agudo. Ahora la respuesta llenaba la pausa y la exhortación se elevó triunfal y la reverberación del poder inundó la voz. Se hinchó e hizo una pausa y un bramido llegó en respuesta. Entonces, gradualmente, las frases de la exhortación se acortaron y adquirieron presteza, como órdenes; y en las respuestas apareció una nota de queja. El ritmo se aceleró. Las voces masculinas y femeninas habían estado todas en el mismo tono, pero ahora, en el medio de una respuesta, la voz de una mujer se elevó en un grito quejumbroso, salvaje y fiero, como el grito de una bestia; y una voz más grave de mujer se elevó al lado de la otra, como un ladrido, mientras una voz de hombre trepaba una escala con un aullido de lobo. La exhortación llegó a su fin y de la tienda salió sólo el aullido salvaje acompañado de un golpeteo sobre la tierra. Madre se estremeció. La respiración de Rose of Sharon era corta y jadeante, y el coro de aullidos se prolongó tanto que pareció que los pulmones fueran a estallar.

Madre dijo:

Me pone nerviosa. Me ha pasado algo.

Ahora la voz aguda alcanzó el histerismo, los gritos atropellados de una hiena, y el golpeteo en intensidad. Las voces se quebraban y cascaban y entonces todo el coro se disolvió en su sonido suave rezongón y sollozante, y la carne golpeada y el golpeteo en la tierra; los sollozos se transformaron en un gimoteo como el de una camada de cachorros frente a un plato de comida.

Rose of Sharon lloraba quedamente de nerviosismo. La abuela se destapó las piernas que parecían palos grises y nudosos. Y la abuela gimió con el lamento lejano. Madre la volvió a tapar. Entonces la abuela suspiró profundamente y su respiración se hizo regular y tranquila, y sus párpados cerrados dejaron de agitarse. Cayó en un sueño hondo, roncando a través de la boca medio abierta. El lamento se fue haciendo cada vez más suave hasta que no fue posible percibirlo.

Rose of Sharon miró a Madre con ojos inexpresivos por las lágrimas.

Le ha hecho bien —dijo Rose of Sharon—. A la abuela le ha hecho bien. Está dormida.

Madre mantuvo la cabeza baja, avergonzada.

Quizá me haya portado mal con esa gente. La abuela se ha dormido.

¿Por qué no le preguntas a nuestro predicador si has pecado? —sugirió la muchacha.

Lo haré... pero es un hombre extraño. Tal vez haya sido él el que me hizo decirles a esa gente que no podían venir. Ese predicador está llegando a la conclusión de que lo que la gente hace, está bien hecho. —Madre se contempló las manos y luego dijo—: Rosasharn, tenemos que dormir. Si vamos a salir esta noche, necesitamos dormir. —Se estiró en el suelo, al lado del colchón.

¿No abanico a la abuela? —preguntó Rose of Sharon.

Ahora está dormida. Échate y descansa.

¿Dónde estará Connie? —protestó la joven—. Hace un buen rato que no le veo.

Sí —dijo Madre—. Duerme un poco. —Madre, Connie va a estudiar por las noches para llegar a ser alguien. —Sí, ya me lo has contado. Ahora descansa. La muchacha se tumbó en el borde del colchón de la abuela.

Connie tiene un plan nuevo. Está siempre pensando. Cuando sea un experto en electricidad pondrá su propia tienda, y entonces, adivina lo que vamos a tener.

¿Qué?

Hielo..., todo el hielo que queramos. Tendremos una caja de hielo. Llena de cosas. Con hielo no se echa a perder nada.

Connie no para de pensar. —Madre rió entre dientes—. Ahora más vale que descanses.

Rose of Sharon cerró los ojos. Madre se dio la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas y cruzó las manos debajo de la cabeza. Escuchó la respiración de la abuela y la de su hija. Movió una mano para quitarse una mosca de la frente. El campamento permanecía silencioso bajo el calor cegador, pero los sonidos de la hierba caliente, de grillos, el zumbido de las moscas, estaban próximos al silencio. Madre suspiró profundamente y después bostezó y cerró los ojos. Oyó en su duermevela pasos que se aproximaban, pero fue una voz de hombre la que la despertó con un sobresalto.

¿Quién hay aquí?

Madre se sentó con presteza. Un hombre de rostro moreno se inclinó y miró en el interior. Llevaba botas, pantalones caqui y una camisa del mismo color con charreteras. Una funda de pistola colgaba del cinturón y en el lado izquierdo de la camisa había prendida una estrella plateada. Una gorra militar flexible descansaba sobre el cogote. Golpeó con la mano la lona y la tensa lona vibró como un tambor.

¿Quién está aquí? —repitió.

¿Qué es lo que desea usted? —preguntó Madre.

¿Y usted qué cree? Quiero saber quién está aquí.

Pues nosotras tres. Yo y la abuela y mi hija.

¿Dónde están los hombres?

Bajaron a lavarse. Estuvimos de viaje toda la noche.

¿De dónde vienen?

De cerca de Sallisaw, en Oklahoma.

Bueno, pues aquí no se pueden quedar.

Pensamos salir esta noche y cruzar el desierto.

Más vale. Si mañana a esta hora siguen aquí los meto en la cárcel. No queremos que gente como ustedes se establezca por aquí.

El rostro de Madre se oscureció de cólera. Se puso lentamente en pie. Se inclinó y sacó de la caja de cacharros la sartén de hierro.

Oiga usted —dijo—, tiene una chapa de hojalata y un revólver. En mi tierra, usted no levantaría la voz. —Fue avanzando hacia él con la sartén. Él aflojó el revólver en su funda—. Adelante —dijo Madre—. Asustando mujeres... Doy gracias de que los hombres no estén aquí. Lo dejarían hecho pedazos. En mi tierra uno tiene cuidado con lo que dice.

El hombre dio dos pasos hacia atrás.

Pues ahora no está usted en su tierra. Está en California y no queremos que se establezcan aquí, malditos okies.

Madre interrumpió su avance y mostró una expresión perpleja. —¿Okies? —dijo quedamente—. Okies.

¡Sí, okies! Si cuando venga mañana están aquí, los meteré presos. —El hombre dio media vuelta, se dirigió a la siguiente tienda y golpeó en la lona con la mano.

¿Quién hay aquí? —preguntó.

Madre entró en la tienda con calma. Dejó la sartén en la caja de los cacharros. Se sentó lentamente. Rose of Sharon la observó a hurtadillas. Y cuando vio el rostro en lucha de su madre, cerró los ojos y simuló estar dormida.

El sol fue descendiendo a lo largo de la tarde, pero el calor no pareció disminuir. Tom despertó bajo su sauce; tenía la boca seca y el cuerpo húmedo de sudor. Su cabeza parecía no haber descansado lo suficiente. Se puso en pie titubeante y se encaminó al agua. Se desprendió de sus ropas y entró vadeando la corriente. En cuanto estuvo rodeado de agua, su sed desapareció. Se acostó donde el agua era poco profunda y dejó su cuerpo flotar. Clavó los codos en la arena para que no lo arrastrara la corriente y contempló los dedos de sus pies, meneándose suavemente sobre la superficie.

Un niño pálido y flaco se arrastró como un animal por entre las cañas y se quitó la ropa. Se metió en el agua serpenteando como una rata almizclera y se impulsó igual que una rata almizclera, sólo que con los ojos y la nariz fuera del agua. De pronto vio la cabeza de Tom y a este que le observaba. Interrumpió su juego y se sentó.

Tom dijo: —Hola. —Hola. —Jugabas a ser una rata almizclera, ¿no?

Sí, a eso. —Se fue acercando poco a poco a la orilla; se movía como por casualidad, y entonces, salió de un salto, recogió su ropa con un movimiento del brazo y desapareció entre los sauces.

Tom se echó a reír silenciosamente. Y entonces oyó una voz estridente que gritaba su nombre.

¡Tom, eh, Tom!

Se sentó dentro del agua y dio un silbido por entre los dientes, un silbido penetrante con un rizo al final. Los sauces temblaron y apareció Ruthie, mirándole.

Madre te llama —dijo—. Quiere que vayas enseguida.

De acuerdo.

Se puso en pie y se dirigió hacia la orilla; y Ruthie contempló con interés y asombro su cuerpo desnudo.

Tom, viendo la dirección en que miraban sus ojos, dijo: —Vete corriendo. ¡Pero ya!

Y Ruthie salió corriendo. Mientras se alejaba la oyó llamar a Winfield con excitación. Se puso las ardientes ropas sobre el cuerpo fresco y húmedo y subió con calma entre los sauces hacia la tienda.

Madre había encendido una fogata con ramitas secas de sauce y tenía una olla de agua puesta a calentar. Pareció aliviada al verle.

¿Qué sucede, Madre? —preguntó él.

Tenía miedo —contestó ella—. Vino un policía a decir que no podíamos quedarnos. Temía que hubiera hablado contigo, que le pegaras si se dirigía a ti.

Tom dijo:

¿Para qué iba yo a pegarle a un policía?

Bueno —sonrió Madre—, tenía muy malos modos; yo misma estuve a punto de pegarle...

Tom la agarró del brazo y la sacudió con fuerza, como a un pelele, mientras se reía. Se sentó en el suelo, riendo todavía.

Por Dios, Madre. Yo te conocía como una persona apacible. ¿Qué es lo que te ha pasado?

La expresión de ella se tornó seria.

No lo sé, Tom.

Primero nos mantienes a raya con una barra de hierro y ahora intentas atizarle a un poli. —Él se rió por lo bajo y alargó una mano y palmeó con ternura los pies descalzos de su madre—. Menudo genio sacas —dijo.

Tom.

¿Sí?

Ella vaciló largamente.

Tom, ese policía que vino... nos llamó... okies. Dijo: «No queremos que os quedéis aquí, malditos okies.»

Tom la observó con atención, con la mano descansando aún suavemente sobre el pie desnudo de ella.

Uno nos habló de eso —dijo—, de cómo lo dicen. Madre, ¿dirías que soy un mal hombre? ¿Que debería estar encerrado?

No —respondió ella—. Has sido juzgado... No. ¿Por qué me lo preguntas?

Vaya, no sé, le habría atizado con gusto a ese poli.

Madre sonrió divertida.

Quizá yo debería hacerte la misma pregunta, porque estuve a punto de pegarle con la sartén de hierro.

Madre, ¿por qué dijo que no podíamos parar aquí?

Sólo dijo que no quería que los okies se establecieran. Que nos iba a encerrar a todos si mañana seguíamos aquí.

Pero no estamos acostumbrados a que ningún poli nos avasalle.

Eso le dije —replicó Madre—. Me contestó que ahora no estamos en nuestra tierra. Estamos en California y ellos pueden hacer lo que quieran.

Tom dijo, incómodo:

Madre, tengo que decirte una cosa. Noah... se ha ido río abajo. No quiere seguir .

Madre necesitó un momento para entenderlo.

¿Por qué? —preguntó suavemente.

No sé. Dijo que tenía que quedarse, que te lo dijera.

¿Qué comerá? —preguntó ella.

No lo sé. Dice que lo que pesque.

Madre estuvo callada un buen rato.

La familia se está deshaciendo —dijo—. No sé, parece que ya no puedo pensar. Simplemente no puedo. Hay demasiadas cosas.

No le pasará nada, Madre —dijo Tom sin convicción—. Es una persona curiosa.

Madre volvió sus ojos anonadados hacia el río. —Parece que simplemente ya no puedo pensar. Tom siguió la hilera de tiendas con la mirada y vio a Ruthie y Wíntield de pie a la puerta de una tienda manteniendo una seria conversación con alguien que estaba dentro. Ruthie se retorcía la falda en las manos, mientras que Winfield hacía un agujero en el suelo con el pie Tom les llamó—: ¡Eh, Ruthie! —Ella levantó los ojos, le vio y corrió hacia él con Winfield en sus talones. Cuando llegó a su lado, Tom dijo:

Tú ve a por tu padre y los otros. Están abajo, durmiendo en los sauces. Diles que vengan. Y tú, Winfield, di a los Wilson que vamos a marcharnos cuanto antes.

Los niños dieron media vuelta y salieron a la carrera. —Madre, ¿cómo está ahora la abuela? —preguntó Tom. —Hoy ha dormido. Quizás esté mejor. Aún está durmiendo. —Eso es bueno. ¿Cuánta carne nos queda?

No mucha. Un cuarto de cerdo.

Bueno, habrá que llenar de agua ese otro barril. Tenemos que llevar agua.

Podían oír los agudos gritos de Ruthie llamando a los hombres, en los sauces.

Madre empujó palos de sauce dentro de la hoguera e hizo crepitar el fuego alrededor de la olla negra. Dijo:

Ruego a Dios que alguna vez podamos descansar, que vayamos a parar a un lugar hermoso.

El sol descendió hacia las colinas abrasadas y melladas al oeste. La olla que había al fuego borboteó con furia. Madre entró en la tienda y salió con el delantal lleno de patatas, que dejó caer dentro del agua hirviendo.

Ruego a Dios que podamos lavar algo de ropa. Nunca hemos ido tan sucios. Ni siquiera lavamos las patatas antes de cocerlas. ¿Por qué será? Parece que nos han quitado el ánimo.

Los hombres venían de los sauces en tropel, con los ojos llenos de sueño y los semblantes rojos e hinchados de dormir durante el día.

¿Que ocurre? —preguntó Padre.

Nos vamos —respondió Tom—. Un poli ha dicho que hemos de irnos. Cuanto antes lo hagamos, antes llegaremos. Si salimos con tiempo, quizá podamos hacer lo que nos queda de un tirón. Nos faltan cerca de trescientas millas hasta nuestro destino. Padre dijo:

Pensé que íbamos a tomarnos un descanso.

Pues no. Tenemos que irnos. Padre —dijo Tom—. Noah no viene. Se fue andando río abajo.

¿Que no viene? ¿Qué diablos pasa con él? —Y entonces se rectificó—. Es culpa mía —dijo tristemente—. Todo lo que le pasa a ese chico es culpa mía.

No.

No quiero hablar más de ello —dijo Padre—. No puedo..., yo tengo la culpa.

Bueno, tenemos que irnos —insistió Tom.

Wilson, que se acercaba, llegó a tiempo de oír las últimas palabras.

Nosotros no podemos ir —dijo—. Sairy está exhausta. Necesita descansar. No va a sobrevivir al cruce del desierto.

Ante sus palabras quedaron silenciosos; luego Tom dijo:

El policía dijo que si mañana estábamos aquí, nos encerraría.

Wilson meneó la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos de preocupación y a través de su piel oscura se podía ver la palidez.

Pues entonces tendrá que hacerlo. Sairy no puede seguir. Si nos encierran, pues a la cárcel. Ella necesita descansar y reponer fuerzas.

Padre dijo:

Quizá sea mejor que esperemos y vayamos todos juntos.

No —dijo Wilson—. Ustedes se han portado bien con nosotros; son muy amables, pero no pueden quedarse aquí. Deben seguir y encontrar empleos y trabajar. No permitiremos que se queden.

Pero ustedes no tienen nada —se acaloró Padre.

Tampoco lo teníamos cuando nos unimos a ustedes. —Wilson sonrió—. Eso no es asunto suyo. No me hagan enfadar. Si no se van me voy a enfadar, y mucho.

Madre le hizo un gesto a Padre para que se acercara, a cubierto bajo la lona, y le habló en voz baja.

Wilson se volvió hacia Casy.

Sairy querría que fuera usted a verla.

Por supuesto —dijo el predicador. Caminó hasta la tienda de los Wilson, diminuta y gris, apartó la lona a los lados y entró. Dentro hacía calor y estaba oscuro. El colchón estaba en el suelo y había diversos utensilios esparcidos, tal y como habían quedado tras descargarlos por la mañana. Sairy yacía en el colchón, con los ojos bien abiertos y brillantes. Él la miró, con la gran cabeza inclinada y los marcados músculos del cuello tensos a los lados. Y se quitó el sombrero, que sostuvo en la mano.

Ella dijo: —¿Les ha dicho mi marido que no podemos seguir? —Eso es lo que dijo. Prosiguió con voz hermosa y tenue:

Yo querría que siguiéramos. Sabía que no habría llegado viva al otro lado, pero al menos él habría cruzado. Pero no quiere. No se da cuenta. Cree que me voy a poner bien. No se da cuenta.

Dice que no se va.

Ya lo sé —dijo ella—. Y es obstinado. Le pedí que viniera para que rezara una oración.

No soy predicador —dijo él suavemente—. Mis oraciones no sirven para nada.

Ella se humedeció los labios.

Yo estaba presente cuando murió el anciano. Entonces dijo usted una plegaria.

No fue una plegaria. —Sí que lo fue —replicó ella. —No fue una oración de predicador. —Pero fue una buena oración. Me gustaría que dijese una por mí. —No sé qué decir. Ella cerró los ojos un minuto y luego los volvió a abrir. —Entonces diga una para sí mismo. No diga las palabras. Con eso bastaría. —Yo no tengo Dios —dijo él.

Usted tiene un Dios. Da lo mismo que no sepa usted qué aspecto tiene — el predicador agachó la cabeza. Ella le contempló con aprensión. Cuando alzó la cabeza de nuevo ella respiró aliviada—. Muy bien —dijo—. Es lo que necesitaba. Alguien que se sintiera tan cerca de mí como... para rezar.

Él agitó la cabeza como para despertar.

No lo entiendo —dijo.

Sí, sí que lo sabe, ¿no es verdad? —replicó ella.

Lo sé, lo sé, pero no lo entiendo. Quizá puedan seguir después de unos días de descanso.

Ella negó lentamente con la cabeza.

No soy más que un dolor cubierto de piel. Yo sé lo que es, pero no se lo voy a decir a él. Se apenaría demasiado. De todas formas, no sabría qué hacer. Tal vez por la noche, mientras duerma... cuando despierte, no será tan duro para él.

¿Quiere que me quede con ustedes y no siga?

No —dijo ella—. No. Cuando era pequeña solía cantar. Los vecinos solían decir que cantaba tan bien como Jenny Lind. Venían a oírme cuando cantaba. Y, cuando venían, y yo cantaba, nos sentíamos más juntos de lo que usted pueda imaginar. Yo estaba agradecida. No hay mucha gente que se pueda sentir tan llena, tan cercana, como aquellos allí de pie y yo cantando. Alguna vez pensé en cantar en teatros, pero nunca lo hice. Y me alegro. No habría habido ningún lazo entre ellos y yo. Y... por eso le pedí que rezara. Quería sentirme cerca de alguien, una vez más. Cantar y rezar es lo mismo, exactamente lo mismo. Me gustaría que me hubiera oído usted cantar.

Él la miró a los ojos.

Adiós —dijo.

Ella movió la cabeza despacio a un lado y a otro y cerró con fuerza los labios. Y el predicador salió de la penumbra de la tienda y a la luz deslumbrante.

Los hombres estaban cargando el camión, el tío John arriba y los demás pasándole los bultos. Él colocaba todo con cuidado, manteniendo la superficie nivelada. Madre pasó el cuarto de carne salada de un barril a una fuente, y Tom y Al llevaron ambos barrilitos al río y los lavaron. Los ataron a los estribos y acarrearon cubos de agua para llenarlos. Luego los taparon con lonas para que el agua no se derramara. Sólo quedaban por cargar la lona de la tienda y el colchón de la abuela.

Tom dijo:

Con la carga que llevamos, este cacharro va a hervir como loco. Tenemos que llevar agua en abundancia.

Madre pasó las patatas cocidas y sacó el medio saco de la tienda y lo puso con la bandeja de carne. La familia comió de pie, moviendo los pies y bailando las patatas calientes entre las manos hasta enfriarlas.

Madre se llegó a la tienda de los Wilson, estuvo dentro diez minutos y después salió silenciosamente.

Es hora de marchar —dijo.

Los hombres entraron en la tienda. La abuela seguía durmiendo con la boca abierta. Levantaron con cuidado el colchón entero y lo subieron al camión. La abuela recogió sus delgadas piernas y frunció el ceño dormida, pero no despertó.

El tío John y Padre ataron la lona sobre la viga, haciendo una pequeña tienda encima de la carga. La amarraron a los listones laterales. Entonces estuvieron listos. Padre sacó su monedero y extrajo dos arrugados billetes. Se acercó a Wilson y se los ofreció.

Nos gustaría que aceptara esto y aquello otro —dijo, señalando la carne y las patatas. Wilson bajó la cabeza y negó con decisión.

No lo voy a coger —dijo—. A ustedes no les queda mucho.

Suficiente para llegar —replicó Padre—. No lo hemos dejado todo. Encontraremos trabajo de inmediato.

No voy a aceptarlo —dijo Wilson—. Me enfadaré si lo intentan.

Madre cogió los dos billetes de la mano de su marido. Los dobló pulcramente, los dejó en el suelo y puso encima la bandeja de carne.

Ahí se van a quedar —dijo—. Si no lo coge usted, algún otro lo hará — Wilson, todavía con la cabeza gacha, dio media vuelta y se fue a su tienda; entró y la lona cayó detrás de él.

La familia esperó unos minutos, y luego:

Tenemos que irnos —decidió Tom—. Seguro que ya son cerca de las cuatro.

Fueron trepando al camión, Madre arriba, junto a la abuela, Tom, Al y Padre en el asiento y Winfield en las rodillas de Padre. Connie y Rose of Sharon se hicieron un nido contra la cabina. El predicador y el tío John y Ruthie se acomodaron entre el laberinto de la carga.

Padre llamó:

¡Adiós, señores Wilson!

No hubo respuesta de la tienda. Tom encendió el motor y el camión comenzó a alejarse pesadamente. Mientras reptaban por la dura carretera hacia Needles y la carretera principal, Madre miró atrás. Wilson estaba delante de la tienda, mirándoles con fijeza y con el sombrero en la mano. El sol caía sobre su rostro. Madre le saludó con la mano, pero él no respondió.

Tom llevó el camión en segunda por la carretera tan mala, para proteger las ballestas. Al llegar a Needles paró en una estación de servicio, comprobó el aire de las gastadas ruedas y los neumáticos de repuesto atados en la trasera. Hizo que le llenaran el depósito de gasolina y compró dos latas de cinco galones de gasolina y una de dos galones de aceite. Llenó el radiador, pidió un mapa y lo estudió.

El chico de la estación de servicio, de uniforme blanco, pareció inquieto hasta que pagaron lo que debían. Dijo:

Ustedes sí que tienen valor. Tom levantó la vista del mapa. —¿Qué quieres decir? —Vaya, atreverse a cruzar en semejante cafetera.

¿Tú has atravesado el desierto alguna vez?

Claro, muchas veces, pero nunca en una ruina como ésta.

Tom dijo:

Si tenemos avería, quizá alguien nos eche una mano.

Bueno, a lo mejor. Pero la gente tiene miedo de parar por la noche. A mí no me gustaría nada. Hace falta más valor del que yo tengo.

Tom hizo una mueca.

No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer. Bueno, gracias. Seguimos adelante —subió al camión y se alejó.

El chico de blanco entró en el edificio de hierro donde su ayudante se afanaba sobre un fajo de billetes.

¡Dios! Esa pandilla tenía pinta de ser bien dura. —¿Esos okies? Todos tienen ese aspecto. —No me gustaría nada tener que viajar en un cacharro como ése.

Bueno, tú y yo somos sensatos. Esos condenados okies no tienen sensatez ni sentimiento. No son humanos. Un ser humano no podría vivir como viven ellos. Un ser humano no resistiría tanta suciedad y miseria. No son mucho mejores que gorilas.

Pues yo sigo alegrándome de no tener que atravesar el desierto en un Hudson super seis. Hace el mismo ruido que una trilladora.

El otro muchacho miró su fajo de billetes. Y un goterón de sudor rodó por su dedo y cayó en los billetes rosados.

Mira, no tienen gran problema. Son tan estúpidos que no saben que es peligroso. Y, Dios Todopoderoso, no han conocido nada mejor de lo que tienen. ¿Para qué te vas a preocupar?

No me preocupa. Sólo pensé que si estuviera en su lugar, no me gustaría nada.

Eso es porque tú has conocido algo mejor. Ellos no. —Y secó con la manga el sudor que había caído en el billete rosa.

El camión cogió la carretera y subió la larga colina, a través de roca quebrada y podrida. El motor hirvió al poco rato y Tom disminuyó la velocidad y condujo con calma. Cuesta arriba, serpenteando y retorciéndose en medio de una tierra muerta, quemada, blanca y gris, en la que no había ni el más ligero rastro de vida. En una ocasión Tom se detuvo durante unos minutos para que el motor se enfriara, y luego continuó. Coronaron el paso mientras el sol aún estaba alto y contemplaron el desierto al pie...; montañas de ceniza negra en la lejanía y el amarillo sol reflejándose en el desierto gris. Los arbustos pequeños y raquíticos, salvia y tomillo, proyectaban sombras osadas sobre la arena y pedazos de roca. El deslumbrante sol estaba enfrente. Tom hizo una visera con la mano para poder ver. Pasaron la cima y bajaron en punto muerto para que el motor se enfriara. Se deslizaron por la larga cuesta hasta llegar al suelo del

desierto y el ventilador giró para enfriar el agua del radiador. En el asiento del conductor, Tom, Al, Padre, y Winfield en sus rodillas, contemplaron el luminoso sol poniente, con ojos pétreos, y los semblantes morenos estaban húmedos de transpiración. La tierra abrasada y las colinas negras y cenicientas interrumpían la distancia uniforme, haciéndola parecer terrible a la luz rojiza del sol que se ocultaba.

Al exclamó:

¡Dios, menudo sitio! ¿Y si tuvieras que cruzarlo a pie?

Hay gente que lo ha hecho —replicó Tom—. Mucha gente lo ha hecho; y si ellos pudieron, nosotros también.

Han debido morir muchos —dijo Al.

Bueno, nosotros no hemos salido precisamente indemnes.

Al permaneció en silencio un rato y el desierto iba enrojeciendo mientras avanzaban.

¿Crees que volveremos a ver a los Wilson? —preguntó Al.

Tom bajó los ojos y miró el indicador del aceite.

Tengo la corazonada de que dentro de nada a la señora Wilson no la va a volver a ver nadie. Es sólo una corazonada que tengo.

Winfield dijo: —Padre, quiero salir. Tom dirigió la vista hacia él.

Es un buen momento para que salgan todos antes de que nos acomodemos para viajar toda la noche —fue frenando hasta detener el camión. Winfield salió a toda prisa y orinó al borde de la carretera. Tom se asomó—. ¿Alguien más?

Aquí arriba aguantamos bien —gritó el tío John.

Padre dijo:

Winfield, súbete a la carga. Se me duermen las piernas si te llevo encima.

El chiquillo se abrochó el mono y trepó obedientemente por la parte trasera; pasó a cuatro patas por el colchón de la abuela y avanzó hacia Ruthie.

El camión siguió adelante en el atardecer, y el filo del sol hirió el árido horizonte y tiñó de rojo el desierto.

No te han dejado ir delante, ¿eh? —dijo Ruthie.

No he querido. No se está tan bien como aquí. No podía tumbarme.

Bueno, pues no me molestes, chillando y hablando —dijo Ruthie—, porque yo pienso dormirme, y cuando despierte, habremos llegado. ¡Porque lo ha dicho Tom! Va a resultar extraño ver una tierra bonita.

El sol desapareció y dejó un gran halo en el cielo. Bajo la lona la oscuridad creció, una larga cueva con luz en ambos extremos..., un triángulo plano de luz.

Connie y Rose of Sharon iban apoyados contra la cabina y el aire caliente que rodaba por la tienda les golpeaba en la nuca, y la lona encerada se agitaba y tamborileaba encima de ellos. Hablaban juntos en tonos bajos, afinados con la lona tamborileante de manera que nadie pudiera oírles. Cuando Connie hablaba, torcía la cabeza para hablarle al oído, y ella hacía lo mismo. Rose of Sharon dijo:

Parece que no vamos a hacer en la vida otra cosa que movernos. Estoy tan cansada...

Él volvió la cabeza hacia su oído.

Tal vez por la mañana. ¿Te gustaría que estuviéramos solos ahora? —en la penumbra, su mano se separó y le acarició la cadera.

Ella dijo:

No hagas eso. Me volverás loca. No lo hagas —y volvió la cabeza para oír su respuesta.

Tal vez... cuando todos estén dormidos.

Quizá —dijo ella—. Pero espera a que se duerman. Me vas a poner loca y a lo mejor ni siquiera se duermen.

Apenas puedo contenerme —dijo Connie.

Ya lo sé. Tampoco yo. Hablemos de cuando lleguemos; y apártate antes de que me vuelva loca.

Él se apartó un poco.

Bien. Empezaré a estudiar por las noches inmediatamente —dijo. Ella suspiró profundamente—. Voy a comprar uno de los libros donde lo anuncian y a mandar el cupón de inmediato.

¿Cuánto tiempo crees que será necesario? —preguntó ella.

¿Necesario para qué?

Para que empieces a ganar mucho dinero y podamos tener hielo.

No te sabría decir —dijo él, dándose importancia—. Realmente no sabría decirte. Seguro que antes de Navidad ya he estudiado un montón.

En cuanto hayas estudiado todo, supongo que podremos comprar hielo y otras cosas.

Él rió entre dientes.

Es este calor —dijo—. ¿Para qué quieres hielo en Navidad?

Ella soltó unas risitas.

Es verdad. Pero yo quiero tener hielo en cualquier época. Estate quieto. ¡Me volverás loca!

El crepúsculo se transformó en oscuridad y las estrellas del desierto aparecieron en el cielo suave, estrellas penetrantes y luminosas, con pocos puntos y rayos, en un cielo aterciopelado. Y el calor cambió. Mientras el sol estuvo fuera, fue un calor que golpeaba y azotaba, pero ahora el calor surgía de debajo, de la tierra misma, y era denso y asfixiante. Los faros del camión se

encendieron, e iluminaron una pequeña mancha en la carretera y una franja de desierto a cada lado. Algunas veces unos ojos relucían en las luces, delante y a lo lejos, pero ningún animal se dejó ver a las luces. Bajo la lona la oscuridad era ya intensa. El tío John y el predicador estaban encogidos en el centro del camión, con los codos apoyados y mirando por el triángulo trasero. Podían ver los dos bultos que eran Madre y la abuela recortados contra el exterior. Podían ver a Madre moviéndose de vez en cuando y el movimiento de su brazo era visible perfilado ante el exterior.

El tío John hablaba con el predicador.

Casy —dijo—, usted debería saber qué hacer.

¿Qué hacer con respecto a qué?

No lo sé —respondió el tío John.

Bueno, eso me facilita mucho las cosas —dijo Casy.

Pero usted ha sido predicador.

Mire, John, todo el mundo se ríe de mí porque he sido predicador. Un predicador no es más que un hombre.

Sí, pero... es... de una clase de hombres, o si no, no sería un predicador. Quiero preguntarle..., bueno, ¿usted cree que alguien puede traer mala suerte?

No lo sé —contestó Casy—. No lo sé.

Es que mire..., yo estuve casado con una buena chica. Una noche le dio un dolor en el estómago. Y dijo: «Es mejor que me traigas un médico.» Y yo le contesté: «Qué dices, es que has comido demasiado» —el tío John puso una mano en la rodilla de Casy y le miró en la oscuridad—. Me miró de una manera... Estuvo gimiendo toda la noche y murió a la tarde siguiente —el predicador musitó algo—. Entiende —continuó John—, yo la maté. Desde entonces intento compensarlo, con los niños más que nada. Y he intentado portarme bien, pero no puedo. Me emborracho y me descontrolo.

Todo el mundo se descontrola —dijo Casy—. Yo también lo hago. —Sí, pero usted no lleva un pecado en su alma como yo. Casy replicó afablemente:

Claro que llevo pecados. Todo el mundo los lleva. Un pecado es algo de lo que no estás seguro. Esas personas que están seguras de todo y no tienen ningún pecado..., vaya, con esos hijos de puta, si yo fuera Dios los echaba del cielo de una patada en el culo. No los aguantaría.

El tío John dijo:

Tengo el presentimiento de que estoy trayendo mala suerte a mi propia familia. Tengo el presentimiento que debería largarme y dejarlos tranquilos. No estoy cómodo en esta situación.

Casy dijo rápidamente:

Yo sé que un hombre debe hacer lo que tenga que hacer. Yo no le puedo responder, no puedo. No creo que haya buena suerte o mala suerte. De lo único

que estoy seguro en este mundo es de que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida de otro. Cada uno tiene que decidir por sí mismo. Se le puede ayudar, quizá, pero no decirle lo que debe hacer.

Entonces, ¿no lo sabe? —preguntó el tío John decepcionado. —No lo sé. —¿Cree que fue un pecado dejar morir de aquella forma a mi mujer?

Bueno —consideró Casy—, para los demás fue un error, pero si usted piensa que fue un pecado..., entonces es un pecado. Cada uno levanta sus propios pecados desde la misma tierra.

He de pensar despacio en eso —replicó el tío John, y rodó para ponerse de espaldas con las rodillas encogidas.

El camión siguió avanzando sobre la tierra caliente y las horas pasaron. Ruthie y Winfield se durmieron. Connie desató una manta de la carpa y él y Rose of Sharon se taparon con ella, y lucharon juntos en el calor conteniendo el aliento. Después de un rato Connie apartó la manta y sintieron el cálido viento que corría por el túnel formado por la lona, como un aire fresco sobre sus cuerpos húmedos.

Al fondo del camión, Madre yacía en el colchón al lado de la abuela, y no podía ver con los ojos, pero sentía la pugna del cuerpo y del corazón; y la respiración sollozante pegada a su oído. Y Madre repetía una y otra vez: Tranquila. Te pondrás bien. Y decía con voz ronca: Sabes que es necesario..., la familia tiene que cruzar el desierto. Lo sabes.

El tío John preguntó:

¿Estás bien?

Ella tardó un poco en contestar.

Sí. He debido quedarme dormida —un poco después la abuela se quedó inmóvil y Madre permaneció tumbada, rígida, junto a ella.

Las horas nocturnas fueron pasando, con la oscuridad pegada al camión. A veces algún coche que iba hacia el oeste les adelantaba; y otras veces se cruzaban con camiones que venían del oeste y se alejaban rugiendo en dirección contraria. Las estrellas fluían como una lenta cascada sobre el horizonte, por el oeste. Era cerca de medianoche cuando se aproximaron a Dagget, donde estaba la estación de inspección. La carretera estaba anegada de luz y un letrero iluminado decía: Deténgase a la derecha. Los oficiales ganduleaban en la oficina, pero salieron y esperaron bajo el largo cobertizo cubierto cuando Tom paró allí. Un oficial anotó la matrícula y levantó el capó.

¿Qué es eso? —preguntó Tom.

Inspección agrícola. Tenemos que registrar el equipaje. ¿Llevan verduras o semillas?

No —respondió Tom. —Bueno, hay que registrar el equipaje. Tienen que descargar.

Entonces Madre bajó pesadamente del camión. Tenía el rostro hinchado y una expresión de dureza en los ojos.

Oiga, tenemos una anciana enferma. Hay que llevarla al médico. No podemos esperar —pareció luchar contra la histeria—. No pueden hacernos esperar.

Ah ¿sí? Pues hay que hacer el registro.

Le juro que no llevamos nada —gritó Madre—. Se lo juro. Y la abuela está muy enferma.

Usted tampoco tiene muy buen aspecto —dijo el oficial.

Madre se encaramó por la trasera del camión, alzándose con una fuerza tremenda.

Mire —dijo.

El oficial enfocó la luz de la linterna en el viejo rostro consumido.

Sí que está enferma —dijo—. ¿Jura que no llevan semillas, fruta, verduras, maíz ni naranjas?

No, no ¡Se lo juro!

Entonces continúen. Pueden encontrar un médico en Barstow. Está sólo a ocho millas. Sigan adelante.

Tom montó y siguió conduciendo. El oficial se volvió a su compañero.

No podía retenerlos.

Quizá se hayan tirado un farol —dijo el otro.

De eso nada. Deberías haber visto la cara de esa anciana. Aquello no era ningún farol.

Tom aceleró hasta Barstow y una vez en el pueblo, se detuvo, bajó y fue hacia la parte trasera del camión. Madre se asomó.

No pasa nada —dijo ella—. No quería parar allí por si no podíamos cruzar.

Ya. Pero ¿cómo está la abuela?

Está bien..., bien. Sigue adelante. Tenemos que acabar de cruzar —Tom meneó la cabeza y regresó a la cabina.

Al —dijo—, voy a llenarlo y después conduces tú un rato —llevó el camión hasta una gasolinera abierta toda la noche y llenó el depósito y el radiador y también el hueco de la manivela. Entonces Al se sentó al volante y Tom en la ventana, con Padre en el centro. Se alejaron en la oscuridad y dejaron atrás las pequeñas colinas cercanas a Barstow.

Tom comentó:

No sé qué le pasa a Madre. Está tan desasosegada como un perro con una pulga en la oreja. Tampoco habrían tardado tanto en echarle un vistazo al

equipaje. Primero dice que la abuela está enferma y ahora que está bien. No la entiendo. No está bien. ¿Se le habrá ablandado el cerebro en el viaje?

Padre dijo:

Madre está casi igual que cuando era joven. Era una chica de lo más indómito. No le tenía miedo a nada. Pensé que los hijos y el trabajo la domarían, pero parece que no ha sido así. ¡Dios! Te aseguro que cuando agarró aquella barra de hierro, no me habría gustado ser el que se la tuviera que quitar.

No sé qué mosca le ha picado —insistió Tom—. Quizá sólo esté extenuada.

Al intervino:

No me voy a poner a llorar y a gimotear para llegar al otro lado. Llevo este maldito coche sobre la conciencia.

Bueno, hiciste bien eligiéndolo —dijo Tom—. Apenas nos ha dado ningún problema.

Avanzaron toda la noche en medio de la cálida oscuridad, y las liebres se escabullían entre las luces y se alejaron a toda prisa con brincos largos. La aurora surgió por detrás de ellos cuando tenían delante las luces de Mojave. Y la aurora mostró las altas montañas al oeste. En Mojave pusieron agua y aceite, y luego penetraron con esfuerzo en las montañas y el alba lo inundaba todo a su alrededor.

Tom exclamó:

¡Dios, hemos cruzado el desierto! ¡Padre, Al, por el amor de Dios! El desierto ha quedado atrás.

Me da igual. Estoy demasiado cansado —dijo Al. —¿Quieres que conduzca yo? —No, espera un rato más.

Pasaron por Techachapi a la luz viva de la mañana y el sol subió a sus espaldas, y luego..., de pronto, vieron el gran valle a sus pies. Al pisó el freno y se detuvo en mitad de la carretera y...

¡Cielo santo! ¡Mirad! —exclamó—. Los viñedos, las huertas, el extenso valle llano, verde y hermoso, los árboles dispuestos en hileras y las casas de las granjas.

¡Dios Todopoderoso! —dijo Padre. Las ciudades distantes, los pueblos en la tierra de las huertas y el sol matutino, dorado sobre el valle. Tras ellos pitó un coche. Al llevó el camión hasta un lado de la carretera y aparcó—. Quiero contemplarlo —los campos de trigo, dorados en la mañana, y las filas de sauces, las hileras de eucaliptos.

Padre suspiró:

Nunca imaginé que hubiera nada parecido —los melocotoneros y las nogueras y los parches verde oscuro de la naranja. Y entre los árboles, tejados rojos, y graneros..., graneros ricos. Al se apeó y estiró las piernas. Llamó:

Madre, ven a ver. Hemos llegado.

Ruthie y Winfield salieron deprisa del coche y luego se quedaron parados, en silencio y anonadados, avergonzados ante el gran valle. La distancia se adelgazaba en la calina y la tierra adquiría suavidad con la distancia. Un molino relució bajo el sol y sus aspas giratorias eran como un pequeño heliógrafo, a lo lejos. Ruthie y Winfield lo miraron y aquélla musitó:

Es California. Winfield movía los labios silenciosamente formando las sílabas. —Hay fruta —dijo en voz alta.

Casy y el tío John, Connie y Rose of Sharon fueron bajando y quedándose callados. Rose of Sharon había empezado a cepillarse el pelo cuando su vista cayó sobre el valle y su mano descendió lentamente hasta quedar colgando junto a su costado.

Tom dijo:

¿Dónde está Madre? Quiero que vea esto. ¡Mira, Madre! Ven aquí —Madre bajaba despacio, con rigidez, por la tabla trasera. Tom se quedó mirándola—. Por Dios, Madre ¿estás enferma? —ella tenía el rostro tenso y gris como la masilla y sus ojos parecían haberse hundido más en la cabeza, y los bordes estaban rojos de cansancio. Sus pies tocaron el suelo y se sujetó agarrándose al costado del camión.

Su voz sonó como un graznido. —¿Dices que lo hemos atravesado? Tom señaló al gran valle. —¡Mira!

Ella movió la cabeza hacia donde él indicaba y su boca se abrió ligeramente. Sus dedos volaron hacia su cuello y agarraron un pellizco de piel y lo retorcieron con suavidad.

¡Gracias a Dios! —exclamó—. La familia está aquí—le fallaron las rodillas y se sentó en el estribo.

¿Estás enferma, Madre? —No, cansada solamente. —¿No dormiste nada? —No.

¿Estaba mal la abuela?

Madre se contempló las manos, abandonadas juntas en el regazo como amantes cansados.

Ojalá pudiera esperar y no tuviera que decíroslo. Ojalá todo pudiera ser... hermoso, la felicidad pudiera ser completa.

Padre dijo: —Entonces es que la abuela está mal.

Madre levantó la vista y contempló el valle. —La abuela está muerta. Todos la miraron, y Padre preguntó: —¿Cuándo?

Antes de que nos hicieran parar anoche.

Así que por eso no querías que registraran.

Temía que no pudiéramos llegar al otro lado —dijo ella—. Le dije a la abuela que no podíamos hacer nada por ella, que la familia tenía que atravesar el desierto. Se lo dije, se lo dije cuando se moría. No podíamos detenernos en el desierto. Estaban los pequeños... y el hijo de Rosasham. Se lo dije —se tapó la cara con las manos un momento—. Podemos enterrarla en algún sitio hermoso y verde —dijo Madre quedamente—. Un lugar bonito con árboles alrededor. Tiene que descansar en California. La familia miró a Madre, un poco asustados de su fuerza.

Tom dijo:

¡Cielo santo! Y tú allí tumbada con ella toda la noche.

La familia tenía que cruzar el desierto —dijo Madre, sobrecogida por la pena.

Tom se aproximó y fue a ponerle una mano en el hombro.

No me toques —pidió ella—. Resistiré si no me tocas. Eso podría conmigo.

Padre dijo:

Ahora hemos de continuar. Hay que seguir hasta abajo.

Madre levantó los ojos hacia él.

¿Puedo sentarme delante? No quiero volver ahí detrás..., estoy cansada. Estoy terriblemente cansada.

Volvieron a trepar a la carga evitando la larga figura rígida cubierta y arropada con un edredón, la cabeza tapada también. Se fueron a sus sitios intentando mantener los ojos alejados de allí, del pequeño bulto marcado en el edredón que debía ser la nariz, y de la loma empinada en que sobresalía la barbilla. Intentaron mantener la vista apartada, pero no podían. Ruthie y Winfield, amontonados en uno de los rincones delanteros tan lejos del cuerpo como podían, miraban fijo la figura amortajada.

Y Ruthie murmuró: —Ésa es la abuela y está muerta. Winfield asintió solemnemente. —No respira en absoluto. Está muerta del todo.

Y Rose of Sharon le dijo a Connie en voz baja: —Se estaba muriendo justo cuando nosotros... —¿Y cómo íbamos a saberlo? —la tranquilizó él.

Al se encaramó encima de la carga para dejar sitio a Madre en el asiento. Y titubeó un poco porque se sentía triste. Se dejó caer pesadamente junto a Casy y el tío John.

Bueno, era ya vieja. Supongo que le llegó la hora —dijo Al—. Todo el mundo tiene que morir.

Casy y el tío John le miraron con ojos inexpresivos, como si fuera un curioso arbusto parlante.

¿No es verdad? —exigió Al.

Y los ojos se apartaron de él, dejándole hosco y estremecido.

Casy dijo con asombro:

La noche entera y ella estaba sola —y continuó—: John, esa mujer está tan llena de amor... que me asusta. Me asusta y me hace sentirme vil.

¿Fue un pecado? —preguntó John—. ¿Hay alguna parte de todo ello que pudiera considerar un pecado?

Casy se volvió hacia él estupefacto.

¿Un pecado? No, ninguna parte fue pecado.

Yo nunca he hecho nada que no tuviera alguna parte de pecado —dijo John, y miró el largo cuerpo envuelto.

Tom y sus padres subieron al asiento delantero. Tom dejó rodar el camión y empezó en compresión. Y el pesado camión se movió colina abajo, a sacudidas, bufando y haciendo sonar pequeñas detonaciones. Tenían el sol a la espalda y enfrente el valle dorado y verde. Madre movió la cabeza lentamente a un lado y a otro.

Es hermoso —dijo—. Ojalá lo hubieran podido ver. —Ojalá —dijo Padre. Tom palmeó con la mano el volante.

Eran demasiado viejos —dijo—. No habrían visto lo que hay. El abuelo habría visto indios y la tierra de las praderas de cuando era joven. Y la abuela habría recordado y visto la primera casa en la que vivió. Eran demasiado viejos. Los que de verdad lo están viendo son Ruthie y Winfield.

Padre dijo:

Aquí está Tommy hablando como un hombre adulto, casi como un predicador .

Es cierto —y Madre sonrió con tristeza—. Tommy ha crecido tanto, está tan alto que a veces no acierto a entenderle.

Descendían rápidamente por la montaña, por un camino que serpenteaba lleno de curvas, perdiendo de vista el valle y volviéndolo a encontrar luego. Y el aliento cálido del valle subió hasta ellos, con aromas verdes y cálidos, con olor a salvia resinosa. El cri-cri de los grillos les acompañaba a lo largo de la carretera. Una serpiente de cascabel salió reptando y Tom la atropello, la quebró y la dejó retorciéndose.

Tom dijo:

Creo que tenemos que ir al forense, esté donde esté. Tenemos que darle un entierro decente. ¿Cuánto dinero queda, Padre?

Unos cuarenta dólares —respondió Padre.

Tom rompió a reír.

¡Dios, vamos a empezar como llegamos al mundo! No se puede decir que hayamos traído mucho con nosotros —rió entre dientes un momento y luego su rostro se volvió serio con rapidez. Se bajó la visera de la gorra sobre los ojos. Y el camión rodó montaña abajo hacia el gran valle.

 

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