Las uvas de la ira

John Steinbeck

 

CAPÍTULO XIX

Hubo un tiempo en que California perteneció a Méjico y su tierra a los mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta, que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron las concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas, aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado. Levantaron casas y graneros, araron la tierra y sembraron cosechas. Estos actos significaban la posesión y posesión equivalía a propiedad. Los mejicanos estaban débiles y hartos. No pudieron resistir, porque no tenían en el mundo ningún deseo tan salvaje como el que los americanos tenían de tierra. Luego, con el tiempo, los invasores dejaron de ser tales para convertirse en propietarios; y sus hijos crecieron y tuvieron sus hijos en esa tierra.

Y el hambre, aquella hambre salvaje, que les corroía y les desgarraba, el hambre de tierra, de agua y campo y buen cielo cubriendo todo, acabó por dejarles, hambre de hierba verde en continuo empuje hacia arriba, de raíces engrosadas. Poseían estas cosas tan completamente, que ya no pensaban en ellas. Ya no tenían ese deseo vehemente que les desgarraba el estómago, de tener un acre fértil y una reja brillante para ararlo, simiente y un molino agitando sus aspas en el aire. Ya no se levantaban en la oscuridad para oír el primer piar de los pajarillos adormilados, y el viento de la mañana alrededor de la casa, a la espera de la llegada de la primera luz que cayera sobre los preciosos acres. Estas cosas se perdieron, las cosechas se calcularon en dólares y la tierra se valoraba en capital más interés, las cosechas eran compradas y vendidas antes de estar plantadas. Entonces, la pérdida de la cosecha, la sequía y la inundación dejaron de ser pequeñas muertes en vida y se convirtieron sencillamente en pérdidas monetarias. El dinero fue mermando el amor de aquellas gentes y su carácter indómito se disolvió gota a gota en los intereses hasta que de ser granjeros pasaron a ser pequeños tenderos de cosechas, pequeños fabricantes que debían vender antes de hacer. Entonces los agricultores que no eran buenos comerciantes perdieron su tierra, que fue a parar a manos de comerciantes competentes. Por más inteligente que fuera un hombre, por más ternura que sintiera por la tierra y los cultivos, si además no era buen comerciante, no podía sobrevivir. Y conforme pasó el tiempo, los hombres de negocios se fueron quedando las fincas y éstas se hicieron más extensas, pero al propio tiempo hubo un menor número de ellas.

La explotación de una finca pasó a ser industrial y los propietarios imitaron a Roma, aunque sin ser conscientes. Importaron esclavos, aunque no les dieron ese nombre: chinos, japoneses, mejicanos, filipinos. Se alimentan de arroz y judías, dijeron los hombres de negocios. No necesitan demasiado. No sabrían qué hacer cobrando buenos salarios. Si no hay más que ver cómo viven, lo que comen. Y si empiezan a espabilar, se les deporta.

Las fincas se hicieron cada vez más extensas y el número de propietarios disminuyó. Y los granjeros eran tan pocos que daba lástima. Y los siervos de importación fueron golpeados, amedrentados y muertos de hambre hasta que algunos regresaron a sus lugares de origen y otros se volvieron feroces y les mataron o les expulsaron de la región. Las fincas siguieron extendiéndose y los propietarios fueron cada vez menos.

Los cultivos cambiaron. Los árboles frutales ocuparon el lugar de los campos de gramíneas y el cultivo de verduras y hortalizas que habían de alimentar al mundo proliferó en las vaguadas: lechuga, coliflor, alcachofas, patatas..., cultivos para encorvarse. Un hombre puede estar derecho manejando una guadaña, un arado o una horca: pero debe arrastrarse como un insecto entre las hileras de lechugas, debe doblar la espalda y arrastrar el saco largo entre las hileras de algodón, debe arrodillarse como un penitente en un bancal de coliflores.

Y llegó el día en que los propietarios dejaron de trabajar sus fincas; cultivaron sobre el papel, olvidaron la tierra, su olor y su tacto, y sólo recordaron que era de su propiedad, sólo recordaron lo que les suponía en ganancias y pérdidas. Algunas de las fincas llegaron a ser tan extensas que no cabían en la imaginación, tan enormes que se hizo necesaria una compañía de contables para poder llevar la cuenta de intereses, ganancias y pérdidas; químicos que analizaran el suelo, que repusieran las sustancias que se habían agotado; jefes de paja para asegurar que los hombres encorvados se movieran a lo largo de las hileras tan rápidamente como la materia de sus cuerpos pudiera resistir. Entonces, un granjero tal se convertía en tendero y se ocupaba de una tienda. Pagaba a los hombres y les vendía comida y recuperaba el dinero. Y después dejó de pagarles en absoluto y se ahorró contabilidad. En las fincas se daba la comida a crédito. Un hombre podía trabajar y alimentarse; y se daba el caso de que, al acabar el trabajo, este hombre debía dinero a la compañía. Y los propietarios no sólo no trabajaban las fincas, sino que muchos de ellos ni siquiera las habían visto.

Entonces el oeste atrajo a los desposeídos, de Kansas, Oklahoma, Tejas, Nuevo Méjico; de Nevada y Arkansas, familias, tribus, expulsadas por el polvo y los tractores. Cargas, remolques, gentes hambrientas sin hogar; veinte mil, cincuenta mil y cien mil y doscientos mil. Fluyeron por las montañas, hambrientos e inquietos..., inquietos igual que hormigas, buscando a toda prisa trabajo: levantar, empujar, arrastrar, recolectar, cortar, cualquier cosa, cualquier peso que aguantar, por comida. Los niños tienen hambre. No tenemos dónde vivir. Como hormigas corriendo a por trabajo, a por comida y sobre todo a por tierra.

No somos extranjeros. Siete generaciones americanas y antes de eso irlandeses, escoceses, ingleses, alemanes. Uno de nuestros antepasados luchó en la Revolución y muchos de ellos en la Guerra Civil, en ambos bandos. Americanos.

Tenían hambre y eran fieros. Esperaban encontrar un hogar y sólo encontraron odio. Okies..., los propietarios los detestaban porque sabían que ellos eran débiles y los okies fuertes, que ellos estaban tan satisfechos como los okies hambrientos; y tal vez los propietarios habían oído contar a sus abuelos lo fácil que es robarle la tierra a un hombre débil si posees fiereza, y estás hambriento y armado. Los propietarios los detestaban. Los tenderos de las ciudades no los podían ver porque no tenían dinero que gastar. No hay camino más corto para encontrarse con el desprecio de un comerciante, al tiempo que su admiración se dirige exactamente en dirección contraria. Los hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los trabajadores

detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más.

Y los desposeídos, los emigrantes, se dirigieron a California, doscientos cincuenta mil, trescientos mil. Detrás de ellos, los tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios. Y nuevas olas se ponían en camino, olas de desposeídos y de gentes sin hogar, endurecidos, resueltos y peligrosos.

Y mientras que los californianos querían muchas cosas, acumulación, éxito social, entretenimiento, lujo y una curiosa seguridad bancaria, los nuevos bárbaros no tenían más que dos deseos: tierra y comida; y para ellos, los dos eran sólo uno. Y mientras que los deseos de los californianos eran nebulosos y poco definidos, los de los okies estaban al lado de las carreteras, allí quietos, visibles y codiciados: los campos fértiles con agua que se podía sacar de la tierra, los campos verdes y feraces, tierra para desmigar experimentalmente en la mano, hierba para oler, tallos de avena que mascar hasta que el dulzor penetrante llenara la garganta. Un hombre miraba un campo en barbecho y podía ver con la imaginación cómo su propia espalda doblada y sus brazos fuertes hacían crecer los repollos, el maíz dorado, los nabos y las zanahorias.

Y un hombre hambriento y sin hogar, recorriendo las carreteras con su mujer a su lado y los delgados hijos en el asiento trasero, miraba los campos en barbecho que podían producir comida, pero no beneficios, y ese hombre sabía que un campo en barbecho es un pecado y la tierra sin explotar un crimen contra esos niños flacos. Y un hombre tal avanzaba por las carreteras y sentía la tentación en cada campo, y el deseo vehemente de apropiarse de los campos y hacerlos producir energía para sus hijos y algunas comodidades para su mujer. La tentación estaba siempre delante de él. Los campos le aguijoneaban y las acequias de la compañía llenas de buen agua fluyente eran una provocación para él.

Al sur veía las naranjas doradas colgando de los árboles, pequeñas naranjas como oro en los árboles verde oscuro; y guardas con rifles patrullando los bancales para evitar que un hombre cogiera una naranja para un niño flaco, naranjas que tirarían a la basura si el precio era bajo.

El hombre llegaba hasta un pueblo con su viejo coche. Recorría todas las granjas en busca de trabajo. ¿Dónde podemos dormir esta noche?

Bueno, hay un Hooverville a la orilla del río. Allí hay un montón de okies. Conducía hasta el Hooverville. No volvía a preguntar nunca, porque había un Hooverville a las afueras de todos los pueblos.

La aldea de andrajosos se levantaba cerca del agua; las casas eran tiendas de campaña y recintos con techado de maleza, casas de papel, un enorme montón de basura. El hombre entraba con su familia y se convertía en un ciudadano de Hooverville..., siempre se llamaban Hoovervilles. El hombre montaba su propia tienda tan cerca del agua como le era posible; y si no tenía tienda, hacía una incursión al basurero de la ciudad y regresaba con cartones y construía una casa de papel ondulado. Y al llegar las lluvias, la casa se fundía y se deshacía. Él se establecía en el Hooverville y recorría la comarca buscando trabajo, y el poco dinero que tenía se iba en gasolina con que seguir buscando

trabajo. A la caída de la tarde, los hombres se reunían y hablaban juntos. Agachados en cuclillas hablaban de la tierra que habían visto.

Saliendo de aquí hacia el oeste hay treinta mil acres. Ahí tirados. Dios, y lo que yo podría hacer con eso, con cinco acres de esa tierra. ¡Mierda!, y vaya si no tendría de todo para comer.

¿Lo habéis notado? En las granjas no hay hortalizas, ni pollos, ni cerdos. Sólo tienen un cultivo: o algodón, por ejemplo, o melocotones o lechugas. A lo mejor en otra no hay más que gallinas. Compran cosas que podrían cultivar en el patio. Dios, lo que yo podría hacer con un par de cerdos.

Bueno, pues ni son tuyos ni lo van a ser.

¿Qué vamos a hacer? Los niños no pueden crecer de esta forma.

A los campamentos llegaba el rumor. Hay trabajo en Shafter. Cargaban los coches por la noche y se amontonaban en las carreteras: una fiebre del oro, sólo que por trabajo. En Shafter se acumulaba la gente, cinco veces más personas de las necesarias para el trabajo. La fiebre del oro por trabajar. Se escabullían por la noche, como locos por trabajar. Y junto a las carreteras yacían las tentaciones, los campos capaces de dar comida.

Es propiedad de alguien. No es nuestro.

Bueno, quizá pudiéramos comprar una parcela pequeña. Tal vez... una pequeña. Justo allí abajo..., un bancal. Ahora está invadido de estramonio. ¡Dios!, podría obtener de ese pequeño bancal patatas suficientes para dar de comer a toda mi familia.

No es nuestro. Debe tener estramonio.

De vez en cuando un hombre lo intentaba; entraba furtivamente en la tierra y abría un pequeño claro, tratando como un ladrón de robar algo de riqueza de la tierra. Jardines secretos ocultos entre la maleza. Un paquete de simiente de zanahorias y unos cuantos nabos. Plantaba pieles de patata, se deslizaba en secreto al anochecer para trabajar con la azada la tierra robada.

Deja la maleza alrededor... así nadie podrá ver lo que estamos haciendo. Deja algunas hierbas, altas y grandes, en el medio. Cuidando un jardín secreto al anochecer, y acarreando agua en una lata herrumbrosa.

Y luego, un día, un ayudante del sheriff: Vaya, ¿qué está usted haciendo?

No hago daño a nadie.

Ya le tenía yo el ojo echado a usted. Esta tierra no es suya. No tiene derecho a entrar aquí.

La tierra no está arada y yo no la estoy perjudicando.

Malditos intrusos. Dentro de nada estarían convencidos de que era suya. Se enfadarían de mala manera. Se creería que es de su propiedad. Ahora largo de aquí.

Y las pequeñas zanahorias verdes eran arrancadas a patadas y las hojas de los nabos aplastadas a pisotones. El estramonio se volvió a instalar. Pero la policía tenía razón. Cultivar una cosecha da la propiedad. Tierra abierta con la

azada y las zanahorias comidas..., un hombre puede luchar por la tierra de la que ha sacado alimento. Hay que echarle con rapidez o se creerá que es suya. Podría llegar a morir luchando por su pequeño claro entre el estramonio.

¿Viste su cara cuando arrancamos los nabos? Esa mirada era de las que matan. Hay que mantener a esta gente a raya o se apoderarán de la tierra. Se harán dueños de la región.

Forasteros, extraños.

Sí, claro que hablan el mismo idioma, pero son distintos. Mira qué forma de vivir. ¿Te imaginas a alguno de nosotros viviendo así? ¡Ni hablar!

Al final de la tarde, los hombres se acuclillaban y hablaban. Y un hombre excitado proponía: ¿Por qué no nos cogemos un trozo de tierra entre veinte? Tenemos armas. Vamos a empuñarlas y a decir: «Líbrense de nosotros si pueden.» ¿Por qué no lo hacemos?

Nos dispararían como a las ratas.

Bueno, ¿qué prefieres?, ¿estar muerto o estar aquí? ¿Bajo tierra o en una casa hecha de sacos de arpillera? ¿Qué prefieres, que tus hijos se mueran ahora o dentro de dos años, de eso que llaman desnutrición? ¿Sabes lo que hemos comido toda la semana? ¡Ortigas cocidas y masa frita! ¿Sabes de dónde sacamos la harina para hacer la masa? De barrer el suelo de un camión.

Conversaciones en los campamentos, y los ayudantes del sheriff, hombres fondones con revólveres colgando de gordas caderas, contoneándose por ahí: Hay que darles algo en qué pensar; tenerlos a raya; si no, sólo Dios sabe de lo que serán capaces. ¡Pero si son tan peligrosos como los negros en el sur! Si alguna vez llegan a juntarse, nada podrá detenerlos.

Cita: En Lawrenceville un ayudante del sheriff desahució a un emigrante, éste se resistió, obligando al oficial a hacer uso de la fuerza. El hijo de once años del emigrante disparó contra el ayudante con un rifle calibre 22 y lo mató.

¡Serpientes de cascabel! No te arriesgues; si discuten, dispara primero. Si un chiquillo mata a un policía, ¿qué no harán los hombres? Lo que hay que hacer es ponerse más duro que ellos. Tratarlos sin contemplaciones. Tenerlos asustados.

¿Y qué pasa si no se amedrentan? ¿Qué si plantan cara y disparan a su vez? Estos hombres han estado armados desde que eran niños. Un revólver es una extensión de ellos mismos. ¿Qué hacemos si no se amilanan? ¿Qué si en algún momento marchan como un ejército igual que los lombardos lo hicieron sobre Italia, los germanos sobre la Galia y los turcos en Bizancio? Aquéllas también eran hordas mal armadas y ansiosas de territorio, y las legiones no pudieron detenerlas. Ni las matanzas ni el terror pusieron fin a su avance. ¿Cómo se puede asustar a un hombre que carga con el hambre de los vientres estragados de sus hijos además de la que siente en su propio estómago acalambrado? No se le puede atemorizar, porque este hombre ha conocido un miedo superior a cualquier otro.

En el Hooverville hablaban los hombres: el abuelo cogió su tierra de los indios.

No, no está bien esto que hablamos. Tú estás hablando de robar. Yo no soy un ladrón.

Ah, ¿no? Anteanoche robaste una botella de leche de un porche. Y tú robaste alambre de cobre y lo vendiste por un poco de carne. Sí, pero mis hijos tenían hambre. Sigue siendo robar.

¿Sabéis cómo se fundó el rancho Fairfield? Os lo voy a decir... Eran tierras del gobierno, cualquiera podía quedárselas. El viejo Fairfield se fue a San Francisco, recorrió los bares y se llevó trescientos vagabundos borrachos. Los vagabundos ocuparon las tierras del gobierno. Fairfield les proveyó de comida y whisky, y luego, una vez que hubo pasado el tiempo establecido por el gobierno para la tierra, Fairfield se la quitó. Solía decir que la tierra le había costado una pinta de licor barato por acre. ¿Dirías que aquello fue robar?

Bueno, no estuvo bien, pero él nunca fue a la cárcel.

No, no fue a la cárcel. Y aquel que colocó una barca en una carreta e hizo el informe como si todo estuviera cubierto de agua porque él iba en barca, ése tampoco fue a la cárcel. Y los que sobornaron a los congresistas y legisladores tampoco fueron nunca a la cárcel.

De un extremo al otro del estado se oían estas charlas atropelladas en los Hoovervilles. Y luego las redadas, las incursiones súbitas de oficiales armados en los campamentos de emigrantes. Fuera. Órdenes del Departamento de Sanidad. Este campamento es una amenaza para la salud.

¿Dónde vamos a ir?

Eso no es asunto nuestro. Tenemos órdenes de sacarles de aquí. Dentro de media hora vamos a prender fuego al campamento.

Un poco más abajo hay casos de tifus. ¿Quiere que se propague por todas partes?

Tenemos órdenes de sacarles de aquí. ¡Largo! El campamento estará ardiendo dentro de media hora.

Al cabo de media hora el humo de casas de papel, de cabañas con techumbre de maleza, se elevaba hacia el cielo y la gente se alejaba en sus coches por las carreteras, buscando otro Hooverville.

Y en Kansas y Arkansas, en Oklahoma y en Tejas y Nuevo Méjico, los tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios.

Trescientos mil en California y más en camino. En California, carreteras repletas de gente frenética que corría como hormigas a arrastrar, empujar, levantar, trabajar. Por cada carga que pudiera levantar un hombre surgían cinco pares de brazos para levantarla, ante cada ración de comida que se podía conseguir se abrían cinco bocas.

Y los grandes propietarios, los que deben ser desposeídos de su tierra por un cataclismo, los grandes propietarios con acceso a la historia, con ojos para leer la historia y conocer el gran hecho: cuando la propiedad se acumula en unas

pocas manos, acaba por serles arrebatada. Y el hecho que siempre acompaña: cuando hay una mayoría de gente que tiene hambre y frío, tomará por la fuerza lo que necesita. Y el pequeño hecho evidente que se repite a lo largo de la historia: el único resultado de la represión es el fortalecimiento y la unión de los reprimidos. Los grandes propietarios hicieron caso omiso de los tres gritos de la historia. La tierra fue quedando en menos manos, aumentó el número de los desposeídos y los propietarios dirigieron todos sus esfuerzos a la represión. El dinero se gastó en armas, y en gasolina para mantener la vigilancia en las enormes propiedades y se enviaron espías que recogieran las instrucciones susurradas para la revuelta, de forma que ésta pudiera ser sofocada. La economía en proceso de cambio fue ignorada, al igual que los planes del cambio; y sólo se consideraron los medios para extinguir la revuelta, mientras persistían las causas de la misma.

Se incrementó el número de tractores que dejan a la gente sin trabajo, de líneas de transporte que acarrean las cargas, de máquinas que producen; más y más familias corrieron por las carreteras, buscando las migajas de las grandes propiedades, ansiando las tierras a los lados de los caminos. Los grandes propietarios formaron asociaciones para protegerse y celebraron reuniones en las que discutían formas de intimidación, de asesinato, de gasearles. Y siempre temerosos de que surgiera un jefe..., trescientos mil..., si alguna vez se unen bajo un líder..., el fin. Trescientas mil personas, hambrientas y abatidas, si alguna vez llegan a tomar conciencia de ellos mismos, la tierra será suya. Y no habrá gas ni rifles suficientes para detenerlos. Y los grandes propietarios, que eran al mismo tiempo más o menos que hombres por causa de sus propiedades, se precipitaron hacia su propia destrucción y utilizaron todos los medios que a largo plazo se volverían contra ellos. Toda pequeña medida, todo acto de violencia, cada una de las redadas en los Hoovervilles, cada ayudante que se contoneaba por un campamento miserable, retrasaba un poco el día y consolidaba la inevitabilidad de ese día.

Los hombres se acuclillaban, hombres de rostros afilados, delgados y endurecidos por la continua resistencia contra el hambre, de ojos torvos y mandíbulas duras. Y la tierra fértil se extendía alrededor de ellos.

¿Has oído lo del niño ese de la cuarta tienda hacia abajo?

No, acabo de llegar.

Bueno, ese crío ha estado llorando y retorciéndose en el sueño. Sus padres pensaron que tenía lombrices, así que le dieron un purgante y se murió. El crío tenía eso que llaman lengua negra. Viene de no comer cosas alimenticias.

Pobre criatura.

Sí. Y su familia no lo puede enterrar. Tendrá que ir al cementerio del condado.

No, señor.

Las manos buscaron en los bolsillos y sacaron monedas pequeñas. Delante de la tienda creció un pequeño montón de monedas de plata. Y la familia lo encontró allí.

Nuestra gente es buena; nuestra gente es compasiva. Ruego a Dios que algún día las gentes bondadosas no sean todas pobres. Ruego a Dios que algún día un niño pueda comer.

Y las asociaciones de propietarios supieron que algún día las oraciones se acabarían.

Y eso sería el fin.

CAPÍTULO XX

Los que iban montados en la carga, los niños y Connie y Rose of Sharon y el predicador sentían los miembros rígidos y acalambrados. Habían estado sentados bajo el sol delante de la oficina del forense de Bakersfield, mientras los padres y el tío John estaban dentro. Luego alguien sacó una cesta y bajaron del camión el largo fardo. Y permanecieron al sol mientras proseguía el examen, se averiguó la causa de la muerte y se firmó el certificado.

Al y Tom pasearon por la calle, mirando escaparates y observando la extraña gente que caminaba por las aceras.

Y al final Padre, Madre y el tío John salieron abatidos y callados. El tío John se subió en la carga, Padre y Madre montaron en el asiento. Tom y Al regresaron con calma y Tom se sentó al volante. Permaneció en silencio, esperando instrucciones. Padre miraba al frente, con el sombrero bien calado. Madre se frotaba los lados de la boca con los dedos y sus ojos parecían estar muy lejos y perdidos, muertos por el cansancio.

Padre suspiró hondamente.

Era lo único que podíamos hacer —dijo.

Lo sé —replicó Madre—. Pero a ella le hubiera gustado tener un buen funeral. Siempre lo quiso.

Tom les miró de soslayo.

¿Del condado? —preguntó.

Sí —Padre movió la cabeza rápidamente, como para volver a la realidad en alguna medida—. No teníamos suficiente. No podríamos haberlo pagado —se volvió hacia Madre—. No debes sentirte mal. No podíamos por más que hubiéramos intentado, por más que hubiéramos hecho. Simplemente, no nos llegaba; el embalsamamiento, y un ataúd y un pastor y una tumba en el cementerio. Habría costado diez veces lo que tenemos. Hemos hecho todo lo que hemos podido.

Lo sé —dijo Madre—. Pero no puedo quitarme de la cabeza la ilusión que tenía por un buen funeral. Tengo que olvidarlo —dejó escapar un suspiro y se frotó a un lado de la boca—. Era muy buena persona ese que estaba dentro. Muy mandón, pero la mar de amable.

Sí —reconoció Padre—. Y nos dijo las cosas tal como son.

Madre se echó el pelo hacia atrás con la mano y apretó la mandíbula.

Tenemos que seguir —dijo—. Hay que encontrar un sitio donde quedarnos, conseguir trabajo e instalarnos. No tiene sentido dejar que los pequeños pasen hambre. Ésa nunca fue la filosofía de la abuela. Ella siempre se ponía bien de comer en un funeral.

¿A dónde vamos? —preguntó Tom. Padre se apartó el sombrero y se rascó entre el cabello.

Vamos a acampar —decidió—. No vamos a gastar lo poco que nos queda hasta que no encontremos trabajo. Sal hacia el campo.

Tom puso en marcha el coche y salieron dejando atrás las calles hacia el campo. Cerca del puente vieron un grupo de tiendas y chabolas. Tom dijo:

Éste es un sitio tan bueno como cualquiera. Podremos averiguar cómo va la cosa y dónde hay trabajo —bajó por un declive muy empinado de tierra y aparcó al borde del campamento.

No se había seguido ningún orden a la hora de acampar; pequeñas tiendas grises, chabolas, coches, estaban desparramados al azar. La primera casa era indescriptible. La pared sur estaba formada por tres láminas de hierro galvanizado, herrumbroso; la del este era un cuadrado de alfombra mohosa enganchada entre dos tablas; la fachada norte la formaban una tira de papel de techar y otra de lona hecha jirones, y la que daba a poniente era seis trozos de tela de saco. Sobre el marco cuadrado, encima de ramas de sauce sin desbastar, habían amontonado hierba formando un montículo bajo, pero sin haber intentado construir un techado. La entrada, en el lado de arpillera, estaba atestada de utensilios en desorden. Una lata de queroseno de cinco galones hacía las veces de fogón. Estaba apoyada en uno de sus lados, con una sección oxidada de tubo de estufa metida por un extremo. Un caldero de lavar descansaba sobre un lateral, apoyado en la pared; había también una colección de cajas desparramadas, cajas para sentarse, cajas para comer. Había un Ford modelo T y un remolque de dos ruedas aparcados al lado de la chabola, y sobre el campamento flotaba un aire de descuidada desesperación.

Después de la chabola venía una tienda pequeña, que la intemperie había pintado de gris, pero que estaba montada correctamente y con pulcritud; las cajas que había delante estaban pegadas a la pared de la tienda. El tubo de una estufa sobresalía por la puerta de lona y la tierra de delante de la tienda estaba barrida y salpicada con agua. Encima de una caja había un cubo lleno de ropa chorreante. Este campamento tenía un aire ordenado y vigoroso. Junto a la tienda había un turismo modelo A y un remolque pequeño de fabricación casera. Y junto a él había una tienda enorme, andrajosa, hecha jirones, con los desgarrones remendados con trozos de alambre. Las solapas estaban abiertas y en el interior eran visibles cuatro colchones anchos tirados en el suelo. De un tendedero instalado en uno de los lados colgaban vestidos rosa de algodón y varios pares de monos. Había cuarenta entre tiendas y chabolas, y alguna clase de vehículo junto a cada uno. Un poco más allá unos cuantos niños contemplaron el camión recién llegado y se acercaron, críos pequeños vestidos con petos y descalzos, con el pelo gris de polvo.

Tom se detuvo y miró a Padre.

No es demasiado bonito — dijo—. ¿Vamos a otro sitio?

No podemos ir a ningún otro sitio hasta no saber dónde estamos —replicó Padre—. Tenemos que preguntar lo del trabajo.

Tom abrió la puerta y se apeó. Los otros bajaron del camión y observaron el campamento con curiosidad. Ruthie y Winfield, con el hábito de la carretera, bajaron el cubo y se dirigieron hacia los sauces en busca de agua; la fila de

chiquillos se abrió para que pasaran y se cerró tras ellos. Las solapas de la primera chabola se separaron y se asomó una mujer. Llevaba trenzado el cabello gris, y vestía una bata suelta, sucia, de flores. Tenía el rostro apergaminado y mortecino, grandes bolsas bajo ojos inexpresivos y una boca floja e insegura.

Padre, preguntó:

¿Podemos parar y acampar en cualquier lado?

La cabeza se retiró al interior de la chabola. Después de un momento de silencio las solapas se abrieron a los lados y salió un hombre con barba en mangas de camisa. La mujer volvió a mirar afuera detrás de él, pero no llegó a salir .

El hombre barbudo les saludó:

¿Cómo están? —y sus inquietos ojos oscuros saltaron de un miembro a otro de la familia y de ellos al camión y los bártulos.

Le acababa de preguntar a su mujer si podemos instalarnos en cualquier parte —dijo Padre.

El hombre miró a Padre atentamente, como si hubiera dicho algo muy inteligente que exigiera reflexión.

¿Instalarse en cualquier lado, aquí, en este sitio? —inquirió.

Sí. ¿Hay alguien que sea el dueño, a quien haya que ver antes de acampar?

El hombre guiñó un ojo hasta casi cerrarlo y examinó a Padre.

¿Quiere acampar aquí?

La irritación de Padre afloró. La mujer gris se asomó desde la chabola de arpillera.

¿No es lo que estoy diciendo? —preguntó Padre.

Bueno, pues si quiere acampar aquí, ¿por qué no se pone a ello? Yo no pienso impedírselo.

Ya se ha enterado —se echó a reír Tom.

Padre recuperó la calma.

Sólo quería saber si es propiedad de alguien, si hay que pagar.

El hombre de la barba adelantó la mandíbula.

¿De quién es? —exigió saber.

Padre dio media vuelta.

Al cuerno —dijo—. La cabeza de la mujer desapareció una vez más en el interior de la tienda.

El hombre avanzó unos pasos con aire amenazador.

¿De quién es? —volvió a preguntar—. ¿Quién va a echarnos de aquí a patadas? Dígamelo usted.

Tom se puso delante de Padre.

Será mejor que vaya usted a dormir un buen rato —aconsejó. El barbudo abrió la boca y apretó un dedo sucio contra las encías inferiores. Continuó un momento más mirando a Tom con prudencia, como especulando, y luego giró sobre los talones y se metió en la chabola detrás de la mujer gris.

Tom se volvió hacia Padre.

¿Qué coño ha sido eso? —preguntó.

Padre se encogió de hombros. Estaba mirando enfrente, al otro lado del campamento. Delante de una tienda estaba estacionado un viejo Buick con el capó quitado. Un hombre joven limaba las válvulas y mientras se torcía a un lado y a otro sobre la herramienta, levantó la vista al camión de los Joad. Éstos pudieron ver cómo el hombre se reía para sí. Cuando el barbudo hubo desaparecido, el joven dejó su trabajo y se acercó con tranquilidad.

¿Cómo están? —dijo, y sus ojos azules brillaban divertidos—. He visto que ya han conocido al alcalde.

¿Qué rayos pasa con él? —exigió Tom.

El joven se rió entre dientes.

Sólo que está chiflado, como usted y como yo. Quizá esté un poco más chiflado que yo, no lo sé.

Sólo le pregunté si podíamos acampar aquí —explicó Padre. El hombre joven se limpió las manos grasientas en los pantalones. —Claro que pueden. ¿Por qué no? ¿Acaban ustedes de atravesar el desierto? —Sí —contestó Tom—. Esta misma mañana. —¿Nunca han estado antes en un Hooverville? —¿Dónde está el Hooverville? —Esto es un Hooverville. —¡Ah! —dijo Tom—. Acabamos de llegar. Winfield y Ruthie regresaron, acarreando un cubo de agua entre los dos. Madre sugirió:

Vamos a montar el campamento. Estoy agotada. A ver si podemos descansar todos. —Padre y el tío John subieron al camión para descargar la lona y las camas.

Tom caminó con calma hacia el joven y fueron juntos hacia el coche en el que había estado trabajando. El tirante de esmerilar válvulas yacía sobre el bloque descubierto y una latita amarilla de compuesto de esmeril estaba enganchada en la parte superior del depósito. Tom preguntó:

¿Qué rayos le pasa al viejo de la barba?

El joven cogió el tirante y se puso a trabajar, retorciendo a uno y otro lado, limando la válvula contra la base de la misma.

¿Al alcalde? Sabe Dios. Supongo que simplemente está sonado.

¿Qué es eso?

Creo que los policías le han ido echando de tantos sitios que ya no se aclara.

Tom preguntó: —¿Qué sentido tiene perseguir así a la gente? El joven interrumpió su trabajo y miró a Tom a los ojos.

Dios sabrá —dijo—. Tú acabas de llegar. Quizá puedas descubrir la razón. Unos dicen una cosa y otros dicen otra. Pero si acampas en un sitio durante un tiempo ya verás lo pronto que aparece un ayudante del sheriff y te obliga a trasladarte —levantó una válvula y extendió el compuesto en la base.

Pero ¿para qué cono lo hacen?

Ya te digo que no lo sé. Algunos dicen que no quieren que votemos; que nos obligan a movernos continuamente para que no podamos votar. Otros dicen que es para que no podamos reclamar los subsidios ni las ayudas. Y otros que si nos estableciéramos en un sitio llegaríamos a organizamos. Yo no lo sé, lo único que sé es que hay que estar siempre en movimiento. Espera un poco y ya lo verás.

No somos vagabundos —insistió Tom—. Buscamos trabajo y cogeremos cualquier cosa que haya.

El hombre interrumpió su actividad de ajustar el tirante a la ranura de la válvula. Miró con asombro a Tom.

¿Buscáis trabajo? —repitió—. De modo que buscáis trabajo. ¿Qué te crees que buscamos todos los demás? ¿Diamantes? ¿Qué te crees que buscaba yo mientras me dejaba el culo? —movió el tirante arriba y abajo. Tom echó una ojeada a su alrededor, a las tiendas mugrientas, los utensilios que eran pura chatarra, los viejos coches, los colchones abultados tendidos al sol, las latas ennegrecidas sobre agujeros ennegrecidos por el fuego donde la gente cocinaba. Preguntó suavemente:

¿No hay trabajo?

No sé. Debe de haber. Aquí no hay ninguna cosecha en este momento. Hay uva y algodón, pero se recogen más adelante. Nosotros nos vamos tan pronto como tenga las válvulas esmeriladas. Yo, mi mujer y mis hijos. Hemos oído que al norte hay trabajo. Nos vamos hacia el norte, para la zona de Salinas.

Tom vio cómo el tío John, Padre y el predicador alzaban la lona sobre los palos de la tienda, y Madre, arrodillada en el interior, sacudía los colchones puestos en el suelo. Un círculo de chiquillos silenciosos observaba cómo se instalaba la nueva familia, críos callados, descalzos y con la cara sucia. Tom dijo:

En nuestro pueblo distribuyeron unos papeles... de color naranja, que decían que hacía falta mucha gente para trabajar en la cosecha.

El joven se echó a reír.

Dicen que estamos aquí trescientos mil y apuesto a que todas las familias han visto esos papeles.

Sí, pero si no necesitaran gente, ¿para qué se iban a molestar en distribuirlos?

¿Por qué no usas la cabeza?

Sí, pero quiero saberlo.

Mira —dijo el joven—. Suponte que tú ofreces un empleo y sólo hay un tío que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Pero pon que haya cien hombres —dejó descansar la herramienta. Sus ojos se endurecieron y su voz se volvió más penetrante—. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo; que tengan hijos y estén hambrientos. Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el trabajo. ¿Sabes lo que pagaban en el último empleo que tuve? Quince centavos la hora. Diez horas por un dólar y medio y no puedes quedarte allí. Tienes que quemar gasolina para llegar —jadeaba de furia y sus ojos llameaban llenos de odio—. Por eso repartieron los papeles. Se pueden imprimir una burrada de papeles con lo que se ahorra pagando quince centavos a la hora por trabajo en el campo.

Es asqueroso, apesta —dijo Tom.

Quédate un tiempo y si hueles alguna vez rosas, avísame para que pueda olerías yo también —el hombre se rió ásperamente.

Pero tiene que haber trabajo —insistió Tom—. Santo Cielo con la cantidad de cultivos que hay: huertos, uvas, hortalizas..., lo he visto. Necesitarán hombres. Yo he visto todos esos cultivos.

Un niño lloró dentro de la tienda que había al lado del coche. El hombre entró en la tienda y se oyó su voz quedamente a través de la lona. Tom cogió el tirante, lo metió en la ranura de la válvula y empezó a esmerilarla, moviendo la mano de arriba abajo. El llanto del niño cesó. El joven salió y contempló a Tom.

Lo haces muy bien —dijo—. Es buena cosa. Te hará falta. —¿Qué hay de lo que dije? —insistió Tom—. Hay cantidad de cultivos. El otro se acomodó en cuclillas.

Te lo voy a explicar —dijo con calma—. Yo he trabajado en una huerta de melocotones, una gigantesca putada. Allí trabajan nueve hombres todo el año — hizo una pausa para crear tensión—. Pero cuando los melocotones están maduros hacen falta tres mil hombres durante dos semanas. Son necesarios para evitar que se pudran los melocotones. Entonces, ¿qué hacen? Mandan esos papeles hasta al infierno. Necesitan tres mil hombres y se presentan seis mil. Contratan a los hombres por lo que quieran pagarles. Si no te interesa el salario, maldita sea, hay mil hombres que quieren tu empleo. Así que recoges y recoges y entonces se acaba. Toda la zona es de melocotón y todo madura al mismo tiempo. Cuando acabas de recoger, ya no queda ni uno. Y no hay ninguna otra cosa que hacer en esa puñetera zona. Y entonces los propietarios ya no te quieren allí y estáis tres mil. El trabajo está acabado. Podríais robar,

emborracharos, simplemente montar bronca. Y además, no tenéis buena pinta, viviendo en tiendas viejas; es una bonita región, pero vosotros la apestáis. No os quieren por allí. Os echan a patadas, os obligan a marchar. Así funciona la cosa.

Tom, que miraba hacia la tienda de su familia, vio a su madre, pesada y lenta por el cansancio, hacer una pequeña fogata de hojarasca y poner al fuego las ollas. El círculo de niños se acercó más y los ojos abiertos y en calma de los niños controlaron todos los movimientos de las manos de Madre. Un hombre muy viejo, encorvado, salió como un tejón de una tienda y se puso a fisgar, husmeando el aire conforme se acercaba. Con los brazos a la espalda se unió al círculo de niños para observar a Madre. Ruthie y Winfield, cerca de su madre, dirigían miradas beligerantes a los extraños.

Tom preguntó airado:

Hay que recoger los melocotones rápidamente, ¿verdad? Justo cuando están maduros.

Por supuesto.

Bueno, supón que esa gente se une y dice «Que se pudran». Seguro que los salarios subían enseguida.

El hombre joven levantó la mirada de las válvulas y miró a Tom con expresión de sarcasmo.

Vaya, qué idea has tenido. ¿La has pensado tú solito?

Estoy cansado —dijo Tom—. Estuve conduciendo toda la noche. No quiero empezar una discusión. Y estoy tan cansado que podría empezar una fácilmente. No te hagas el gracioso conmigo. Te estoy preguntando.

Era una broma —sonrió el otro—. Tú no has estado aquí. A alguno ya se le ocurrió lo mismo. Y a los de la huerta de melocotones también. Están atentos a ver si los hombres se reúnen, a ver si surge el líder, tiene que haber uno, el que hable. Pues bien, en cuanto a éste se le ocurre abrir la boca, lo agarran y lo encierran. Y si aparece otro líder, pues también lo meten en la cárcel.

Bueno, en la cárcel uno come por lo menos —dijo Tom.

Pero los hijos no. Imagínate que estuvieras dentro y tus hijos se estuvieran muriendo de hambre.

Sí —dijo Tom lentamente—. Ya. —Y otra cosa. ¿Has oído hablar de la lista negra? —¿Y eso qué es?

Que se te ocurra abrir la boca para hablar de unión y ya verás. Cogen tu fotografía y la mandan a todas partes. Entonces no te dan trabajo en ningún lado. Y si tienes hijos...

Tom se quitó la gorra y la retorció entre las manos.

Así que cogemos lo que hay, ¿no?, o a morirse de hambre; si se nos ocurre gritar también morimos de hambre.

El hombre describió un círculo con la mano que incluía las tiendas mugrientas y los coches herrumbrosos.

Tom volvió a mirar a su madre, que estaba sentada pelando patatas. Los niños estaban cada vez más cerca. Él dijo:

No pienso resignarme. Maldita sea, mi familia y yo no somos borregos. Voy a matar a palos a alguien.

¿Un policía, por ejemplo?

Cualquiera.

Estás como una cabra —dijo su interlocutor—. Te pillarán inmediatamente. No tienes nombre ni ninguna propiedad. Te encontrarán en una zanja con sangre seca en la boca y la nariz. Saldrá en el periódico una breve línea... ¿Sabes qué pondrá? «Vagabundo encontrado muerto.» Nada más. Se ven muchas notas de esas, de «Vagabundo encontrado muerto».

Tom dijo:

Justo al lado de este vagabundo encontrarán muerto a alguien más.

Estás chalado —replicó el joven—. No servirá de nada.

Bueno, ¿pues tú qué piensas hacer? —miró al rostro manchado de grasa. Los ojos del hombre joven se cubrieron con un velo.

Nada. ¿De dónde sois? —¿Nosotros? De cerca de Sallisaw, de Oklahoma. —¿Acabáis de llegar? —Hoy mismo. —¿Pensáis quedaros por aquí mucho tiempo? —No lo sé. Nos quedaremos en donde encontremos trabajo. ¿Por qué? —Por nada —el velo volvió a caer. —He de recuperar sueño —dijo Tom—. Mañana saldremos a buscar trabajo. —Podéis probar. Tom dio media vuelta y se encaminó hacia la tienda. El otro cogió la lata de compuesto para válvulas y hundió el dedo dentro. —¡Eh! —llamó. Tom se volvió. —¿Qué quieres?

Quiero decirte una cosa —le hizo una señal con el dedo cubierto de sustancia—. Sólo quiero advertirte. No vayas buscando bronca. ¿Recuerdas el aspecto del tío ese que está sonado?

¿El de la tienda de allí? —Sí. Parecía tonto, ¿no?, ¿como si estuviera gilipollas?

¿Qué pasa con él?

Bueno, cuando vengan policías, y vienen continuamente, más te vale simular que eres así: lelo..., tú no sabes nada. No entiendes nada. Así les gusta a los policías que seamos. No le pegues a un policía. Eso es igual que suicidarse. Hazte el loco.

¿Dejar que esos policías desgraciados me atropellen sin hacer nada?

No, atiende. Iré a buscarte esta noche. Quizá me equivoque. Hay chivatos por todas partes. Voy a correr el riesgo; y eso que también tengo un hijo. Pero vendré a por ti. Y si ves a un policía, eres un okie imbécil, ¿entiendes?

Si hacemos algo, de acuerdo —dijo Tom.

No te preocupes. Estamos haciendo algo, pero sin jugarnos el cuello. Un niño se muere de hambre muy deprisa. En dos o tres días —volvió a su trabajo, extendió la pasta por la base de la válvula y movió con rapidez la mano por el tirante, y su rostro se volvió apagado y estúpido.

Tom regresó con calma a su campamento.

Sonado —dijo para sus adentros.

Padre y el tío John se acercaban al campamento cargados con palos de sauce que dejaron al lado del fuego. Luego se acuclillaron.

Recogimos toda la leña que había —dijo Padre—. Hemos tenido que ir bastante lejos para encontrarla —levantó los ojos al círculo de niños que miraban fijamente—. ¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¿De dónde salís vosotros? —los niños se miraron los pies con timidez.

Habrán olido la comida —dijo Madre—. Winfield, quítate de en medio. —Le empujó fuera de su camino—. Tengo que guisar un poco de estofado —dijo—. No hemos comido un buen guiso desde que salimos de casa. Padre, ve a la tienda aquella y compra algo de carne de pescuezo. Vamos a hacer un estofado sabroso. —Padre se puso en pie y se alejó tranquilamente.

Al había levantado el capó y miraba el motor grasiento. Levantó la mirada al acercarse Tom.

Pareces tan feliz como un buitre —comentó Al.

Estoy tan contento como un sapo bajo la lluvia de primavera —replicó Tom.

Échale un vistazo al motor —señaló Al—. Tiene buen aspecto ¿eh? Tom lo miró de cerca. —No está mal.

¿Que no está mal? ¡Dios, si está perfecto! No se ha salido ni aceite ni nada —desenroscó una bujía y metió el índice en el agujero—. Está un poco sucio, pero está seco.

Lo escogiste bien —dijo Tom—. ¿Es eso lo que quieres que te diga?

Bueno, te aseguro que he venido todo el camino asustado, pensando que iba a estallar y yo tendría la culpa.

No, lo has hecho bien. Vamos a dejarlo a punto, porque mañana saldremos a buscar trabajo.

Tirará —aseguró Al—. No te preocupes por eso —sacó una navaja y rascó las puntas de la bujía.

Tom rodeó la tienda y encontró a Casy sentado en el suelo, contemplándose un pie descalzo como un erudito en la materia. Tom se sentó pesadamente a su lado.

¿Cree que funcionarán?

¿El qué? —preguntó Casy.

Esos dedos suyos del pie.

¡ Ah? Sólo estoy pensando.

Siempre se pone usted cómodo para pensar —dijo Tom.

Casy agitó el dedo gordo y lo levantó y bajó el segundo dedo y sonrió silenciosamente.

Ya es bastante difícil pensar. Más vale enroscarse y ponerse cómodo.

Hace días que no le oigo ni una palabra —siguió Tom—. ¿Ha estado pensando todo el tiempo?

Sí, he estado pensando todo el tiempo.

Tom se quitó la gorra de tela, que ya estaba sucia, hecha una ruina, con la visera curvada como el pico de un pájaro. Volvió del revés la tira que recogía el sudor y metió una tira larga de papel de periódico doblado.

Sudo tanto que se ha encogido —dijo. Miró los dedos en movimiento del pie de Casy—. ¿Podría dejar de pensar un momento y escucharme?

Casy giró la cabeza sobre su cuello que semejaba una caña.

Yo escucho continuamente. Por eso he estado pensando. Oigo hablar a la gente y al poco puedo oír lo que sienten. Incesantemente. Los oigo y los siento; y están aleteando como un pájaro en un desván. Se van a quebrar las alas contra una ventana polvorienta intentando salir.

Tom le miró con los ojos muy abiertos y luego se volvió a mirar la tienda gris, unos siete metros más allá. Los vaqueros y camisas y un vestido lavados colgaban secándose de las cuerdas de la tienda. Dijo quedamente:

De eso era de lo que quería hablar con usted. Y usted ya lo ha visto.

Lo he visto —asintió Casy—. Somos un ejército sin mandos —inclinó la cabeza y se pasó la mano extendida por la frente y el pelo, lentamente—. Lo llevo viendo desde el principio —dijo—. En cada lugar en que hemos hecho un alto. Gente con hambre de tocino, y luego, cuando se lo comen, no se quedan satisfechos. Y cuando tenían tanta hambre que no lo podían soportar, me pedían que rezara por ellos y alguna vez lo he hecho —juntó las manos alrededor de las rodillas encogidas y recogió las piernas—. Yo solía pensar que así arreglaba algo —continuó—. Yo soltaba una plegaria y los problemas se pegaban a ella como las

moscas al papel pringoso. La plegaria se iba navegando y se llevaba con ella las preocupaciones. Pero ya no funciona.

Tom dijo:

Las oraciones nunca han traído tocino. Hace falta un puerco para tener carne de cerdo.

Sí —dijo Casy—. Y Dios todopoderoso nunca sube los salarios. Esta gente quiere vivir y criar a sus hijos con decencia. Y cuando son viejos, poder sentarse a la puerta a contemplar la puesta de sol. Y si son jóvenes quieren bailar y cantar y acostarse juntos. Quieren comer, emborracharse y trabajar. No hay más que eso, sólo quieren ejercitar sus puñeteros músculos y cansarse. ¡Por Dios! ¿Qué estoy diciendo?

No lo sé —respondió Tom—. Suena bonito. ¿Cuándo cree que puede ponerse a trabajar y dejar de pensar una temporada? Tenemos que trabajar. Prácticamente no queda dinero. Padre dio cinco dólares para que pusieran una lápida a la abuela, una simple tabla pintada. No nos queda casi nada.

Un flaco perro mestizo de color marrón se acercó olfateando por el costado de la tienda. Estaba nervioso y preparado para echar a correr. Se dio cuenta de que estaban los hombres cuando ya estaba muy cerca, y entonces al levantar los ojos los vio, saltó hacia un lado y huyó con las orejas hacia detrás y la huesuda cola recogida en ademán protector. Casy le vio irse esquivando una tienda para perderse de vista. Casy suspiró.

No le estoy haciendo a nadie ningún bien —dijo—. Ni a mí ni a nadie más. Estaba pensando en seguir mi camino solo. Estoy comiéndome vuestra comida y ocupando espacio, sin dar nada a cambio. Quizá pudiera encontrar un trabajo fijo y devolveros parte de lo que me habéis dado.

Tom abrió la boca y adelantó la mandíbula inferior y se dio unos golpecitos en los dientes de abajo con un trozo seco de caña de mostaza. Sus ojos recorrieron el campamento, las tiendas grises y las chabolas de maleza, hojalata y papel.

Daría cualquier cosa por tener una bolsa de tabaco Durham —dijo—. Hace una barbaridad de tiempo que no me fumo un cigarrillo. En McAlester nos daban tabaco. Casi desearía estar allí —se golpeó de nuevo los dientes y se volvió hacia el predicador súbitamente—. ¿Ha estado alguna vez en la cárcel?

No —dijo Casy—. Nunca. —No se vaya todavía —dijo Tom—. No se vaya ahora mismo. —Cuanto antes me ponga a buscar trabajo, antes lo encontraré. Tom le observó con los ojos entornados y se volvió a poner la gorra.

Mire —dijo—, esto no es la tierra de leche y miel, como dicen los predicadores. Aquí hay algo maligno. La gente de aquí tiene miedo de los que venimos; así que sueltan policías para que nos amedrenten y nos demos la vuelta.

Sí —dijo Casy—. Ya lo sé. ¿Para qué me has preguntado si he estado en la cárcel?

Tom replicó lentamente:

Estando en prisión... llegas a sentir las cosas. A los presos no se les permite hablar demasiado, ni con mucha gente..., dos quizá, pero no una multitud. Así que te vuelves como más sensitivo. Si algo se está cociendo..., si por ejemplo a uno le da la chaladura y va a atizarle a un guarda con el palo de la fregona, pues lo sabes antes de que ocurra. Y si va a haber una fuga o una revuelta, nadie te lo tiene que decir. Lo sientes. Lo sabes.

¿Sí?

Quédese —dijo Tom—. De todas formas quédese hasta mañana. Aquí va a suceder alguna cosa. Estuve hablando con un chico un poco más allá. Estuvo tan escurridizo y precavido como un coyote, pero demasiado reservado. Cuando un coyote está a lo suyo, inocente, dulce, pasándolo bien sin hacer daño a nadie, es que hay un gallinero cerca.

Casy le miró atentamente, empezó a hacer una pregunta y entonces cerró la boca con decisión. Agitó lentamente los dedos y, dejando libre la rodilla, estiró la pierna para poder ver el pie.

Sí —dijo—. No me iré inmediatamente.

Tom dijo:

Cuando un montón de gente, de gente tranquila y amable, no sabe nada acerca de nada, es que se está cociendo algo.

Me quedaré —dijo Casy.

Y mañana saldremos con el camión en busca de trabajo.

Sí —dijo Casy, movió los dedos arriba y abajo y los examinó con seriedad. Tom se recostó de nuevo apoyando el codo y cerró los ojos. De la tienda salía el murmullo de Rose of Sharon y la voz de Connie contestando.

La lona encerada dibujaba una silueta oscura y por los dos extremos entraba una luz dura e intensa en forma de cuña. Rose of Sharon yacía en un colchón y Connie estaba acuclillado junto a ella.

Debería ayudar a Madre —dijo Rose of Sharon—. Lo he intentado, pero cada vez que me movía empezaba a vomitar.

Los ojos de Connie mostraban una expresión malhumorada.

Si llego a saber que iba a ser así, no hubiera venido. Habría estudiado por las noches, tractores, sin salir de casa y me habría conseguido un empleo de tres dólares por día. Con ese sueldo se puede ivir muy bien e incluso ir al cine todas las noches.

Rose of Sharon le miró aprensiva.

Vas a estudiar radio por las noches —dijo. Él tardaba en responder—. ¿No es eso? —exigió ella.

Pues claro. Tengo que organizarme. Ganar algo de dinero. Tal vez habría sido mejor quedarnos en casa y estudiar tractores. Ganan tres dólares al día y

también se saca algo de dinero extra. —Rose of Sharon reflejó en los ojos sus cálculos. Al mirarla él, vio cómo sus ojos lo calibraban y hacían cálculos sobre él.

Pero voy a estudiar —añadió—. En cuanto me organice.

Ella dijo amenazadora:

Hemos de tener una casa antes de que llegue el niño. No pienso tener este hijo en ninguna tienda de campaña.

Claro —dijo él—. En cuanto me organice. —Salió de la tienda y bajó la vista hacia Madre, agachada sobre la hoguera de maleza. Rose of Sharon se tumbó de espaldas y clavó la mirada en el techo de la tienda. Y entonces se metió el pulgar en la boca para ahogar el sonido y se echó a llorar silenciosamente.

Madre estaba arrodillada al lado del fuego, partiendo leña menuda para mantener la llama alta bajo la olla de estofado. El fuego llameaba y decaía, una y otra vez. Los niños, que eran quince, permanecían de pie callados y expectantes. Cuando el olor del estofado hirviendo llegó hasta ellos, sus narices se arrugaron levemente. La luz del sol relucía en los cabellos con mechas de polvo. Los niños estaban avergonzados de estar allí, pero no se iban. Madre se dirigió con voz suave a una niña que estaba en el interior del ansioso círculo. Era mayor que los demás. Estaba a la pata coja, acariciándose la pantorrilla con el empeine desnudo. Tenía los brazos enlazados a la espalda. Miró a Madre con sus firmes ojillos grises. Sugirió:

Podría traerle alguna leña si quiere. Madre levantó la vista de su trabajo. —Quieres que te invite a comer, ¿verdad? —Sí, señora —respondió, imperturbable, la niña. Madre empujó las ramitas bajo la olla y la llama chisporroteó. —¿No has desayunado?

No, señora. Por aquí alrededor no hay trabajo. Padre está intentando vender algunas cosas para comprar gasolina y poder seguir.

Madre les miró.

¿Ninguno de éstos ha podido desayunar?

Los chiquillos en círculo se removieron nerviosos y apartaron los ojos de la olla burbujeante. Un niño pequeño dijo con acento jactancioso:

Yo sí, y mi hermano, y esos dos también, que les he visto yo. Nosotros comimos bien. Esta noche nos vamos hacia el sur.

Madre sonrió. —Entonces no tienes hambre. Aquí no hay bastante para todos. El niñito sacó el morro.

Comimos bien —dijo, y dio media vuelta, echó a correr y desapareció dentro de una tienda. Madre se quedó mirando detrás de él tanto rato que la niña más mayor le recordó:

La llama está baja, señora. Si quiere yo se la vigilo para que esté alta.

Ruthie y Winfield estaban dentro del círculo, comportándose con la frialdad y dignidad adecuadas. Se mostraban reservados y al propio tiempo posesivos. Ruthie fijó sus ojos fríos y airados en la niña y se puso en cuclillas para partir las ramitas para Madre.

Madre levantó la tapa de la olla y revolvió el estofado con un palo.

Me alegro mucho de que algunos no tengáis hambre. Ese pequeño no tenía, al menos.

La niña hizo una mueca de burla.

Ése ¡qué va!, ése es un fardero. De marca mayor. Si no tiene cena... ¿Sabe lo que hizo? Anoche salió y dijo que tenían pollo para cenar. Pues yo me asomé mientras comían y no tenían más que masa frita como todo el mundo.

¡Vaya! —y Madre miró hacia la tienda en la que había entrado el crío. Miró de nuevo a la niña—. ¿Cuánto tiempo llevas en California? —le preguntó.

Unos seis meses. Vivimos un tiempo en un campamento del gobierno, luego nos fuimos hacia el norte y cuando volvimos estaba lleno. Ese es un sitio majo para vivir, se lo aseguro.

¿Dónde queda? —preguntó Madre. Cogió los palitos de la mano de Ruthie y alimentó el fuego. Ruthie miró con odio a la otra niña.

Cerca de Weedpatch. Hay aseos y baños, se puede lavar la ropa en pilas y hay agua al alcance de la mano, agua potable muy buena; por las noches la gente toca música y el sábado por la noche hay baile. Es el sitio más bonito que haya visto. Hay una parte para que jueguen los niños, y papel en los servicios. Se tira de un chismito y el agua cae directamente al water, y los policías no pueden venir a curiosear a la tienda cuando les apetece, y el tipo que dirige el campamento es muy educado, va a visitar a la gente, a hablar con ella y no va por ahí creyéndose un dios. Ojalá pudiéramos volver a vivir allí.

Madre dijo:

Nunca había oído hablar de ese sitio. Me vendría pero que muy bien una pila para lavar ropa, te lo aseguro.

La niña continuó excitada:

Pero si hay hasta agua caliente en las cañerías, y te puedes dar una ducha con el agua que sale caliente. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.

¿Y dices que ahora está lleno? —dijo Madre. —Sí. La última vez que preguntamos estaba lleno. —Debe de ser muy caro —siguió Madre.

Bueno, sí que cuesta, pero si no tienes dinero, te dejan que lo pagues con trabajo, un par de horas por semana, limpiando, ocupándose de la basura y

cosas así. Por la noche hay música y la gente se reúne a hablar y el agua caliente corre por las cañerías. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.

Me encantaría poder ir allí —dijo Madre.

Ruthie no pudo aguantar más. Estalló agresivamente:

La abuela murió en el mismo camión —la niña la miró con expresión interrogante—. Sí, se murió —dijo Ruthie—. Y el forense se la quedó —apretó los labios y se puso a partir los palos con los que había formado un pequeño montón.

Winfield parpadeó ante la osadía del ataque.

En el camión mismo —repitió como un eco—. El forense la metió en una cesta grande.

Madre avisó:

Callaos los dos ahora mismo si no queréis que os obligue a iros —y empujó más ramitas dentro del fuego.

Al se alejó paseando hacia el campamento del hombre que esmerilaba las válvulas.

Ya casi has terminado —comentó.

Dos más.

¿Hay alguna chica en este campamento?

Yo tengo mujer —dijo el hombre joven—. No tengo tiempo para chicas.

Yo siempre tengo tiempo para chicas —dijo Al. Es para lo único que tengo tiempo.

Espera a tener hambre y verás cómo cambias.

Al se echó a reír.

Puede ser. Pero todavía no he cambiado nunca ese principio.

Ese con el que hablé hace un rato está con vosotros, ¿verdad?

Sí. Es mi hermano Tom. Más vale no tontear con él. Mató a un tipo.

¿ Ah, sí? ¿Por qué?

En una pelea. El tío le sacó una navaja. Tom se lo cargó con una pala.

Vaya, eso hizo, ¿eh? ¿Y la justicia qué hizo?

Le dejaron libre porque había sido una pelea —dijo Al.

No tiene pinta de pendenciero.

No, si no lo es. Pero Tom no deja que nadie le avasalle —la voz de Al reflejaba un timbre de orgullo—. Tom es muy tranquilo. Pero, ¡ándate con ojo!

Estuve hablando con él. No me pareció mala persona.

No es mala persona. Es suave como un gato hasta que se excita, y entonces ya puedes llevar cuidado —el hombre esmeriló la última válvula—. ¿Quieres que te ayude a colocar las válvulas y poner la cabeza?

Claro..., si no tienes ninguna otra cosa que hacer.

Debería dormir un poco —dijo Al—. Pero, mierda, es que no puedo apartar las manos de un coche medio destripado. Simplemente tengo que meter las manos.

Te lo agradecería mucho —dijo el hombre—. Me llamo Floyd Knowles. —Yo soy Al Joad. —Encantado de conocerte. —Igualmente —dijo Al—. ¿Vas a usar la misma junta?

No me queda más remedio —respondió Floyd.

Al sacó su navaja y raspó el bloque del motor.

¡Dios! —exclamó—. No hay nada que me guste tanto como las tripas de un motor.

¿Qué hay de las chicas?

Sí, las chicas también. Me encantaría deshacer un Rolls y volverlo a montar. Una vez vi el motor de un Cadillac 16; ¡Dios Todopoderoso!, era lo más dulce que he visto en mi vida. Fue en Sallisaw, allí estaba el Cadillac 16 estacionado delante de un restaurante, y yo fui y levanté el capó. Enseguida salió uno y me dijo: «¿Qué diablos haces?» Y yo le dije: «Sólo estoy mirando. Es magnífico, ¿verdad?» Y el otro se quedó ahí parado. No creo que nunca hubiera mirado el motor antes. Era un tío rico con un sombrero de paja y una camisa de rayas, y llevaba gafas. No decíamos nada, sólo mirábamos. Al poco va y me dice: «¿Quieres conducir un poco?»

¡La leche! —dijo Floyd.

Pues sí... «¿Quieres conducir un poco?» Yo llevaba los vaqueros, bastante sucios. Le dije: «Se lo mancharía.» «Venga ya», dijo. «Date una vuelta a la manzana.» Sí, señor, me senté al volante y di ocho vueltas a la manzana, y ¡qué maravilla!

¿Te gustó? —preguntó Floyd.

¡Dios! —exclamó Al—. Habría dado cualquier cosa por poder desmontarlo.

Floyd aflojó el ritmo de los movimientos de su brazo. Levantó la última válvula de su base y la examinó.

Más te vale acostumbrarte a estos cacharros —dijo—, porque no vas a conducir ningún Cadillac 16 —dejó el tirante en el estribo y cogió un cincel para rascar la costra del bloque del motor. Dos mujeres robustas, con la cabeza descubierta y descalzas, pasaron acarreando un cubo de agua lechosa entre las dos. Cojeaban por el peso del cubo y ninguna de las dos levantó los ojos del suelo. El sol estaba a medio camino en el cielo.

Al dijo:

No te entusiasmas por nada, tú.

Floyd rascó con más energía con el cincel.

Llevo aquí seis meses —dijo—. He recorrido este estado de arriba abajo tratando de trabajar lo suficiente y de moverme con la rapidez necesaria para conseguir carne y patatas para mí, mi mujer y mis hijos. He corrido como una liebre y... no lo he logrado. Nunca tenemos bastante de comer haga lo que haga. Me estoy cansando, eso es todo. He sobrepasado el punto del cansancio cuando el sueño aún te descansa. Sencillamente no sé que hacer.

¿No hay manera de que uno encuentre trabajo fijo? —preguntó Al.

No, no hay trabajo fijo —separó con el cincel la costra del bloque y frotó el metal apagado con un trapo grasiento.

Un turismo herrumbroso entró en el campamento. En él iban cuatro hombres de rostros morenos y duros. El coche disminuyó mientras cruzaba por el campamento.

Floyd les llamó:

¿Habéis tenido suerte?

El coche se detuvo. El conductor dijo:

Hemos cubierto una buena cantidad de terreno. No hay trabajo ni para un alma en estas tierras. Hay que marchar.

¿A dónde? —preguntó Al.

Dios sabe. Pero aquí ya no queda nada por hacer —soltó el embrague y se alejó lentamente.

Al miró cómo se alejaban.

¿No sería mejor que fuera cada uno por su lado? Si hay para uno, uno trabajaría.

Floyd dejó de mover el cincel y sonrió agriamente.

No entiendes el asunto —explicó—. Para recorrer la zona hace falta gasolina, que cuesta quince centavos por galón. Esos cuatro no pueden ir en cuatro coches. Cada uno pone diez centavos y compran gasolina. Tienes que aprender .

¡Al!

Al bajó la mirada hacia Winfield, que se había puesto a su lado dándose importancia.

Al, Madre está sirviendo el estofado. Dice que vengas a por él.

Al se limpió las manos en los pantalones.

Hoy no hemos comido —le dijo a Floyd—. Cuando coma vengo a echarte una mano.

Si no te apetece, no es necesario.

Claro que me apetece —siguió a Winfield camino del campamento de los Joad. Había mucha gente allí. Estaban aquellos niños extraños cerca de la olla del estofado, tan cerca que Madre les rozaba con los codos mientras trajinaba. Tom y el tío John estaban a su lado.

Madre dijo indecisa:

No sé qué hacer. Tengo que dar de comer a la familia. ¿Qué voy a hacer con todos estos? —los niños seguían mirándola, rígidos, con rostros inexpresivos y tiesos, mientras sus ojos iban mecánicamente de la olla al plato de hojalata que ella sujetaba. Seguían con los ojos a la cuchara de la olla al plato y cuando ella le pasó el plato humeante al tío John, los ojos subieron tras él. El tío John hundió la cuchara en el estofado y los ojos en bloque subieron con la cuchara. John se llevó un trozo de patata a la boca, y los ojos, todos juntos, se clavaron en su rostro, esperando su reacción. ¿Estaría rico? ¿Le gustaría?

Entonces el tío John pareció verles por primera vez. Masticó despacio. —Toma tú este plato —le dijo a Tom—. Yo no tengo hambre. —No has comido nada hoy —dijo Tom. —Ya, pero me duele el estómago. No tengo hambre.

Llévate el plato a la tienda y cómetelo allí —dijo Tom en voz baja.

No tengo hambre —insistió John—. Aunque entre en la tienda, los seguiré viendo.

Tom se volvió hacia los chiquillos.

Largo —dijo—. Venga, marchaos —la fila de ojos dejó el estofado y descansó en Tom con expresión de perplejidad—. Venga, largo. No os va a servir de nada. No hay bastante para vosotros.

Madre sirvió el estofado en platos de hojalata, en pequeñas cantidades, y puso los platos en el suelo.

No puedo echarles —dijo—. No sé qué hacer. Coged los platos y meteos en la tienda. Les daré lo que queda. Toma, llévale un plato a Rosasharn. —Sonrió desde el suelo a los niños—. Mirad, pequeños —dijo—, id a por un palo plano cada uno y os daré lo que queda. Pero no quiero ninguna pelea. —El grupo se deshizo con una rapidez mortal y en silencio. Los niños corrieron a buscar palos o a sus propias tiendas a por cucharas. Antes de que Madre hubiera acabado de servir los platos ya estaban de regreso, callados y con expresión lobuna. Madre meneó la cabeza—. No sé qué hacer. No puedo robarle a la familia. Primero tengo que alimentar a mi propia familia. Ruthie, Winfield, Al —gritó fieramente—, coged vuestros platos. Deprisa. Meteos rápido en la tienda. —Miró a los niños que aguardaban como pidiéndoles disculpas—. No hay suficiente —dijo con humildad—. Voy a dejaros aquí fuera la olla para que todos lo probéis, pero no os va a servir de nada —vaciló—. No puedo remediarlo. No os puedo privar de lo poco que haya. —Levantó la olla y la dejó en el suelo—. Esperad un poco. Está demasiado caliente —dijo, y entró rápidamente en la tienda para no ver. Su familia estaba sentada en el suelo, cada uno con su plato; podían oír a los niños metiendo en la olla sus palos, cucharas y trozos de hojalata oxidada. Un montón de niños ocultaba la olla de la vista. No hablaban, no peleaban ni discutían; pero

todos ellos tenían una callada resolución, una fiereza inflexible. Madre les dio la espalda para no ver—. No podemos volver a hacer eso —decidió—. Tenemos que comer solos —se oyó cómo rebañaban la olla y luego el montón de críos se disolvió y los niños se fueron, dejando la olla rebañada en el suelo. Madre miró los platos vacíos—. Ninguno de vosotros ha comido bastante.

Padre se puso en pie y salió de la tienda sin contestar. El predicador sonrió para sí y se tumbó en el suelo con las manos juntas debajo de la cabeza. Al se levantó.

Tengo que echarle una mano a uno con el coche.

Madre recogió los platos y los sacó para lavarlos.

Ruthie —llamó—, Winfield. Id a llenarme un cubo de agua ahora mismo — les alcanzó el cubo y ellos se encaminaron hacia el río.

Una mujer fuerte y ancha se aproximó. Llevaba el vestido lleno de polvo y con manchas de aceite de coche. Mantenía la barbilla alta en un gesto orgulloso. Se detuvo a corta distancia y midió beligerante a Madre. Al final se acercó.

Buenas tardes —saludó con frialdad.

Buenas tardes —contestó Madre, y se puso en pie y le ofreció una caja—. ¿Quiere sentarse?

La mujer se llegó junto a Madre.

No, no quiero sentarme.

Madre le dirigió una mirada interrogante.

¿Le puedo ayudar en alguna cosa?

La mujer se colocó las manos en las caderas.

Me puede ayudar ocupándose de sus propios hijos y dejando en paz a los míos.

Madre abrió unos ojos como platos. —Yo no he hecho nada... —empezó. La mujer la miró con el ceño fruncido.

Mi pequeño ha vuelto oliendo a estofado. Usted se lo dio, me lo ha dicho. No vaya usted jactándose y presumiendo de tener estofado. No se le ocurra. Ya tengo bastantes problemas para que usted me cause más. Me viene y dice: ¿Por qué no tenemos estofado nosotros? —su voz temblaba de furia.

Madre se le acercó.

Siéntese —dijo—. Siéntese y hablemos un poco.

No pienso sentarme. Estoy intentando dar de comer a mi familia y va y aparece usted con su estofado...

Siéntese —dijo Madre—. Ése era el último estofado que vamos a comer hasta que encontremos trabajo. Imagínese que está usted guisando y aparecen un puñado de chiquillos dando vueltas a su alrededor. ¿Qué haría usted? Nosotros no comimos lo suficiente, pero no puedes dejar de darles un poco

cuando te están mirando así —las manos de la mujer dejaron las caderas y quedaron colgando. Sus ojos se clavaron inquisitivos en Madre, un momento, y después la mujer se volvió y se alejó presurosa, entró en una tienda y cerró la lona detrás de ella. Madre se quedó mirándola y luego volvió a arrodillarse junto a la pila de platos de hojalata.

Al llegó presuroso.

Tom —llamó—, ¿Tom está dentro?

Tom sacó la cabeza.

¿Qué quieres?

Ven conmigo —le conminó Al excitado.

Se alejaron caminando juntos.

¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó Tom.

Ya te enterarás. Espera un momento —precedió a Tom en dirección al coche destripado—. Éste es Floyd Knowles —dijo.

Sí, ya he hablado con él. ¿Cómo estás?

Poniéndolo a punto —replicó Floyd.

Tom pasó el dedo por encima del bloque del motor.

¿Qué clase de mosca te ha picado, Al?

Floyd me acaba de decir algo. Díselo, Floyd.

Floyd dijo:

No sé si debería, pero... sí, te lo voy a decir. Ha venido uno que dice que va a haber trabajo más al norte.

¿Al norte?

Sí, un lugar llamado el valle de Santa Clara, en el quinto pino y todo hacia el norte.

¿Sí? ¿Qué tipo de trabajo?

Recogida de ciruelas y peras y trabajo para las conserveras. Dice que está casi a punto.

¿A qué distancia? —preguntó Tom.

Dios sabrá. Tal vez unas doscientas millas.

Eso son muchas millas —dijo Tom—. ¿Cómo sabemos que vamos a tener trabajo cuando lleguemos?

La verdad es que no lo sabemos —replicó Floyd—. Pero aquí sí que no hay nada y este tío dice que se lo dice su hermano en una carta y él se ha puesto en marcha. Me dijo que no se lo dijera a nadie o habrá demasiada gente. Hemos de salir por la noche. Hay que llegar allí y conseguir algo de trabajo.

Tom le miró con suspicacia. —¿Por qué tenemos que irnos a escondidas?

Porque si todo el mundo va para allá no va a haber trabajo para nadie.

Está muy lejos —dijo Tom.

Floyd pareció dolido.

Yo me limito a darte la información. Haz con ella lo que quieras. Tu hermano Al me ha ayudado y yo te digo esa información.

¿Estás seguro de que aquí no hay trabajo?

Mira, llevo tres semanas recorriendo los alrededores hasta bien lejos y no he encontrado ni una muestra de trabajo, ni lo más mínimo. Si quieres echar una ojeada por aquí y quemar gasolina mientras tanto, adelante. No te estoy suplicando. Cuantos más vayan, menos posibilidades tengo yo.

Tom dijo:

No me estoy quejando. Es sólo que se trata de mucha distancia. Y teníamos la esperanza de encontrar trabajo por aquí y alquilar una casa.

Ya sé que acabáis de llegar —dijo Floyd con paciencia—. Hay cosas que tenéis que aprender. Si me dejaras decírtelas, te ahorrarías disgustos. Si no me dejas, tendrás que aprenderlas por la fuerza. No os vais a instalar definitivamente porque no hay trabajo que os lo permita. Y el estómago tampoco os va a dejar. Eso es lo que hay.

Me gustaría poder echar un vistazo primero —dijo Tom incómodo.

Un coche atravesó el campamento y se detuvo en la tienda de al lado. Se apeó un hombre vestido con un mono y una camisa azul. Floyd se dirigió a él:

¿Has tenido suerte?

En toda la maldita región no hay trabajo en absoluto hasta la recogida del algodón —y se metió en la andrajosa tienda.

¿Lo ves? —dijo Floyd.

Sí, ya lo veo. Pero, por Dios, doscientas millas.

Bueno, podéis contar con que no os vais a instalar en ningún sitio en una temporada. Más valdría que os fuerais haciendo a la idea.

Deberíamos irnos —dijo Al.

¿Cuándo habrá trabajo por esta zona? —preguntó Tom.

Dentro de un mes empieza el algodón. Si andáis bien de dinero podéis esperar al algodón.

Madre no querrá que volvamos a marcharnos —dijo Tom—. Está muy cansada.

Floyd se encogió de hombros.

Yo no intento obligaros a ir al norte. Hacer lo que os parezca. Yo sólo te he dicho lo que he oído —cogió la junta grasienta del estribo, la ajustó cuidadosamente sobre el bloque y apretó hacia abajo.

Si quieres —le dijo a Al—, me puedes ayudar ahora con la cabeza del motor .

Tom los contempló mientras colocaban la pesada cabeza suavemente sobre los tornillos y la dejaban caer de una vez.

Tendremos que hablarlo —dijo.

No quiero que se entere nadie más que vosotros —dijo Floyd—. Sólo vosotros. Y no os lo habría contado si tu hermano no me hubiera ayudado.

Bueno, te agradezco mucho que nos lo hayas dicho —dijo Tom—. Tenemos que pensarlo. Quizá vayamos.

Dios mío, yo creo que iré tanto si van los demás como si no. Iré a dedo.

¿Dejarías a la familia? —preguntó Tom.

Desde luego. Y volvería con los vaqueros repletos de pasta. ¿Por qué no?

A Madre no le gustaría semejante cosa —replicó Tom—. Y a Padre tampoco.

Floyd metió las tuercas y las apretó todo lo que pudo con los dedos.

Yo y mi mujer salimos con unos parientes —dijo—. Antes nunca hubiéramos pensado en separarnos. Ni pensarlo siquiera. Pero, ya ves, estuvimos todos una temporada más al norte, y yo me vine para acá y ellos siguieron y Dios sabe por dónde andarán. Desde entonces estamos buscándoles y preguntando por ellos —ajustó la llave inglesa a los tornillos de la cabeza del motor y la fue apretando a la vez, un giro a cada tuerca, siempre en el mismo orden.

Tom se acuclilló junto al coche y levantó los ojos entornados a la hilera de tiendas. Un poco de hierba latía en la tierra entre las tiendas.

No, señor —dijo—. A Madre no le va a gustar que te largues.

Bueno, a mí me parece que uno sólo tiene más posibilidades de encontrar trabajo.

Quizá sí, pero a Madre no le gustará nada.

Llegaron al campamento dos coches cargados con hombres desconsolados. Floyd levantó la mirada, pero no les preguntó cómo les había ido. Sus semblantes polvorientos mostraban tristeza y disposición a resistir. El sol empezaba a hundirse y su luz amarilla cayó sobre el Hooverville y los sauces que había detrás. Los niños comenzaron a salir de las tiendas, a vagabundear por el campamento. Y de las tiendas emergieron las mujeres para encender pequeñas hogueras. Los hombres se reunieron en grupos y hablaron entre ellos, en cuclillas todos. Un Chevrolet coupé nuevo dejó la carretera y se dirigió al campamento. Se detuvo en el mismo centro. Tom dijo:

¿Quienes son éstos? No son de aquí.

No sé —replicó Floyd—, policías, a lo mejor.

La puerta del coche se abrió y de él salió un hombre que se quedó de pie, quieto al lado del coche. Su acompañante permaneció sentado. Los hombres

acuclillados observaron a los recién llegados y la conversación se interrumpió. Las mujeres, que encendían hogueras, miraron a hurtadillas el coche reluciente. Los niños se fueron acercando siguiendo elaborados circuitos, avanzando hacia el centro describiendo largas curvas.

Floyd dejó descansar su llave inglesa. Tom se puso en pie. Al se limpió las manos en los pantalones. Los tres se acercaron calmosos al Chevrolet. El hombre que había salido del coche llevaba unos pantalones de color caqui y una camisa de franela. Se cubría la cabeza con un sombrero Stetson de ala plana. Una pequeña cerca formada por plumas y lápices amarillos contenía un fajo de papeles en el bolsillo de su camisa; y del bolsillo del pantalón sobresalía una libreta con tapas de metal. Se movió hacia uno de los grupos de hombres acuclillados, que levantaron los ojos hacia él, suspicaces y tranquilos. Le miraron sin moverse, sin levantar la cabeza y el blanco de los ojos era visible debajo del iris. Tom, y Al y Floyd se acercaron con aire distraído.

El hombre dijo:

¿Quieren trabajar? —siguieron mirándole en silencio, con suspicacia. Y los hombres se fueron aproximando desde todos los puntos del campamento.

Uno de los hombres agachados se decidió por fin a hablar.

Pues claro que queremos trabajar. ¿Dónde hay trabajo?

En el condado de Tulare. La fruta está madurando. Hacen falta muchas manos para recogerla.

¿Usted se encarga de contratar personal? —dijo Floyd.

Bueno, yo tengo el contrato del terreno.

Los hombres habían formado un grupo compacto. Un hombre vestido con un mono se quitó el sombrero negro y echó hacia atrás su largo cabello negro con los dedos.

¿Cuánto van a pagar? —preguntó.

Pues aún no lo sé exactamente. Supongo que unos treinta centavos.

¿Por qué no lo sabe? Usted tiene el contrato, ¿no es eso?

Es cierto —dijo el hombre de caqui—. Pero está ligado al precio. Podría ser algo más o algo menos.

Floyd dio un paso adelante. Dijo quedamente:

Yo voy. Usted es contratista y tiene licencia. No tiene más que enseñar su licencia y luego nos hace una oferta de trabajo que diga dónde, cuándo y cuánto cobramos, lo firma e iremos todos.

El contratista se volvió, frunciendo el ceño.

¿Intenta decirme cómo debo llevar mis asuntos?

Si vamos a trabajar para usted, también es asunto nuestro —replicó Floyd.

Bueno, pues no me va usted a decir cómo lo tengo que hacer. Ya le he dicho que necesito hombres.

No ha dicho cuántos hombres —dijo Floyd colérico—, ni cuánto va a pagar .

Maldita sea, aún no lo sé.

Sí no lo sabe no tiene derecho a contratar a los hombres.

Tengo derecho a llevar mis asuntos como me plazca. Si quieren quedarse aquí sentados, muy bien, me voy a buscar hombres que quieran ir al condado de Tulare. Van a hacer falta muchos hombres.

Floyd se volvió hacia los hombres. Estaban ya de pie, mirando en silencio de un interlocutor al otro. Floyd dijo:

Dos veces he caído ya en lo mismo. Quizá este hombre necesite mil hombres. Reunirá allí a cinco mil y pagará a quince centavos la hora. Y vosotros, pobres desgraciados, lo tendréis que tomar porque tenéis hambre. Si quiere contratarnos, que lo haga por escrito y diga lo que va a pagar. Que nos muestre su licencia. No está permitido contratar personal sin tener licencia.

El contratista se volvió hacia el Chevrolet y gritó:

¡Joe!. —Su acompañante miró hacia afuera y luego abrió la puerta y salió. Llevaba pantalones de montar y botas de cordones. Una funda pesada de revólver colgaba de una cartuchera abrochada a su cintura. Sobre su camisa marrón había prendida una estrella de ayudante del sheriff. Caminó hacia la multitud pesadamente. Su rostro llevaba impresa una sonrisa desteñida.

¿Qué quieres? —la funda se balanceaba adelante y atrás sobre la cadera. —¿Has visto alguna vez a este tipo, Joe? —¿Cuál de ellos? —preguntó el ayudante. —Ése —el contratista señaló a Floyd.

¿Qué ha hecho? —el ayudante del sheriff sonrió a Floyd.

Habla como un rojo, causando agitación.

Mmm —el ayudante se dio la vuelta despacio para ver el perfil de Floyd, y al rostro de éste afloró el color lentamente.

¿Veis? —gritó Floyd—. Si este tío fuera honrado, ¿vendría acompañado de un policía?

¿Le has visto alguna vez? —insistió el contratista.

Mmm, me parece que sí. La semana pasada, cuando dieron aquel golpe en el almacén de coches de segunda mano. Me parece haber visto a este hombre por allí dando vueltas. Sí. Juraría que es el mismo —la sonrisa abandonó su rostro abruptamente—. Sube al coche —dijo, y desenganchó la tira que cubría la culata de la pistola automática.

Tom dijo: —No tienen ningún motivo para llevárselo. El ayudante se dio la vuelta y se encaró con él.

Si quieres acompañarle no tienes más que abrir el pico una vez más. Había dos tipos merodeando por aquel almacén.

La semana pasada ni siquiera estaba en este estado —dijo Tom.

Bueno, puede que estés reclamado en algún otro sitio. Mantén la boca cerrada.

El contratista se volvió hacia los hombres.

No les conviene a ustedes hacer caso de estos rojos de mierda. Son unos agitadores y les meterán en líos. Hay trabajo para todos ustedes en el condado de Tulare.

Los hombres no contestaron.

El ayudante los miró.

Podría ser una buena idea que fuerais —dijo. La sonrisa desteñida se dibujaba una vez más en su cara—. La Junta de Sanidad dice que hay que despejar este campamento. Y si se corre la voz de que tenéis rojos entre vosotros... alguien podría resultar herido. Sería una buena idea que fuerais hacia Tulare. Por aquí no hay absolutamente nada que hacer. Esto es una forma amistosa de informaros. Si no os vais vendrán unos cuantos hombres por aquí, con picos a lo mejor.

Os he dicho que necesito hombres —insistió el contratista—. Si no queréis trabajar, bueno, eso es asunto vuestro.

El ayudante sonrió.

Si no quieren trabajar, no hay lugar para ellos en esta región. Nos libraremos de ellos rápidamente.

Floyd permaneció rígido junto al ayudante del sheriff, con los pulgares enganchados en el cinturón. Tom le echó una mirada furtiva y luego miró al suelo fijamente.

Eso es todo —dijo el contratista—. Hacen falta hombres en el condado de Tulare; hay trabajo en abundancia.

Tom levantó la vista poco a poco hasta encontrar las manos de Floyd y vio los nervios en las muñecas, marcándose bajo la piel. Tom subió sus manos y enganchó los pulgares en el cinturón.

Sí, eso es todo. No quiero que mañana por la mañana quede ni uno solo de vosotros.

El contratista subió al Chevrolet.

Tú —el ayudante se dirigió a Floyd—, sube al coche —alargó una mano grande y agarró el brazo izquierdo de Floyd. Éste se retorció y asestó el golpe en un sólo movimiento. Su puño se aplastó contra el rostro ancho del otro y sin detenerse ni un segundo echó a correr esquivando las tiendas en fila. El ayudante se tambaleó y Tom adelantó el pie y le puso la zancadilla. El otro cayó pesadamente y rodó intentando sacar el revólver. Floyd aparecía y desaparecía continuamente mientras seguía la hilera de tiendas. El ayudante disparó desde el suelo. Una mujer que estaba delante de una tienda gritó y luego se miró una

mano que ya no tenía nudillos. Los dedos colgaban de los nervios contra la palma de la mano y la carne estaba blanca y sin sangre. Bastante más abajo Floyd se hizo visible, corriendo a toda velocidad hacia los sauces. El ayudante, sentado en el suelo, levantó de nuevo el revólver y entonces el reverendo Casy se adelantó súbitamente saliendo del grupo de hombres. Le dio una patada en el cuello al ayudante y luego se retiró hacia detrás mientras el pesado hombre se derrumbaba inconsciente.

El motor del Chevrolet rugió y partió como un rayo revolviendo el polvo. Llegó a la carretera y siguió a toda velocidad. Delante de la tienda la mujer continuaba mirando su mano destrozada. Pequeñas gotas de sangre comenzaron a manar de la herida. Y una risa histérica empezó a formarse en su garganta, una risa como un lamento que crecía en intensidad y altura con cada inspiración.

El ayudante yacía de lado, con la boca abierta encima del polvo.

Tom recogió la automática, sacó el cargador y lo arrojó a los arbustos, y sacó los cartuchos cargados de la recámara.

Semejante tipejo no tiene derecho a llevar un revólver —dijo; y dejó caer la automática al suelo.

Una multitud se había congregado alrededor de la mujer de la mano rota, y su histeria se agudizó, y la risa adquirió un timbre de chillido.

Casy se aproximó a Tom.

Tienes que irte —dijo—. Vete a los sauces y espera. No me vio pegarle la patada, pero a ti sí te ha visto ponerle la zancadilla.

No quiero irme —dijo Tom.

Casy juntó la cabeza y susurró:

Te van a tomar las huellas digitales. Has violado la libertad bajo palabra. Te meterán de nuevo en la prisión.

Tom aspiró aire lentamente.

¡Dios mío! Lo había olvidado.

Lárgate deprisa —aconsejó Casy—. Antes de que vuelva en sí.

Me gustaría llevarme su revólver —dijo Tom.

No. Si puedes regresar sin peligro, te llamaré con cuatro silbidos agudos.

Tom se fue alejando como si tal cosa, pero en cuanto estuvo fuera del grupo apresuró sus pasos y desapareció entre los sauces que flanqueaban el río.

Al se acercó al ayudante caído.

¡Dios! —dijo admirativamente—, lo ha dejado usted bien tieso.

Los hombres habían seguido mirando al hombre inconsciente. De muy lejos llegaba ahora el sonido de una sirena recorriendo la escala de arriba abajo, cada vez más cercana. Al momento los hombres se pusieron nerviosos, se balancearon sobre los pies un instante y luego se fueron apartando, cada uno hacia su propia tienda. Sólo se quedaron Al y el predicador.

Casy se volvió hacia Al. —Fuera —dijo—. Vamos, vete a la tienda. Tú no sabes nada. —¿Sí? ¿Y qué pasa con usted? Casy le hizo una mueca.

Alguien tiene que cargar con la culpa. Yo no tengo hijos. Se limitarán a meterme en la cárcel, y de todas formas no hago nada más que estar sentado por ahí...

Ésa no es ninguna razón —dijo Al. —Vete ya —dijo Casy ásperamente—. No te metas en esto. Al se encrespó. —A mí nadie me da órdenes. Casy dijo suavemente:

Si te metes en esto toda tu familia va a estar metida en el lío. Tú no me preocupas, pero tu madre y tu padre van a tener problemas. Y quizá manden a Tom de nuevo a McAlester.

Al lo pensó durante un momento. —De acuerdo —dijo—. Sin embargo, creo que es usted un estúpido. —Bueno —replicó Casy—, ¿por qué no?

La sirena chilló una vez más, y otra, cada vez más cerca. Casy se arrodilló junto al ayudante del sheriff y le dio la vuelta. El hombre gruñó y parpadeó y trató de enfocar la vista. Casy le limpió el polvo de los labios. Las familias se habían recogido en las tiendas y las solapas de la lona estaban bajadas; el sol poniente tiñó el aire de rojo y las tiendas grises parecieron de bronce.

Unos neumáticos chirriaron en la carretera y un coche descubierto llegó veloz al campamento. Cuatro hombres salieron presurosos, armados con rifles. Casy se puso en pie y caminó hacia ellos.

¿Qué diablos pasa aquí?

Dejé k.o. a ese hombre —explicó Casy.

Uno de los hombres armados fue hasta el ayudante del sheriff, que ya estaba consciente e intentaba débilmente sentarse.

¿Qué es lo que ha pasado?

Mire —dijo Casy—, se puso chulo y le di un golpe y él empezó a disparar..., le dio a una mujer un poco más allá. Así que le volví a atizar.

Bueno, y ¿qué había hecho usted en primer lugar? —Le contesté —dijo Casy. —Suba al coche.

No faltaba más —replicó Casy, y se sentó en el asiento trasero. Dos hombres ayudaron al herido a ponerse en pie. Él se palpó con prevención.

Casy dijo:

Un poco más allá hay una mujer que puede desangrarse por culpa de su mala puntería.

Ya nos ocuparemos luego. Mike, ¿es éste el que te pegó?

El aludido, aturdido y con cara de encontrarse mal, miró a Casy con fijeza.

No me parece que sea él.

Pues claro que fui yo —le contradijo Casy—. A mí no se me pone chulo nadie.

Mike movió despacio la cabeza.

No me parece que seas el mismo. ¡Dios!, creo que voy a vomitar.

No voy a resistirme —dijo Casy—. Deberían ir a ver si es grave la herida de la mujer.

¿Dónde está?

En aquella tienda de allí.

El jefe de los ayudantes caminó hacia la tienda rifle en mano. Habló desde fuera y luego entró. Al cabo de un momento salió y regresó. Y aseguró, con un deje de orgullo:

¡Menudas carnicerías hace un 45! Le han puesto un torniquete. Mandaremos a un médico.

Dos ayudantes flanquearon a Casy en el asiento. El jefe tocó el claxon. No había en el campamento la más mínima actividad. Las tiendas estaban bien cerradas y la gente permanecía en su interior. El motor encendió y el coche dio la vuelta y salió del campamento. Casy se sentaba orgulloso entre sus guardianes, con la cabeza alta, y los músculos del cuello se marcaban visiblemente. En sus labios había una vaga sonrisa y en su rostro un curioso aire de victoria.

Cuando los ayudantes del sheriff se hubieron ido, la gente fue saliendo de las tiendas. El sol estaba bajo y la suave luz azul del atardecer cubría el campamento. Hacia el este las montañas seguían aún bañadas por la luz amarilla. Las mujeres volvieron a las fogatas que habían dejado morir. Los hombres se reunieron a hablar en voz baja.

Al salió reptando de la tienda y se dirigió hacia los sauces para avisar a Tom. Madre dejó también la tienda y encendió la hoguera de ramitas.

Padre —dijo—, no vamos a comer gran cosa. Ya comimos bastante tarde.

Padre y el tío John se quedaron cerca viendo cómo Madre pelaba patatas, las cortaba y las metía en la sartén llena de grasa. Padre dijo:

¿Para qué diablos habrá hecho eso el predicador? Ruthie y Winfield se acercaron y se agacharon a oír la conversación. El tío John escarbó en la tierra con un largo clavo oxidado.

Él sabía lo que es el pecado. Yo se lo pregunté y me lo explicó: pero no sé si está en lo cierto. Dice que uno ha pecado si él cree que ha pecado —los ojos

del tío John mostraban cansancio y tristeza—. Toda la vida he tenido secretos — dijo—. He hecho cosas que nunca he contado.

Madre se volvió desde el fuego.

Pues no empieces ahora, John —pidió Madre—. Díselas a Dios. No abrumes a los demás con tus pecados. No es decente.

Me están corroyendo —dijo John.

Bueno, no nos los digas. Vete al río, mete la cabeza bajo el agua y murmúraselos a la corriente.

Padre asintió tras las palabras de Madre.

Tiene razón —dijo—. A uno le alivia hablar, pero eso simplemente es esparcir los propios pecados.

El tío John contempló las montañas doradas, que se reflejaron en sus ojos.

Me gustaría poder expulsarlos —dijo—, pero no puedo. Me están mordiendo las entrañas.

A su espalda Rose of Sharon salió de la tienda con aspecto de estar mareada.

¿Dónde está Connie? —preguntó irritada—. Hace mucho rato que no le veo. ¿Dónde ha ido?

Yo no le he visto —dijo Madre—. Si le veo le diré que le andas buscando.

No me encuentro bien —se quejó Rose of Sharon—. Connie no debería haberme dejado sola.

Madre observó el rostro hinchado de la joven.

Has estado llorando —dijo.

Las lágrimas surgieron de nuevo de los ojos de Rose of Sharon.

Madre continuó hablando con firmeza:

Haz el favor de controlarte. Aquí estamos muchos. Contrólate. Ven acá a pelar patatas. Sientes lástima de ti misma.

La muchacha empezó a volver a la tienda. Trató de evitar los ojos severos de Madre, pero se sintió atrapada por ellos y fue lentamente hacia la hoguera.

No debería haberse ido —dijo, pero ya sin llanto.

Debes trabajar —opinó Madre—. Sentada todo el día en la tienda te da por compadecerte de ti misma. No he tenido tiempo de cogerte por mi cuenta, pero ahora voy a empezar. Toma este cuchillo y ponte con las patatas.

La muchacha se puso de rodillas y obedeció. Dijo amenazadora: —Espera a que le eche la vista encima. Se va a enterar. Madre sonrió despacio.

Quizá te zurre. Te lo estás buscando, gimoteando todo el día y mimándote a ti misma. Si te mete algo de cordura a base de cachetes, le voy a dar mi

bendición —los ojos de Rose of Sharon brillaron de resentimiento, pero permaneció en silencio.

El tío John hundió el clavo oxidado en la tierra empujándolo con su ancho pulgar .

Necesito hablar —dijo.

Bueno, pues habla ya, maldita sea —estalló Padre—. ¿A quién has matado?

El tío John rebuscó con el pulgar en el bolsillo pequeño de los vaqueros y sacó un sucio billete doblado. Lo extendió y se lo mostró.

Cinco dólares —dijo. —¿Lo has robado? —preguntó Padre. —No, era mío. Lo tenía guardado. —Era tu dinero, ¿no es eso? —Sí, pero no tenía ningún derecho a guardármelo. —No veo que sea un pecado —dijo Madre—. Es tuyo.

No es sólo que me lo guardara —siguió John hablando lentamente—. Me lo guardé para emborracharme. Sabía que llegaría un momento en que necesitaría pillar una curda para calmar el dolor de mis entrañas. Necesito emborracharme. Pensaba que aún no había llegado el momento y entonces... va el predicador y se entrega para salvar a Tom.

Padre asintió y ladeó la cabeza para oír mejor. Ruthie se aproximó como un cachorrillo, arrastrándose con los codos y Winfield la siguió. Rose of Sharon sacó un ojo profundo de una patata con la punta del cuchillo. La luz del atardecer se oscureció y tomó una tonalidad más azul.

Madre dijo en un tono que no admitía discusión:

No veo que porque él le haya salvado, tú tengas que emborracharte.

No puedo explicarlo —dijo John con tristeza—. Me siento fatal. Lo ha hecho con esa tranquilidad; da un paso adelante y dice: «He sido yo.» Y se lo han llevado. Y yo voy a emborracharme.

Padre volvió a asentir.

No veo por qué lo tienes que pregonar —dijo—. Si yo fuera tú, simplemente me iría a emborracharme si lo necesitara.

Llega el momento en que yo podría haber hecho algo y librar a mi alma del gran pecado —dijo el tío John apesadumbrado—. Y se me escapó. No estuve vivo y pasó. ¡Oye! —exclamó—. Tú tienes el dinero. Dame dos dólares.

Padre rebuscó reacio en su bolsillo y sacó el monedero de cuero.

No vas a necesitar siete dólares para emborracharte. No hay necesidad de que bebas champán.

El tío John le ofreció su billete.

Coge esto y dame dos dólares. Puedo cogerme una buena curda con dos dólares. No quiero añadir el pecado de derroche. Me gastaré lo que tenga. Como siempre.

Padre cogió el sucio billete y le dio al tío John dos dólares de plata.

Aquí tienes —dijo—. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Nadie sabe lo suficiente para decirle lo que debe hacer a otro.

El tío John se guardó las monedas.

¿No te vas a enfadar? Sabes que he de hacerlo, ¿verdad?

Sí, por Dios —dijo Padre—. Tú Sabrás lo que.tienes que hacer.

No podría pasar esta noche de ninguna otra forma —dijo. Se volvió hacia Madre—. ¿No me vas a recriminar?

Madre no levantó la mirada.

No —respondió quedamente—. No..., vete tranquilo.

Él se puso en pie y se alejó con aire desamparado en el atardecer. Llegó a la carretera de asfalto y cruzó el piso hasta la tienda de comestibles. Delante de la puerta de tela metálica se quitó el sombrero, lo dejó caer en el polvo y lo pisoteó con el tacón en señal de autode-gradación. Dejó allí el sombrero negro, roto y manchado. Entró en la tienda y se dirigió a los estantes donde estaban las botellas de whisky colocadas tras un enrejado de alambre.

Padre, Madre y los niños contemplaron al tío John mientras se alejaba. Los ojos llenos de resentimiento de Rose of Sharon permanecieron fijos en las patatas.

Pobre John —dijo Madre—. Me pregunto si hubiera servido de algo..., no..., supongo que no. Nunca he visto un hombre tan empeñado.

Ruthie se giró de lado en el polvo. Puso la cabeza junto a la de Winfield y tiró de la oreja de su hermano para acercarla a su boca. Susurró:

Voy a emborracharme —Winfield resopló y cerró la boca con decisión. Los dos chiquillos se alejaron reptando, conteniendo la respiración, con los rostros morados de aguantar la risa. Se arrastraron hasta la parte trasera de la tienda, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr chillando. Corriendo hacia los sauces y una vez a cubierto, rieron con grandes carcajadas. Ruthie cruzó los ojos y aflojó las articulaciones; se tambaleó, tropezando como si fuera de goma, con la lengua colgando—. Estoy borracha—anunció.

Mira —gritó Winfield—. Mírame, aquí estoy, soy el tío John —aleteó con los brazos resoplando y dio vueltas hasta estar mareado.

No —dijo Ruthie—. Es así. Es así. Yo soy el tío John. Estoy borracho perdido.

Al y Tom, que caminaban tranquilamente entre los sauces, tropezaron con los niños tambaleándose por ahí como locos. Habían conseguido levantar un polvo denso. Tom se detuvo y escudriñó.

¿No son esos Ruthie y Winfield? ¿Qué diablos les pasa? —siguieron acercándose—. ¿Estáis locos? —preguntó Tom.

Los niños se interrumpieron avergonzados. —Estábamos... jugando —contestó Ruthie. —Vaya tontería de juego —dijo Al. —No es más tonto que muchas otras cosas —replicó Ruthie con descaro. Al siguió caminando. Le dijo a Tom:

Ruthie está ganándose a pulso una patada en el culo. Lleva ya tiempo pidiéndola. Está casi a punto para ganársela.

Ruthie le hizo una mueca a la espalda, se estiró la boca con los dedos índices, le sacó la lengua, le insultó de todas las formas que conocía, pero Al no se volvió a mirarla. Ella miró a Winfield para recomenzar el juego, pero ya se había echado a perder. Ambos lo sabían.

Vamos al agua a meter la cabeza dentro —sugirió Winfield. Caminaron entre los sauces; estaban furiosos con Al.

Al y Tom avanzaron en silencio en el crepúsculo. Tom dijo:

Casy no debía haber hecho eso. Aunque yo podría habérmelo imaginado. Me estuvo hablando de que no había hecho nada por nosotros. Es un tipo curioso, Al. Se pasa todo el tiempo pensando.

Es por haber sido predicador —opinó Al—. Se acaban liando con todas esas cosas.

¿A dónde crees que iba Connie? —Supongo que iría a cagar. —Pues sí que se iba lejos.

Anduvieron entre las tiendas, manteniéndose cerca de las paredes. Al pasar por la tienda de Floyd les detuvo un saludo en voz baja. Se acercaron a la solapa de la tienda y se pusieron en cuclillas. Floyd levantó ligeramente la lona.

¿Os vais? —No lo sé —dijo Tom—. ¿Crees que deberíamos? Floyd dejó escapar una risa agria.

Ya oísteis lo que dijo ese policía. Si no os marcháis vais a arder. Estás loco si crees que ese tío no va a volver después de la paliza que recibió. Los tíos de los billares vendrán esta noche a prendernos fuego.

Entonces lo mejor va a ser largarse —se mostró de acuerdo Tom—. ¿A dónde vas a ir tú?

Pues hacia el norte, como ya te dije.

Oye, uno me ha hablado de un campamento del gobierno que hay cerca de aquí —dijo Al—. ¿Dónde está?

Ah, creo que está completo.

Bueno, pero ¿dónde está?

Hacia el sur por la 99, unas doce o catorce millas y luego giras hacia el este hasta Weedpatch. Está muy cerca de allí. Pero creo que está completo.

Lo que no puedo entender es por qué ese policía tenía tan mala leche — dijo Tom—. Parecía estar buscando bronca, como si estuviera pinchándonos para que se liara la cosa.

Floyd replicó:

No sé aquí, pero cuando estaba más al norte conocí a uno, era buena gente. Me dijo que allí los ayudantes tienen que encerrar a gente. El sheriff recibe setenta y cinco centavos al día por cada prisionero y les da de comer por veinticinco centavos. Si no tienen presos, no saca beneficio. Aquel hombre me dijo que no había encarcelado a nadie en una semana y el sheriff le había advertido que o arrestaba a unos cuantos o tendría que devolver la placa. Este tío que ha venido hoy venía con la intención de llevarse a alguno como fuera.

Tenemos que irnos —dijo Tom—. Hasta otra, Floyd. —Hasta otra. Seguramente nos veremos. Eso espero al menos. —Adiós —dijo Al. Recorrieron el campamento gris oscuro hasta la tienda.

La sartén de patatas friéndose silbaba y salpicaba sobre el fuego. Madre movía las gruesas rodajas con una cuchara. Padre estaba cerca, sentado y abrazándose las rodillas. Rose of Sharon estaba sentada bajo la lona encerada.

Aquí está Tom —exclamó Madre—. Gracias a Dios.

Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Tom.

¿Qué es lo que pasa ahora?

Pues que Floyd dice que esta noche van a pegar fuego al campamento.

¿Por qué diablos van a hacer eso? —preguntó Padre—. No hemos hecho nada.

Nada excepto darle una paliza a un policía —replicó Tom. —Bueno, no hemos sido nosotros. —Por lo que dijo ese policía, quieren echarnos de aquí. Rose of Sharon quiso saber:

¿Habéis visto a Connie?

Sí —respondió Al—. En el quinto pino río arriba. Iba hacia el sur.

¿Se marchaba?

No lo sé.

Madre se volvió hacia la muchacha.

Rosasharn, has estado diciendo cosas raras y comportándote de forma curiosa. ¿Qué te dijo Connie?

Rose of Sharon respondió torvamente:

Me dijo que habría hecho mejor quedándose en casa y estudiando tractores.

Todos permanecieron sumidos en profundo silencio. Rose of Sharon contempló el fuego, y sus ojos brillaron a la luz de la fogata. Las patatas chisporrotearon con intensidad en la sartén. La joven sorbió y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

Padre dijo:

Connie no servía para nada. Lo sé desde hace tiempo. No tenía lo que hay que tener, simplemente se lo creía.

Rose of Sharon se puso en pie y entró en la tienda. Se tumbó en el colchón boca abajo y escondió la cabeza entre sus brazos cruzados.

Supongo que no serviría de nada ir a por él —dijo Al. —No —replicó Padre—. Si no sirve para esto, más vale que no venga. Madre se asomó a la tienda donde Rose of Sharon yacía en su colchón. —Shh. No digas eso.

Bueno, no servía para nada —insistió Padre—. No hacía más que decir todo el tiempo lo que iba a hacer y nunca hacía nada. No quise decir nada mientras estuvo aquí. Pero ahora que ha huido...

Shh —dijo Madre suavemente.

¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Por qué tengo que callarme? Ha huido ¿no es eso?

Madre dio la vuelta a las patatas con la cuchara y la grasa hirvió y salpicó. Alimentó el fuego con ramitas y las llamas se elevaron e iluminaron la tienda. Madre dijo:

Rosasharn va a tener una criatura y la mitad de ella es Connie. No está bien que un bebé crezca oyendo a su familia decir que su padre era un inútil.

Es mejor decir eso que mentirle —dijo Padre.

No, no es mejor —le interrumpió Madre—. Hazte a la idea de que ha muerto. No hablarías mal de Connie si estuviera muerto.

Tom intervino:

Pero bueno, ¿qué es esto? No estamos seguros de que Connie se haya ido definitivamente. No hay tiempo para charlar. Tenemos que comer y ponernos en camino.

¿En camino? Si acabamos de llegar aquí —Madre le miró a través de la oscuridad herida por la luz de la hoguera.

Él explicó con detenimiento:

Madre, esta noche van a incendiar el campamento. Tú sabes que yo no soy capaz de quedarme mirando cómo se queman nuestras cosas, ni Padre lo es, ni el tío John. La pelea sería inevitable y, sencillamente, no puedo permitirme el

lujo de que me detengan y me fotografíen para identificarme. Hoy me libré por los pelos, porque el predicador intervino.

Madre había estado dando vueltas a las patatas fritas en la grasa caliente. Ahora tomó una decisión.

Venga —gritó—. Vamos a comer esto. Hemos de marchar con rapidez — sacó los platos de hojalata.

Padre dijo:

¿Y qué hay de John?

¿Dónde está el tío John? —preguntó Tom.

Padre y Madre callaron un momento y luego Padre respondió:

Se fue a emborracharse.

Dios —exclamó Tom—. Vaya un momento que ha ido a escoger. ¿A dónde fue?

No lo sé —contestó Padre.

Tom se levantó.

Mira—dijo—, vosotros comed y cargad todo. Yo voy a buscar al tío John. Debe de haber ido a la tienda al otro lado de la carretera.

Tom echó a andar con rapidez. Los pequeños fuegos donde se cocinaba ardían delante de las tiendas y las chabolas, y la luz caía sobre los semblantes de hombres y mujeres harapientos, de niños acurrucados. A través de la lona de unas pocas tiendas brillaba la luz de las lámparas de queroseno y mostraba a las gentes como enormes sombras en la tela.

Tom recorrió el camino polvoriento y cruzó la carretera asfaltada para llegar a la tiendecita. Se detuvo ante la puerta enrejada y miró al interior. El propietario, un hombrecillo gris con un bigote descuidado y ojos acuosos, se apoyaba en el mostrador mientras leía un periódico. Sus brazos delgados estaban desnudos y llevaba un largo delantal blanco. Amontonados a su alrededor y a su espalda había montones, pirámides, muros de productos enlatados. Levantó la vista al entrar Tom y entornó los ojos como si apuntara con una escopeta.

Buenas tardes —dijo—. ¿Qué se le ofrece?

Mi tío —respondió Tom—. Ha huido o algo así.

El hombre gris mostró una expresión confusa y preocupada al tiempo. Se tocó la punta de la nariz con delicadeza y la movió en círculos para mitigar un picor .

Ustedes siempre están perdiendo a alguien —dijo—. Cada día diez o más veces entra alguien y dice: «Si ve usted a un hombre llamado fulano de tal con un aspecto así o asá, por favor dígale que nos hemos ido hacia el norte.» Siempre dicen algo parecido.

Tom se echó a reír.

Bueno, si ve usted a un mocoso que se llama Connie y tiene un poco cara de coyote, dígale que se vaya a la mierda. Que nos hemos ido al sur. Pero ése no es a quien busco. ¿Ha venido por aquí un hombre de unos sesenta años, con pantalones negros, pelo medio canoso, a por algo de whisky?

Los ojos del hombre gris se encendieron.

Desde luego que sí. Nunca he visto nada igual. Se paró ahí fuera, tiró el sombrero y lo pisoteó. Mire, aquí tengo el sombrero —sacó el sombrero sucio y destrozado de debajo del mostrador.

Tom lo cogió.

Es él, no hay duda.

Bueno, pues compró un par de pintas de whisky y no dijo ni una palabra. Le quitó el corcho y empinó la botella. Aquí no se puede beber, yo no tengo licencia, así que voy y le digo: «Oiga, no puede beber aquí. Tiene que salir afuera.» Pues bien, salió, se quedó justo al lado de la puerta y juraría que no empinó esa pinta más de cuatro veces antes de que estuviera vacía. Arrojó la botella y se apoyó en la puerta. Con los ojos como ausentes. Me dijo: «Gracias, señor», y se marchó. Nunca he visto a nadie beber de esa manera en toda mi vida.

¿Se marchó? ¿En qué dirección? Tengo que encontrarle.

Pues resulta que sí se lo puedo decir. Nunca había visto a nadie beber así, de modo que me quedé mirándole. Fue hacia el norte; y entonces pasó un coche, lo iluminó y él cayó a la cuneta. Las piernas se le empezaban a doblar un poco. Ya tenía la otra pinta abierta. No debe andar muy lejos, tal como iba.

Gracias —dijo Tom—. Tengo que encontrarle.

¿Quiere llevarse el sombrero?

Sí, sí, le hará falta. Bueno, pues gracias.

¿Qué le pasa? —inquirió el hombre gris—. No obtenía ningún placer bebiendo así.

Es un poco... depresivo. Bien, buenas noches. Y si ve a ese fantasma de Connie, dígale que nos hemos ido al sur.

Tengo que localizar y dar recados a tanta gente que ni siquiera me acuerdo de todos.

No se esfuerce demasiado —aconsejó Tom. Salió por la puerta de tela metálica con el polvoriento sombrero negro del tío John. Cruzó la carretera asfaltada y caminó por el borde de la misma. A sus pies, en una depresión, yacía el Hooverville; y las pequeñas hogueras parpadeaban y faroles relucían a través de las tiendas. En algún lugar del campamento sonaba una guitarra, acordes lentos, tocados sin una secuencia, como practicando. Tom se detuvo y escuchó y luego caminó lentamente por el borde de la carretera, parándose cada pocos pasos para volver a escuchar. Había avanzado un cuarto de milla antes de oír lo que estaba esperando. Desde el fondo del terraplén el sonido de una voz desafinada, espesa, cantando monótona. Tom ladeó la cabeza para oír mejor.

Y la apagada voz cantaba: «He dado mi corazón a Jesús; Jesús llévame contigo. He dado mi alma a Jesús, Jesús es mi hogar.» La canción fue desvaneciéndose hasta convertirse en un murmullo y desaparecer. Tom bajó presuroso por el terraplén, buscando el lugar del que provenía la canción. Al poco se detuvo y volvió a escuchar. Esta vez la voz era más cercana, la misma cantinela lenta y desafinada: «Oh, la noche que murió Maggie, ella me llamó a su lado y me dio aquellos calzones de franela roja que usaba. En las rodillas había bolsas...» Tom se movió hacia adelante con cautela. Vio la forma negra sentada en el suelo y se aproximó furtivamente y se sentó. El tío John empinó la pinta y el licor gorgoteó al pasar por el cuello de la botella.

Tom dijo en voz baja.

¡Eh!, espera, ¿qué pasa contigo?

¿Quién eres? —el tío John volvió la cabeza.

¿Ya te has olvidado de mí? Te has bebido cuatro tragos por uno mío.

No, Tom. No me vas a engañar. Estoy completamente solo. Tú no has estado aquí.

Bueno, pues te aseguro que ahora sí que estoy. ¿Qué tal si me das un trago?

El tío John volvió a levantar la pinta y se oyó el glu-glu del whisky. Agitó la botella. Estaba vacía.

No hay más —dijo—. Deseo tanto morir, tengo tantas ganas de morir, de morir un poquito. Lo necesito. Como estar dormido. Morir un poco. Tan cansado. Cansado. Tal vez... no volver a despertar —su voz canturreó como a lo lejos. «Llevaré una corona..., una corona de oro.»

Tom dijo:

Escúchame, tío John. Vamos a seguir camino. Ven conmigo y puedes ir a dormir directamente encima de la carga.

John meneó la cabeza.

No. Seguid adelante. Yo no voy. Voy a descansar aquí. Es inútil que vuelva. No sería bueno para nadie... arrastrando mis pecados como calzoncillos sucios entre gente decente. Yo no voy.

Venga. No podemos irnos si no vienes.

Marchaos. Yo no sirvo para nada, para nada. Lo único que hago es ir arrastrando mis pecados, manchando a todos a mi alrededor.

No tienes más pecados que cualquier otro.

John acercó la cabeza y le guiñó un ojo sabiamente. Tom pudo ver débilmente su rostro a la luz de las estrellas.

Nadie conoce mis pecados, excepto Jesús. Él sabe.

Tom se puso de rodillas. Colocó su mano en la frente del tío John y la notó caliente y seca. John le apartó la mano torpemente.

Venga —suplicó Tom—. Vámonos ahora, tío John.

Yo no pienso ir. Estoy cansado. Voy a descansar aquí mismo. Aquí mismo.

Tom estaba muy próximo. Puso su puño contra la barbilla del tío John. Trazó un par de veces un arco de prueba, para calcular la distancia; y entonces, haciendo un balanceo desde el hombro, dio en la barbilla un puñetazo limpio y perfecto. La barbilla de John se fue hacia arriba con un golpe seco y él cayó hacia detrás e intentó volver a sentarse. Pero Tom, que estaba arrodillado junto a él, le volvió a golpear mientras John levantaba un codo. El tío John permaneció inmóvil en la tierra.

Tom se levantó e, inclinándose, recogió el cuerpo relajado y flojo y lo impulsó hacia arriba hasta colocárselo sobre el hombro. Se tambaleó bajo el peso muerto. Las manos de John le palmeaban la espalda al andar, lentamente, resoplando mientras ascendía por el terraplén hasta la carretera. Una vez pasó un coche y le iluminó con el hombre desmayado sobre el hombro. El coche disminuyó la velocidad un instante y luego se alejó rugiendo.

Tom jadeaba cuando llegó al Hooverville, bajó por el camino y alcanzó el camión de su familia. John estaba volviendo en sí; se resistió débilmente. Tom lo dejó con cuidado en el suelo.

El campamento había sido levantado en su ausencia. Al pasaba los bultos al camión. La lona encerada esperaba lista para cubrir la carga.

Al dijo:

No cabe duda de que decidió hacerlo por la vía rápida.

Tom se disculpó.

Le tuve que dar un par de golpes para conseguir que viniera. Pobre hombre.

¿No le habrás hecho daño? —preguntó Madre.

No creo. Ya se está recuperando.

El tío John se encontraba débil y mareado, en el suelo. Tenía espasmos de vómitos en pequeños jadeos.

Te guardé un plato de patatas, Tom —dijo Madre.

En este momento no estoy precisamente de humor —rió Tom entre dientes.

Venga, Al —llamó Padre—. Coloca la lona por la cuerda.

El camión estaba cargado y listo. El tío John se había quedado dormido. Tom y Al lo izaron y lo subieron encima de la carga mientras Winfield imitaba el sonido de arcadas detrás del camión y Ruthie se metía la mano en la boca para no soltar la carcajada.

Todo listo —anunció Padre. —¿Dónde está Rosasharn? —preguntó Tom. —Allí—respondió Madre—. Vamos, Rosasharn. Es horade irnos.

La muchacha estaba sentada, inmóvil, con la barbilla hundida en el pecho. Tom se acercó a ella.

Venga —le dijo. —Yo no voy —dijo, sin levantar la cabeza. —Tienes que venir. —Quiero que venga Connie. No pienso irme hasta que regrese.

Tres coches salieron del campamento, camino adelante hacia la carretera, coches viejos cargados con los enseres de acampar y la gente. Llegaron con estruendo hasta la carretera y se alejaron, sus débiles luces alumbrando la ruta.

Tom dijo:

Connie nos encontrará. Le dejé recado en la tienda de dónde estaríamos. Él nos encontrará.

Madre se llegó junto a ellos y se detuvo al lado de su hijo.

Venga, Rosasharn. Vamos, cariño —dijo con dulzura.

Quiero esperar.

No podemos esperar —Madre se inclinó, tomó a su hija del brazo y la ayudó a ponerse de pie.

Él nos encontrará —repitió Tom—. No te preocupes. Ya nos encontrará.

Caminaron flanqueando a la joven.

Quizá haya ido a comprar los libros para estudiar —dijo Rose of Sharon—. Quizá quería darnos una sorpresa.

Puede que eso sea justo lo que haya hecho —dijo Madre. La condujeron hasta el camión y la ayudaron a encaramarse en la carga y ella se arrastró bajo la lona y desapareció en la oscura cueva.

Entonces el barbudo de la chabola de maleza se acercó tímidamente al camión. Se quedó allí con las manos unidas detrás de la espalda.

¿Van a dejar alguna cosa que uno pueda aprovechar? —preguntó al fin.

No se me ocurre nada —replicó Padre—. No tenemos nada que podamos dejar .

¿Es que no se van a ir? —preguntó Tom.

Durante largo rato el barbudo le miró fijamente.

No —dijo por último.

Pero si van a quemar el campamento.

Sus ojos huidizos se clavaron en la tierra.

Ya lo sé. Ya lo han hecho otras veces.

Bueno, y ¿por qué rayos no se largan?

Los ojos aturdidos miraron arriba un momento y luego volvieron a bajar y la luz agonizante de la hoguera tenía un resplandor rojizo.

No lo sé. Se tarda mucho en volver a acumular cosas.

No le quedará nada si todo arde.

Lo sé. ¿No van a dejar nada aprovechable?

Estamos limpios, pelados —dijo Padre. El hombre se alejó como ausente— . ¿Qué es lo que le pasa? —exigió Padre.

Demasiada policía —explicó Tom—. Como me dijo uno, éste está sonado. Le han dado demasiados golpes en la cabeza.

Una segunda caravana en miniatura atravesó el campamento, trepó a la carretera y se alejó.

Venga, Padre. Vámonos. Mira, tú, yo y Al vamos en el asiento. Madre puede viajar en la carga. No. Madre, tú siéntate en el medio. Al —Tom buscó debajo del asiento y sacó una gran llave inglesa—. Al, tú ve detrás. Llévate esto por si acaso. Si alguno intenta subir..., dale fuerte.

Al cogió la llave inglesa, trepó por el tablón trasero y se acomodó con las piernas cruzadas, llave inglesa en mano. Tom sacó la barra de hierro de debajo del asiento y la dejó en el suelo, bajo el pedal del freno.

Bien —dijo—. Siéntate en el medio, Madre.

Yo no tengo nada en la mano —dijo Padre.

Puedes estirarte y alcanzar la barra de hierro —dijo Tom—. Espero, por Dios, que no haga falta —apretó el estárter y el ruidoso volante giró, el motor encendió y se quedó muerto y volvió a encenderse. Tom encendió las luces y salió del campamento en primera. Las débiles luces palpaban nerviosamente la carretera. Subieron a la carretera y enfilaron en dirección sur. Tom dijo:

Llega un momento en que uno se pone furioso.

Madre le interrumpió:

Tom..., me dijiste..., me prometiste que no te habías vuelto así. Me lo prometiste.

Ya lo sé, Madre. Lo estoy intentando. Pero esos ayudantes del sheriff... ¿Has visto uno alguna vez que no tuviera el culo gordo? Y menean el culo y muestran su revólver por ahí. Madre —dijo—, si ellos estuvieran trabajando con la ley, lo podríamos soportar. Pero no es eso. Su trabajo es minarnos la moral. Intentan que estemos encogidos, arrastrándonos como una perra apaleada. Tratan de destrozarnos. Por Dios, Madre, llega un momento en que lo único que uno puede hacer para conservar la dignidad es atizarle a un policía. Nos están comiendo la dignidad.

Me lo prometiste, Tom —insistió Madre—. Eso que dices es lo que hizo Floyd Niño Bonito. Yo conocía a su madre. A su hijo le hicieron daño.

Lo estoy intentando, Madre. Te juro por Dios que lo intento. Pero no querrás que me arrastre como una perra apaleada, con el vientre por el suelo, ¿verdad?

Estoy rezando. No puedes meterte en líos, Tom. La familia se viene abajo. Tienes que portarte bien.

Lo intentaré, Madre. Pero cuando uno de esos culones se mete conmigo es que me cuesta un esfuerzo tremendo Sería distinto si se tratara de la ley. Pero pegar fuego al campamento no es la ley.

El camión traqueteó avanzando. Al frente, una pequeña línea de faroles rojos se extendía a través de la carretera.

Creo que hay una desviación —dijo Tom. Frenó y el camión se detuvo e inmediatamente un montón de hombres rodearon el vehículo. Iban armados con mangos de picos y escopetas. Llevaban cascos de trinchera y algunos gorros de la Legión Americana. Un hombre se asomó a la ventana; le precedía el aroma cálido del whisky.

¿A dónde tienen intención de ir? —acercó su rostro rojo junto al de Tom.

Tom se puso rígido. Su mano se movió furtivamente hacia el suelo buscando la barra de hierro. Madre le agarró el brazo y lo sujetó con fuerza. Tom dijo:

Pues... —y entonces su voz adoptó un tono de servilismo lastimero—. Somos forasteros —dijo—. Oímos que había trabajo en un lugar llamado Tulare.

Maldita sea, pues van en dirección contraria. No queremos ningún okie desgraciado en este pueblo.

Los hombros y los brazos de Tom estaban tensos y le recorrió un escalofrío. Madre se aferró a su brazo. Por delante el camión estaba rodeado de hombres armados. Algunos de ellos, para sugerir una apariencia militar, llevaban guerreras y cartucheras.

Tom preguntó plañidero:

¿Por dónde se va, señor?

Da la vuelta y dirígete al norte. Y no volváis hasta que el algodón esté a punto.

Tom se estremeció de la cabeza a los pies.

Sí, señor —dijo. Metió la marcha atrás y giró. Volvió a conducir por donde había venido. Madre le soltó el brazo y le palmeó suavemente. Y Tom intentó contener los sollozos violentos y ahogados.

No hagas caso —dijo Madre—. No hagas caso.

Tom se sonó la nariz por la ventana y se secó los ojos con la manga.

Hijos de la gran puta...

Has hecho bien —dijo Madre con ternura—. Lo que tenías que hacer.

Tom se desvió por un camino de tierra, avanzó cien metros y apagó las luces y el motor. Se apeó del coche con la barra de hierro.

¿Dónde vas? —exigió Madre.

Sólo voy a echar una ojeada. No vamos a ir hacia el norte —los faroles rojos se movían carretera delante. Tom los vio pasar por la entrada al camino de tierra y seguir avanzando. En unos instantes se oyó el sonido de gritos y chillidos y luego la luz de las llamas se elevó en la dirección del Hooverville. La luz creció y se extendió, y de la distancia llegó el crepitar del fuego. Tom volvió a subir al

camión. Dio la vuelta y recorrió el camino sin poner las luces. Una vez en la carretera giró de nuevo hacia el sur y encendió los faros.

Madre preguntó con timidez:

¿A dónde vamos, Tom?

Al sur —respondió él—. No permito que esos desgraciados nos digan a dónde tenemos que ir. No podemos permitirlo. Vamos a intentar pasar por fuera de la ciudad, sin tener que atravesarla.

Sí, pero ¿dónde vamos? —habló Padre por primera vez—. Eso es lo que yo quisiera saber.

Vamos a buscar ese campamento del gobierno —reveló Tom—. Un tipo me dijo que allí no dejan entrar a los ayudantes del sheriff. Madre... tengo que alejarme de ellos. Tengo miedo de acabar matando a alguno.

Tranquilo, Tom —le calmó Madre—. Tranquilo, Tommy. Ya has hecho lo que debías una vez. Puedes volver a hacerlo.

Sí, y después de un tiempo no me va a quedar ni una pizca de dignidad.

Tranquilo —dijo ella—. Debes tener paciencia. Mira, Tom..., nosotros, nuestra gente, seguirá viviendo cuando estos otros hayan desaparecido. Escucha, Tom, nosotros somos la gente que vive. No nos pueden borrar del mapa. Nosotros somos la gente, nosotros seguimos adelante.

Nos apalean continuamente.

Ya lo sé —Madre rió entre dientes—. Quizá es lo que nos hace fuertes. Los ricos van y se mueren y sus hijos no sirven para nada y van desapareciendo. Sin embargo, Tom, nosotros seguimos surgiendo. No te inquietes, Tom. Llegan nuevos tiempos, distintos.

¿Cómo lo sabes?

No sé cómo.

Entraron en el pueblo y Tom torció por una calle lateral para evitar el centro. A la luz de la calle contempló a su madre; su rostro estaba en calma y sus ojos tenían una extraña mirada, como los ojos intemporales de una estatua. Tom alargó la mano derecha y tocó el hombro de su madre. Tuvo que hacerlo. Y después retiró la mano.

En mi vida te había oído hablar tanto —le dijo.

Antes nunca hubo ninguna razón —replicó ella.

Tom condujo por las calles laterales, dejó el pueblo y volvió a la carretera. En un cruce vio la indicación de la carretera 99. Siguió por ella en dirección sur.

Bueno, en cualquier caso no han conseguido echarnos hacia el norte — dijo—. Aún vamos a donde queremos aunque para ello tengamos que arrastrarnos.

Las débiles luces caían a lo largo de la ancha y negra carretera que tenían por delante.

CAPÍTULO XXI

Ahora las personas que estaban en movimiento, que iban en busca de algo, eran emigrantes. Las familias que habían vivido en una pequeña parcela de terreno, que habían vivido y habían muerto en un espacio de cuarenta acres, que habían comido o pasado hambre con lo que producían esos cuarenta acres, tenían ahora todo el oeste para recorrerlo a sus anchas. Y se extendían presurosas, buscando trabajo; las carreteras eran ríos de gentes y las cunetas a los bordes eran también hileras de gente. Tras estas gentes venían otras. Las grandes carreteras bullían de gente en movimiento. Allá en el medio oeste y el suroeste había vivido una población sencilla y campesina a la que no había afectado el cambio de la industria que no había trabajado la tierra con maquinaria, ni conocido la fuerza y el peligro que las máquinas podían adquirir estando en manos privadas. No habían crecido en las paradojas de la industria. Sus sentidos todavía percibían con claridad lo ridículo de la vida industrial.

Y entonces, de pronto, las máquinas los expulsaron y ellos invadieron las carreteras. El movimiento les hizo cambiar; las carreteras, los campamentos a orillas de los caminos, el temor al hambre, y la misma hambre, les transformaron. Cambiaron porque los niños debían pasarse sin cenar y por estar en constante e incesante movimiento. Eran emigrantes. Y la hostilidad les hizo diferentes, los fundió, los unió: la hostilidad que hacía que en los pequeños pueblos la gente se agrupara y tomara Las armas como para rechazar a un invasor, brigadas con mangos de picos, dependientes y tenderos con escopetas, protegiendo el mundo contra su propia gente.

En el oeste cundió el pánico cuando los emigrantes se multiplicaron en las carreteras. Los que tenían propiedades temieron por ellas. Hombres que nunca habían tenido hambre vieron los ojos de los hambrientos. Otros que nunca habían deseado nada con vehemencia, pudieron ver la llama del deseo en los ojos de los emigrantes. Y los hombres de los pueblos y de las suaves zonas rurales adyacentes se reunieron para defenderse; y se convencieron a sí mismos de que ellos eran buenos y los invasores malos, tal como debe hacer un hombre cuando se dispone a luchar. Dijeron: estos malditos okies son sucios e ignorantes. Son unos degenerados, maníacos sexuales. Estos condenados okies son ladrones. Roban todo lo que tienen por delante. No tienen el sentido del derecho a la propiedad.

Y esto último era cierto, porque ¿cómo puede un hombre que no posee nada conocer la preocupación de la propiedad? Y gentes a la defensiva dijeron: Traen enfermedades, son inmundos. No podemos dejar que vayan a las escuelas. Son forasteros. ¿Acaso te gustaría que tu hermana saliera con uno de ellos?

Los oriundos se autoflagelaron hasta convertirse en hombres de temple cruel. Entonces formaron unidades, brigadas, y las armaron..., las armaron con porras, con gases, con revólveres. Ésta es nuestra tierra. No podemos permitir que estos okies se nos suban a las barbas. Y los hombres que iban armados no poseían la tierra, pero ellos creían que sí. Y los dependientes que hacían guardia por las noches no tenían nada y los pequeños comerciantes sólo poseían un cajón lleno de facturas sin pagar. Pero incluso una factura es algo, incluso un empleo es algo. El dependiente pensaba: yo gano quince dólares por semana. ¿Y

si un okie de mierda estuviera dispuesto a trabajar por doce? Y el pequeño tendero pensaba: ¿Cómo podría yo competir con un hombre que no tenga deudas?

Y los emigrantes bullían por las carreteras, el hambre y la necesidad reflejadas en sus ojos. No tenían ningún argumento, ningún sistema, nada excepto su número y sus necesidades. Cuando había trabajo para un hombre, diez hombres luchaban por él..., luchaban por un salario bajo. Si ése está dispuesto a trabajar por treinta centavos, yo trabajaré por veinticinco.

Si ése se conforma con veinticinco, yo me conformo con veinte.

No, yo, estoy hambriento. Yo trabajaré por quince centavos, por un poco de comida. Los niños. Deberías verles. Les salen como pequeños diviesos y no pueden correr por ahí. Les di una fruta que se había caído y se hincharon. Yo trabajaré por un trozo pequeño de carne.

Y esto era bueno porque los salarios seguían cayendo y los precios permanecían fijos. Los grandes propietarios estaban satisfechos y enviaron más anuncios para atraer todavía a más gente. Y los salarios disminuyeron y los precios se mantuvieron. Y dentro de muy poco tendremos siervos otra vez.

Y entonces los grandes propietarios y las compañías inventaron un método nuevo. Un gran propietario compró una fábrica de conservas. Y cuando los melocotoneros y los perales estuvieron maduros puso el precio de la fruta más bajo del coste de cultivo. Y como propietario de la conserva se pagó a sí mismo un precio bajo por la fruta y mantuvo alto el precio de los productos envasados y recogió sus beneficios. Los pequeños agricultores que no poseían industrias conserveras perdieron sus fincas, que pasaron a manos de los grandes propietarios, los bancos y las compañías que al propio tiempo eran los dueños de las fábricas de conservas. Con el paso del tiempo, el número de las fincas disminuyó. Los pequeños agricultores se trasladaron a la ciudad y estuvieron allí un tiempo mientras les duró el crédito, los amigos, los parientes. Y después ellos también se echaron a las carreteras. Y los caminos hirvieron con hombres ansiosos de trabajo, dispuestos incluso a asesinar por conseguir trabajo.

Y las compañías, los bancos fueron forjando su propia perdición sin saberlo. Los campos eran fértiles y los hombres muertos de hambre avanzaban por los caminos. Los graneros estaban repletos y los niños de los pobres crecían raquíticos, mientras en sus costados se hinchaban las pústulas de la pelagra. Las compañías poderosas no sabían que la línea entre el hambre y la ira es muy delgada. Y el dinero que podía haberse empleado en jornales se destinó a gases venenosos, armas, agentes y espías, a listas negras e instrucción militar. En las carreteras la gente se movía como hormigas en busca de trabajo, de comida. Y la ira comenzó a fermentar.

CAPÍTULO XXII

Ya era tarde cuando Tom Joad condujo por una carretera vecinal buscando el campamento de Weedpatch. Se veían pocas luces en el campo. Tan sólo una luminosidad en el cielo a sus espaldas mostraba la situación de Bakersfield. El camión botaba lentamente en su avance y los gatos cazadores dejaban el camino delante de él. En un cruce de caminos había un pequeño grupo de edificios blancos de madera.

Madre dormía en el asiento y Padre había estado en silencio y encerrado en sí mismo durante largo tiempo.

Tom dijo:

No sé dónde estará. Quizá debamos esperar hasta que amanezca y preguntar a alguien —se detuvo junto al letrero de una avenida y otro coche frenó en el cruce. Tom se inclinó hacia afuera—. Eh, oiga, ¿sabe dónde está el campamento grande?

Todo recto.

Tom volvió a arrancar y siguió por la carretera de enfrente, unos cuantos centenares de metros y entonces se paró. Delante de la carretera había una alta verja de alambre y a través de una entrada ancha aparecía la curva de una avenida. Un poco más allá de la entrada había una casita de cuya ventana salía luz. Tom siguió adelante. El camión entero saltó en el aire y volvió a caer con estruendo.

¡Dios! —exclamó Tom—. Ni siquiera vi esa joroba de la carretera.

Un vigilante se levantó desde el porche y caminó hacia el coche. Se apoyó en el costado.

Ibas demasiado deprisa —dijo—. La próxima vez entrarás más despacio. —¿Qué es eso, por el amor de Dios? El vigilante se echó a reír.

Bueno, por aquí juegan muchos chiquillos. Si le dices a la gente que conduzca despacio, es probable que lo olvide. Pero si se dan contra esa joroba una vez no se vuelven a olvidar.

Ah, sí. Espero no haber roto nada. Dígame... ¿tendrían algún espacio aquí para nosotros?

Hay una plaza para acampar. ¿Cuántos son?

Tom fue contando con los dedos.

Yo, Padre, Madre, Al, Rosasharn, el tío John, Ruthie y Winfield. Los últimos son críos.

Bueno, creo que les podré acomodar. ¿Tienen material para acampar? —Tenemos una lona grande y camas. El vigilante se montó en el estribo.

Sigue hasta el final de esa línea y gira a la derecha. Estarán en la Unidad Sanitaria número cuatro.

¿Qué es eso?

Servicios y duchas y pilas de lavar.

Madre quiso saber:

¿Hay pilas de lavar..., agua corriente?

Claro que sí.

¡ Ay! Alabado sea Dios —dijo Madre.

Tom condujo siguiendo la larga y oscura hilera de tiendas. En el edificio de los servicios ardía una luz baja.

Pare aquí —indicó el vigilante—. Es una buena plaza. Los que la ocupaban acababan de marcharse.

Tom detuvo el coche.

¿Aquí mismo?

Sí. Ahora, mientras los demás descargan, ven conmigo a que te inscriba. Luego a dormir. El comité del campamento les visitará por la mañana y les dejarán organizados.

Tom bajó los ojos.

¿Policías? —preguntó.

El vigilante se echó a reír.

Nada de policías. Aquí tenemos nuestra propia policía, elegida por la misma gente. Ven conmigo.

Al saltó del camión y fue hacia la parte delantera.

¿Vamos a quedarnos aquí?

Sí —dijo Tom—. Tú y Padre podéis ir descargando mientras yo voy a la oficina.

Procuren no hacer ruido —dijo el vigilante—. Hay mucha gente durmiendo.

Tom le siguió a través de la oscuridad y subió los peldaños de la oficina y entró en una habitación diminuta amueblada con un viejo escritorio y una silla. El guarda se sentó a la mesa y sacó un formulario.

¿Nombre? —Tom Joad. —¿Ése era tu padre? —Sí. —¿Cómo se llama? —Tom Joad también.

Las preguntas se sucedieron. De dónde venían, cuánto tiempo llevaban en el estado, qué trabajo habían conseguido. El vigilante levantó la mirada.

No soy un entrometido. Tenemos que tener esta información. —Sí, claro —dijo Tom. —Sigamos..., ¿tienen dinero? —Un poco.

¿No están en la miseria?

Tenemos un poco. ¿Por qué?

Bueno, la plaza para acampar cuesta un dólar por semana, pero se puede pagar con trabajo, recogiendo la basura, manteniendo limpio el campamento..., cosas así.

Pagaremos con trabajo —respondió Tom.

Verán al comité mañana. Les enseñarán cómo usar el campamento y les informarán de las normas.

Oiga... ¿qué es esto? —dijo Tom—. ¿Qué es eso de comité?

El vigilante se echó hacia detrás.

Funciona muy bien. Hay cinco unidades sanitarias. Cada una elige un hombre para que forme parte del Comité Central. Y ese comité hace las leyes. Lo que ellos dicen debe acatarse.

¿Y si se ponen puñeteros? —dijo Tom.

Bueno, se les puede echar igual que se les elige, por votación. Han hecho un buen trabajo. Te diré lo que hicieron..., conocéis a los predicadores que llaman Santos Rodantes, que van siguiendo a la gente, predicando y haciendo colectas. Bueno, pues quisieron predicar en este campamento. Y entre la gente mayor muchos querían que lo hiciesen. Era cuestión de que decidiera el Comité Central, que se reunió y llegó a esta conclusión: dijeron «Cualquier predicador puede predicar en este campamento. Nadie puede hacer una colecta en este campamento». Y fue un poco triste para los ancianos, porque, desde entonces no ha parado por aquí ni un solo predicador.

Tom se rió y después preguntó:

¿Me está diciendo que los que dirigen el campamento son simples personas que están aquí acampadas?

Exacto. Y da resultado.

Habló usted de policías...

El Comité Central mantiene el orden y elabora las normas. Luego están las señoras. Le harán una visita a tu madre. Cuidan de los niños y se ocupan de las unidades sanitarias. Si tu madre no está trabajando, cuidará a los niños de las que trabajan, y cuando tenga un empleo..., bueno, ya habrá otras. Ellas cosen y hay una enfermera que viene a enseñarles. Toda clase de cosas así.

¿Quiere decir que no hay policías?

No, señor. Aquí no puede entrar ningún policía sin una orden judicial.

Bueno, imagínese que hay algún tipo que sea una mala persona, o un borracho buscando bronca. ¿Qué pasa entonces?

El vigilante dejó caer varias veces el lápiz sobre el papel secante.

Pues la primera vez el Comité Central le da un aviso. La segunda le advierten seriamente. A la tercera le expulsan del campamento.

¡Dios Todopoderoso!, apenas puedo creerlo. Esta noche los ayudantes del sheriff y los otros tíos de las gorritas hicieron arder el campamento que había a la orilla del río.

Aquí no pueden entrar —le informó el vigilante. Algunas noches los muchachos montan guardia por las verjas, sobre todo las noches que hay baile.

¿Noches de baile? ¡Cielo Santo!

Tenemos los mejores bailes de todo el condado los sábados por la noche.

¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no hay más lugares como éste?

La expresión del vigilante se tornó sombría.

Tendrás que averiguarlo tú mismo. Vete ahora a dormir.

Buenas noches —dijo Tom—. A Madre le va a gustar esto. Hace mucho que no se la trata con decencia.

Buenas noches —dijo el vigilante—. Vayan a dormir. El campamento despierta temprano.

Tom recorrió la calle entre las filas de tiendas. Sus ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas y pudo ver que las hileras eran rectas y que no había basura entre las tiendas. La tierra de la calle había sido barrida y regada. De las tiendas surgían los ronquidos de la gente dormida. El campamento entero zumbaba y resoplaba. Tom caminó lentamente. Al aproximarse a la Unidad Sanitaria número cuatro la contempló con curiosidad, un edificio sin pintar bajo y tosco. Bajo techado, pero abiertas a los lados, las filas de lavaderos. Vio su camión allí cerca y se dirigió silenciosamente hacia él. La tienda estaba montada y el campamento en silencio. Al acercarse, una figura salió de la sombra del camión y caminó hacia él.

¿Eres tú, Tom? —preguntó Madre quedamente.

Sí.

¡Sh! —dijo—. Están todos durmiendo. Estaban agotados.

Tú también deberías estar durmiendo —dijo Tom.

Ya, pero quería verte. ¿Está todo bien?

Muy bien —replicó Tom—. No te lo voy a contar ahora. Te lo dirán por la mañana. Te va a gustar.

He oído que hay agua caliente —susurró Madre. —Sí. Ahora ve a dormir. No sé cuándo fue la última vez que dormiste.

¿Por qué no me lo cuentas? —suplicó Madre.

No. Vete a dormir.

De pronto pareció una niña.

¿Cómo puedo dormir si tengo que pensar en lo que no me quieres decir?

No —dijo Tom—. Mañana a primera hora te pones el otro vestido y entonces te enterarás de todo.

No puedo dormir estando pendiente de eso.

Tendrás que hacerlo —rió Tom alegremente—. Has de conformarte.

Buenas noches —dijo ella en voz baja; y se agachó y se deslizó bajo la oscura lona.

Tom trepó por la trasera del camión. Se tumbó de espaldas en el suelo de madera y apoyó la cabeza sobre sus manos cruzadas, sus antebrazos apretados contra las orejas. La noche iba refrescando. Tom se abotonó la chaqueta y volvió a echarse. Las estrellas brillaban nítidamente sobre su cabeza.

Aún era oscuro cuando despertó. Un leve ruido metálico le sacó del sueño. Tom escuchó y volvió a oír el chirriar del hierro contra hierro. Se movió rígido y tembló en el aire de la mañana. El campamento aún dormía. Tom se incorporó y se asomó por un lado del camión. Las montañas del este tenían un color negro azulado, y mientras las contemplaba, la luz emergió débilmente tras ellas, coloreó el filo de las montañas de un rojo desvaído, volviéndose más fría, gris y oscura conforme se acercaba a él hasta que en un punto cercano al horizonte en el oeste se fundió con la pura noche. Abajo, en el valle, la tierra tenía el color gris-lavanda de la aurora.

El ruido de hierro volvió a oírse. Tom miró la hilera de tiendas, de un gris apenas más claro que la tierra. Al lado de una tienda vio el parpadeo del fuego anaranjado que se filtraba a través de las grietas de un viejo fogón de hierro. Un humo gris ascendía por una chimenea achatada.

Tom se encaramó por el lado del camión y saltó al suelo. Se acercó despacio al fogón. Vio a una muchacha trajinando por allí, vio que sostenía en el brazo doblado un bebé que mamaba, su cabeza debajo de la blusa de la chica. Y ésta se movía, atizando el fuego, ajustando las oxidadas tapas del fogón para conseguir que tirara mejor al abrir la puerta del horno; mientras tanto el bebé mamaba sin cesar y la madre lo cambiaba hábilmente de un brazo al otro. El bebé no dificultaba su trabajo ni entorpecía sus movimientos rápidos y airosos. Y el fuego anaranjado sacaba sus lenguas por las grietas del fogón y arrojaba reflejos intermitentes sobre la tienda.

Tom se acercó un poco más. Percibió el olor de tocino frito y pan cociéndose. La luz creció rápida por el este. Tom se llegó hasta el fogón y alargó las manos hacia él. La muchacha le miró, le saludó con la cabeza y sus dos trenzas se agitaron.

Buenos días —dijo, y dio la vuelta al tocino en la sartén.

La solapa de la tienda se apartó y salió un hombre joven seguido de otro mayor. Llevaban monos azules, nuevos y chaquetas de la misma tela, tiesos de

almidón, con los botones de latón brillantes. Eran hombres de rostro afilado y se parecían mucho. El joven tenía una sombra de barba oscura y el hombre mayor una sombra blanca. Sus cabezas y caras estaban húmedas, el pelo les chorreaba, había gotas de agua en los pelos hirsutos de la barba. Sus mejillas brillaban de humedad. Contemplaron juntos y en silencio la luz naciente del este. Bostezaron al mismo tiempo mirando la luz en los bordes de las colinas. Y luego se volvieron y vieron a Tom.

Buenos días —dijo el hombre mayor, y su rostro no mostraba cordialidad ni antipatía.

Buenos días —contestó Tom.

Y «Buenos días», dijo el más joven.

El agua de sus semblantes se secaba lentamente. Se acercaron al fogón a calentarse las manos. La joven seguía con su trabajo. En una ocasión dejó al bebé y se ató las dos trenzas juntas a su espalda con una cuerda y las dos trenzas saltaban y oscilaban mientras trabajaba. Luego puso unas tazas de hojalata sobre una caja grande de embalar, platos, cuchillos y tenedores. Después sacó el tocino de la sartén y lo puso en una fuente de hojalata, y el tocino chirrió y susurró mientras se ponía crujiente. Abrió la puerta del horno y sacó una fuente cuadrada llena de galletas grandes.

Cuando el aroma de las galletas inundó el aire los dos hombres inhalaron profundamente. El más joven dijo:

Cristo —quedamente.

Entonces el otro se dirigió a Tom:

¿Has desayunado?

Pues no, aún no. Pero mi familia está allí. No se han levantado. Necesitaban dormir.

Bueno, entonces siéntate con nosotros. Tenemos de sobra... gracias a Dios.

Vaya, muchas gracias —dijo Tom—. Huele tan bien que no podría decir que no.

¿Verdad que sí? —preguntó el hombre joven—. ¿Has olido algo tan rico en tu vida? —fueron hacia la caja de embalar y se acuclillaron alrededor.

¿Estáis trabajando por aquí? —preguntó el joven.

Es lo que pretendemos —respondió Tom—. Llegamos anoche. Aún no hemos tenido ocasión de echar un vistazo por los alrededores.

Nosotros hemos trabajado doce días —dijo el joven. La chica, trabajando al lado del fogón, dijo: —Incluso se han comprado ropa nueva.

Los dos hombres se miraron las tiesas ropas azules y sonrieron ligeramente con timidez. Ella colocó la fuente de tocino, las galletas doradas, un cuenco de

salsa y una cafetera y luego se acuclilló también junto a la caja. El bebé seguía mamando, con la cabeza asomando bajo la blusa de la muchacha.

Se sirvieron en los platos, echaron salsa del tocino por encima de las galletas y azúcar en el café.

El hombre mayor se llenó la boca, masticó un par de veces y tragó.

¡Por Dios, sí que está bueno! —exclamó y volvió a llenarse la boca.

El más joven dijo:

Llevamos ya doce días comiendo bien. Doce días sin tener que pasar sin una comida... ninguno de nosotros. Trabajando, cobrando el salario y comiendo.

Atacó de nuevo, casi frenéticamente y volvió a llenarse el plato. Bebieron el café hirviendo, arrojaron los posos al suelo y rellenaron las tazas.

La luz ya mostraba color, un destello rojizo. El padre y el hijo dejaron de comer. Miraban hacia el este y el alba iluminaba sus semblantes. La imagen de la montaña y de la luz que la iba cubriendo se reflejaba en sus ojos. Y entonces tiraron los posos de las tazas a la tierra y se pusieron en pie a la vez.

Hay que ponerse en camino —dijo el mayor.

El joven se volvió hacia Tom.

Oye —le dijo—. Estamos colocando algunas tuberías. Si quieres acercarte con nosotros quizá te podamos ayudar para que te den trabajo.

Tom dijo:

Muy amable por tu parte. Y muchas gracias por el desayuno.

Es un placer —dijo el mayor—. Intentaremos que te den trabajo si quieres.

Esté seguro de que sí quiero —dijo Tom—. Es sólo un minuto. Voy a decírselo a mi familia —se alejó presuroso hacia la tienda de los Joad, se inclinó y se asomó al interior. En la penumbra bajo la lona vio los bultos de figuras dormidas. Pero un leve movimiento comenzó a notarse bajo las ropas de cama. Ruthie salió retorciéndose como una serpiente, con el pelo encima de los ojos y el vestido arrugado y torcido. Se arrastró con cuidado y se puso en pie. Sus ojos grises estaban límpidos y en calma después del sueño y no había en ellos expresión traviesa. Tom se apartó de la tienda y le hizo una seña para que le siguiera, y cuando se volvió ella levantó hacia él la mirada.

Dios mío, te estás haciendo mayor —dijo él.

Ella apartó la vista súbitamente avergonzada.

Escucha —dijo Tom—. No despiertes a nadie, pero cuando se levanten, diles que tengo una oportunidad de trabajar y voy a ver si lo consigo. Dile a Madre que desayuné con unos vecinos. ¿Has oído?

Ruthie asintió y miró hacia otro lado y sus ojos eran los de una niña pequeña.

No les despiertes —advirtió Tom. Volvió con rapidez junto a sus nuevos amigos. Y Ruthie se aproximó cautelosa a la unidad sanitaria y curioseó por la entrada abierta.

Los hombres esperaban cuando Tom regresó. La joven había arrastrado afuera un colchón y puesto al niño en él mientras fregaba los platos.

Tom explicó:

Quería decirle a mi familia dónde estaba. No estaban despiertos —los tres echaron a andar por la calle entre las tiendas.

El campamento había comenzado a volver a la vida. Las mujeres trabajaban junto a los fuegos recientes, cortando carne en lonchas, haciendo la masa para el pan de la mañana. Y los hombres hormigueaban entre las tiendas y los automóviles. El cielo estaba rosado ahora. Delante de la oficina un anciano enjuto rastrillaba la tierra cuidadosamente. Arrastraba el rastrillo de tal forma que dejaba pequeñas marcas rectas y profundas.

Has madrugado, abuelo —dijo el hombre joven al pasar.

Pues sí, sí. Tengo que pagarme el alquiler.

¡Un cuerno el alquiler! —dijo el joven—. El sábado pasado se emborrachó y se pasó toda la noche cantando en su tienda. El comité le castigó a trabajar.

Caminaron por el borde de la carretera asfaltada; junto al camino crecía una hilera de nogales. El sol empezaba a asomar sobre las montañas.

Tom dijo:

Es curioso. He estado comiendo con vosotros y no os he dicho mi nombre..., ni vosotros a mí. Me llamo Tom Joad.

El hombre mayor le miró y luego se sonrió levemente. —¿No llevas mucho tiempo por aquí? —No, qué va. Nada más que un par de días.

Me lo imaginaba. Es curioso, pierde uno el hábito de mencionar su nombre. Hay tantísimos..., al final sólo son gente. Bien, señor..., yo soy Timothy Wallace y éste es mi hijo Wilkie.

Encantado —dijo Tom—. ¿Lleváis mucho tiempo por aquí?

Diez meses —contestó Wilkie—. Llegamos aquí justo después de las inundaciones del año pasado ¡Dios mío! ¡Menuda temporada pasamos! Estuvimos a punto de morirnos de hambre —sus pasos crujían en el camino asfaltado. Pasó un camión lleno de hombres, todos ellos embebidos en sí mismos. Se abrazaban a sí mismos en la trasera del camión y miraban hacia abajo con el ceño fruncido.

Trabajan para la Compañía del Gas —dijo Timothy—. Es un buen empleo.

Podría haber cogido nuestro camión —surgió Tom.

No —Timothy se agachó y cogió una nuez verde. La palpó con el pulgar y luego se la tiró a un mirlo posado en el alambre de una cerca. El pájaro echó a volar hacia arriba, dejó pasar la nuez por debajo de él y volvió a posarse en el alambre y se alisó las relucientes plumas negras con el pico.

Tom preguntó:

¿No tenéis coche?

Los dos Wallace se quedaron callados, y Tom, mirándoles a la cara, vio que estaban avergonzados.

Wilkie dijo: —El sitio donde trabajamos está sólo a una milla. Timothy habló malhumorado:

No, no tenemos coche. Lo vendimos, no hubo más remedio. No nos quedaba comida, no nos quedaba nada. No encontrábamos trabajo. Todas las semanas venían unos a comprar coches. Si tenías hambre, pues nada, te compraban el coche. Y si estabas suficientemente hambriento, lo compraban por nada. Nosotros lo estábamos y nos dieron diez dólares por él —escupió en la carretera.

Wilkie dijo suavemente:

Estuve en Bakersfield la semana pasada. Lo vi en un almacén de coches usados, allí mismo, con un letrero que ponía setenta y cinco dólares.

Tuvimos que venderlo —dijo Timothy—. Se trataba de dejar que nos robaran el coche o de robarles nosotros. Aún no hemos tenido que robar, pero, ¡maldita sea!, nos ha faltado muy poco.

Tom dijo:

Ya ves, antes de dejar nuestro hogar oímos que aquí había trabajo en abundancia. Vimos anuncios que pedían gente que viniera a trabajar.

Sí —dijo Timothy—. Nosotros también. Y no hay demasiado trabajo. Y los salarios bajan constantemente. Se cansa uno simplemente teniendo que ingeniárselas para comer.

Ahora tenéis trabajo —sugirió Tom.

Sí, pero no va a durar mucho. Trabajamos para un buen hombre. Tiene una propiedad pequeña y trabaja a nuestro lado. Pero, mierda, no va a durar eternamente.

Tom dijo:

¿Para qué coño me lleváis? Si me acepta, el trabajo durará aún menos. ¿Por qué os cortáis vuestro propio cuello?

Timothy meneó la cabeza despacio.

No lo sé. Supongo que no tiene sentido. Pensábamos comprarnos un sombrero cada uno. Parece que no va a poder ser. Ése es el sitio, allí, a la derecha. Es un trabajo agradable. Nos pagan treinta centavos por hora. El patrón es un hombre cordial, es un buen jefe.

Salieron de la carretera y enfilaron por un camino de grava, a través de un pequeño huerto familiar; después de pasar los árboles llegaron a una casa blanca, unos cuantos árboles para dar sombra y un granero; detrás del granero se extendía un viñedo y un campo de algodón. Al tiempo que los tres hombres

pasaban junto a la casa una puerta se cerró con un golpe y un hombre algo rechoncho y atezado por el sol bajó los escalones de la puerta trasera. Llevaba un gorro de papel para protegerse del sol y venía subiéndose las mangas mientras cruzaba el patio. Sus cejas espesas y quemadas por el sol se juntaban en un gesto ceñudo. Sus mejillas estaban bronceadas de un color rojo intenso.

Buenos días, señor Thomas —saludó Timothy.

Buenos días —respondió el hombre con irritación.

Timothy dijo:

Éste es Tom Joad. Pensamos que quizá podría usted emplearlo.

Thomas miró a Tom con el ceño fruncido y luego soltó una risa corta sin variar el gesto malhumorado de sus cejas.

Ah, sí, claro. Le doy un empleo. Le daré un empleo a todo el que venga. Quizá hasta emplee a cien hombres.

Nosotros pensamos que... —empezó Timothy en tono de disculpa.

Thomas le interrumpió.

Sí, yo también he estado pensando —se dio la vuelta y se encaró con ellos—. Tengo algo que deciros. Os he estado pagando treinta centavos a la hora, ¿no es eso?

Sí, desde luego... pero, señor Thomas...

Y a cambio he obtenido treinta centavos de trabajo —juntó las manos endurecidas y pesadas.

Intentamos hacer una buena jornada de trabajo.

Bueno, maldita sea, pues esta mañana os pago veinticinco centavos por hora; lo tomas o lo dejas —la rabia que sentía hizo que el color rojo de su semblante se hiciera más intenso.

Timothy dijo:

Hemos trabajado bien. Usted lo ha dicho.

Ya lo sé. Pero la cosa es que al parecer ya no soy yo quien contrata a mis propios hombres —tragó saliva—. Mira —dijo—. Yo tengo sesenta y cinco acres. ¿Has oído alguna vez hablar de la Asociación de Granjeros?

Pues claro que sí.

Bueno, pues yo formo parte de ella. Anoche tuvimos una reunión. Ahora bien, ¿sabes quién dirige la Asociación? Te lo voy a decir. El Banco del Oeste. Ese banco posee la mayor parte de este valle y tiene acciones en todo lo que no es de su propiedad. Así que anoche el representante del banco me dijo, dice: «Usted está pagando treinta centavos por hora. Es mejor que lo reduzca a veinticinco.» Yo le dije: «Tengo buenos hombres. Merecen que les pague treinta.» Y él replicó: «No se trata de eso. El salario actual es de veinti-.cinco centavos. Si usted paga treinta, provocará agitación. Y por cierto, ¿va usted a necesitar la cantidad acostumbrada del préstamo para la cosecha del año próximo?» —Thomas se interrumpió. Su respiración salía en jadeos entre sus

labios—. ¿Entiendes? El salario es de veinticinco centavos... y tendrás que conformarte.

Hemos trabajado bien —insistió Timothy en vano.

Pero ¿es que no te das cuenta? El banco emplea dos mil hombres y yo tres. Tengo letras que pagar. Si eres capaz de encontrar una salida, estaré encantado de ponerla en práctica. Estoy en sus manos, me tienen por el cuello.

Timothy meneó la cabeza.

No sé qué decir.

Espera aquí —Thomas caminó con premura hacia la casa. La puerta se cerró de golpe tras él. Volvió al cabo de un momento con un periódico en la mano—. ¿Has visto esto? Yo te lo leo: «Ciudadanos enfurecidos contra los agitadores rojos queman un campamento de emigrantes. Anoche un grupo de ciudadanos, encolerizados por las agitaciones que se estaban produciendo en un campamento local de emigrantes, redujeron las tiendas de campaña a cenizas y advirtieron a los agitadores que abandonaran el condado.»

Tom comenzó:

Pero si yo... —y después cerró la boca y se quedó callado.

Thomas dobló el periódico pulcramente y se lo metió en el bolsillo. Había recuperado el control de sí mismo una vez más. Dijo quedamente:

Esos hombres fueron enviados por la Asociación. Ahora les estoy delatando. Si llegan a enterarse, el año que viene no tendré granja.

Es que no sé qué decir —dijo Timothy—. Si había agitadores, comprendo que estuvieran furiosos.

Thomas dijo:

Llevo mucho tiempo observándolo. Siempre hay agitadores rojos justo antes de una reducción de los salarios. Maldita sea, me tienen en una trampa. Bueno, ¿qué vais a hacer? ¿Veinticinco centavos?

Timothy clavó los ojos en el suelo. —Yo lo tomo, trabajo —dijo. —Yo también —dijo Wilkie. Tom dijo:

Parece que he dado con algo interesante. Yo desde luego que lo tomo. Necesito trabajar.

Thomas sacó un pañuelo de su bolsillo delantero y se secó la boca y la barbilla. —No sé cuánto tiempo se va a poder seguir así. No sé cómo podéis alimentar a la familia con lo que ganáis ahora.

Podemos hacerlo mientras trabajamos —dijo Wilkie—. El problema surge cuando no conseguimos trabajo.

Thomas echó una mirada a su reloj.

Bien, vamos a cavar alguna zanja. ¡Qué cono!, os voy a decir algo —dijo— . Vosotros vivís en ese campamento del gobierno, ¿no?

Sí, señor —Timothy se puso rígido.

Y tenéis baile todos los sábados por la noche.

Y tanto que sí —sonrió Wilkie.

Pues estadal tanto el próximo sábado por la noche.

Timothy se puso derecho súbitamente. Caminó hasta ponerse al lado de su jefe.

¿Qué quiere decir? Yo formo parte del Comité Central. He de saberlo.

No se te ocurra decir nunca que te lo he dicho yo —Thomas le miró aprensivo.

¿De qué se trata? —exigió saber Timothy.

Mira, a la Asociación no le gustan los campamentos del gobierno, donde no puede colarse ningún ayudante del sheriff. He oído que la gente hace sus propias leyes y no se puede arrestar a nadie sin una orden. Pero si se organiza una pelea a lo grande y hubiera tiros..., unos cuantos ayudantes podrían entrar y desmantelar el campamento.

Timothy había cambiado. Había echado los hombros para atrás y sus ojos eran fríos.

¿Qué significa todo eso?

No digas nunca dónde lo has oído —dijo Thomas nerviosamente—. Va a haber una pelea en el campamento el sábado por la noche. Y habrá representantes de la ley preparados para entrar.

Pero ¿por qué, por el amor de Dios? —se exaltó Tom—. Esa gente no está molestando a nadie.

Te voy a decir por qué —replicó Thomas—. La gente que vive en el campamento se está acostumbrando a que se la trate como a seres humanos. Cuando vuelvan a los otros campamentos ya no será fácil manejarles —se secó la cara de nuevo—. Ahora a trabajar. Dios, espero que no vaya a perder mi granja por haber hablado demasiado. Pero vosotros me caéis bien.

Timothy se paró delante de él y alargó sa mano dura y delgada y Thomas la estrechó.

Nadie sabrá quién me lo dijo. Le damos las gracias. No habrá pelea el sábado.

Al trabajo —dijo Thomas—. Y son veinticinco centavos por hora. —Lo tomamos —dijo Wilkie—, por ser usted. Thomas se alejó hacia la casa.

Saldré dentro de un rato —dijo—. Vosotros empezad a trabajar —la puerta de tela metálica se cerró de golpe detrás de él.

Los tres hombres siguieron andando, dejaron atrás el pequeño granero encalado y caminaron por el borde del campo. Llegaron a una larga zanja estrecha junto a la que descansaban secciones de tuberías de hormigón.

Aquí es donde estamos trabajando —dijo Wilkie.

Su padre abrió el granero y sacó dos picos y tres palas. Y le dijo a Tom:

Aquí tienes a tu belleza.

Tom sopesó el pico.

¡Caramba! Me sienta bien volver a coger un pico.

Espera a que lleguen las once —sugirió Wilkie—. Ya verás lo bien que te sienta entonces.

Fueron hasta el final de la zanja. Tom se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre el montón de tierra. Empujó su gorra hacia arriba y se metió en la zanja. Entonces escupió en sus manos. El pico se elevó en el aire y cayó como un rayo. Tom gruñó suavemente. El pico subió y bajó y el gruñido se oía en el momento en que la herramienta se hundía en el suelo y soltaba la tierra.

Wilkie dijo:

Pues sí, Padre, aquí tenemos un picador de primera clase. Este chico parece estar casado con esa excavadora en miniatura.

Tom dijo:

Tengo experiencia (umf). Sí, señor, (umf), he pasado años haciéndolo (umf). Casi me gusta este trabajo (umf) —la tierra se desmigaba conforme él avanzaba. El sol daba a los árboles frutales ahora un color más claro y las hojas de las vides eran de un verde dorado. Tras avanzar unos doscientos metros Tom se apartó y se secó la frente. Wilkie iba detrás de él. La pala subía y volvía a caer y la tierra volaba e iba a amontonarse al lado de la zanja cada vez más larga.

He oído algo de ese Comité Central —dijo Tom—. ¿Así que tú eres miembro?

Sí —replicó Timothy—. Y es una responsabilidad, toda esa gente... Hacemos todo lo que está en nuestra mano. Lo mismo que toda la gente del campamento. Ojalá esos granjeros poderosos no nos persiguieran de esa forma. Daría algo por que no lo hicieran.

Tom volvió a la zanja y Wilkie permaneció a su lado. Tom dijo:

¿Y qué hay de esa pelea (umf) en el baile de la que te habló (umf)? ¿Para qué la quieren provocar?

Timothy iba siguiendo a Wilkie y con la pala igualaba el fondo de la zanja y lo dejaba liso y dispuesto para poner la tubería.

Parece que no quieren que nos establezcamos en un sitio fijo —dijo Timothy—. Temen que lleguemos a organizamos, supongo. Y quizá tengan razón. Este campamento es una organización. La gente cuida allí de ella misma. Tenemos la mejor banda de cuerda de estos contornos. Tenemos una pequeña cuenta en la tienda para la gente que tiene hambre. Cinco dólares..., puedes

comprar comida por ese valor y el campamento lo respalda. Nunca hemos tenido ningún lío con la ley. Creo que a los grandes granjeros eso les asusta. No nos pueden meter en la cárcel... y les da miedo. Quizá se imaginan que si podemos gobernarnos a nosotros mismos, tal vez nos dé por hacer otras cosas.

Tom salió de la zanja y se quitó el sudor de los ojos.

¿Oísteis lo que decía aquel periódico sobre «agitadores al norte de Bakersfield?»

Claro —dijo Wilkie—. Dicen cosas así continuamente.

Bueno, yo estaba allí. No había agitadores ni por casualidad. Lo que ellos llaman rojos. ¿Qué coño son rojos de todas formas?

Timothy aplanó un pequeño promontorio del fondo de la zanja. El sol hacía brillar su blanca barba hirsuta.

Hay muchos que quisieran saber lo que son rojos —rió—. Uno de nuestros chicos lo averiguó —aplanó suavemente con la pala la tierra amontonada—. Un tipo llamado Hiñes... tiene unos treinta mil acres, melocotones y uvas, una conservera y un lagar. Estaba todo el tiempo hablando de «esos condenados rojos». «Esos rojos de mierda están llevando el país a la ruina» —decía—, y «tenemos que echar a estos rojos cabrones de aquí.» Un día le estaba oyendo un joven recién llegado al oeste. Se rascó la cabeza y le dijo: «Señor Hines, yo llevo por aquí poco tiempo. ¿Qué son los malditos rojos?» Pues bien, Hines le contestó: «¡Un rojo es un hijo de puta que pide treinta centavos por hora cuando lo que pagamos son veinticinco!» El joven se lo pensó, se rascó la cabeza y dijo: «Bueno, señor Hines, yo no soy un hijo de puta, pero si eso es lo que es un rojo... pues yo quiero treinta centavos por hora. Todo el mundo lo quiere. Diablos, señor Hines, todos somos rojos» —Timothy pasó la pala a lo largo del suelo de la zanja y la tierra sólida brilló en los puntos en que la paja cortaba.

Tom se echo a reír.

Supongo que yo también —su pico dibujó un arco hacia arriba y cayó y la tierra se agrietó bajo el golpe. El sudor le caía por la frente y los lados de la nariz y brillaba en su cuello—. Maldita sea —dijo—, un pico es una buena herramienta (umf), si no te peleas con ella (umf). Tú y el pico (umf) tenéis que trabajar juntos (umf).

Los tres hombres trabajaban en fila y la zanja fue abriéndose palmo a palmo mientras el sol brillaba cada vez más caliente sobre ellos en la mañana que avanzaba.

Cuando Tom se fue, Ruthie estuvo un tiempo asomándose a la puerta de la unidad sanitaria. Su valor no era mucho si Winfield no estaba allí para poder presumir ante él. Puso un pie descalzo en el suelo de cemento y luego lo retiró. Un poco más allá una mujer salió de una tienda y encendió un fuego en un hornillo de latón. Ruthie dio unos cuantos pasos en esa dirección, pero no podía alejarse. Se acercó furtivamente a la entrada de la tienda de su familia y se asomó al interior. En uno de los lados, tumbado en el suelo, yacía el tío John con la boca abierta, sus ronquidos burbujeando en la garganta. Madre y Padre estaban tapados con un edredón hasta la cabeza, ocultándose de la luz. Al estaba en el lado opuesto al tío John y tenía un brazo cubriéndole los ojos. Cerca

de la parte delantera de la tienda yacían Rose of Sharon y Winfield y era visible el hueco que había ocupado Ruthie, al lado de Winfield. Ella se puso en cuclillas y escudriñó el interior. Fijó los ojos en la cabeza de estopa de Winfield, y mientras le observaba, el pequeño abrió los ojos y la miró con una expresión solemne en la mirada. Ruthie se llevó el dedo a los labios y le hizo una señal con la otra mano. Winfield giró los ojos hacia Rose of Sharon, cuyo rostro encendido, con la boca ligeramente abierta, estaba cerca de él. Winfield aflojó con cuidado la manta y se deslizó fuera. Salió de la tienda cauteloso y se reunió con Ruthie.

¿Cuánto tiempo llevas levantada? —susurró.

Ella le guió hasta apartarse un poco con cautela exagerada, y cuando estuvo a una distancia prudencial le contestó:

No me he acostado. Estuve levantada toda la noche.

Sí que te acostaste —dijo Winfield—. Es una mentira podrida.

Vale —dijo ella—. Si soy una mentirosa no pienso decirte nada de lo que ha pasado. No te voy a decir cómo murió el hombre acuchillado ni cómo llegó un oso y se llevó a un niño pequeño.

No vino ningún oso —dijo Winfield inquieto. Se alisó el pelo con los dedos y tiró hacia abajo de su mono entre las piernas.

Muy bien..., no vino ningún oso —dijo ella en tono sarcástico—. Ni tampoco hay cosas blancas hechas de ese material, como las de los catálogos.

Winfield la contempló con seriedad. Señaló a la unidad sanitaria.

¿Están allí? —preguntó.

Soy una mentirosa —dijo Ruthie—. No me va a servir de nada decirte cosas.

Vamos a ver —dijo Winfield.

Yo ya he ido —replicó Ruthie—. Ya me he sentado en ellos. Incluso he meado en uno.

No me lo creo —dijo Winfield.

Se encaminaron al edificio de la unidad y esta vez Ruthie no estaba asustada. Abrió la marcha con audacia al interior del edificio. Los retretes se alineaban en uno de los lados de la amplia habitación y cada uno tenía un compartimiento con una puerta delante. La porcelana blanca relucía. Los lavabos se alineaban en la otra pared mientras que en la tercera pared había cuatro compartimientos con duchas.

Ahí lo tienes —dijo Ruthie—. Ésos son los retretes. Los he visto en el catálogo —los niños se acercaron a uno de los retretes. Ruthie, en un arranque de valor, se levantó la falda y se sentó—. Ya te dije que había estado aquí —dijo. Y como prueba se oyó un tintineo de agua en la taza.

Winfield estaba avergonzado. Su mano torció la palanca de la cisterna. El agua cayó con un rugido. Ruthie brincó en el aire y se alejó de otro salto. Ella y Winfield se quedaron parados en el centro de la habitación y miraron al retrete. El silbido del agua continuaba.

Has sido tú —dijo Ruthie—. Vas y lo rompes. Te he visto.

Yo no he sido. Te juro que yo no he sido.

Te he visto —dijo Ruthie—. Simplemente no se te puede dejar acercarte a las cosas finas.

Winfield hundió la barbilla. Levantó la vista hacia Ruthie y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Le empezó a temblar la barbilla. E inmediatamente Ruthie se arrepintió.

No te apures —le dijo—. No te voy a delatar. Haremos como si ya hubiera estado roto. Como si ni siquiera hubiéramos estado aquí —le condujo fuera del edificio.

El sol asomaba ya por encima de las montañas, refulgía en los tejados de hierro galvanizado de las cinco unidades sanitarias, brillaba en las tiendas grises y en el suelo barrido de las calles que separaban las tiendas. Y el campamento comenzaba a despertar. Los fuegos ardían en los fogones portátiles, hechos de latas de queroseno y láminas de metal. El olor del humo llenaba el aire. Las solapas de las tiendas se retiraban hacia detrás y la gente empezaba a moverse por las calles. Delante de su tienda, Madre miraba a un lado y a otro de la calle. Vio a los niños y se dirigió hacia ellos.

Me estaba empezando a preocupar —les dijo—. No sabía dónde estabais. —Estábamos echando un vistazo por ahí —dijo Ruthie. —Bueno, ¿dónde está Tom? ¿Le habéis visto? Ruthie adoptó una actitud de importancia.

Sí. Tom me despertó y me dijo qué tenía que decirte —hizo una pausa para que su importancia se hiciera evidente.

Bueno... ¿qué? —se impacientó Madre.

Dijo que te dijera... —volvió a parar y miró a Winfield para cerciorarse de que éste apreciaba su posición.

Madre levantó la mano con el dorso apuntando a Ruthie.

¿Qué?

Consiguió trabajo —dijo Ruthie rápidamente—. Se fue a trabajar —vigiló con aprensión la mano alzada de Madre. Ésta bajó de nuevo la mano y luego la alargó hacia Ruthie. Le rodeó los hombros en un abrazo rápido y tembloroso y después la soltó.

Ruthie fijó la vista en el suelo, avergonzada, y cambió de tema.

Allí hay retretes —dijo—. Son blancos.

¿Habéis estado allí? —preguntó Madre.

Yo y Winfield —dijo ella; y luego, a traición—, Winfield se cargó un retrete.

Winfield se puso rojo. Miró a Ruthie. —Y ella ha meado en uno —dijo con rencor.

¿Qué es lo que hiciste? —dijo Madre recelosa—. Enséñamelo —les empujó hasta la puerta y les hizo entrar—. Ahora dime lo que hiciste.

Ruthie señaló el retrete.

Era como un silbido. Ahora ha parado.

Enséñame lo que hiciste —exigió Madre.

Winfield se acercó reacio al retrete.

No lo empujé muy fuerte —dijo—. Sólo agarré esto de aquí y... —el silbido del agua se repitió. Él dio un salto hacia atrás.

Madre echó la cabeza para atrás y rompió a reír, mientras Ruthie y Winfield la contemplaban ofendidos.

Así es como funcionan —explicó Madre—. Ya los he visto antes de ahora. Cuando has terminado, has de apretar la palanca.

La vergüenza de su ignorancia fue demasiado profunda para los niños. Salieron y bajaron por la calle y se quedaron mirando cómo desayunaba una gran familia.

Madre les contempló mientras salían. Y luego dio una vuelta por la habitación. Fue a las cabinas de las duchas y se asomó dentro. Se acercó a los lavabos y pasó el dedo por la blanca porcelana. Abrió un grifo y puso un dedo bajo el chorro, y apartó bruscamente la mano al salir el agua caliente. Consideró durante un momento el lavabo y luego, tras colocar el tapón, lo llenó con un poco de agua caliente y otro poco de fría. Y entonces se lavó la cara y las manos en el agua tibia. Se estaba mojando el pelo con los dedos cuando oyó un paso en el piso de cemento a su espalda. Madre se volvió al oír el ruido. Un hombre mayor la miraba, inmóvil, con expresión de justo asombro.

¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó con aspereza.

Madre tragó saliva y sintió el agua escurriéndole por la barbilla y empapando su vestido.

No lo sabía —se disculpó—. Pensé que los servicios eran para que los usara la gente.

El hombre le dedicó una mirada de desaprobación.

Es para hombres —dijo muy serio. Fue hasta la puerta y señaló un letrero que había en ella: CABALLEROS—. ¿Lo ve? —dijo—. Eso lo demuestra. ¿Es que no lo ha visto?

No —dijo Madre avergonzada—, no lo vi. ¿No hay otro lugar donde yo pueda ir?

El enfado del hombre se desvaneció. —¿Acaba usted de llegar? —le preguntó ya más amable. —A media noche llegamos —respondió Madre. —Entonces no habrá hablado aún con el Comité. —¿Qué Comité?

¿Cuál va a ser? El Comité de las señoras. —No, no he hablado con nadie. Él le explicó orgulloso:

El Comité le hará una visita bien pronto y la pondrá al corriente de todo. Nos ocupamos de la gente recién llegada. Ahora, si quiere el servicio de las mujeres no tiene más que dar la vuelta al edificio. Aquel lado es el suyo.

Madre preguntó inquieta: —¿Y dice usted que un comité de señoras va a venir a mi tienda? Él asintió. —Supongo que dentro de nada.

Gracias —dijo Madre. Salió a toda prisa y medio corrió hasta la tienda—. Padre—llamó—. ¡John, levántate! Tú, Al. Levántate y ve a lavarte —ojos sobresaltados y soñolientos la miraron—. Todos —gritó Madre—, arriba y a lavarse la cara. Y peinaros también.

El tío John estaba pálido y desencajado. Tenía en la barbilla la señal roja de una contusión.

¿Qué pasa? —preguntó Padre impaciente.

El Comité —gritó Madre—. Hay un comité... de señoras, que va a venir a visitarnos. Levantaos e id a lavaros. Y mientras nosotros dormíamos roncando, Tom salió y consiguió trabajo. Arriba todos, venga.

Fueron saliendo medio dormidos de la tienda. El tío John se tambaleó un poco y su rostro mostró una expresión de dolor.

Ve a ese edificio y lávate —le ordenó Madre—. Tenemos que desayunar y estar preparados para recibir al Comité —ella se dirigió hacia un montón pequeño de leña partida que había dentro de su plaza de camping. Encendió una fogata y colocó sus utensilios de cocinar—. Pan de maíz —dijo para sí—. Pan de maíz y salsa. Eso es rápido. Tenemos poco tiempo —siguió hablando para sí mientras Ruthie y Winfield la contemplaban con perplejidad.

El humo de las fogatas de la mañana se elevaba por todo el campamento y el murmullo de voces se oía por todas partes.

Rose of Sharon, desaliñada y con ojos adormilados, reptó fuera de la tienda. Madre se volvió olvidando un momento el maíz que estaba midiendo a puñados. Miró el vestido arrugado y sucio de su hija y su cabello alborotado y sin peinar.

Tienes que arreglarte —dijo enérgicamente—. Ve ahora mismo y lávate. Tienes un vestido limpio. Te lo he lavado. Cepíllate el pelo y quítate las legañas de los ojos —Madre rebosaba nerviosismo.

Rose of Sharón respondió malhumorada.

No me encuentro bien. Ojalá viniera Connie. No me apetece hacer nada estando sin Connie.

Madre se volvió en redondo para encararse con ella. El maíz amarillo se adhería a sus manos y muñecas.

Rosasharn —dijo seriamente—, tienes que serenarte. Ya has estado lamentándote bastante. Va a venir un comité de señoras y no estoy dispuesta a que mi familia esté impresentable cuando lleguen.

Pero es que no me encuentro bien.

Madre se acercó a ella con las manos pringosas extendidas.

Muévete —dijo Madre—. Hay veces en que aunque te encuentres mal tienes que guardártelo para ti misma.

Voy a vomitar —gimoteó Rose of Sharon.

Bueno, pues ve a vomitar. Claro que tienes náuseas. Como todo el mundo. Vomita, y luego te aseas, te lavas las piernas y te pones los zapatos —le dio la espalda—. Y trénzate el pelo —añadió.

La grasa de la sartén borboteó sobre el fuego y salpicó y silbó cuando Madre dejó caer una cucharada de masa de pan de maíz. Luego ella mezcló harina con grasa en una cazuela y añadió agua y sal y removió la salsa. El café empezó a hervir en la lata de galón y de ella surgió su aroma.

Padre volvió calmoso de la unidad sanitaria y Madre levantó la vista con ánimo crítico. Padre dijo:

¿Dices que Tom ha encontrado trabajo?

Sí, señor. Salió mientras dormíamos. Busca en esa caja y coge un mono limpio y una camisa. Y, Padre, estoy de lo más ocupada. Ocúpate de las orejas de Ruthie y Winfield. Hay agua caliente. ¿Me harías ese favor? Límpiales bien las orejas y el cuello. Que queden rojos y brillantes.

Nunca te he visto tan excitada —comentó Padre.

Ahora es el momento en que la familia debe tener un aspecto decente — gritó Madre—. Durante el viaje no hubo oportunidad. Pero ahora sí podemos. Tira el mono sucio dentro de la tienda y ya te lo lavaré.

Padre entró en la tienda y al cabo de un momento emergió con un mono azul pálido, descolorido y una camisa. Y condujo a los niños tristes y anonadados hacia la unidad sanitaria.

Ráscales bien alrededor de las orejas —gritó Madre cuando ya se alejaban.

El tío John se asomó por la puerta de los hombres y luego se volvió dentro y estuvo largo rato sentado en el retrete sujetándose la dolorida cabeza entre las manos.

Madre había sacado ya una bandeja de pan de maíz dorado y estaba metiendo más masa en la sartén para una segunda bandeja cuando una sombra cayó en la tierra a su lado. Miró por encima del hombro. Había un hombrecillo todo vestido de blanco detrás de ella, un hombre con el rostro delgado, moreno y lleno de líneas y unos ojos alegres. Era tan delgado como una estaca. Sus blancas ropas limpias estaban deshilachadas por las costuras. Le sonrió a Madre.

Buenos días —saludó. Madre miró las ropas blancas y su semblante se endureció con suspicacia.

Buenos días —respondió.

¿Es usted la señora Joad?

Sí.

Yo soy Jim Rawley. Soy el director del campamento. Quise pasar sólo un momento para ver si todo estaba en orden. ¿Tienen todo lo que necesitan?

Madre le estudió aún sospechando.

Sí—dijo.

Rawley siguió:

Estaba dormido cuando llegaron ustedes anoche. Fue una suerte que hubiera una plaza libre —su voz era cálida.

Madre dijo simplemente:

Esto está bien. Sobre todo los lavaderos.

Espere a que las mujeres empiecen a lavar. Dentro de poco ya. Arman un alboroto tremendo. Como si fuera una asamblea. ¿Sabe lo que hicieron ayer, señora Joad? Organizaron un coro. Cantaban un himno al tiempo que restregaban la ropa. Le aseguro que fue algo digno de oírse.

La suspicacia iba desapareciendo de la expresión de Madre.

Debe haber sido hermoso. ¿Es usted el jefe?

No —dijo él—. La gente de aquí me quitó el empleo con su propio trabajo. Ellos limpian el campamento, mantienen el orden, hacen todo. Nunca había visto gente semejante. Están haciendo ropa en el salón de reuniones. Y están fabricando juguetes. Nunca había visto gente como ésta.

Madre bajó los ojos a su sucio vestido.

Todavía no estamos limpios —dijo—. Mientras estás viajando es sencillamente imposible estar limpio.

Dígamelo a mí —dijo él. Olfateó el aire—. Oiga... ¿ese café que huele tan bien es el suyo?

Madre sonrió.

Huele bien, ¿verdad? Al aire libre siempre huele bien —y añadió con orgullo—: Sería un honor para nosotros si quisiera usted compartir nuestro desayuno.

Él se aproximó al fuego y se acuclilló, y el último resto de reticencia de Madre se vino abajo.

Nos encantaría que nos acompañara —dijo ella—. No tenemos nada del otro mundo, pero es usted bienvenido.

El hombrecillo hizo una mueca.

Ya he desayunado. Pero le aceptaría con gusto una taza de ese café que huele tan bien.

Pues claro, no faltaría más.

No tenga prisa.

Madre sirvió el café en una taza de hojalata de la cafetera de galón. Dijo:

Aún no tenemos azúcar, quizá compremos hoy. Si está acostumbrado al azúcar no le sabrá bien.

Nunca le pongo azúcar —dijo él—. Echa a perder el sabor del buen café.

Bueno, a mí me gusta con un poquito de azúcar —dijo Madre. Le miró de pronto con atención, para ver cómo había intimado tanto tan deprisa. Buscó un motivo en el rostro del hombre y no encontró nada más que cordialidad. Luego se fijó en las costuras deshilacha-das de su chaqueta blanca y se convenció.

Tomó un sorbo de café.

Supongo que las señoras vendrán a verla esta mañana.

No estamos limpios —dijo Madre—. No deberían venir hasta que no nos aseáramos un poco.

Pero ellas saben lo que pasa —dijo el director—. Ellas llegaron igual. No, señor. Los comités de este campamento son buenos porque han tenido la misma experiencia —terminó de beber el café y se puso en pie—. Bueno, he de irme. Para cualquier cosa que quiera, pásese por la oficina. Yo estoy siempre allí. Un café estupendo. Muchas gracias —puso la taza en la caja con las otras, saludó con la mano y se alejó siguiendo la línea de tiendas. Madre le oyó hablando con la gente conforme pasaba.

Madre bajó la cabeza y luchó contra el deseo de llorar.

Padre volvió seguido de los niños, que tenían aún los ojos húmedos del dolor del lavado de orejas. Venían sumisos y relucientes. La piel quemada de la nariz de Winfield estaba despellejada.

Aquí los tienes —dijo Padre—. Tenían porquería en dos capas de piel. Casi los tuve que amarrar para que se estuvieran quietos.

Madre los examinó con atención.

Están muy guapos —dijo—. Servios vosotros mismos pan de maíz y salsa. Tenemos que quitar trastos de en medio y poner la tienda en orden.

Padre sirvió los platos para los niños y para él mismo. —Me pregunto dónde ha encontrado Tom trabajo. —No sé. —Bueno, si él puede, nosotros también.

Al llegó a la tienda muy excitado.

¡Menudo sitio! —exclamó. Se sirvió comida y una taza de café—. ¿Sabéis lo que está haciendo un tipo? Está construyendo una casa rodante. Allí mismo, detrás de esas tiendas. Tiene camas y un fogón..., de todo. Viven ahí. ¡Dios!, así es como hay que vivir. Justo donde te pares, ahí está tu casa.

Madre dijo:

Yo prefiero una casa pequeña. Tan pronto como podamos, quiero una casita.

Padre dijo:

Al, cuando hayamos comido, tú y yo y el tío John saldremos en el camión a buscar trabajo.

Muy bien —respondió Al—. Me gustaría encontrar un empleo en un garaje, si es que hay trabajo. Eso es lo que de verdad me gustaría. Y comprarme un viejo Ford puesto a punto. Lo pinto de amarillo para fardar por ahí. He visto una chica guapa un poco más allá. Y le dediqué un buen guiño. Era preciosa.

Más te vale tener trabajo antes de dedicarte a hacer la cabra y perseguir chicas —dijo Padre con seriedad.

El tío John salió del servicio y se fue acercando con lentitud. Madre frunció el ceño al verle.

No te has lavado... —empezó, y entonces vio lo enfermo que parecía y lo débil y triste—. Entra en la tienda y échate —dijo—. No estás bien.

Él meneó la cabeza.

No —rechazó—. He pecado y debo aceptar mi castigo—. Se acuclilló con aire desconsolado y se sirvió una taza de café.

Madre sacó de la sartén los últimos trozos de pan de maíz. Dijo como si tal cosa:

El director del campamento vino y se sentó a tomar una taza de café.

¿Sí? —Padre la miró despacio—. ¿Qué es lo que quería? Empezamos pronto.

Sólo vino a pasar un rato —dijo Madre delicadamente—. Se sentó y tomó un café. Dijo que no tomaba buen café muy a menudo y olió el nuestro.

¿Qué quería? —preguntó Padre otra vez.

No quería nada. Vino a ver cómo nos iba.

No lo creo —replicó Padre—. Seguramente va por ahí presumiendo y husmeando.

¡No era eso lo que hacía! —gritó Madre enfadada—. Yo sé cuándo va uno presumiendo tan bien como cualquiera.

Padre arrojó los posos del café fuera de la taza.

Tienes que dejar de pensar así —dijo Madre—. Este es un sitio decente.

Lleva cuidado de que no se vuelva tan decente que no pueda uno ni vivir en él —dijo Padre, celoso—. Date prisa. Al. Nos vamos a buscar trabajo.

Al se limpió la boca con la mano. —Yo ya estoy —dijo. Padre se volvió hacia el tío John. —¿Tú te vienes?

Sí. Voy.

No tienes muy buen aspecto.

No me encuentro muy bien, pero quiero ir.

Al subió al camión.

Hay que poner gasolina —decidió. Puso en marcha el motor. Padre y el tío John montaron a su lado y el camión se alejó calle abajo.

Madre los vio irse. Luego cogió un cubo y se dirigió hacia las pilas que había bajo la parte descubierta de la unidad sanitaria. Llenó el cubo de agua caliente y lo acarreó hasta su campamento de nuevo. Y estaba lavando los platos en el cubo cuando Rose of Sharon regresó.

Te dejé desayuno en un plato —dijo Madre. Y luego miró a la joven con atención. Llevaba el pelo chorreante y peinado y la piel brillante estaba sonrosada. Se había puesto el vestido azul estampado de florecillas blancas. En los pies calzaba los zapatos de tacón de su boda. Se ruborizó bajo el escrutinio de Madre—. Te has bañado —dijo Madre.

Rose of Sharon habló con voz ronca.

Yo estaba allí cuando llegó una señora y se bañó. ¿Sabes cómo se hace? Te metes en una especie de caseta, giras las palancas y el agua empieza a caerte encima..., agua caliente o fría, como quieras..., y me he duchado.

Yo también me voy a duchar —gritó Madre—. En cuanto acabe con esto. Tú me puedes enseñar.

Me voy a duchar todos los días —dijo la muchacha—. Y esa señora... me ha visto, y que estoy esperando y ¿sabes lo que me ha dicho? Dice que hay una enfermera que viene todas las semanas. Que debo ir a verla y ella me dirá exactamente lo que debo hacer para que el niño sea fuerte. Dice que aquí todas las mujeres hacen eso. Y yo voy a hacerlo —las palabras salían a borbotones—. Y ¿sabes qué? La semana pasada nació un niño y el campamento entero hizo una fiesta y hubo ropas y se dieron cosas para el bebé, incluso un cochecito, de mimbre. No era nuevo, pero le dieron una mano de pintura rosa y quedó como nuevo. Y le pusieron nombre al bebé y comieron pastel. ¡Oh, Señor! —se fue calmando, respirando con agitación.

Madre dijo:

Alabado sea Dios, hemos llegado a casa, a nuestra gente. Voy a darme una ducha.

Sí, está muy bien —aseguró su hija.

Madre secó los cacharros de hojalata y los apiló. Dijo:

Nosotros somos de la familia Joad. No tenemos que mirar hacia arriba a nadie. El abuelo del abuelo participó en la Revolución. Fuimos campesinos hasta empeñarnos. Y entonces... esa gente. Nos han hecho algo. Cada vez que venían era como si me estuvieran azotando..., como si nos azotaran a todos. Y en Needles, aquel policía. Me hizo algo, me hizo sentirme mala. Sentirme avergonzada. Y ahora no siento vergüenza. Esta gente es nuestra gente...,

nuestra gente. El director este, vino y se sentó a tomar café y dijo: «señora Joad» esto y «señora Joad» lo otro... y ¿Cómo le va, señora Joad? —se interrumpió y suspiró—. ¡Pero si me he vuelto a sentir persona! —puso en el montón el último plato. Entró en la tienda y rebuscó entre la caja de ropa hasta dar con sus zapatos y un vestido limpio. Y encontró un paquetito de papel que contenía sus pendientes. Al pasar junto a Rose of Sharon, le dijo:

Si vienen esas señoras, diles que vuelvo inmediatamente —desapareció por uno de los laterales de la unidad sanitaria.

Rose of Sharon se sentó pesadamente en una caja y contempló sus zapatos de boda, de charol negro y lazos negros, a medida. Limpió las puntas con el dedo y se limpió el dedo con la parte interior de la falda. Al agacharse sintió presión en su abdomen en crecimiento. Se sentó derecha y se palpó con dedos exploradores mientras sonreía ligeramente.

Por la calle caminaba una mujer robusta, cargando una caja de manzanas llena de ropa sucia hacia las pilas. Tenía el rostro atezado por el sol y sus ojos eran negros e intensos. Llevaba un delantal amplio, hecho de un saco de algodón, sobre el vestido de algodón y se calzaba con unos zapatos de hombre de cordones, de color marrón. Vio cómo Rose of Sharon se acariciaba y la leve sonrisa de su rostro.

¡Vaya! —gritó y rió con satisfacción—. ¿Qué crees tú que va a ser?

Rose of Sharon se azoró y miró al suelo y luego se aventuró a levantar la vista y los brillantes ojillos negros de la mujer la cautivaron.

No lo sé —farfulló.

La mujer dejó caer con un ruido la caja de manzanas al suelo.

Tienes un tumor vivo —dijo, y cacareó como una gallina feliz—. ¿Qué preferirías? —exigió.

No sé..., niño, supongo. Seguro..., niño. —Acabáis de llegar, ¿no es eso? —Anoche... muy tarde. —¿Os vais a quedar?

No lo sé. Si encontramos trabajo, supongo que sí.

Una sombra cruzó el rostro de la mujer y los ojillos negros mostraron fiereza.

Si encontráis trabajo. Es lo que decimos todos.

Mi hermano ya encontró trabajo esta mañana.

Ah ¿sí? Quizá tengáis suerte. Ojo avizor con la suerte. No se puede confiar en ella —dio algunos pasos hacia Rose—. Sólo se puede tener una clase de suerte. Nada más. Sé buena chica —dijo con fiereza—. Sé buena. Si llevas algún pecado contigo, más te vale llevar cuidado con ese bebé —se acuclilló delante de Rose of Sharon—. En este campamento pasan cosas de escándalo —dijo

misteriosamente—. Todos los sábados por la noche hay baile y no creas que es sólo baile de figuras. Algunos bailan agarrados. ¡Yo les he visto!

Rose of Sharon dijo con cautela:

A mí me gusta bailar, la danza de figuras —y añadió con recato—. Nunca he bailado de esta otra forma.

La mujer morena asintió con tristeza.

Pues algunas sí lo hacen. Y el Señor no lo va a dejar pasar así; eso sí que no lo creas.

No, señora —respondió la joven quedamente.

La mujer puso una mano marrón y arrugada en la rodilla de Rose of Sharon, que se encogió bajo el contacto.

Ahora déjame que te advierta. Sólo quedan unos pocos de los que realmente aman a Jesús. Cada sábado por la noche cuando esa banda empieza a tocar, himnos debieran tocar, ellos bailan como peonzas, sí, señor, como peonzas. Yo los he visto. Yo misma no me acerco a ellos, ni dejo a mi familia que se acerque. Hay baile agarrado ya te digo —hizo una pausa buscando el énfasis y luego dijo, con voz áspera—: Hacen más. Una obra de teatro —se apartó y ladeó la cabeza para observar cómo se tomaba Rose of Sharon semejante revelación.

¿Actores? —preguntó la joven pasmada.

¡No, señor! —explotó la mujer—. No son actores, esa gente que ya está condenada. Nuestra propia clase de gente. Nuestra propia gente. Y había niños pequeños, que no sabían lo que hacían, haciéndose pasar por lo que no eran. Yo no me acerqué. Pero les oí hablar de lo que hacían. El diablo se paseaba sencillamente por el campamento.

Rose of Sharon escuchaba, los ojos y la boca abiertos.

Una vez en la escuela dimos una obra de Cristo Niño..., para Navidad.

Bueno..., yo no digo que eso sea malo o bueno. Hay buena gente que cree que una obra así está bien. Pero..., bueno, yo no me atrevería a afirmarlo sin ninguna duda. Pero esto de aquí no era ningún Cristo Niño. Esto era pecado y engaño y mañas del diablo. Contoneándose y desfilando y hablando como si fueran alguien que no son. Y bailando, agarrado y abrazándose.

Rose of Sharon dejó escapar un suspiro.

Y no son sólo unos pocos —continuó la mujer morena—. Esto se está poniendo de forma que puedes casi contar los verdaderos piadosos con los dedos de la mano. Y tampoco creas que esos pecadores le pasan a Dios desapercibidos. No, señor, Él va anotando pecado por pecado y tirará la línea para sumarlos uno a uno. Dios está vigilando y yo también. Ya ha sacado a la luz a dos de ellos.

Rose of Sharon dio un respingo: —¿De verdad? La voz de la mujer morena iba subiendo en intensidad.

Yo lo he visto. Una chica que esperaba un hijo, igual que tú. Y participaba en la obra y bailaba agarrado. Y —la voz se volvió poco afable y ominosa— empezó a adelgazar y a adelgazar y... tuvo ese hijo muerto.

¡Dios mío! —la muchacha estaba pálida.

Muerto y sanguinolento. Por supuesto, nadie volvió a hablarle. Tuvo que marcharse. No se puede tocar el pecado y no pillarlo. No, señor. Y hubo otra, hacía las mismas cosas. Empezó a adelgazar y, ¿sabes qué? Una noche desapareció. Y al cabo de dos días estaba de vuelta. Dijo que había estado de visita. Pero... ya no tenía el bebé. ¿Sabes lo que yo creo? Creo que el director se la llevó para que soltara el niño. Él no cree en el pecado, él mismo me lo dijo. Dice que el pecado es estar hambriento y pasar frío. Dice —ya te digo, me lo dijo él mismo— que no puede ver a Dios en esas cosas. Que esas chicas adelgazaron porque no tenían comida suficiente. Bien, yo le puse en su sitio —se puso en pie y dio un paso atrás. Sus ojos brillaban con intensidad. Señaló al rostro de Rose of Sharon con un índice rígido—. Le dije: Atrás. Dije: Sabía que el diablo andaba desbocado por este campamento. Ahora sé quién es el diablo. Atrás, Satán, le dije. Y te juro que se volvió atrás. Temblando, todo escurridizo. Dijo: Por favor, por favor, no haga preocuparse a la gente. Y yo digo: ¿preocuparse? ¿Y qué hay de sus almas? ¿Qué hay de esos niños muertos y esos pocos pecadores echados a perder por culpa de las obras de teatro? Él se limitó a mirar, hizo una mueca enfermiza y se alejó. Sabía cuándo había tropezado con un verdadero testigo del Señor. Yo dije: Estoy ayudando a Jesús a vigilar lo que pasa por aquí. Y usted y esos otros pecadores no se van a salir con la suya —recogió su caja de ropa sucia—. Tú hazme caso. Te he advertido. Ten en cuenta a ese pobre hijo que llevas en el vientre y no cometas pecados —y se alejó a zancadas con aire de titán, sus ojos brillantes de virtud.

Rose of Sharon la vio irse y luego puso la cabeza entre las manos y gimió oculta en sus palmas. Una voz suave sonó a su lado. Levantó la vista, avergonzada. Era el pequeño director vestido de blanco.

No te preocupes —dijo—. No te preocupes.

Los ojos de Rose se cegaron por las lágrimas.

Pero es que yo lo he hecho —lloró ella—. He bailado agarrado. No se lo dije a ella. Lo hice en Sallisaw, con Connie.

No te preocupes —dijo.

Dice que perderé el niño.

Ya sé lo que dice. La tengo más o menos vigilada. Es una buena mujer, pero hace desgraciada a la gente.

Rose of Sharon sorbió. —Conoció a dos chicas que perdieron el niño en este campamento. El director se acuclilló delante de ella.

Mira —dijo—. Yo también las conozco. Tenían demasiada hambre y cansancio. Y trabajaron demasiado. Y fueron en un camión por caminos llenos de baches. Estaban enfermas. No fue culpa suya.

Pero ella dijo...

No te preocupes. A esa mujer le gusta liar a la gente.

Pero dice que usted es el diablo.

Ya lo sé. Porque no le permito que apene a la gente —le palmeó el hombro—. No te preocupes. No sabe lo que dice —y se marchó con rapidez.

Rose of Sharon se quedó mirándole; sus hombros enjutos se agitaban al andar. Estaba aún contemplando su figura delgada cuando volvió Madre, limpia y rosada, con el pelo peinado y húmedo y atado en un nudo. Llevaba su vestido estampado y los zapatos agrietados; y los pequeños pendientes colgaban de sus orejas.

Lo he hecho —dijo—. Me puse allí y dejé que el agua caliente me cayera y bajara por mí. Y una señora me dijo que si quieres lo puedes hacer todos los días. Y... ¿ha venido ya el comité de señoras?

No —respondió la joven.

¡Y tú ahí sentada y sin preparar para nada el campamento! —madre reunió los platos de hojalata mientras hablaba—. Tenemos que poner orden — dijo—. Venga, ¡muévete! Coge el saco y dale un barrido al suelo —ella recogió los utensilios, puso las sartenes en su caja y la caja en la tienda—. Alisa esas camas —ordenó—. Te aseguro que nunca he sentido nada tan agradable como el agua esa.

Rose of Sharon siguió las órdenes con apatía. —¿Crees que Connie volverá hoy? —Quizá..., quizá no. No te puedo decir. —¿Estás segura de que sabe a dónde venir? —Claro.

Madre..., ¿no crees... que pudieron haberle matado cuando quemaron...?

A él no —dijo Madre con seguridad—. Él puede viajar cuando quiere, tan veloz como una liebre y escurridizo como un zorro.

Ojalá viniera.

Llegará cuando llegue.

Madre...

Me gustaría que empezaras a trabajar.

Sí, ¿crees que bailar y actuar son pecados y me harán perder el niño?

Madre interrumpió su trabajo y puso las manos en las caderas.

¿Qué estás diciendo? Tú nunca has actuado.

Bueno, alguna gente de aquí lo ha hecho y una chica perdió el niño..., muerto... y sanguinolento, como si fuera el juicio.

Madre la miró fijamente.

¿Quién te lo ha dicho?

Una señora que pasó por aquí. Y ese hombrecillo de ropa blanca vino y dijo que esa no había sido la causa.

Madre frunció el ceño.

Rosasharn —dijo—, deja de acosarte. Te estás provocando hasta llorar. No sé qué te ha pasado. Nuestra gente nunca hizo semejante cosa. Tomaron lo que les vino con los ojos secos. Apuesto a que fue Connie el que te metió esas ideas. Se creía demasiado grande para sus pantalones, sencillamente —y añadió con seriedad—:

Rosasharn, tú no eres más que una persona y hay otras muchas. Ponte en tu sitio. He conocido a gente rodearse de pecado hasta creerse grandes vainas de maldad frente al Señor.

Pero Madre...

No. Cállate y a trabajar. No eres bastante grande ni bastante mala para preocupar a Dios demasiado. Y te voy a calentar si no dejas de atormentarte — barrió las cenizas en el agujero y sacudió las piedras del borde. Vio al comité acercándose por la calle— a trabajar—dijo—. Aquí vienen las señoras. Ponte a trabajar para que pueda estar orgullosa —no volvió a mirar, pero era consciente de que el comité se aproximaba.

No cabía duda de que era el comité; tres señoras, lavadas, vestidas con sus mejores ropas: una mujer delgada de pelo fuerte y con gafas de montura de acero, una señora pequeña y robusta con el pelo gris rizado y una dulce boca pequeña, y una señora como un mamut, gruesa de pantorrilla y trasero, de pecho grande, musculosa como un caballo de tiro, poderoso y seguro. Y el comité caminó calle abajo con dignidad.

Madre se las arregló para darles la espada cuando llegaron. Ellas pararon, en círculo, luego en fila. Y la mujerona atronó:

Buenos días. La señora Joad, ¿no es eso?

Madre se volvió como si la hubieran pillado desprevenida.

Sí, sí. ¿Cómo saben mi nombre?

Formamos el comité —dijo la mujer—. El Comité de Señoras de la Unidad Sanitaria número cuatro. Nos dijeron su nombre en la oficina.

Madre se aturulló:

Todavía no tenemos muy buen aspecto. Me encantaría que vinieran a sentarse mientras hago algo de café.

La mujer más rolliza del comité dijo:

Preséntanos, Jessie. Dile nuestros nombres a la señora Joad. Jessie es la presidenta —explicó.

Jessie dijo formalmente:

Señora Joad, éstas son Annie Littlefield y Ella Summers y yo soy Jessie Bullitt.

Encantada de conocerlas —respondió Madre—. ¿No se sientan? No hay dónde sentarse todavía —añadió—. Pero voy a hacer café.

No, no —dijo Annie formalmente—. No se moleste. Sólo vinimos a presentarnos y ver cómo estaba, para que se sintiera como en casa.

Jessie Bullitt dijo severamente:

Annie, te agradecería que recordaras que yo soy presidenta.

Ah, claro, claro. Pero la semana que viene lo seré yo.

Bueno, pues entonces espera a la semana que viene. Cambiamos todas las semanas —le explicó a Madre.

¿Seguro que no quieren un poco de café? —preguntó Madre sin saber qué hacer .

No, gracias —Jessie se hizo cargo—. Le informaremos primero sobre la unidad sanitaria y después, si quiere, la incluiremos en el Club de Señoras y le daremos un cometido. Claro que eso es voluntario.

¿Es... muy caro?

No cuesta sino trabajo. Y cuando la conozcan, quizá pueda ser elegida para este comité —interrumpió Annie—. Jessie está en el comité de todo el campamento. Es una señora importante de comité.

Jessie sonrió con orgullo.

Elegida por unanimidad —dijo—. Bueno, señora Joad, creo que ya es hora de que le digamos cómo funciona el campamento.

Madre dijo:

Ésta es mi hija, Rosasharn.

¿Cómo estás? —saludaron.

Mejor será que venga también con nosotras.

La enorme Jessie habló, con un aire lleno de dignidad y amabilidad y llevaba su discurso ensayado.

No debe pensar que nos entrometemos en sus asuntos, señora Joad. En este campamento hay muchas cosas de uso común. Y tenemos normas que nosotros mismos hemos hecho. Ahora vamos a la unidad. Lo que hay allí lo usa todo el mundo y todos debemos cuidar todo —pasearon hasta la sección descubierta donde estaban los lavaderos, en un total de veinte. Había ocho en uso, las mujeres inclinándose, restregaban las ropas y las pilas de ropa escurrida estaban amontonadas en el limpio suelo de cemento—. Puede usarlos siempre que quiera —dijo Jessie—. La única condición es que los deje limpios.

Las mujeres que estaban lavando levantaron la vista con interés. Jessie dijo en voz alta:

Éstas son la señora Joad y Rosasharn, han venido a vivir. Saludaron a Madre a coro y Madre hizo una ligera reverencia: —Encantada de conocerlas.

Jessie precedió al comité entrando a los servicios y las duchas.

Ya he estado aquí —dijo Madre—. Incluso me he dado una ducha.

Para eso están —replicó Jessie—. Y se aplica la misma norma. Hay que dejarlos limpios. Cada semana hay un comité nuevo para fregarlos una vez al día. Quizá le toque en ese comité. Tiene que traer su propio jabón.

Tenemos que comprar algo de jabón —dijo Madre—. Se nos ha acabado por completo.

La voz de Jessie se tornó casi reverente.

¿Alguna vez los ha usado de esta clase? —preguntó y señalo a los servicios.

Sí. Esta misma mañana. Jessie suspiró. —Eso está bien. Ella Summers dijo:

La semana pasada sin ir más lejos... Jessie interrumpió con severidad: —Señora Summers, yo se lo diré. Ella cedió terreno.

Ah, de acuerdo.

Jessie dijo:

La semana pasada, cuando eras presidenta, tú lo hiciste todo. Te agradeceré que esta semana te abstengas.

Bueno, cuenta lo que hizo esa señora —contestó ella.

Bien —dijo Jessie—, no es asunto de este comité ir cotilleando, pero no diré nombres. Una señora llegó la semana pasada y entró aquí antes de que la visitara el comité y había metido los pantalones de su marido en el water, y dijo: Es demasiado bajo y no lo bastante grande. Te revientas la espalda. ¿No han podido ponerlo un poco más alto? —el comité sonrió con superioridad.

Ella interrumpió.

Dijo: No se puede meter suficiente de una vez —y soportó la mirada severa de Jessie.

Jessie dijo:

Tenemos nuestros problemas con el papel higiénico. La norma dice que nadie se puede llevar papel de aquí —chasqueó la lengua con fuerza—. Todo el campamento contribuye para el papel higiénico. Calló durante un momento y luego confesó—. El número cuatro gasta más que ninguno. Hay alguien que lo está robando. Surgió en la asamblea general de señoras. «El lado de las mujeres, Unidad número cuatro, está usando demasiado.» Surgió allí, en la propia asamblea.

Madre seguía la conversación sin respirar.

Robándolo..., ¿para qué?

Bueno —respondió Jessie—, ya ha habido problemas anteriormente. La última vez se trataba de tres niñitas que hacían muñecas de papel con él. Las cogimos. Pero esta vez no sabemos. Apenas da tiempo a poner un cascabel que suene cada vez que el rollo gira una vez. Así podríamos contar cuánto usa cada una —meneó la cabeza—. Simplemente no sé —dijo—. He estado preocupada toda la semana. Alguien roba papel higiénico de la Unidad cuatro.

De la entrada llegó una voz lastimera:

Señora Bullit —el comité se volvió—. Señora Bullit, he oído lo que decían —había una mujer ruborizada y sudorosa en la entrada—. No me pude levantar en la asamblea, señora Bullit. Es que no pude. Se habrían echado a reír o algo así.

¿De qué está hablando? —Jessie avanzó.

Bueno, nosotros, quizá... seamos nosotros. Pero no estamos robando, señora Bullitt.

Jessie se acercó a ella y la transpiración afloró en la mujer que confesaba azorada.

No podemos evitarlo, señora Bullit.

Diga ya lo que quiera decir —dijo Jessie—. Esta unidad ha pasado vergüenza por culpa de ese papel higiénico.

Toda la semana, señora Bullitt. No hemos podido evitarlo. Usted sabe que tengo cinco hijas.

¿Qué han estado haciendo con él? —exigió Jessie en tono ominoso.

Sólo usándolo. De verdad, usándolo nada más.

¡No tienen derecho! Cuatro o cinco hojas es suficiente. ¿Qué es lo que les pasa?

La confesora se lamentó:

Diarrea. Las cinco. Hemos andado mal de dinero y comieron uvas verdes. Las cinco tienen diarrea. Tienen que venir cada diez minutos —las defendió—: Pero no lo están robando.

Jessie suspiró.

Debería haberlo dicho antes —dijo—. Hay que decirlo. Por no haberlo hecho la Unidad cuatro ha estado pasando vergüenza. Cualquiera puede tener diarrea.

La mansa voz gimoteó:

Es sólo que no puedo hacer que dejen de comer uvas verdes. Y se ponen cada vez peor.

La Ayuda —interrumpió Ella Summers—. Debe recibir la Ayuda.

Ella Summers —dijo Jessie—, te lo digo por última vez, no eres la presidenta; se volvió hacia la abatida mujercita.

¿No tiene ningún dinero, señora Joyce? Ésta bajó la vista avergonzada. —No, pero conseguiremos trabajo en cualquier momento.

Venga, levante la cabeza —dijo Jessie—. Eso no es ningún crimen. Vaya derecha a la tienda de Weedpatch y compre algunas cosas. El campamento tiene allí un crédito de veinte dólares. Compre por valor de cinco dólares. Se lo puede devolver al Comité Central cuando tenga trabajo. Señora Joyce, usted lo sabía — añadió severamente—. ¿Cómo es que ha dejado que sus hijas pasen hambre?

Nunca hemos aceptado caridad —respondió la señora Joyce.

Esto no es caridad y usted lo sabe —se enfureció Jessie—. Creí que eso había quedado claro. En este campamento no hay caridad. No la admitimos. Ahora vaya a comprar algo de comer y tráigame el recibo a mí.

La señora Joyce preguntó tímidamente:

Suponga que no podamos devolverlo nunca. Hace mucho tiempo que no tenemos trabajo.

Lo devuelve si puede. Si no puede no es asunto nuestro ni es asunto suyo. Uno se fue y al cabo de dos meses mandó el dinero. En este campamento no tiene usted derecho a dejar que sus hijas pasen hambre.

Sí, señora —dijo la señora Joyce intimidada.

Compre un poco de queso para esas niñas —ordenó Jessie—. Eso les curará la diarrea.

Muy bien —y la señora Joyce se escabulló a toda prisa por la puerta.

Jessie se volvió con furia hacia el comité.

No tiene derecho a ser tan estirada. No tiene derecho, si está entre su propia gente.

Annie Littlefield adujo:

Lleva aquí poco tiempo. Quizá no lo sabía. A lo mejor ha aceptado caridad en alguna ocasión. No —dijo Annie—, no intentes callarme, Jessie. Tengo derecho a hablar —se volvió a medias hacia Madre—. Cuando uno acepta caridad, eso deja una señal que no se va. Esto no es caridad, pero si alguna vez lo tienes que tomar, no se te olvide. Apuesto a que Jessie nunca lo ha hecho.

No, es verdad —replicó Jessie.

Pues yo sí —dijo Annie—. El invierno pasado; nos moríamos de hambre..., yo y Padre y los pequeños. Y llovía. Uno nos dijo que acudiéramos al Ejército de Salvación —sus ojos se tornaron fieros—. Teníamos hambre..., nos hicieron arrastrarnos por una cena. Se quedaron nuestra dignidad. Ellos..., ¡les detesto! Y... puede que la señora Joyce haya aceptado caridad. Quizá no sabía que esto no lo es. Señora Joad, en este campamento no dejamos que nadie se atrinchere de esa forma. Ni permitimos que nadie le dé nada a otra persona. Pueden darlo

al campamento, y éste lo distribuye. No hay caridad aquí —su voz era ronca y amenazadora—. Los detesto dijo—. Nunca vi a mi hombre vencido antes, pero esos... del Ejército de Salvación lo consiguieron.

Jessie asintió.

Ya lo había oído —dijo quedamente—, ya lo había oído. Tenemos que seguir informando a la señora Joad.

Madre dijo:

Es realmente muy agradable.

Vamos al cuarto de la costura —sugirió Annie—. Tenemos dos máquinas. Hay un grupo que está haciendo edredones y otro haciendo vestidos. Quizá le gustaría trabajar allí.

Cuando el comité fue a visitar a Madre, Ruthie y Winfield desaparecieron imperceptiblemente fuera del alcance.

¿Por qué no vamos y nos enteramos? —preguntó Winfield.

Ruthie le agarró del brazo.

No —dijo—. Nos lavamos para esas hijas de puta. No pienso ir con ellas.

Winfield dijo:

Te chivaste de lo del servicio. Yo voy a decir lo que les has llamado a esas señoras.

Una sombra de miedo cruzó el rostro de Ruthie. —No se te ocurra. Yo lo dije porque sabía que en realidad no lo habías roto. —No es verdad —replicó Winfield. Ruthie dijo:

Vamos a echar un vistazo por ahí —pasearon siguiendo la línea de tiendas, asomándose en cada una, curioseando tímidamente. Al final de la unidad había una zona allanada donde se había organizado una pista de croquet. Media docena de niños jugaban muy serios. Delante de una tienda había una anciana sentada en un banco que los contemplaba. Ruthie y Winfield echaron a correr .

Dejadnos jugar —gritó Ruthie—. Dejad que entremos en el juego. Los niños levantaron la vista. Una niñita con trenzas dijo: —Podéis jugar en la próxima partida. —Quiero jugar ahora —gritó Ruthie.

Bueno, pues no puedes. Hasta la próxima partida. Ruthie entró en la pista con aire amenazador. —Voy a jugar.

La de las trenzas agarró con fuerza su mazo. Ruthie se llegó a ella de un salto, la abofeteó, la empujó y le arrebató el mazo de las manos.

Dije que iba a jugar —dijo triunfalmente.

La anciana se levantó y caminó por la pista. Ruthie frunció el ceño ferozmente y apretó con más fuerza el mazo. La señora dijo:

Dejadla jugar... igual que hicisteis con Ralph, la semana pasada.

Los niños dejaron sus mazos en el suelo y salieron en tropel de la pista, en silencio. Se quedaron a cierta distancia mirando con ojos inexpresivos. Ruthie los miró alejarse. Entonces golpeó una bola y corrió tras ella.

Venga, Winfield. Coge un palo —le gritó. Y luego le miró con asombro, Winfield se había unido a los niños que miraban y también él la miraba con ojos inexpresivos. Ella, como desafiándoles, volvió a golpear la bola. Levantó una gran polvareda. Simuló pasarlo bien. Y los niños quietos la miraron. Ruthie alineó dos bolas y golpeó ambas, volvió la espalda a los ojos observantes y luego se volvió. De pronto avanzó hacia ellos mazo en mano.

Venid a jugar —exigió. Se fueron apartando en silencio conforme ella se aproximaba. Por un momento les miró, y luego arrojó el mazo y corrió llorando a casa. Los niños volvieron a entrar en la pista.

La niña de las trenzas le dijo a Winfield:

Puedes jugar la próxima partida.

La señora les advirtió:

Cuando vuelva la niña y quiera portarse bien, dejadla. Tú misma te portaste mal, Amy.

El juego siguió adelante mientras en la tienda de los Joad Ruthie sollozaba tristemente.

El camión se movía a lo largo de bellas carreteras, dejando atrás huertos en los que los melocotones empezaban a colorearse, viñedos con racimos pálidos y verdes, bajo hileras de nogueras cuyas ramas llegaban hasta el centro de la carretera. En todos los portones de entrada Al frenaba; y en cada uno había un cartel: no se necesitan empleados. Prohibido el paso.

Al dijo:

Padre, habrá trabajo seguro cuando esa fruta esté a punto. Curioso lugar..., te dicen que no te necesitan antes de que les preguntes —siguió conduciendo lentamente.

Padre dijo:

A lo mejor debíamos entrar de todas formas y preguntar si hay algo de trabajo. Podíamos probar.

Un hombre con mono y camisa azules caminaba por la orilla de la carretera. Al frenó junto a él.

Eh, oiga —dijo Al—. ¿Sabe dónde hay trabajo?

El hombre se detuvo y sonrió, y en su boca faltaban los dientes delanteros. —No —contestó—. ¿Y ustedes? Llevo toda la semana andando y no he encontrado nada.

¿Vive en el campamento del gobierno? —preguntó AL.

Sí.

Entonces suba atrás y buscamos todos —el hombre trepó por el lateral y se dejó caer en la parte de atrás.

Padre dijo:

No tengo idea de dónde podremos encontrar trabajo. Pero supongo que hay que mirar. No sabemos ni dónde mirar.

Debíamos haber hablado con los del campamento —dijo Al—. ¿Cómo te encuentras tío John?

Me duele —dijo el tío John—. Me duele todo y lo que me queda. Debería marcharme para no atraer el castigo sobre mi propia gente.

Padre puso la mano en la rodilla de John.

Mira —le dijo—, no te vayas. Estamos perdiendo gente continuamente: el abuelo y la abuela muertos, Noah y Connie, que se marcharon y el predicador en la cárcel.

Tengo el presentimiento de que volveremos a ver a ese predicador —dijo John.

Al tanteó la bola de la palanca de cambios.

No estás tan bien como para tener presentimientos —dijo—. A la mierda. Vamos a volver y a hablar y a enterarnos de dónde hay algo de trabajo. Vamos como mofetas cazando bajo el agua —frenó el camión, se asomó por la ventana y llamó—: ¡Eh! Mire. Volvemos al campamento a ver si nos enteramos dónde hay trabajo. No tiene sentido quemar gasolina así.

El hombre se asomó por un lado.

Por mí bien —dijo—. Tengo los pies raídos hasta el tobillo. Y no tengo ni un bocado que llevarme a la boca.

Al dio la vuelta en mitad de la carretera y enfiló de regreso.

Padre dijo:

Madre va a quedar dolida, sobre todo con Tom encontrando trabajo tan fácilmente.

Quizá no lo haya conseguido —dijo Al—. A lo mejor ha ido a buscar también. Ojalá pudiera trabajar en un garaje. Aprendería y me gustaría.

Padre gruñó y regresaron al campamento en silencio.

Cuando el comité se marchó, Madre se sentó en una caja delante de la tienda y miró a Rose of Sharon sin saber qué hacer.

Vaya... —dijo—, vaya, no he estado tan animada en años. ¿Verdad que eran agradables esas señoras?

Yo voy a trabajar en la guardería —dijo Rose of Sharon—. Me lo han dicho. Puedo aprender cómo cuidar niños y así estaré preparada.

Madre asintió maravillada.

Estaría muy bien que los hombres encontraran trabajo, ¿verdad? — preguntó—. Que trabajaran y tener algo de dinero —sus ojos se perdieron en el espacio—. Ellos trabajando y nosotras trabajando aquí y toda esta gente tan agradable. Lo primero que me voy a comprar en cuanto salgamos un poco adelante es una cocina, que esté bien. No valen mucho. Y luego una tienda, lo bastante grande y quizá somieres de segunda mano para las camas. Y podríamos usar esta tienda sólo para comer. Y el sábado por la noche iremos al baile. Dicen que puedes invitar gente si quieres. Ojalá tuviéramos amigos a quienes invitar. Quizá los hombres conozcan a alguien para invitar.

Rose of Sharon escudriñó por la carretera.

Esa señora dice que perderé al niño... —empezó.

No vuelvas con eso —le advirtió Madre.

Rose of Sharon dijo quedamente:

La he visto. Viene hacia aquí, creo. ¡Sí! Aquí viene. Madre, no le dejes...

Madre se volvió y contempló la figura que se aproximaba.

¿Cómo está? —dijo la mujer—. Soy la señora Sandry... Lis-beth Sandry. He conocido a su hija esta mañana.

¿Cómo está? —dijo Madre. —¿Es usted feliz en el Señor? —Muy feliz —replicó Madre. —¿Está usted salvada?

Sí —el rostro de Madre estaba cerrado y expectante.

Bien, me alegro —dijo Lisbeth—. Los pecados son muy fuertes por aquí. Ha venido usted a un sitio terrible. La maldad está por todas partes. Gente mala, cosas malas, un cristiano de verdad apenas puede soportarlo. Los pecadores nos rodean.

Madre se ruborizó un poco y cerró la boca con decisión. —A mí me parece que son gente amable —dijo secamente. Los ojos de la señora Sandry se clavaron en ella.

¡Amable! —gritó—. ¿Cree usted que son buenos cuando hay baile agarrado? Se lo digo yo, su alma inmortal no tiene ni una posibilidad en este campamento. Anoche salí a un servicio en Weedpatch. ¿Sabe lo que dijo el predicador? Dijo: Hay maldad en este campamento. Los pobres intentan ser ricos. Hay bailes y abrazos donde debería haber llanto y gemir en pecado. Eso es lo que dijo. Todos los que no están aquí son negros pecadores, dijo. Le aseguro que oírle le deja a uno sintiéndose muy bien. Y sabíamos que estábamos salvados. Nosotros no hemos bailado.

El rostro de Madre estaba rojo. Se puso en pie lentamente y se encaró con la señora Sandry.

¡Fuera! —dijo—. Váyase ahora, antes de que yo peque al decir dónde debe irse. Váyase a su llanto y su gemir.

La señora Sandry se quedó con la boca abierta. Dio un paso atrás. Y entonces se volvió furiosa.

Pensé que eran cristianos.

Es que lo somos —dijo Madre.

No, no lo son. ¡Son pecadores que van arder en el infierno, todos ustedes! Y lo pienso mencionar en la reunión. Puedo ver su negra alma ardiendo. Puedo ver al niño inocente en el vientre de esta muchacha ardiendo.

Un gemido lastimero y apagado escapó de los labios de Rose of Sharon. Madre se agachó y cogió un palo.

¡Fuera! —dijo fríamente—. No se le ocurra volver. He visto antes gente como usted. Se complacen haciendo esto, ¿verdad? —Madre avanzó hacia la señora Sandry. La mujer empezó a retroceder, y luego, de pronto, echó la cabeza hacia atrás y aulló. Los ojos se le pusieron en blanco, los hombros y los brazos colgaban muertos a los lados y una línea espesa de saliva viscosa salió por la comisura de sus labios. Aulló una y otra vez, largos aullidos profundos y bestiales. Hombres y mujeres salieron corriendo de las tiendas y se quedaron cerca, asustados y en silencio. Lentamente la mujer cayó de rodillas y los aullidos decrecieron hasta ser un quejido estremecido y balbuciente. Cayó de costado, las piernas y los brazos agitándose. El blanco de los ojos aparecía bajo los párpados abiertos. Un hombre dijo en voz baja:

El espíritu. Está poseída por el espíritu. El pequeño director se acercó paseando como si nada pasara. —¿Algún problema? —preguntó. La multitud se apartó para dejarle pasar. Miró a la mujer en el suelo. —¡Vaya por Dios! —dijo—. ¿La podéis ayudar algunos a volver a su tienda?

La gente silenciosa removió los pies. Dos hombres se agacharon y la levantaron, uno sujetándola por debajo de los brazos y otro por los pies. Se la llevaron y la gente empezó despacio a moverse tras ellos. Rose of Sharon entró en la tienda y se acostó y se cubrió la cara con una manta.

El director miró a Madre y al palo que llevaba en la mano. Sonrió con cansancio.

¿Le pegó? —preguntó.

Madre continuó con la vista fija en la gente en retirada. Meneó la cabeza despacio.

No, pero me faltó poco. Hoy ha trastornado dos veces a mi hija.

Intente no pegarle —dijo el director—. No se encuentra bien. Es sólo que no está bien —y añadió quedamente—. Ojalá se fuera y toda su familia. Da más problemas en el campamento que todos los demás juntos.

Madre se rehizo de nuevo.

Si vuelve, a lo mejor no puedo evitar pegarle. No estoy segura. No le dejaré que preocupe a mi hija más.

No se preocupe, señora Joad —dijo—. No la volverá a ver. Tantea a los recién llegados. No volverá más. Cree que usted es una pecadora.

Bien, lo soy —dijo Madre.

Claro, como todos, pero no de la forma que dice ella. Esa mujer no está bien, señora Joad.

Madre le miró agradecida y gritó:

¿Has oído, Rosasharn? No está bien. Está loca —pero la muchacha no levantó la cabeza. Madre dijo:

Mire, se lo advierto. Si vuelve por aquí, no respondo de mí misma. Le atizaré.

Él sonrió con sorna.

Sé lo que siente —dijo—. Simplemente intente no darle. Es lo único que le pido..., que lo intente —caminó lentamente en dirección a la tienda donde habían llevado a la señora Sandry.

Madre entró en la tienda y se sentó junto a Rose of Sharon.

Levanta la vista —dijo. La joven permaneció inmóvil. Madre apartó suavemente la manta de la cara de su hija—. Esa mujer está medio loca —dijo—. No te creas ninguna de esas cosas.

Rose of Sharon susurró aterrada:

Cuando habló de arder, me... sentí arder.

Eso no es verdad —le contradijo Madre.

Estoy muy cansada —murmuró la joven—. Cansada de que pasen cosas. Quiero dormir. Quiero dormir.

Bueno, entonces duerme. Éste es un lugar agradable. Puedes dormir.

¿Y si vuelve?

No va a volver —dijo Madre—. Voy a sentarme a la puerta y no la dejaré volver. Ahora descansa, que dentro de poco tendrás que trabajar en la guardería.

Madre se levantó con esfuerzo y fue a sentarse en la entrada de la tienda. Se sentó en una caja y puso los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos. Vio el movimiento del campamento, oyó las voces de los niños, el golpeteo de un martillo contra un hierro; pero sus ojos miraban al frente. Padre, que venía por la carretera, la encontró allí y se acuclilló cerca de ella, que dirigió su mirada lentamente hacia él.

¿Encontrasteis trabajo? —preguntó. —No —dijo él avergonzado—. Estuvimos buscando. —¿Dónde están John y Al y el camión?

Al está arreglando algo. Tuvo que pedir prestadas algunas herramientas. El otro dijo que Al lo tenía que arreglar allí mismo.

Madre dijo tristemente:

Éste es un sitio agradable. Durante un tiempo podríamos ser felices aquí.

Si encontráramos trabajo.

¡Sí! Si vosotros encontrarais trabajo.

Él sintió su tristeza y estudió su rostro.

¿Por qué estás abatida? Si es un sitio tan agradable, ¿por qué tienes que estar deprimida?

Ella le miró y cerró los ojos con lentitud.

Es curioso, ¿no te parece? Durante el tiempo que estuvimos en movimiento, avanzando, no pensé en nada. Y ahora esta gente se porta bien conmigo, me tratan muy bien; y ¿qué es lo que primero que hago? Vuelvo derecha a recordar las cosas tristes..., aquella noche que el abuelo murió y lo enterramos. Yo estaba hasta arriba de la carretera, de dar botes y del movimiento y no era para tanto. Pero ahora aquí, es peor.

Y la abuela... y Noah, ¡marchándose de aquella forma! Simplemente río abajo. Esas cosas son parte de todo y ahora me vienen todas juntas. La abuela como una pobre y enterrada como una pobre. Eso me duele ahora. Me duele mucho. Y Noah marchándose río abajo. Él no sabe lo que hay allí, no lo sabe. Y nosotros tampoco. Nunca sabremos si está vivo o muerto. Nunca vamos a saberlo. Y Connie que se escabulló. Antes no les dejé sitio en el cerebro, pero ahora me vienen todas juntas.

Y debería estar contenta de que estemos en un sitio agradable —padre le miraba a la boca mientras hablaba. Ella tenía los ojos cerrados—. Recuerdo aquellas montañas, afiladas como dientes viejos, al lado del río por donde se fue Noah. Recuerdo la hierba de la tierra en la que descansa el abuelo. Recuerdo el tajo de casa con una pluma pegada, hecho trizas de los cortes y negro de la sangre de los pollos.

La voz de Padre siguió en el mismo tono.

Hoy he visto a los patos —dijo—. Hacia el sur, en forma de cuña..., muy arriba. Parecían ser muy pequeñitos. Y he visto a los mirlos sentados en los alambres y las palomas estaban sobre las cercas —Madre abrió los ojos y le miró. Él continuó—: Vi un pequeño torbellino, como un hombre dando vueltas por un campo. Y los patos echaron a volar, en forma de cuña, en dirección al sur.

Madre sonrió.

¿Te acuerdas? —dijo—. ¿Te acuerdas de lo que siempre decíamos en casa? El invierno llegará temprano, decíamos, cuando volaban los patos. Siempre lo dijimos y el invierno llegaba cuando era su momento. Pero siempre decíamos: Viene temprano. Me pregunto qué queríamos decir.

He visto a los mirlos en los alambres —dijo Padre—. Sentados tan juntitos. Y las palomas. Nada se está tan quieto como una paloma sentada, en

los alambres de las cercas, sentadas de dos en dos quizá. Y ese pequeño torbellino... del tamaño de un hombre, bailando por un campo. Siempre me gustaron esos bichos, grandes como hombres.

Ojalá pudiera no pensar en casa —dijo Madre—. Ya no es nuestra casa. Ojalá pudiera olvidarla. Y a Noah.

Nunca estuvo bien..., quiero decir..., bueno, fue culpa mía. —Te dije que no dijeras eso nunca. Quizá no hubiera llegado a vivir. —Pero yo debí haberlo hecho mejor.

Calla ya —exigió Madre—. Noah era extraño. Quizá vive bien junto al río. Tal vez sea mejor así. No podemos permitirnos el preocuparnos. Este es un sitio agradable y puede que consigáis trabajo de inmediato.

Padre señaló al cielo.

Mira... más patos. Una buena bandada. Y, Madre, el invierno llegará temprano.

Ella rió entre dientes. —Hay cosas que se hacen sin saber por qué. —Aquí está John —dijo Padre—. Ven aquí y siéntate, John. El tío John se unió a ellos. Se acuclilló delante de Madre.

No conseguimos nada —dijo—. Sólo dimos unas vueltas. Oye, Al quiere verte. Dice que tiene que comprar un neumático. Sólo le queda una capa de material a la rueda, dice.

Padre se puso en pie.

Espero que la pueda comprar barata. No nos queda mucho. ¿Dónde está Al?

Allí abajo, hasta el primer cruce de calles y gira a la derecha. Dice que va a estallar y quedar inservible una cubierta si no compra uno nuevo —Padre se alejó despacio, y sus ojos siguieron la uve gigante de patos por el cielo.

El tío John cogió una piedra del suelo, la dejó caer desde la palma y volvió a cogerla. No miró a Madre.

No hay trabajo —dijo. —No habéis mirado por todas partes —replicó Madre. —No, pero hay carteles fuera. —Bueno, Tom debe haber encontrado trabajo. No ha vuelto. El tío John sugirió: —Quizá se haya marchado..., igual que Connie y que Noah. Madre le miró con intensidad y luego sus ojos se suavizaron.

Hay cosas que sabes —dijo—. Cosas de las que estás segura. Tom tiene trabajo y volverá esta tarde. Eso es verdad —sonrió con satisfacción—. ¡Es un buen chico! —dijo—. Es un buen chico.

Los coches y camiones empezaron a llegar al campamento y los hombres acudieron en tropel a la unidad sanitaria. Y cada uno llevaba un mono limpio y una camisa en la mano.

Madre recuperó el control.

John, ve a buscar a Padre. Id a la tienda. Quiero judías, azúcar, y... un trozo de carne de freír y zanahorias y... dile a Padre que compre algo rico, cualquier cosa, pero rico, para esta noche. Esta noche tendremos... algo rico.

CAPÍTULO XXIII

Los emigrantes, revolviendo en busca de trabajo, rebuscando para vivir, siempre perseguían el placer, escarbaban el placer, lo elaboraban y estaban hambrientos de entretenimiento. A veces éste se encontraba en la palabra y ellos trascendían sus vidas con bromas. Y en los campamentos a orillas de las carreteras, en las riberas bajas junto a los ríos, bajo los sicomoros, el narrador de cuentos encontró su lugar, de modo que la gente se reunía a la luz de las hogueras para oír a los mejor dotados. Y escuchaban mientras se narraban los cuentos y su participación hacía los cuentos grandiosos. Yo era un recluta en la guerra contra Jerónimo...

Y la gente escuchaba y en sus ojos en calma se reflejaba el fuego moribundo.

Aquellos indios eran hermosos..., astutos como serpientes y silenciosos cuando querían. Podían ir sobre hojas secas y no producir ni un susurro. Intenta hacerlo en alguna ocasión.

Y la gente escuchaba y recordaba el crujir de hojas secas bajo sus pies.

Vino el cambio de estación y aparecieron las nubes. Mal momento. ¿Alguna vez has oído que el ejército hiciera algo a derechas? Dale al ejército diez oportunidades y las malgastará una tras otra. Hicieron falta tres regimientos para matar un centenar de bravos..., siempre.

Y la gente escuchaba con los rostros en calma. Los narradores utilizaban ritmos altisonantes para atraer la atención sobre sus cuentos, usaban grandes palabras, porque los cuentos eran grandiosos, y los que escuchaban se volvían grandiosos a través de ellos.

Había un bravo en un risco, contra el sol. Sabía que sobresalía. Extendió los brazos y permaneció de pie, inmóvil. Desnudo como la mañana, y perfilado contra el sol. Tal vez estaba loco. No lo sé. Allí quieto, con los brazos extendidos, parecía una cruz. Cuatrocientos metros. Y los hombres..., bueno, subieron sus miras y sintieron el viento con los dedos; pero se quedaron quietos, sin poder disparar. Tal vez aquel indio sabía algo. Sabía que no podíamos disparar. Allí tumbados, con los rifles amartillados y ni siquiera los subimos al hombro. Mirándole. Una banda en la cabeza con una pluma. Podíamos verle, y tan desnudo como el sol. Durante largo rato estuvimos mirando y no se movió en absoluto. Y entonces el capitán se puso furioso. ¡Disparad, cabrones chiflados, disparad!, gritó. Y nosotros quietos. Contaré hasta cinco y entonces veremos, dijo el capitán. Pues bien, levantamos despacio los rifles y todos esperábamos que alguien disparara primero. Nunca he estado tan triste en mi vida. Y puse el punto de mira en su vientre y... entonces. Cayó con un golpe seco y rodó. Nosotros subimos. No era grande..., había parecido tan enorme... allá arriba. Todo destrozado y pequeño. ¿Alguna vez has visto un faisán, rígido y hermoso, cada pluma dibujada y pintada e incluso los ojos pintados, tan bonitos? Y ¡bang! Lo recoges... ensangrentado y retorcido y has echado a perder algo mejor que tú; comértelo no llega a compensarte, porque has echado a perder algo en ti mismo y ya no tiene arreglo.

Y la gente asentía y quizá el fuego arrojara algo de luz y mostrara sus ojos vueltos hacia sí mismos.

Contra el sol, con los brazos abiertos. Y parecía grande... igual que Dios.

Y tal vez un hombre sopesara veinte centavos entre comida y placer y fuera a una película en Marysville o Tulare, en Ceres o Mountain View. Y volviera al campamento de la ribera con la memoria llena. Y dijera cómo había sido:

Había uno rico y se hace pasar por pobre y una chica rica que también se hace pasar por pobre y se conocen en un puesto de hamburguesas.

¿Por qué? No sé por qué..., así es como era. ¿Por qué simulaban ser pobres? Estaban cansados de ser ricos. ¡Chorradas! ¿Quieres oírlo o no?

Bueno, sigue. Claro que quiero oírlo, pero si yo fuera rico, si yo fuera rico compraría un montón de chuletas de cerdo, me las anudaría alrededor y escaparía comiéndomelas. Sigue.

Bueno, cada uno piensa que el otro es pobre. Y les arrestan y les meten en la cárcel y no salen porque se darían cuenta de que el otro es rico. Y el carcelero les trata mal porque cree que son pobres. Debías ver su cara cuando se entera. Casi se desmaya, nada menos.

¿Por qué van a la cárcel?

Los pillan en una especie de reunión de radicales, pero ellos no lo son. Sólo que estaban allí. Y no quieren casarse por dinero ninguno de los dos, ¿entiendes?

Así que los muy hijos de puta empiezan a mentirse desde el principio.

Bueno, en la película parecía que hacían bien, se portan bien con la gente, ¿entiendes?

Yo fui una vez a una película y como si saliera yo y más que yo; y mi vida y más que vida, todo como más grande.

Bueno, yo tengo bastantes penas. Me gusta olvidarme de ellas.

Claro..., siempre que te lo puedas creer.

Así que se casaron y luego se enteraron, y toda esa gente que les había tratado tan mal... Había uno que era un arrogante y casi se desmaya cuando el otro llega con un sombrero de copa de seda. Le faltó poco para desmayarse. Y pusieron un noticiario con los alemanes levantando los pies..., una juerga.

Y siempre que tuviera un poco de dinero, un hombre podía emborracharse. Las aristas ablandadas y el calor. Entonces no existía la soledad, porque un hombre podía poblar su cerebro de amigos y encontrar a sus enemigos y destruirlos. Sentado en una zanja, la tierra se suavizaba debajo de él. Los fracasos se disimulaban y el futuro dejaba de ser una amenaza. Y el hambre no

acechaba, sino que el mundo era suave y fácil y un hombre podía llegar a donde se había propuesto. Las estrellas, tan bajas, estaban maravillosamente cerca y el cielo era blando. La muerte era un amigo y el sueño el hermano de la muerte. Los viejos tiempos regresaban, una niña de pies bonitos que bailó una vez en casa, un caballo, hace mucho tiempo. Un caballo y una silla. Y el cuero era repujado. ¿Cuándo fue aquello? Debo encontrar una chica para hablar con ella. Eso está bien. También podría acostarme con ella. Pero caliente, aquí. Y las estrellas tan bajas y cercanas y la tristeza y el placer tan juntos, en realidad la misma cosa. Me gustaría estar borracho siempre. ¿Quién dice que es malo? ¿Quién se atreve a decir que es malo? Los predicadores..., pero ellos tienen su propia clase de borrachera. Las mujeres flacas y estériles pero son demasiado miserables para saber. Los reformadores... que no se meten en la vida lo suficiente como para saber. No..., las estrellas son cercanas y queridas y yo me he unido a la hermandad de los mundos. Y todo es sagrado..., todo, incluso yo.

Una armónica es fácil de llevar. Sácala del bolsillo de la cadera, dale contra la palma para sacudir la porquería y pelusas del bolsillo y hebras de tabaco. Ahora está preparada. Puedes hacer cualquier cosa con una armónica: tono único tenue, de lengüetas, o acordes o melodía con acordes rítmicos. Puedes modelar la música con las manos curvadas, haciéndola gemir y llorar como gaitas, haciéndola llena y redonda como un órgano, haciéndola tan aguda y amarga como los caramillos de las colinas. Y puedes tocar y volvértela a guardar en el bolsillo. Y al tocar, vas aprendiendo trucos nuevos, formas nuevas de moldear el tono con las manos, de afinar el tono con los labios y nadie te enseña. Vas tanteándola, a veces solo en la sombra, al mediodía, a veces a la puerta de la tienda después de la cena cuando las mujeres están fregando. Tu pie golpea suavemente la tierra. Tus cejas suben y bajan al ritmo. Y si la pierdes o la rompes, pues no es una gran pérdida. Te puedes comprar otra por veinticinco centavos.

Una guitarra es algo más preciado. Hay que aprender a tocarla. Los dedos de la mano izquierda deben tener las yemas callosas. El pulgar de la derecha un callo enorme. Estirar los dedos de la mano izquierda, estirarlos como patas de araña para ponerlos en los trastes.

Ésta era la de mi padre. No era más grande que un insecto la primera vez que me mostró un acorde de do. Y cuando aprendí a tocar tan bien como él, apenas volvió a tocar. Solía sentarse a la puerta, a escuchar y seguir el ritmo con el pie. Si yo intentaba algo nuevo él fruncía el ceño con ferocidad hasta que lo sacaba y luego se volvía a acomodar y asentía. Toca, solía decir. Toca algo bonito. Es una buena guitarra. Mira lo gastada que está la caja. Hay millones de canciones que gastaron la madera y la ahuecaron. Algún día se encogerá como un huevo. Pero no se le pueden poner parches ni preocuparla de ninguna forma porque se desafinará. Tócala al atardecer, y hay uno que toca la armónica en la tienda de al lado. Quedan muy bien a la vez.

El violín es raro, difícil de aprender. No hay trastes ni maestros.

Escucha simplemente a un viejo e intenta cogerlo. No te dirá cómo doblar. Dice que es un secreto. Pero yo le observé. Así es como lo hace.

Agudo como el viento, el violín, rápido y nervioso y agudo.

Este violín no es gran cosa. Pagué dos dólares por él. Dice uno que hay violines de cuatrocientos años y que se vuelven añejos como el whisky. Dice que cuestan cincuenta mil o sesenta mil dólares. Yo no sé. Parece mentira. Vaya cabrón de violín, ¿eh?, áspero. ¿Quieres bailar? Frotaré bien el arco con colofonia. ¡Así! Ahora sí que va a chillar. Se oirá a una milla de distancia.

Estos tres al anochecer, armónica y violín y guitarra. Tocando una viva danza escocesa y marcando el ritmo de la melodía, y las fuertes cuerdas profundas de la guitarra palpitando como un corazón y los acordes agudos de la armónica y el sonido como la gaita y el chillido del violín. La gente se acerca, no puede evitarlo. Ahora la «Danza del pollo», los pies golpean al ritmo y un cervatillo joven y delgado da tres pasos rápidos, los brazos colgando muertos. El cuadrado se cierra y el baile empieza, pies sobre tierra desnuda, golpeando monótonos, clavando talones. Manos en círculo y a dar vueltas. El cabello cae, respiraciones jadeantes. Inclínate ahora hacia un lado.

Mira a ese chico de Tejas, largas piernas sueltas, golpea cuatro veces en cada maldito paso. Nunca he visto a ningún chico bailar de esa forma. Mira cómo lleva a esa chica cherokee, de mejillas rojas, y las puntas de sus pies apuntan hacia afuera. Mira cómo jadea ella, cómo se ondula. ¿Crees que está cansada? ¿Sin resuello? Pues no. El chico de Tejas con el pelo caído sobre los ojos, la boca bien abierta, le falta el aire, pero sigue con los cuatro golpes por cada maldito paso y seguirá bailando con la chica cherokee.

El violín chilla y la guitarra hace bong. El hombre de la armónica tiene el rostro encendido. El chico de Tejas y la niña cherokee, jadeando como perros y batiendo la tierra. Los viejos observan en pie haciendo palmas. Sonriendo ligeramente, siguiendo el ritmo con los pies.

En casa, se hacían en el edificio de la escuela. La gran luna navegaba hacia el oeste. Y nosotros caminamos, él y yo... un poco. No hablamos porque las gargantas estaban ahogadas. No hablamos en absoluto. Y bien cerca había un montón de heno. Fuimos derechos hacia él y nos tumbamos. Viendo al chico de Tejas y a esa chica apartarse en la oscuridad..., pensando que nadie les veía irse. Oh, Dios. Ojalá pudiera ir yo con ese chico de Tejas. La luna estará arriba antes de nada. Vi al padre de la muchacha moverse para detenerlos, pero luego no lo hizo. Él sabía. Tanto como intentar que no llegara el otoño, que la savia no se moviera en los árboles. Y la luna habrá salido pronto.

Tocad más, tocad las canciones de historias, «Mientras caminaba por las calles de Laredo».

El fuego está bajo. Es una pena atizarlo. La lunita estará alta muy pronto. Junto a una acequia de riego un predicador trabajaba y la gente gritaba. Y el predicador caminaba como un tigre, azotando a la gente con su voz, y ellos se humillaban y gemían en el suelo. Él calculaba cómo iban, los medía, jugaba con ellos y cuando se retorcían por el suelo él se inclinaba y con su gran fortaleza los cogía uno a uno en sus brazos y gritaba ¡Tómalos, Cristo! al tiempo que los arrojaba al agua. Y cuando estaban todos dentro, con el agua por la cintura y mirando con ojos asustados al maestro, él se arrodillaba en la orilla y oraba por ellos; y oraba para que todos los hombres y mujeres se humillaran y gimieran en el suelo. Hombres y mujeres, las ropas chorreantes bien pegadas al cuerpo,

miraban; luego gorgoteando y chapoteando con sus zapatos, regresaban al campamento, a las tiendas, y hablaban suavemente y con asombro:

Hemos sido salvados, decían. Estamos lavados, tan blancos como la nieve. No volveremos a pecar.

Y los niños, atemorizados y húmedos, susurraban juntos: Hemos sido salvados. No volveremos a pecar. Ojalá supiera lo que son pecados, así podría cometerlos. Los emigrantes buscaban placer humildemente en las carreteras.

CAPÍTULO XXIV

El sábado por la mañana los lavaderos estaban llenos. Las mujeres lavaban vestidos de algodón rosa y floreados y los colgaban al sol y estiraban la tela para suavizarla. Al llegar la tarde el campamento entero se aceleraba y la gente comenzaba a excitarse. A los niños se les contagiaba la fiebre y se ponían más ruidosos de lo acostumbrado. Alrededor de media tarde empezaba el baño de los niños y, conforme cada uno era cogido, sometido y bañado, el ruido del campo de juegos remitía gradualmente. Antes de las cinco, los niños estaban bien fregados y advertidos de no volverse a ensuciar; y paseaban por ahí, rígidos en sus ropas limpias, tristes con tanto cuidado.

En la gran tarima de baile al aire libre se atareaba un comité. Todo el hilo eléctrico había sido recogido. Se había hecho una visita al basurero de la ciudad en busca de cable, todas las cajas de herramientas habían aportado cinta aislante. Y ahora el cable remendado y empalmado estaba extendido por la pista de baile con cuellos de botella como aislantes. Esta noche la pista estaría iluminada por primera vez. Para las seis volvían los hombres del trabajo o de buscar trabajo y empezaba una nueva ronda de baños. A las siete, las cenas ya concluidas, los hombres estaban vestidos con sus mejores ropas: monos recién lavados, camisas azules limpias, a veces las dignas camisas negras. Las muchachas estaban listas con sus vestidos estampados, estirados y limpios, sus cabellos trenzados y con lazos. Las preocupadas mujeres miraban a sus familias y fregaban los platos de la cena. En la tarima la banda practicaba, rodeada de un muro doble de niños. La gente se sentía resuelta y excitada.

En la tienda de Ezra Huston, presidente, se reunió el Comité Central, compuesto por cinco hombres. Huston, un hombre alto y enjuto, atezado por el viento, con ojos como pequeñas espadas, se dirigió a su comité, un hombre por cada unidad sanitaria.

Ha sido una maldita suerte que nos enteráramos de que iban a intentar reventar el baile —dijo.

El rechoncho representante de la unidad tres habló.

Creo que deberíamos darles una buena para que aprendieran.

No —dijo Huston—. Eso es lo que quieren. No señor. Si consiguen que se organice una pelea entonces puede entrar la policía y decir que no mantenemos el orden. Lo han intentado antes... en otros sitios —se volvió hacia el chico triste y oscuro de la unidad dos—. ¿Has organizado a los hombres para que vigilen las vallas y que no se cuele nadie?

El chico triste asintió.

¡Sí! Doce. Les dije que no pegaran a nadie. Que sólo les volvieran a echar fuera.

Huston dijo:

¿Quieres salir y buscar a Willie Eaton? Es el presidente de entretenimientos, ¿no?

Sí.

Bien, dile que queremos verle.

El chico salió y volvió al cabo de un momento con un nervudo hombre de Tejas. Willie Eaton tenía la mandíbula larga y frágil y pelo de color castaño.

Sus brazos y piernas eran largos y desmadejados y tenía los ojos grises, quemados por el sol. Entró en la tienda y esperó, sonriendo, con las manos girando incesantes en las muñecas.

Huston dijo: —¿Te has enterado de lo de esta noche? —¡Sí! —Willie sonrió. —¿Has hecho algo al respecto? —Sí. —Dinos lo que has hecho. Willie Eaton sonrió con satisfacción.

Bien, normalmente el comité de entretenimientos es de cinco hombres. Hoy tengo veinte más, todos chicos fuertes. Van a estar bailando con los ojos y los oídos abiertos. Al primer signo de discusión se cierran todos. Lo hemos planeado bien. Ni siquiera se ve nada. Ellos van como saliendo y el tipo saldrá con ellos.

Diles que no debe haber heridos.

Willie rió alegremente.

Ya se lo dije —respondió.

Bueno, díselo y que quede claro.

Ya lo saben. Tengo cinco hombres a la entrada para vigilar a los que entran. Para intentar localizarlos antes de que empiecen.

Huston se puso en pie. Sus ojos color acero eran severos.

Mira, Willie. No queremos hacer daño a esos tipos. Va a haber ayudantes del sheriff en la puerta principal. Si los otros salen ensangrentados, los ayudantes irán por nosotros.

Ya hemos pensado en eso —dijo Willie—. Los sacaremos por detrás, al campo. Algunos de los muchachos vigilaran que se marchen.

Parece un buen plan —dijo Huston preocupado—. Pero no dejes que pase nada, Willie. Tú eres responsable. No les hagáis daño. No uséis palos ni cuchillos o cualquier otra arma.

No, señor —dijo Willie—. No les quedarán marcas.

Huston recelaba.

Ojalá supiera que puedo confiar en ti, Willie. Si hay que atizarles, atízales donde no sangren.

¡Sí, señor! —dijo Willie.

¿Estás seguro de los hombres que has escogido?

Sí.

De acuerdo. Si se nos va de las manos estaré en el rincón de la derecha, a ese lado de la pista.

Willie saludó en plan de broma y salió.

Huston dijo:

No sé. Sólo espero que los muchachos de Willie no maten a nadie. ¿Para qué diablos quieren los ayudantes del sheriff hacer daño al campamento? ¿Por qué no nos dejan en paz?

El chico triste de la unidad dos dijo:

Yo viví en el campamento de la Compañía de Tierras y Ganados de Sunland. Había un policía por cada diez personas, de verdad. Y un grifo de agua para doscientos.

El hombre rechoncho intervino:

Dios, Jeremy. No hace falta que me lo digas. Yo estuve allí. Hay un bloque de chabolas, treinta y cinco en una fila y quince de fondo. Y tienen diez cagaderos para todo el tinglado. Y ¡por Dios!, podías olerlos a una milla de distancia. Uno de los ayudantes me dijo la razón. Estaba allí sentado y me dice: Esos malditos campamentos del gobierno. Les dan agua caliente y la gente quiere agua caliente. Si les das retretes también los querrán. Dales a esos okies cosas y querrán todo. En esos campamentos hacen reuniones de rojos. Planean cómo conseguir los subsidios.

Huston preguntó:

¿Nadie le atizó?

No. Había un tipo pequeño que le preguntó, ¿qué es eso de subsidios?

Subsidios, lo que los contribuyentes pagamos y os lleváis vosotros, malditos okies.

Nosotros pagamos impuestos en lo que compramos, en la gasolina y el tabaco, dice el pequeño. Y dijo: A los granjeros les da cuatro centavos por libra de algodón el gobierno. ¿No es eso subsidio? ¿Y no tienen subsidio las compañías de ferrocarril y transportes?

Ésos hacen cosas que hay que hacer —dice el ayudante.

Bueno —dice el otro—, ¿cómo se iban a recoger las cosechas si no fuera por nosotros? —el hombre rechoncho miró a su alrededor.

¿Qué dijo el ayudante? —preguntó Huston.

Se puso furioso. Y dijo: malditos rojos, todo el día causando agitación. Mejor será que vengas conmigo. Así que se llevó al hombre y le echaron sesenta días por vagancia.

¿Cómo hicieron eso si tenía trabajo? —preguntó Timothy Wallace. El hombre rechoncho se echó a reír.

Ya lo sabes —dijo—. Sabes que un vago es cualquiera que no le cae bien a un policía. Y por eso odian este campamento. La policía no puede entrar. Esto es los Estados Unidos, no California.

Huston suspiró.

Ojalá pudiéramos quedarnos. Nos tendremos que ir pronto. Yo estoy a gusto aquí. La gente se lleva bien; y Dios Todopoderoso, ¿por qué no nos dejan hacerlo en lugar de tratarnos mal y metemos en la cárcel? Juro que nos van a empujar a luchar si no nos dejan en paz —entonces su voz se apaciguó—. Tenemos que seguir siendo pacíficos —se recordó a sí mismo—. El comité no tiene derecho a echarlo a perder.

El hombre de la unidad tres dijo:

Cualquiera que piense que ser del comité es coser y cantar debería probarlo. Hubo una pelea hoy en mi unidad: mujeres. Se pusieron a insultarse y luego empezaron a tirarse basura. El comité de señoras no pudo con ellas y me llamaron. Querían que tratáramos la pelea en este comité. Les dije que debían ocuparse ellas mismas de los problemas entre mujeres. Este comité no va a ensuciarse con peleas de basura.

Huston asintió.

Hiciste bien —decidió.

Ahora caía el atardecer, y al hacerse la oscuridad más profunda, las prácticas de la banda parecieron crecer en volumen. Las linternas parpadearon y dos hombres inspeccionaron el cable remendado de la pista de baile. Los niños se amontonaban alrededor de los músicos. Un chico con una guitarra cantó Down home Blues, escuchando con delicadeza los acordes y en el segundo estribillo tres armónicas y un violín se le unieron. La gente acudió de las tiendas a la tarima, los hombres en sus vaqueros azules y limpios y las mujeres con sus vestidos de algodón. Se acercaron a la tarima y permanecieron silenciosamente en pie. esperando, sus rostros brillantes y resueltos bajo la luz.

Alrededor de la reserva había una alta valla de alambre, y a lo largo de la misma, a intervalos de dieciséis metros los guardas estaban sentados en la hierba esperando.

Empezaron a llegar los coches de los invitados, pequeños granjeros y sus familias, emigrantes de otros campamentos. Y al pasar por la entrada cada uno mencionaba el nombre del que le había invitado.

La banda tocó una danza escocesa, bien alto, porque ya no estaban practicando. Delante de sus tiendas los amantes de Jesús escuchaban sentados, sus rostros duros y despectivos. No hablaban unos con otros, vigilaban buscando el pecado y sus rostros condenaban todo lo que pasaba a su alrededor.

En la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield habían comido a toda prisa la escasa cena y habían marchado hacia la tarima. Madre les hizo regresar, sujetó sus caras altas con una mano bajo la barbilla y les miró las narices, tiró de sus orejas y miró el interior y los mandó a la unidad sanitaria a lavarse las manos una vez más. Le dieron esquinazo por la parte de atrás del edificio y salieron

disparados hacia la tarima, para unirse a los niños, apretados alrededor de la banda.

Al terminó de cenar y se pasó media hora afeitándose con la cuchilla de Tom. Al llevaba un traje de lana ajustado y una camisa a rayas, y se había bañado y lavado, y peinado su cabello liso hacia atrás. Y cuando el servicio se quedó vacío un momento se sonrió de forma encantadora en el espejo y se volvió y trató de verse de perfil mientras sonreía. Se puso las bandas violetas en los brazos y la ajustada chaqueta. Y frotó sus zapatos amarillos con un trozo de papel higiénico. Un rezagado que iba a bañarse entró y Al se apresuró a salir y caminó temerario hacia la tarima, ojo avizor a las muchachas. Cerca de la pista de baile vio a una bonita chica rubia sentada delante de una tienda. Se aproximó y abrió su chaqueta para mostrar la camisa.

¿Vas a bailar esta noche? —preguntó.

La muchacha miró a otro lado y no contestó.

¿No se te puede dirigir la palabra?, ¿qué tal si bailamos tú y yo? —y dijo con aplomo—: Sé bailar el vals.

La chica levantó los ojos con timidez y dijo:

Vaya cosa..., todo el mundo sabe.

No como yo —dijo Al. Surgió la música y él siguió el ritmo con un pie—. Venga —animó.

Una mujer muy gorda asomó la cabeza por la tienda y le puso mal gesto.

Sigue adelante —dijo con fiereza—. Esta chica está comprometida. Va a casarse y su novio va a venir por ella.

Al le dirigió un guiño achulado y echó a andar, los pies siguiendo la música y ondulando los hombros y girando los brazos. La muchacha se quedó mirándole con expresión resuelta.

Padre dejó su plato y se levantó.

Vamos, John —dijo; y le explicó a Madre—: Vamos a hablar con algunos hombres sobre el trabajo —y Padre y el tío John se alejaron hacia la casa del director .

Tom metió un trozo de pan de la tienda de comestibles en la salsa del estofado de su plato y comió el pan. Le alargó el plato a Madre y ella lo metió en el cubo de agua caliente y lo lavó y se lo alcanzó a Rose of Sharon para que lo secara.

¿No vas al baile? —preguntó Madre.

Claro —contestó Tom—. Estoy en un comité. Vamos a entretener a unos tipos.

¿Ya estás en un comité? —dijo Madre—. Supongo que es porque tienes trabajo.

Rose of Sharon se volvió para guardar el plato. Tom la señaló. —Dios mío, se está poniendo gorda —dijo.

Rose of Sharon se ruborizó y le cogió otro plato a Madre. —Claro que sí—dijo Madre. —Y más guapa —dijo Tom. La muchacha se puso más colorada y bajó la cabeza. —Déjalo ya —dijo suavemente.

Pues claro —dijo Madre—. Una chica esperando siempre se pone más guapa.

Tom se echó a reír.

Si se sigue hinchando así va a necesitar una carretilla para llevarlo.

Déjame ya —dijo Rose of Sharon, y entró en la tienda, fuera de su vista.

Madre se rió.

No deberías molestarla.

A ella le gusta —dijo Tom.

Ya lo sé, pero también le molesta. Y está triste por Connie.

Bueno, debería olvidarse de él. Seguramente a estas alturas estará estudiando para presidente de los Estados Unidos.

No la molestes —dijo Madre—. No lo tiene nada fácil. Willie Eaton se acercó y sonrió y dijo: —¿Tú eres Tom Joad? —Sí.

Yo soy presidente del comité de entretenimientos. Te vamos a necesitar. Uno me ha hablado de ti.

Sí, jugaré con vosotros —dijo Tom—. Ésta es Madre. —¿Cómo está? —saludó Willie. —Encantada de conocerte. Willie dijo:

Te voy a poner a la entrada para empezar y luego en la pista. Quiero que te fijes en los que entren e intentes localizarlos. Estarás con otro. Luego quiero que bailes y vigiles.

De acuerdo. Eso lo puedo hacer—dijo Tom.

Madre preguntó con aprensión:

¿Hay algún problema?

No, señora —respondió Willie—. No va a haber ningún problema.

Nada en absoluto —dijo Tom—. Bueno, voy contigo. Te veré en el baile, Madre —los dos jóvenes se dirigieron con rapidez a la entrada principal.

Madre apiló los platos lavados en una caja.

Sal de ahí—llamó, y al no recibir respuesta—. Rosasharn, sal ya. Su hija salió de la tienda y continuó secando platos. —Tom sólo te estaba tomando el pelo. —Ya lo sé. No me importa; es sólo que detesto que la gente me mire.

Eso no tiene remedio. La gente te va a mirar. Pero la gente se alegra de ver a una muchacha embarazada, les pone sonrientes y contentos. ¿No vas a ir al baile?

Iba a ir..., pero no sé. Ojalá estuviera Connie aquí —su voz subió de tono—. Madre, ojalá estuviera él aquí. Apenas puedo resistirlo.

Madre la miró con atención.

Lo sé —dijo—. Pero, Rosasharn..., no avergüences a tu familia.

No lo pretendo, Madre.

Bien, no te avergüences tú. Ya tenemos demasiado, sin vergüenzas que añadir .

Los labios de la joven empezaron a temblar.

No voy a ir al baile. No podría... ¡Madre, ayúdame! —se sentó y ocultó la cabeza en los brazos.

Madre se secó las manos en el trapo de los platos y se acuclilló delante de su hija y puso las dos manos en el cabello de Rose of Sharon.

Eres una buena chica —dijo—. Siempre lo has sido. Yo te cuidaré. No te preocupes —puso interés en el tono de su voz—. ¿Sabes lo que vamos a hacer tú y yo? Vamos a ir al baile y nos vamos a sentar a mirar. Si viene alguien que quiera bailar contigo, pues le diré que no estás fuerte. Diré que te encuentras mal. Y puedes oír la música y todo eso.

Rose of Sharon levantó la cabeza. —¿No me dejarás bailar? —No, no te dejaré. —Y no dejes que nadie me toque. —No.

La joven suspiró. Dijo en tono desesperado: —No sé lo que voy a hacer, Madre. Es que no lo sé. No sé. Madre le dio unos golpecitos en la rodilla.

Mira —dijo—. Mírame. Yo te lo voy a decir. Dentro de algún tiempo no será tan malo. Dentro de poco. Es la verdad. Venga. Vamos a lavarnos y a ponernos los vestidos bonitos y nos sentaremos en el baile —llevó a Rose of Sharon hacia la unidad sanitaria.

Padre y el tío John estaban con un grupo de hombres acuclillados en el porche de la oficina.

Hoy estuvimos a punto de conseguir trabajo —dijo Padre—. Llegamos unos minutos tarde. Ya tenían a otros dos. Y, vaya, fue curioso. Había allí un hombre de paja que dijo: sólo tenemos unos pocos hombres baratos. Claro que nos vendrían bien hombres de veinte centavos. Muchos hombres. Decid en el campamento que damos trabajo a muchos por veinte centavos.

Los hombres acuclillados se removieron nerviosos. Un hombre de anchos hombros con el rostro completamente ensombrecido por un sombrero negro, se dio en la rodilla con la palma de la mano.

¡Lo sé, maldita sea! —exclamó—. Y conseguirán hombres. Hombres hambrientos. No se puede alimentar a la familia con veinte centavos la hora, pero se coge cualquier cosa. Te llevan por donde quieren. Subastan los trabajos sin más. Dios mío, dentro de nada nos harán pagar por trabajar.

Nosotros lo habríamos tomado —dijo Padre—. No hemos tenido ningún empleo. Lo hubiéramos cogido sin dudarlo, pero había allí unos que miraban de tal forma que nos dio miedo.

El del sombrero negro dijo:

¡Es de locos! He trabajado para uno que no puede recoger su cosecha. Le cuesta más recogerla de lo que le darán por ella y no sabe qué hacer.

A mí me parece... —Padre se interrumpió. El círculo en silencio esperando—. Bueno, pensaba que teniendo un acre... Vaya, mi mujer podría cultivar un huerto y criar un par de cerdos y algunas gallinas. Nosotros podríamos salir, encontrar trabajo y volver. Los chicos podrían quizá ir a la escuela. Nunca he visto escuelas tan buenas como éstas.

Nuestros hijos no son felices en esas escuelas —dijo el del sombrero negro.

¿Por qué no? Tienen muy buena pinta.

Bueno, un crío andrajoso, sin zapatos, al lado de esos otros con calcetines y buenos pantalones, que les gritan okie.Mi hijo fue a la escuela. Se peleaba todos los días. Pero bien. Es un pequeño muy duro. Todos los días se peleaba. Volvía a casa con las ropas hechas jirones y la nariz sangrando. Y su madre le daba palizas. La hice parar. No hacía falta que todo el mundo le sacudiera, pobre pequeño. ¡Dios! Pero les pegaba buenas palizas a algunos de aquellos hijos de puta con buenos pantalones. No sé. No sé.

Padre exigió:

Bueno, ¿qué diablos voy a hacer yo? No nos queda dinero. Uno de mis hijos consiguió un trabajo por poco tiempo, pero con eso no comemos. Pienso ir y coger veinte centavos. No me queda otro remedio.

El del sombrero negro levantó la cabeza y en su barbilla sobresalió la barba a la luz y en su cuello nervudo se veía la barba pegada al pellejo como si fuera la piel de un animal.

Sí —dijo con amargura—. Eso harás. Y yo soy un hombre barato. Te llevarás mi empleo por veinte centavos. Y luego estaré hambriento y lo recuperaré por quince. Sí. Adelante. Hazlo.

Bueno, ¿qué diablos puedo hacer? —dijo Padre—. Yo no me puedo morir de hambre para que tú ganes tu miseria.

El otro volvió a hundir la cabeza y su barbilla volvió a las sombras.

No sé —dijo—. Es que no lo sé. Ya es bastante malo trabajar doce horas al día y acabar sólo con un poco de hambre para encima tener que estar pensando todo el tiempo. Mi hijo no se alimenta lo suficiente. ¡No puedo pensar continuamente, maldita sea! Se vuelve uno loco —en el círculo, los hombres movieron los pies nerviosamente.

Tom permaneció a la puerta viendo llegar gente al baile. La luz de un foco brillaba en sus rostros. Willie Eaton dijo:

Mantén los ojos abiertos. Voy a mandar para acá a Jule Vitela. Es medio cherokee. Un buen tipo. Mantén los ojos abiertos. Mira a ver si localizas a los que buscamos.

De acuerdo —dijo Tom. Vio a las familias de las granjas llegar, las niñas con el pelo trenzado, los chicos acicalados para el baile. Jule llegó y se detuvo junto a él.

Estoy contigo —dijo.

Tom miró la nariz aguileña y los altos pómulos tostados y la fina y pequeña barbilla.

Dicen que eres medio indio. A mí me pareces indio entero.

No —dijo Jule—. Sólo medio. Ojalá fuera todo indio. Tendría mi tierra en la reserva. Algunos de esos indios lo tienen muy bien.

Mira a esa gente —dijo Tom.

Los invitados pasaban por la entrada, familias de granjeros, emigrantes de los campamentos a orillas de las carreteras. Niños luchando porque les soltaran, padres sujetándolos con calma.

Jule dijo:

Estos bailes tienen efectos curiosos. Nuestra gente no tiene nada, pero el poder invitar a sus amigos a venir al baile los eleva y los enorgullece. Y la gente les respeta por estos bailes. Yo trabajé para uno que tenía una pequeña propiedad. Vino a un baile aquí. Yo mismo le invité y vino. Dijo que nuestro baile era el único decente de todo el condado, donde un hombre puede traer a sus hijas y su mujer. ¡Eh! Mira.

Tres hombres jóvenes estaban entrando..., jóvenes trabajadores en vaqueros. Caminaban juntos. El guarda a la entrada les preguntó, ellos contestaron y pasaron.

Míralos atentamente —dijo Jule. Se acercó al guarda—. ¿Quién ha invitado a esos tres? —preguntó.

Uno llamado Jackson, unidad cuatro. Jule regresó junto a Tom. —Creo que ésos son los nuestros.

¿Cómo lo sabes?

No lo sé, Sólo lo presiento. Parecen como asustados. Síguelos y dile a Willie que se fije en ellos y que le pregunte a Jackson, de la unidad cuatro. A ver si los ve y da el visto bueno. Yo me quedaré aquí.

Tom fue como paseando tras los jóvenes. Se acercaron a la pista de baile y tomaron posiciones en silencio al borde de la multitud. Tom vio a Willie cerca de la banda y le hizo un gesto.

¿Qué quieres? —preguntó Willie.

¿Ves a esos tres?

Sí.

Dicen que un tal Jackson de la unidad cuatro les ha invitado.

Willie alargó el cuello y vio a Huston y le llamó para que se acercara.

Esos tres —dijo—. Será mejor llamar a Jackson, de la unidad cuatro, y averiguar si les ha invitado.

Huston dio media vuelta y echó a andar; al cabo de unos instantes volvió con uno de Kansas, delgado y huesudo.

Éste es Jackson —dijo Huston—. Mira, Jackson, ¿ves a esos tres jóvenes de allí?

Sí.

¿Les has invitado?

No.

¿Les habías visto antes?

Jackson se fijó en ellos.

Claro. Trabajé con ellos en la propiedad de Gregorio.

Así que sabían tu nombre.

Claro. He trabajado a su mismo lado.

De acuerdo —dijo Huston—. No te acerques a ellos. No les vamos a echar si se portan bien, Gracias, señor Jackson.

Buen trabajo —le dijo a Tom—. Creo que van a ser ésos.

Jule los descubrió —dijo Tom.

No me extraña —dijo Willie—. Su sangre india les habrá olido. Bueno, se los mostraré a los chicos.

Un chaval de dieciséis años llegó corriendo por entre la multitud. Se detuvo, jadeante, delante de Huston.

Señor Huston —dijo—. He ido donde me dijo. Hay un coche con seis hombres aparcado en los eucaliptos y uno con cuatro hombres por esa carretera del norte. Les pedí una cerilla. Tienen armas. Las he visto.

Los ojos de Huston se tornaron duros y crueles.

Willie —dijo—, ¿estás seguro de que tienes todo listo?

Willie sonrió alegremente.

Se lo aseguro, señor Huston. No va a ser ningún problema.

Bueno, no quiero heridos. Recuérdalo. Si puedes, en silencio y sin alboroto, me gustaría verles. Estaré en mi tienda.

Veré lo que se puede hacer —dijo Willie.

El baile no había empezado formalmente, pero ahora Willie subió a la tarima.

Elegid vuestras parejas —gritó. La música se interrumpió. Muchachos y muchachas, hombres y mujeres jóvenes corrieron de un lado a otro hasta que se formaron ocho cuadrados en la gran pista, listos y esperando. Las chicas tenían las manos delante de ellas y retorcían los dedos. Los muchachos golpeaban incesantemente con los pies. Alrededor de la pista se sentaban los viejos, sonriendo levemente, sujetando a los niños para que no entraran en la pista. Y en la distancia, los amantes de Jesús, sentados, con rostros duros y condenatorios, miraban el pecado.

Madre y Rose of Sharon se sentaron en un banco a mirar. Y a cada chico que pedía bailar a Rose of Sharon, Madre le decía: «No, no se encuentra bien.» Y Rose of Sharon se ruborizaba y tenía los ojos brillantes.

El cantor saltó al centro de la pista y puso las manos en alto.

¿Todos listos? ¡Pues adelante!

La música arrancó con la Danza del pollo, aguda y clara, el violín como una gaita, armónicas nasales y definidas y los bordones de las guitarras. El cantor decía los giros, los cuadrados se movían. Y bailaron adelante y atrás, las manos en círculo, gira a tu pareja. El cantor, en un frenesí, marcaba el ritmo con los pies, se contoneaba de un lado a otro, mostraba las figuras mientras las decía.

Giren a las señoras y a dol ce do. Junten las manos y sigamos —la música subía y bajaba y los pies, golpeando al ritmo en la tarima, sonaban como tambores—. A la derecha y a la izquierda; sueltos ahora, espalda con espalda — cantaba el cantor, un tono monocorde agudo y brillante.

Ahora se despeinaba el cabello de las muchachas. Ahora transpiraban los muchachos por la frente. Ahora los expertos mostraban los engañosos pasos interiores. Y los viejos al borde de la pista se llenaban del ritmo, daban palmas suavemente y se acompañaban rítmicamente con los pies; y sonreían con dulzura, se encontraban con los ojos de los otros y asentían.

Madre inclinó la cabeza junto al oído de Rose of Sharon.

Quizá no te lo imaginarías, pero tu padre era un gran bailarín cuando era joven —y Madre sonrió—. Me hace pensar en los viejos tiempos —dijo. Y en los rostros de los que miraban la sonrisa era de recuerdo.

Cerca de Muskogee, hace veinte años, había un ciego con un violín...

Una vez vi a un chico que podía tocarse cuatro veces los talones en un salto.

Los suecos, en Dakota..., ¿sabes qué hacen a veces? Ponen pimienta en el suelo. Se sube por las faldas de las señoras y las pone tan vivas como una potrilla en celo. Los suecos hacen eso algunas veces.

En la distancia, los amantes de Jesús vigilaban a sus inquietos hijos.

Mirad el pecado —decían—. Esa gente va al infierno montada en una escoba. Es una vergüenza que los temerosos de Dios tengan que verlo —y sus hijos permanecían en silencio y nerviosos.

Una más y luego un pequeño descanso —entonó el cantor—. Dadle fuerte porque vamos a parar pronto.

Las chicas estaban sudorosas y encendidas y bailaban con la boca abierta y rostros serios y reverentes y los chicos se apartaban el pelo largo y saltaban, marcaban las puntas y chasqueaban los tacones. Adentro y afuera se movían los cuadrados, cruzándose, volviendo atrás, girando, y la música se estremecía.

Entonces de pronto se interrumpió. Los bailarines se quedaron quietos, jadeando de cansancio. Y los niños se soltaron, subieron a toda velocidad a la pista, se persiguieron unos a otros locamente, corrieron, resbalaron, quitaron gorras y tiraron del pelo. Los bailarines se sentaron y se abanicaron con las manos. Los miembros de la banda se levantaron y se estiraron y volvieron a sentarse. Y los guitarristas hicieron sonar suavemente las cuerdas.

Ahora Willie llamó:

Elegid para otro cuadrado si podéis.

Los bailarines se pusieron en pie y otros nuevos se lanzaron a buscar pareja. Tom permaneció cerca de los tres jóvenes. Los vio meterse en la pista y en uno de los cuadrados en formación. Hizo un gesto con la mano a Willie y éste habló con el violinista. El violinista hizo chirriar el arco contra las cuerdas. Veinte jóvenes se desplegaron lentamente por la pista. Los tres alcanzaron el cuadrado. Y uno de ellos dijo:

Yo bailaré con ésta. Un muchacho rubio levantó la vista asombrado. —Es mi pareja. —Oye, hijo de puta...

En la oscuridad sonó un silbido estridente. Los tres hombres se vieron rodeados. Y cada uno sintió las manos que le asían. Y entonces el muro de hombres salió despacio de la pista.

Willie gritó:

¡Vamos allá!

La música volvió a sonar aguda, el cantor entonó las figuras, los pies golpearon en la tarima.

Un turismo llegó a la entrada. El conductor llamó: —Abrid. Hemos oído que hay disturbios. El guarda mantuvo su posición.

No hay ningún disturbio. Escuchad la música. ¿Quiénes sois? —Ayudantes del sheriff. —¿Tienen una orden? —No nos hace falta si hay disturbios.

Bueno, aquí no los hay —dijo el guarda de la entrada.

Los hombres del coche escucharon la música y el sonido del cantor y luego el coche se alejó lentamente y aparcó en un cruce de caminos a esperar.

En la escuadrilla que se movía, cada uno de los tres jóvenes estaba aprisionado y había una mano sobre cada boca. Cuando alcanzaron la oscuridad el grupo se abrió.

Tom dijo:

Ha sido un buen trabajo —sujetaba ambos brazos de su víctima por detrás.

Willie llegó corriendo de la pista.

Bien hecho —dijo—. Ahora sólo hacen falta seis. Huston quiere ver a estos tipos.

El propio Huston emergió de la oscuridad.

¿Son éstos?

Los mismos —dijo Jule—. Fueron derechos a empezar una buena. Pero no llegaron a dar ni una vuelta.

Vamos a mirarles la cara —los prisioneros fueron dados la vuelta para que les pudiera ver. Tenían las cabezas gachas. Huston alumbró con la linterna cada rostro torvo—. ¿Por qué queríais hacerlo? —preguntó. No hubo respuesta—. ¿Quién os dijo que lo hicierais?

Maldita sea, no hemos hecho nada. Sólo íbamos a bailar.

No es cierto —dijo Jule—. Ibas a atizarle a aquel chiquillo.

Tom dijo:

Señor Huston, justo cuando éstos tomaron posiciones, alguien dio un silbido.

Sí, lo sé. La policía llegó justo hasta la entrada —se volvió—. No os vamos a hacer daño. ¿Quién os mandó a reventar el baile? —esperó una réplica—. Sois nuestra propia gente —dijo Huston tristemente—. Sois de los nuestros. ¿Por qué vinisteis? Lo sabemos todo —añadió.

Bueno, maldita sea, uno tiene que comer. —Bien, ¿quién os mandó? ¿Quién os pagó para que vinierais? —No nos han pagado. —Ni os van a pagar. Si no hay pelea, no hay dinero, ¿no es eso? Uno de los hombres aprisionados dijo:

Haced lo que queráis. No vamos a decir nada.

La cabeza de Huston se hundió por un momento y luego él dijo quedamente:

De acuerdo. No lo digáis. Pero mirad. No apuñaléis a vuestra propia gente. Tratamos de salir adelante, divirtiéndonos y manteniendo el orden. No lo destrocéis. Pensadlo. Os hacéis daño a vosotros mismos. Vale, chicos, sacadlos por la valla trasera. Y no les hagáis daño. No saben lo que hacen.

La escuadrilla se movió con lentitud hacia la parte de detrás del campamento y Huston se quedó mirándola.

Me dijo: —Démosles tan sólo una buena patada. —¡No se te ocurra! —exclamó Willie—. Dije que no lo haríamos. —Sólo una patadita —rogó Jule—. Sólo arrojarlos por encima de la cerca. —Ni hablar —insistió Willie.

Oídme —dijo—, esta vez os vamos a dejar. Pero corred la voz. Si esto vuelve a pasar otra vez, naturalmente le daremos un paliza a quien venga; le romperemos todos los huesos del cuerpo. Decídselo a vuestros muchachos. Huston dice que sois como de los nuestros..., tal vez. Detestaría pensarlo.

Se aproximaron a la valla. Dos de los guardas sentados se levan-aron y se acercaron.

Aquí hay unos que se van a casa temprano —dijo Willie. Los tres hombres treparon la valla y desaparecieron en la oscuridad.

Los de la escuadrilla volvieron rápidos a la pista de baile. La banda tocaba como gimiendo la música de El viejo Dan Tucker.

Junto a la oficina los hombres seguían acuclillados y hablando y la aguda música les llegaba.

Padre dijo:

Se aproxima un cambio. No sé qué es. Quizá no vivamos para verlo. Pero está viniendo. Hay un sentimiento de inquietud. Uno no puede pensar de lo nervioso que está.

El del sombrero negro volvió a levantar la cabeza y la luz cayó en su barba de punta. Reunió varias piedras pequeñas del suelo y las disparó como canicas, con el pulgar.

No sé. Es cierto que se aproxima, como tú dices. Uno me dijo lo que había pasado en Akron, Ohio. Compañías de caucho. Tenían gente de las montañas porque trabajaban barato. Y estos montaneros se unieron al sindicato. Se desató el infierno. Todos esos tenderos y legionarios y gente de esa se pusieron a adiestrar y a gritar ¡Rojo! Y que iban a expulsar al sindicato de Akron. Los predicadores soltando sermones y los periódicos lanzando alaridos y las compañías sacaron matones con mangos de picos y compraron gases venenosos. Dios, uno pensaría que esos montañeros eran verdaderos diablos —calló y buscó

más piedra para lanzar—. Sí, señor, fue el pasado marzo, un domingo cinco mil montañeros organizaron un tiro al pavo a las afueras de una ciudad. Cinco mil marcharon por el pueblo con sus rifles. Se llevó a cabo el tiro al pavo y marcharon de regreso. Eso fue todo. Pues a partir de ahí se acabaron los problemas. Los comités de ciudadanos devolvieron los mangos de los picos y los tenderos se dedicaron a sus tiendas y nadie resultó golpeado, ni emplumado, ni murió nadie —hubo un largo silencio y luego el del sombrero negro dijo:

Aquí se están poniendo mal las cosas. Quemaron aquel campamento y se están dando palizas. He estado pensando. Todos nosotros tenemos armas. He estado pensando que tal vez debíamos organizar un club de tiro y hacer reuniones cada domingo.

Los hombres levantaron la vista hacia él y luego volvieron a mirar a la tierra, y sus pies se movieron con inquietud y cambiaron el peso de una pierna a la otra.

CAPÍTULO XXV

La primavera es hermosa en California. Valles en los que las frutas maduras son fragantes aguas rosas y blancas de un mar poco profundo. Luego los primeros zarcillos de las uvas, hinchándose desde las viejas vides nudosas, caen como una cascada y cubren los troncos. Las verdes colinas llenas son redondeadas y suaves como senos. Y a ras del suelo las tierras de verduras y hortalizas dan hileras de millas de longitud con lechugas verde claro y pequeñas coliflores esbeltas, plantas dé alcachofa verde-grisáceas, que no parecen de esta tierra.

Y entonces las hojas salen en los árboles y los pétalos caen de los frutales y alfombran la tierra de rosa y blanco, los centros de las flores se hinchan, crecen y se colorean: cerezas y manzanas, melocotones y peras, higos cuya flor se cierra sobre la fruta. Toda California se acelera con productos de la tierra y la fruta se hace pesada y las ramas se van inclinando poco a poco bajo el peso de la fruta, de modo que deben ponerse bajo ellas pequeñas horquillas para soportar el peso.

Detrás de esa fertilidad hay hombres con comprensión, sabiduría y habilidad, que experimentan con semillas, desarrollando sin descanso las técnicas para conseguir cosechas mayores de plantas cuyas raíces resistirán los miles de enemigos de la tierra: los topos, los insectos, las royas, las plagas. Estos hombres trabajan con cuidado y sin pausa para perfeccionar la semilla, las raíces. Y están los químicos que rocían los árboles contra las plagas, que sulfatan las uvas, eliminan las enfermedades y la podredumbre, los mohos y otros males. Médicos de medicina preventiva, hombres que en los arriates buscan insectos de las frutas, escarabajos japoneses, hombres que ponen en cuarentena los árboles enfermos y los desarraigan y los queman, hombres de sabiduría. Los hombres que injertan los árboles jóvenes, las pequeñas vides, son los más inteligentes porque su trabajo es el del cirujano, tierno y delicado; y estos hombres deben tener manos y corazón de cirujano para hender la corteza, colocar el injerto, cerrar las heridas y resguardarlas del aire. Éstos son grandes hombres.

A lo largo de las hileras se mueven los campesinos, arrancando las hierbas de primavera y apisonándolas para que la tierra sea fértil, abriendo la tierra para que el agua quede cerca de la superficie, haciendo caballones en el suelo para formar pequeñas lagunas para la irrigación, destruyendo las hierbas de las raíces que podrían beberse el agua de los árboles.

Y constantemente la fruta se hincha y las flores surgen en largos racimos en los viñedos. Y en el año que avanza el calor crece y las hojas se tornan de color verde oscuro. Las ciruelas pasas se alargan como verdes huevecillos de pájaros, y las ramas cuelgan apoyadas en las horquillas bajo el peso. Y las pequeñas y duras peras toman forma y el pelillo comienza a salir en los melocotones. Las flores de las uvas dejan caer sus diminutos pétalos y los duros huesecillos se transforman en botones verdes y los botones cogen peso. Los hombres que trabajan en los campos, los propietarios de las pequeñas huertas, observan y hacen cálculos. El año viene cargado de producción. Los hombres están orgullosos porque con sus conocimientos pueden hacer que sea así. Han transformado el mundo con sus conocimientos. El trigo corto y delgado se ha

hecho grande y productivo. Las manzanitas ácidas se han vuelto grandes y dulces, y esa vieja uva que crecía entre los árboles y servía de alimento a los pájaros, su fruto diminuto ha sido la madre de mil variedades, roja y negra, verde y rosa pálido, morada y amarilla; y cada variedad con su propio sabor. Los hombres que trabajan en las granjas experimentales han conseguido nuevos frutos; nectarinas y cuarenta clases de ciruelas, nueces con cáscara de papel. Y siempre trabajando, seleccionando, injertando, cambiando, obligándose a sí mimos obligando a la tierra a producir.

Y primero maduran las cerezas. Un centavo por media libra. Mierda, no la podemos recoger por ese dinero. Cerezas negras y cerezas rojas, gordas y dulces y los pájaros se comen la mitad de cada cereza y las avispas zumban por los agujeros que hicieron los pájaros. Y las semillas caen a la tierra y se secan con hilos negros colgando de ellas.

Las ciruelas pasas moradas se vuelven suaves y se endulzan. Dios mío, no podemos recogerlas, secarlas y sulfatarlas. No podemos pagar jornales de ningún tipo. Y las ciruelas moradas alfombran el suelo. Primero las pieles se arrugan un poco y enjambres de moscas vienen a darse un festín y el valle se llena de olor de la dulce podredumbre. La carne se torna oscura y la cosecha se marchita en el suelo.

Y las peras ya están amarillas y blandas. Cinco dólares la tonelada. Cinco dólares por cuarenta cajas de veinticinco kilos; árboles podados y pulverizados, huertas cultivadas, coger la fruta, ponerla en cajas, cargar los camiones, llevar la fruta a las fábricas de conserva. Cuarenta cajas por cinco dólares. No podemos. Y la fruta amarilla cae pesadamente y se revienta en la tierra. Las avispas escarban la dulce carne y se eleva el olor del fermento y la podredumbre.

Luego las uvas..., no podemos hacer buen vino. La gente no lo puede comprar. Arranca las uvas de las viñas, uvas buenas, podridas, picadas por las avispas. Prensa los tallos, prensa la porquería y la podredumbre.

Pero hay moho y ácido fórmico en las tinajas.

Añádele sulfuro y ácido tánico.

El olor del fermento no es el rico aroma del vino, sino el olor de lo podrido y los productos químicos.

Ah, bueno. De todas formas tiene alcohol. Se pueden emborrachar.

Los pequeños campesinos veían aproximarse las deudas como una marea. Pulverizaban los árboles y no vendían la cosecha, podaban e injertaban y no podían recoger. Y los hombres de ciencia han trabajado, han considerado y la fruta se está pudriendo en el suelo y la mezcla podrida de las tinajas de vino está envenenando el aire. Y prueba el vino..., nada de sabor a uva, sólo sulfato y ácido tánico y alcohol.

Esta pequeña huerta será parte de una gran propiedad el año próximo, porque las deudas habrán ahogado al propietario.

El viñedo pertenecerá al banco. Sólo los grandes propietarios pueden sobrevivir porque también son suyas las conserveras. Y cuatro peras, peladas y

partidas por la mitad, cocidas y enlatadas, siguen costando quince centavos, y las peras en lata no se ponen malas. Pueden durar años.

La podredumbre se extiende por el Estado y el dulce olor es una desgracia para el campo. Hombres que pueden hacer injertos en los árboles y hacer la semilla fértil y grande, no saben cómo hacer para dejar que gente hambrienta coma los productos. Hombres que han creado nuevos frutos en el mundo no pueden crear un sistema para que sus frutos se coman. Y el fracaso se cierne sobre el Estado como una enorme desgracia.

Los frutos de las raíces de las vides, de los árboles, deben destruirse para mantener los precios y esto es lo más triste y lo más amargo de todo. Cargamentos de naranjas arrojados en el suelo. La gente vino de muy lejos para coger la fruta, pero no podía ser. ¿Cómo iban a comprar naranjas a veinte centavos la docena si podían salir y recogerlas? Y hombres con mangueras arrojan chorros de queroseno en las naranjas y se enfurecen ante semejante crimen y se enfadan con la gente que ha venido a por la fruta. Un millón de personas hambrientas, que necesitan la fruta... y el queroseno rociado sobre las montañas doradas.

Y el olor a podrido llena el campo.

Quemar café como combustible en los barcos. Quemar maíz para calentarse, hace un cálido fuego. Tirar patatas a los ríos y poner vigilantes a lo largo de las orillas para evitar que la gente hambrienta las pesque. Matar a los cerdos y enterrarlos y dejar que la putrefacción se filtre en la tierra.

Eso es un crimen que va más allá de la denuncia. Es una desgracia que el llanto no puede simbolizar. Es un fracaso que supera todos nuestros éxitos. La tierra fértil, las rectas hileras de árboles, los robustos troncos y la fruta madura. Y niños agonizando de pelagra deben morir por no poderse obtener un beneficio de una naranja. Y los forenses tienen que rellenar los certificados —murió de desnutrición— porque la comida debe pudrirse, a la fuerza debe pudrirse.

La gente viene con redes para pescar en el río y los vigilantes se lo impiden, vienen en coches destartalados para coger las naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar podredumbre; y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia.

CAPÍTULO XXVI

En el campamento de Weedpatch, una noche en que hilachas de nubes largas colgaban sobre la puesta del sol, que incendiaba sus extremos, la familia Joad se entretuvo después de cenar. Madre vaciló antes de empezar a fregar los platos.

Tenemos que hacer algo —dijo. Y señaló a Winfield—. Miradle —insistió. Y cuando miraron al niño—, tiembla y se retuerce en el sueño. Mirad qué color tiene —los miembros de la familia volvieron la vista a la tierra avergonzados—. Color de masa frita —dijo Madre—. Hemos estado aquí un mes. Tom ha trabajado cinco días y los demás habéis salido todos los días para no encontrar trabajo. Os da miedo hablar. Y no hay ya dinero. Tenéis miedo de decirlo. Todas las noches nada más cenar os vais por ahí. No podéis resistir el hablar. Pues tenéis que hacerlo. A Rosasharn no le queda mucho y mirad qué color tiene. Tenéis que hablar de ello. Que nadie se levante hasta que pensemos algo. Nos queda grasa para un día, harina para dos y diez patatas. Sentaos aquí y poneos a pensar.

Ellos miraban al suelo. Padre se limpió las recias uñas con la navaja. El tío John arrancó una astilla de la caja en la que estaba sentado. Tom se pellizcó el labio inferior y tiró de él apartándolo de los dientes. Soltó el labio y dijo suavemente:

Hemos estado buscando, Madre. Hemos salido a pie desde que se nos acabó la gasolina. Hemos entrado por todos los portones, llegado a todas las casas, incluso cuando sabíamos que no habría nada. Uno acaba agobiándose cuando sale a buscar algo que sabe que no va a encontrar.

Madre contestó con fiereza:

No tenéis derecho a desanimaros. Esta familia se está yendo abajo. Y no tenéis derecho.

Padre se inspeccionó la uña limpia.

Tenemos que irnos —dijo—. No queríamos, se está bien aquí y la gente es amable. Tenemos miedo de tener que ir a vivir a uno de esos Hoovervilles.

Bueno, si tenemos que hacerlo, lo haremos. Pero lo primero es que hay que comer.

Al la interrumpió. —El depósito de gasolina del camión está lleno. No dejé que nadie lo usara. Tom sonrió. —Este Al tiene buen juicio, además de buen humor.

Ahora pensad —dijo Madre—. No pienso seguir viendo cómo esta familia se muere de hambre. Queda grasa para un día. Es lo que hay. Cuando llegue el momento tendremos que alimentar bien a Rosasharn. Ya podéis poneros a pensar .

Aquí hay agua caliente y servicios —empezó Padre.

Pero los servicios no se comen.

Tom dijo:

Hoy vino por aquí un tipo buscando hombres para ir a Marysville. A recoger fruta.

Bien, ¿por qué no vamos a Marysville? —exigió Madre.

No sé —respondió Tom—. Por alguna razón tenía mala pinta. El tipo estaba muy ansioso y no quiso decir cuánto iban a pagar. Dijo que no lo sabía exactamente.

Madre dijo:

Nos vamos a Marysville. No me importa cuánto paguen. Nos vamos.

Está demasiado lejos —replicó Tom—. No tenemos dinero para la gasolina. No sé cómo vamos a llegar. Madre, dices que tenemos que pensar, yo no he hecho otra cosa en todo el tiempo.

El tío John dijo:

Me ha dicho uno que hay algodón en el norte, cerca de un lugar llamado Tulare. Dijo que no está muy lejos.

Bueno, tenemos que movernos y movernos pronto. No pienso quedarme sentada aquí por muy bonito que esto sea —Madre cogió el cubo y fue a los servicios por agua caliente.

Madre se vuelve dura —comentó Tom—. Ya la he visto enfadarse un montón de veces y explotar.

Padre dijo aliviado:

Bueno, de todas formas ella ha sacado el tema. He estado estrujándome los sesos por las noches. Ahora por lo menos podemos hablarlo.

Madre regresó con el cubo lleno de agua humeante.

Bien —insistió—, ¿se os ha ocurrido algo?

Estamos dándole vueltas —contestó Tom—. Podríamos hacer el equipaje y viajar hacia el norte, a donde está ese algodón. Ya hemos estado aquí y sabemos que aquí no hay nada. Podríamos recoger los bártulos y largarnos al norte. Para estar allí cuando el algodón esté a punto. No me importaría volver a trabajar en el algodón. ¿Tienes el depósito lleno, Al?

Casi lleno, menos unos cinco centímetros. —Supongo que bastará para llegar hasta allí. Madre mantuvo un plato suspendido sobre el cubo. —¿Bien? —preguntó. Tom dijo: —Tú ganas. Creo que debemos movernos. ¿Eh, Padre? —Parece que no hay más remedio —dijo Padre.

Madre fijó la vista en él. —¿Cuándo? —Bueno..., no hay porqué esperar. Podríamos irnos por la mañana. —Tenemos que irnos por la mañana. Ya te he dicho lo que nos queda.

Mira, Madre, no pienses que no quiero marchar. Hace dos semanas que no me lleno la barriga con gusto. Claro que me he llenado, pero sin sacar nada bueno de ello.

Madre dejó caer el plato en el cubo. —Nos iremos por la mañana —dijo. Padre respiró haciendo ruido.

Parece que los tiempos están cambiando —dijo con sarcasmo—. En otros tiempos era el hombre el que decidía qué hacer. Parece que ahora lo deciden las mujeres. Me da la impresión de que va siendo hora de sacar el palo.

Madre puso el plato limpio y chorreante en una caja. Sonrió con la vista fija en su trabajo.

Saca el palo, Padre —dijo—. En tiempos en que hay comida y un lugar donde sentarse quizá puedas usar el palo y conservar la piel. Pero no estás haciendo tu parte, ni pensando ni trabajando. Si lo estuvieras haciendo podrías usar tu palo y las mujeres iríamos por ahí llorando, escondiéndonos como ratones. Pero coge el palo ahora y no te creas que vas a zurrar a ninguna mujer; vas a pelear porque yo también tengo mi palo preparado.

Padre hizo una mueca de vergüenza.

No es bueno que los pequeños te oigan hablar así —dijo.

Tú ocúpate de llenar con un poco de tocino a los pequeños antes de venir diciendo lo que es bueno para ellos —dijo Madre.

Padre se levantó disgustado y se alejó y el tío John le siguió.

Las manos de Madre siguieron moviéndose en el agua, pero contempló cómo se iban y le dijo orgullosamente a Tom:

Él está bien. No está vencido. Estaba a punto de pegarme una bofetada. Tom se echó a reír. —¿Sólo estabas viendo hasta dónde podía aguantar?

Claro —dijo Madre—. Mira, un hombre se puede preocupar y preocupar hasta consumirse y al poco se echará y se dejará morir con el corazón seco. Pero si lo coges, le haces enfurecerse, entonces se pondrá bien. Padre no ha dicho nada, pero ahora está enfadado. Y me lo va a demostrar. Eso es que está bien.

Al se puso en pie. —Voy a caminar un poco por ahí —dijo. —Más te vale revisar el camión a ver si está a punto —le advirtió Tom. —Está a punto.

Si no lo está, te echaré encima a Madre. —Está a punto. —Al paseó con garbo a lo largo de la fila de tiendas. Tom suspiró. —Me estoy cansando, Madre. ¿Qué tal si me enfureces a mí un poco?

Tú tienes más juicio, Tom. A ti no necesito enfadarte. Tengo que apoyarme en ti. Estos otros... son una especie de extraños, todos menos tú. Tú no te rindes, Tom.

El deber cayó sobre él.

No me gusta —dijo—. Quiero salir como Al. Y enfadarme como Padre y quiero emborracharme como el tío John.

Madre meneó la cabeza.

No puedes, Tom. Lo supe desde que eras un crío. No puedes. Hay algunos que son ellos mismos y nada más. Ahí tienes a Al, no es más que un joven detrás de una muchacha. Tú nunca fuiste así, Tom.

Claro que sí—rebatió Tom—. Y lo sigo siendo.

No es verdad. Todo lo que haces va más allá de ti. Lo supe cuando te metieron en la cárcel. Tú estás comprometido.

Venga, Madre, déjalo ya. Eso no es verdad. Son imaginaciones tuyas.

Madre amontonó los cuchillos y los tenedores encima de los platos.

Tal vez, tal vez son imaginaciones. Rosasharn, seca éstos de aquí y guárdalos.

La joven se levantó sin aliento, con la panza hinchada colgando delante de ella. Se dirigió perezosamente hacia la caja y cogió un plato lavado.

Tom dijo:

Está poniéndose tan tensa que se le abren los ojos.

No empieces a molestar —dijo Madre—. Lo está llevando bien. Tú lárgate a despedirte de quien quieras.

De acuerdo —accedió él—. Voy a enterarme a cuánto está aquello.

Madre le dijo a la muchacha:

No dice esas cosas para hacer que te sientas mal. ¿Dónde están Ruthie y Winfield?

Se escabulleron detrás de Padre. Les vi irse.

Bueno, que vayan.

Rose of Sharon hacía su trabajo con calma. Madre la inspeccionó cuidadosamente.

¿Te encuentras bien? Parece que te cuelgan las mejillas. —Me dijeron que debía tomar leche y no he tomado.

Ya lo sé. Simplemente es que no teníamos leche.

Rose of Sharon dijo en tono apagado:

Si Connie no se hubiera marchado, ahora ya tendríamos una casita y él estaría estudiando. Habría podido tomar la leche que debía. Habría tenido un hermoso bebé. Este niño no va a estar bien. Tenía que haber tomado leche —se llevó la mano al bolsillo del delantal y se metió algo en la boca.

Madre dijo: —Te he visto mordisqueando algo. ¿Qué comes? —Nada. —Venga, dime qué comes. —Un poco de cisco. Encontré un trozo grande. —Pero si eso es comer suciedad... —Me siento como si me apeteciera. Madre se quedó silenciosa. Abrió las rodillas y se estiró la falda.

Te entiendo —dijo finalmente—. Una vez que estaba embarazada comí carbón. Un gran pedazo de carbón. La abuela me dijo que no debía. No digas esas cosas del niño. No tienes derecho a pensarlo.

¡No tengo marido! ¡No tomo leche!

Madre dijo:

Si estuvieras bien te daría una bofetada. En toda la cara. —Se puso en pie y entró en la tienda. Salió y se puso delante de Rose of Sharon y alargó la mano—. ¡Mira! —tenía los pequeños pendientes de oro en la mano—. Son para ti.

Durante un momento los ojos de la muchacha se iluminaron y luego desvió la mirada.

No tengo agujeros.

Bueno, pues te los voy a hacer —Madre volvió a entrar presurosa en la tienda. Regresó con una caja de cartón. Rápidamente enhebró una aguja, puso el hilo doble y ató en él una serie de nudos. Enhebró una segunda aguja y anudó el hilo. En la caja encontró un trozo de corcho.

Me va a doler. Me va a doler.

Madre llegó a su lado, puso el corcho en la parte de detrás del lóbulo de la oreja y empujó la aguja a través de la oreja hasta que se clavó en el corcho. La joven se crispó.

Me pincha. Me va a doler. —No más de lo que te ha dolido. —Sí, seguro que sí.

Bueno. Entonces veamos primero la otra oreja —colocó el corcho y agujereó la otra oreja.

Me va a doler.

Venga, ya está —dijo Madre—. Ya está todo hecho.

Rose of Sharon la miró con asombro. Madre sacó las agujas y pasó un nudo de cada hilo a través de los lóbulos.

Ya está —dijo—. Cada día pasaremos un nudo y dentro de dos semanas estará listo y podrás ponértelos. Aquí los tienes..., ahora son tuyos. Guárdalos tú.

Rose of Sharon se tocó las orejas con delicadeza y miró las manchitas de sangre de sus dedos.

No me ha dolido. Sólo pincha un poco.

Debía haberte hecho los agujeros hace mucho —dijo Madre. Contempló el rostro de la joven y sonrió satisfecha—. Ahora acaba de recoger esos platos. Tu niño va a ser un buen bebé. Estuve a punto de dejarte tener el niño sin agujeros en las orejas. Pero ya estás a salvo.

¿Es que significa algo?

Pues claro —dijo Madre—. Por supuesto que sí.

Al paseó por la calle hacia la pista de baile. Junto a una tienda pequeña y pulcra silbó suavemente y luego siguió calle abajo. Caminó hasta la linde del campamento y se sentó en la hierba.

Las nubes que colgaban por el oeste habían perdido sus bordes rojos y en el centro estaban negras. Al se rascó la pierna y contempló el cielo del anochecer.

Al cabo de unos momentos se acercó caminando una joven rubia; era guapa y de rasgos marcados. Se sentó en la hierba junto a él, sin hablar. Al le puso la mano en la cintura y movió los dedos por alrededor.

No hagas eso —dijo ella—. Me haces cosquillas. —Mañana nos marchamos —dijo Al. Ella le miró sorprendida. —¿Mañana? ¿A dónde?

Hacia el norte —dijo él a la ligera. —Pero nosotros vamos a casarnos, ¿no es eso? —Claro que sí, con el tiempo. —¡Tú dijiste que sería muy pronto! —gritó ella enfadada. —Bueno, pronto es cuando pronto llega. —Me lo has prometido —él movió los dedos más allá. —Quita —gritó ella—. Me dijiste que nos íbamos a casar. —Pero si es verdad. —Y ahora te marchas. Al exigió:

¿Qué te pasa? ¿Es que estás embarazada? —No. Al se echó a reír. —No he hecho más que perder el tiempo, ¿eh? Ella sacó la barbilla. Se puso en pie de un salto. —Apártate de mí, Al Joad. No quiero volver a verte. —Venga ya. ¿Qué es lo que pasa?

Te crees que eres... lo más duro que corre por ahí. —Espera un momento. —No, señor..., quita ya.

Al arremetió de repente, la cogió por un tobillo y le hizo tropezar. La aprisionó cuando ella cayó y la sujetó y le puso una mano sobre la boca furibunda. Ella intentó morderle la palma, pero él la ahuecó sobre su boca y la sujetó con el otro brazo. Después de un momento ella se quedó inmóvil y un poco más tarde los dos reían juntos sobre la hierba seca.

Mira, estaré de vuelta dentro de nada —dijo Al—. Y con el bolsillo lleno de pasta. Iremos a Hollywood a ver películas.

Estaba tumbada de espaldas. Al se inclinó sobre ella. Y vio la brillante estrella de la tarde reflejada en sus ojos, al igual que la negra nube.

Iremos en tren —dijo. —¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó ella. —Bah, puede que un mes —respondió él.

La oscuridad del anochecer cayó y Padre y el tío John se acuclillaron con los cabezas de familia al lado de la oficina. Estudiaban la noche y el futuro. El pequeño director, con sus ropas blancas, deshilachadas y limpias, apoyó los codos en el pasamanos del porche. Su rostro mostraba tensión y cansancio.

Huston levantó la mirada hacia él.

Más le valdría dormir un poco.

Es lo que debería hacer. Anoche nació un niño en la unidad tres. Me estoy convirtiendo en una buena comadrona.

Uno tiene que saber de todo —dijo Huston—. Los casados deberían saber. Padre dijo: —Nos marchamos por la mañana. —¿Sí? ¿En qué dirección?

Pensamos subir un poco hacia el norte. Intentar coger el primer algodón. No hemos encontrado trabajo. No nos queda comida.

¿Sabéis si hay trabajo? —preguntó Huston.

No, pero estamos seguros de que aquí no hay nada.

Habrá trabajo un poco más adelante —dijo Huston—. Nosotros vamos a aguantar .

No queremos irnos —explicó Padre—. La gente de aquí ha sido muy amable... y las instalaciones y todo lo demás. Pero hay que comer. Tenemos el depósito de gasolina lleno. Eso bastará para subir un poco hacia el norte. Aquí nos bañábamos todos los días. Nunca he estado tan limpio en toda mi vida. Es curioso..., antes sólo me bañaba una vez por semana y no parecía apestar. Pero ahora si no me baño cada día ya huelo. Me pregunto si es consecuencia de bañarse tan a menudo.

Tal vez es que antes no podías olerte —dijo el director.

Tal vez. Ojalá pudiéramos quedarnos.

El pequeño director se sujetó las sienes con las palmas de las manos.

Creo que esta noche va a haber otro nacimiento —dijo.

En nuestra familia habrá uno dentro de poco —dijo Padre—. Me gustaría que naciera aquí. De verdad que me gustaría.

Tom y Willie y Jule el mestizo estaban sentados en el borde de la pista de baile con los pies colgando.

Tengo un saco de tabaco Durham —dijo Jule—. ¿Queréis un cigarrillo?

Pues sí me gustaría —dijo Tom—. Hace un montón de tiempo que no me fumo uno —lió el cigarrillo marrón cuidadosamente para reducir al mínimo la pérdida de tabaco.

Vaya, sentiremos que te vayas —dijo Willie—. Sois buena gente.

Tom encendió su cigarrillo.

He estado pensándolo mucho. Dios mío, ojalá pudiéramos establecernos en un sitio fijo.

Jule recogió su Durham.

No está bien —dijo—. Tengo una niña pequeña. Pensé que cuando llegáramos aquí podría ir a la escuela. Pero, maldita sea, apenas estamos en cada sitio el tiempo suficiente. La marcha continúa y nosotros nos seguimos arrastrando hacia adelante.

Espero que no acabemos en otro Hooverville —dijo Tom—. Allí me asusté de verdad.

¿Los ayudantes del sheriff te acosaron?

Tenía miedo de matar a alguien —dijo Tom—. Estuvimos allí poco tiempo, pero estuve constantemente hirviendo. Uno de los ayudantes vino y se llevó a un amigo sólo por hablar cuando no le tocaba. Yo estaba hirviendo todo el tiempo.

¿Has estado alguna vez en una huelga? —preguntó Willie. —No.

Bueno, he estado pensando mucho. ¿Por qué no entran aquí los ayudantes y montan la bronca como en todos los demás sitios? ¿Creéis que ese pequeñín de la oficina es el que los detiene? No, señor.

Ya. ¿Qué es lo que les detiene? —preguntó Jule.

Te lo voy a decir. Es porque trabajamos todos juntos. Un ayudante no puede meterse con uno que viva en este campamento, se mete con todo el maldito campamento. Y no se atreve. Sólo tenemos que dar un giro y allí hay doscientos hombres. Un organizador del sindicato estuvo hablando en la carretera. Decía que podríamos hacer eso en cualquier parte. No pueden montar bronca con doscientos hombres. Se meten con personas sueltas.

Sí—dijo Jule—, y supon que tienes un sindicato. Necesitas líderes. Se limitarán a llevarse a los líderes, y ¿dónde queda tu sindicato?

Bueno —replicó Willie—, alguna vez habrá que planearlo. Llevo aquí un año y los jornales bajan sin cesar. Uno no puede dar de comer a su familia con su trabajo ahora, y cada vez está peor. No va a servir de nada quedarse sentado y morirse de hambre. No sé qué hacer. Si uno tiene un tiro de caballos no pone el grito en el cielo si los tiene que alimentar cuando no están trabajando. Pero si uno tiene hombres trabajando para él, le importa un comino. Los caballos valen mucho más que los hombres. No lo entiendo.

Se pone tan feo que no quiero ni pensar en ello —dijo Jule—. Y tengo que pensar. Tengo una niña pequeña. Ya sabéis lo guapa que es. Una semana le dieron un premio en este campamento por lo guapa que es. Bueno, ¿y qué le va a pasar a ella? Está adelgazando. No lo voy a soportar. Es tan guapa... Voy a explotar .

¿Cómo? —preguntó Willie—. ¿Qué vas a hacer..., robar y acabar en la cárcel? ¿Matar a alguien y que te cuelguen?

No sé —dijo Jule—. Me vuelve loco pensarlo. Me vuelve loco del todo.

Voy a echar de menos esos bailes —dijo Tom—. Algunos han sido los más bonitos que he visto nunca. Bueno, me retiro. Hasta otra. Nos veremos en algún otro lugar —se estrecharon las manos.

Claro que volveremos a vernos —dijo Jule.

Bueno, hasta pronto —Tom se alejó en la oscuridad.

En la oscuridad de la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield estaban acostados en su colchón y Madre estaba echada a su lado. Ruthie susurró:

¡Madre!

¿Sí? ¿Aún no te has dormido?

Madre..., en el sitio a donde vamos ¿habrá cróquet?

No lo sé. Duérmete. Queremos salir temprano.

Bueno, ojalá pudiéramos quedarnos aquí, donde estamos seguros de que hay cróquet.

Shh —acalló Madre.

Madre, Winfield le pegó a un niño esta noche.

No debía haberlo hecho.

Ya lo sé. Se lo dije, pero le dio al niño en toda la nariz y, Jesús, cómo le corría la sangre.

No hables así. No es una forma bonita de hablar.

Winfield se dio la vuelta.

Ese niño dijo que éramos okies —dijo indignado—. Dijo que él no era okie porque viene de Oregón. Que nosotros éramos unos malditos okies. Le zurré.

Shh. No debías haberle pegado. No te puede hacer daño llamándote nombres.

Bueno, pues no pienso dejarle que lo haga —dijo Winfield ferozmente. —Shh. Duérmete. Ruthie dijo: —Tenías que haber visto la sangre chorreándole... por toda la ropa.

Madre sacó una mano de debajo de la manta y le dio a Ruthie en la mejilla con un dedo. La chiquilla se puso rígida un instante y luego dejó oír la respiración entrecortada de un llanto silencioso.

En la unidad sanitaria, Padre y el tío John se sentaron en compartimientos adyacentes.

¿Por qué no hacerlo cómodamente por última vez? —dijo Padre—. Es realmente cómodo. ¿Te acuerdas cómo se asustaron los pequeños cuando tiraron de la cadena por primera vez?

Yo mismo tampoco me encontraba tan cómodo —dijo el tío John. Tiró de su mono y lo recogió con esmero por encima de las rodillas—. Me estoy poniendo mal —dijo—. Siento el pecado.

No puedes pecar —replicó Padre—. No tienes dinero. Siéntate quieto y tranquilo. Te cuesta por lo menos dos dólares pecar, y no los juntamos entre todos.

¡Sí! Pero yo estoy pensando en el pecado. —Muy bien. Es gratis pensar en el pecado. —Es igual de malo —dijo el tío John. —Pero mucho más barato —dijo Padre. —No te tomes el pecado a la ligera.

No lo hago. Tú continúa así. Siempre te pones pecaminoso cuando el infierno se está desatando.

Lo sé —dijo el tío John—. Siempre fue así. Nunca he contado ni la mitad de lo que he hecho.

Bueno, guárdatelo para ti.

Estos servicios tan bonitos me ponen pecaminoso.

Entonces sal a los arbustos. Venga, súbete los pantalones y vamos a dormir —Padre se ajustó los tirantes del mono y cerró la hebilla con un chasquido seco. Tiró de la cadena y se quedó mirando pensativo mientras el agua giraba como un torbellino en la taza.

Estaba todavía oscuro cuando Madre puso en pie a su campamento. Las luces bajas de la noche brillaban a través de las puertas abiertas de las unidades sanitarias. De las tiendas que formaban las calles llegaban los ronquidos variados de los campistas.

Madre dijo:

Venga, fuera. Tenemos que ponernos en marcha. El día ya está próximo —levantó la pantalla chirriante del farol y prendió la mecha—. Venga, moveos todos.

El suelo de la tienda empezó a bullir con lenta actividad. Mantas y edredones se apartaron y ojos somnolientos guiñaron ciegamente a la luz. Madre se deslizó el vestido sobre la ropa interior que llevaba para dormir.

No tenemos café —dijo—. Tengo unas pocas galletas. Podemos comerlas en camino. Ahora levantaos y cargaremos el camión. Venga. No hagáis ruido. No hay que despertar a los vecinos.

Tardaron unos minutos en despertarse por completo.

Ahora no os escapéis —advirtió Madre a los niños. La familia se vistió. Los hombres bajaron la lona y cargaron el camión.

Ponedlo bien plano —avisó Madre. Apilaron los colchones encima de la carga y ataron la lona en su sitio sobre el madero.

Bien, Madre —dijo Tom—, ya está listo. Madre sostuvo un plato de galletas frías en la mano. —De acuerdo. Aquí tenéis. Una para cada uno. Es todo lo que hay.

Ruthie y Winfield agarraron sus galletas y treparon encima de la carga. Se taparon con una manta y se volvieron a dormir, sujetando todavía las duras galletas en la mano. Tom subió al asiento del conductor y pisó el estárter. Zumbó un poco y luego se detuvo.

¡Maldita sea, Al! —gritó Tom—. Has dejado que la batería se descargue. Al se defendió: —¿Y cómo diablos lo iba a evitar si no había gasolina para moverlo? De pronto Tom se echó a reír.

Bueno, no sé cómo, pero es culpa tuya. Tienes que darle tú a la manivela. —Te digo que no ha sido culpa mía. Tom bajó y cogió la manivela de debajo del asiento. —Es culpa mía —dijo.

Dame esa manivela —Al se la cogió—. Atrasa el encendido para que no me lleve la mano.

De acuerdo. Gírala.

Al le dio con esfuerzo a la manivela, vueltas y más vueltas. El motor prendió, chisporroteó y rugió mientras Tom ahogaba el coche con delicadeza. Adelantó el encendido y redujo el gas.

Madre se encaramó a su lado.

Habremos despertado a todo el campamento —dijo.

Se volverán a dormir.

Al subió por el otro lado.

Padre y el tío John han subido atrás —dijo—. Van a volverse a dormir.

Tom condujo hacia la entrada principal. El vigilante salió de la oficina y enfocó con su linterna al camión.

Esperen un momento. —¿Qué quiere? —¿Se marchan? —Claro.

Vale, tengo que tacharles. —De acuerdo. —¿Saben en qué dirección van? —Bueno, vamos a probar suerte hacia el norte. —Bien, buena suerte —deseó el vigilante. —Igualmente. Hasta pronto.

El camión pasó lentamente sobre la gran joroba y salió a la carretera. Tom volvió sobre la misma carretera por la que había conducido antes, pasando Weedpatch, y hacia el oeste hasta llegar a la 99 y luego en dirección norte por la gran carretera asfaltada, hacia Bakersfield. Se estaba haciendo de día cuando llegó a las afueras de la ciudad.

Tom dijo:

En cada sitio que miras hay un restaurante. Y en todos tienen café. Mira ese que abre toda la noche. ¡Apuesto a que tienen diez galones de café, todo caliente!

Bah, cállate —dijo Al. Tom le sonrió. —Vaya, veo que te buscaste rápidamente una chica. —Bueno, ¿y qué pasa? —Está de mal humor esta mañana, Madre. No resulta buena compañía.

Al dijo con irritación:

Me voy a largar muy pronto. Uno puede buscarse la vida mucho más fácilmente si no tiene una familia.

Tom replicó:

Al cabo de nueve meses ya tendrías familia. Te he visto tontear.

Estás loco —dijo Al—. Me conseguiría un empleo en un garaje y comería en restaurantes.

Y tendrías mujer e hijo en nueve meses. —Te digo que no. Tom dijo: —Eres un sabihondo, Al. Te van a dar buenos palos. —¿Quién me los va a dar?

Siempre habrá alguien que lo haga —dijo Tom.

Te crees que sólo porque tú...

Dejadlo ya —intervino Madre.

Es culpa mía —dijo Tom—. Le estaba haciendo rabiar. No quería molestarte, Al. No sabía que esa chica te gustara tanto.

Ninguna chica me gusta tanto.

Vale, entonces no te gusta tanto. No pienso discutir.

El camión llegó hasta el extremo de la ciudad.

Mira esos puestos de perros calientes... los hay a cientos —dijo Tom.

Madre ofreció.

¡Tom! Tengo un dólar guardado. ¿Tienes tanta gana de café como para gastarlo?

No, Madre. Estoy de broma.

Te lo puedo dar si te apetece tanto.

No te lo cogería.

Al dijo:

Entonces deja ya de hablar de café.

Tom permaneció en silencio durante un tiempo.

Parece que siempre pongo el pie en el mismo sitio —dijo—. Allí está la carretera por la que fuimos aquella noche.

Espero que no volvamos a pasar nada parecido —dijo Madre—. Fue una mala noche.

A mí tampoco me gustó nada.

El sol se levantó por la derecha y la gran sombra del camión corrió junto a ellos, oscilando sobre los postes de las vallas al lado de la carretera. Pasaron el Hooverville reconstruido.

Mira —dijo Tom—. Ya hay gente nueva ahí. Parece el mismo sitio.

Al salió despacio de su hosquedad.

Uno me dijo que a alguna de esa gente le han incendiado el campamento unas quince o veinte veces, que se esconden entre los sauces y luego salen y se reconstruyen otra chabola de hierba. Igual que ardillas de tierra. Están tan acostumbrados que ya ni siquiera se enfurecen, decía ese tío. Sólo piensan que es como el mal tiempo.

Pues aquella noche sí que fue mal tiempo para mí —dijo Tom. Ascendieron por la amplia carretera. Y el calor del sol les hizo estremecerse.

Se está poniendo fresco por las mañanas —dijo Tom—. El invierno está en camino. Sólo espero que podamos ganar algún dinero antes de que llegue. La tienda no será agradable en invierno.

Madre suspiró y luego enderezó la cabeza.

Tom —le dijo— hemos de tener una casa en el invierno. Te digo que es necesario. Ruthie está bien, pero Winfield no es demasiado fuerte. Hemos de tener una casa para cuando lleguen las lluvias. He oído que por aquí llueve a cántaros.

Tendremos una casa, Madre. Descansa tranquila. Vas a tener una casa.

Con que tenga un tejado y un suelo es suficiente. Para que los pequeños no estén sobre la tierra.

Lo intentaremos, Madre.

No te quiero preocupar ahora.

Lo intentaremos, Madre.

A veces me dejo llevar por el pánico —dijo ella—. Simplemente pierdo el ánimo.

Nunca te he visto perderlo.

Por las noches, a veces, lo pierdo.

Salió un silbido agudo de la parte delantera del camión. Tom agarró con fuerza el volante y pisó el freno hasta el suelo. El camión dio un bote y se detuvo. Tom dejó escapar un suspiro.

Bueno, ya estamos —se apoyó en el asiento. Al saltó fuera y corrió hacia el neumático derecho.

¡Un clavo enorme! —anunció. —¿Tenemos parches para neumáticos? —No —dijo Al—. Lo gastamos todo. Tenemos parche, pero no cola. Tom se volvió y sonrió tristemente a Madre.

No deberías haber dicho lo de ese dólar —le dijo-—. De alguna forma lo habríamos arreglado —salió del coche y fue hasta la rueda pinchada.

Al señaló un clavo que sobresalía de la cubierta plana. —Si hay un clavo por la región, nosotros lo hemos atropellado. —¿Está muy mal? —preguntó Madre. —No, no mucho, pero hay que arreglarlo. La familia bajó de la trasera del camión. —¿Un pinchazo? —preguntó Padre y entonces vio el neumático y calló.

Tom hizo que Madre se moviera y sacó la lata de parches de debajo del cojín del asiento. Desenrolló el parche de goma y sacó el tubo de cola y lo apretó suavemente.

Está seco —dijo—. Tal vez haya suficiente. Bien, Al. Bloquea las ruedas traseras. Vamos a levantarlo con el gato.

Tom y Al trabajaban bien juntos. Pusieron piedras detrás de las ruedas y el gato debajo del eje delantero y quitaron el peso de la cubierta flácida. Sacaron la cubierta. Encontraron el agujero, hundieron un trapo en el depósito de gasolina y limpiaron la cámara alrededor del agujero. Y después, mientras Al sujetaba la cámara tensa sobre la rodilla, Tom rompió en dos el tubo de cola y extendió el escaso fluido en una capa delgada sobre el caucho con su navaja. Rascó la goma con delicadeza.

Ahora vamos a dejar que se seque mientras corto un parche.

Recortó y biseló el borde del parche azul. Al sujetó la cámara mientras Tom ponía cuidadosamente el parche en su sitio.

Ya está. Ahora tráelo al estribo mientras yo le doy con el martillo.

Golpeó el parche con cuidado, luego estiró la cámara y miró los bordes del parche.

Ya está. Va a aguantar. Ponía en el neumático y vamos a hincharla. Parece que vas a poder guardarte tu dólar, Madre.

Al dijo:

Ojalá tuviéramos una de repuesto. Tenemos que comprar una, Tom, y tenerla en el neumático e hinchada. Entonces podríamos arreglar un pinchazo de noche.

Cuando tengamos dinero para una rueda de repuesto, compraremos en su lugar café y carne —dijo Tom.

El tráfico ligero de la mañana zumbaba en la carretera y el sol se fue volviendo cálido y brillante. Un viento suave y murmurador soplaba en rachas desde el suroeste y las montañas a ambos lados del amplio valle se difuminaban en una niebla perlada.

Tom estaba hinchando el neumático cuando un turismo que venía del norte se detuvo al otro lado de la carretera. Un hombre de rostro moreno, vestido con un traje gris claro, salió y cruzó en dirección al camión. Llevaba la cabeza

descubierta. Sonrió y mostró unos dientes muy blancos contra la piel marrón. Llevaba una enorme alianza de oro en el dedo corazón de la mano izquierda. Una pelotita de fútbol de oro colgaba de una cadena delgada delante del chaleco.

Buenos días —dijo con afabilidad.

Tom dejó de hinchar la rueda y levantó la vista.

Buenos días.

El hombre se pasó los dedos por el cabello corto y áspero que estaba encaneciendo.

¿Buscan trabajo?

Desde luego. Buscamos hasta debajo de las piedras.

¿Pueden recoger melocotones?

Nunca lo hemos hecho —dijo Padre.

Podemos hacer cualquier cosa —dijo Tom con premura—. Podemos recoger cualquier cosa.

El hombre jugueteó con la pelota de oro.

Bueno, hay trabajo en abundancia para ustedes a unas cuarenta millas hacia el norte.

Estaríamos muy agradecidos —dijo Tom—. Díganos cómo llegar e iremos a paso ligero.

Bien, vayan al norte, a Pixley, eso está a treinta y cinco o treinta y seis millas y luego hacia el este, unas seis millas. Pregunten a cualquiera dónde está el rancho Hooper. Allí hay trabajo de sobra.

Seguro que sí.

¿Saben dónde hay más gente buscando trabajo?

Claro —replicó Tom—. Hacia el sur, en el campamento de Weedpatch hay un montón de gente que busca trabajo.

Me acercaré por allí. Necesitamos bastantes. Recuerden, en Pixley tuerzan hacia el este y derechos hasta el rancho Hooper.

Sí—dijo Tom—. Y le damos las gracias. Necesitamos trabajo con urgencia.

De acuerdo. Vayan en cuanto puedan —volvió a cruzar la carretera, subió a su turismo abierto y se alejó hacia el sur.

Tom apoyó su peso en la bomba.

Veinte cada uno —dijo—. Uno, dos tres, cuatro... —al llegar a veinte Al cogió la bomba y luego Padre y después el tío John. El neumático se llenó y se volvió suave. Repitieron la ronda tres veces.

Vamos a bajarla a ver qué tal —dijo Tom. Al quitó el gato y bajó el coche. —Tiene de sobra —dijo—. Quizá un poco de más.

Tiraron las herramientas dentro del camión. —Venga, vámonos —dijo Tom—. Por fin vamos a tener trabajo. Madre se volvió a sentar en el centro. Esta vez condujo Al. —Llévalo con calma. No lo quemes, Al.

Continuaron por los soleados campos mañaneros. La niebla se levantó en las cumbres de las colinas, que eran claras y marrones, con pliegues morados y negros. Las palomas silvestres echaban a volar desde las cercas al pasar el camión. Al aumentó la velocidad de forma inconsciente.

Tranquilo —advirtió Tom—. Si lo fuerzas, va a reventar. Tenemos que llegar allí. Quizá incluso podamos hacer hoy algún trabajo.

Madre dijo excitada:

Con cuatro hombres trabajando puede que me den algún crédito inmediatamente. Lo primero que voy a comprar es café, porque es lo que echáis de menos, y luego algo de harina y levadura en polvo y un poco de carne. Mejor será no comprar costillar ahora mismo y dejarlo para más adelante. Puede que el sábado. Y jabón. Hay que comprar jabón. A ver dónde podemos quedarnos — siguió parloteando—. Y leche. Compraré algo de leche porque Rosasharn debe tomarla. La enfermera lo dijo.

Una serpiente culebreó por la caliente carretera. Al pasó como un rayo, la atropello y volvió a su carril.

Una serpiente ardilla —dijo Tom—. No debías haberlo hecho.

No las puedo ver —respondió Al alegremente—. Detesto todos los tipos de serpientes. Me dan dolor de estómago.

El tráfico de antes del mediodía se incrementó en la carretera, viajantes en cupés relucientes con las insignias de sus compañías pintadas en las puertas, camiones rojos y blancos de gasolina arrastrando tintineantes cadenas tras ellos, grandes camionetas de puertas cuadradas de almacenes de venta al por mayor, repartiendo productos agrícolas. A lo largo de la carretera el campo era fértil. Había huertas, en todo su esplendor, cubiertas de hojas, y viñedos con las largas y verdes enredaderas alfombrando el suelo entre hilera e hilera. Había parcelas de melones y campos de cereales. Entre el verdor había casas blancas, con rosas creciendo encima. Y el sol era de oro y cálido.

En el asiento delantero del camión a Madre, Tom y Al les inundaba la dicha.

Hace mucho tiempo que no me siento tan bien —dijo Madre—. Sí recogemos muchos melocotones podríamos comprar una casa, o pagar incluso alquiler por un par de meses. Tenemos que tener una casa.

Al dijo:

Yo voy a ahorrar. Y cuando haya ahorrado me iré a la ciudad y me emplearé en un garaje. Voy a vivir en una habitación y a comer en restaurantes. Iré al cine todas las malditas noches. No cuesta demasiado. A ver películas del oeste —sus manos se tensaron sobre el volante.

El radiador borboteó y arrojó siseante vapor.

¿Lo llenaste? —preguntó Tom.

Sí. Llevamos el viento detrás. Eso es lo que le hace hervir.

Es un día precioso —dijo Tom—. Cuando estaba en McAles-ter trabajando solía pensar en las cosas que haría. Me iba a ir lejísi-mos en línea recta sin parar nunca. Parece que hace mucho tiempo. Parece que hace años que salí. Había allí un guarda que nos lo ponía difícil. Yo quería acecharle y atacarle. Supongo que eso es lo que me hace enfurecerme ante los policías. Me parece que todos tienen su misma cara. Éste se solía poner muy rojo en la cara. Parecía un cerdo. Tenía un hermano en el oeste, decían. Solía mandarle gente en libertad condicional que tenía que trabajar por nada. Si decían algo, les enviaba de vuelta por violar la libertad bajo palabra. Eso es lo que decían aquéllos.

No pienses en ello —le rogó Madre—. Voy a poner un montón de cosas para comer. Mucha harina y manteca.

Quizá debiera pensar en ello —replicó Tom—. Si intento olvidarlo, se me va a revolver. Había un tipo muy estrafalario. Nunca os he contado nada de él. Parecía Happy Hooligan. Era un tipo inofensivo. Siempre iba a escaparse. Todos le llamaban Hooligan —Tom se rió para sí mismo.

No pienses en ello —rogó Madre.

Sigue —pidió Al—. Cuéntame algo de ése.

No hace daño, Madre —dijo Tom—. Este tipo estaba siempre diciendo que se iba a escapar. Hacía un plan; pero no se lo podía callar, y al poco todo el mundo lo sabía, incluso el vigilante. Se escapaba y lo cogían de la mano y lo volvían a llevar. Pues bien, una vez trazó un plan que incluía escapar saltando la valla. Por supuesto, se lo enseñó a todo el mundo y todos se callaron. Se escondió y todos callaron. Había conseguido una cuerda en algún sitio y por fin saltó el muro. Había afuera seis guardas con un saco grande y Hooligan iba bajando silenciosamente por la cuerda y ellos sujetaron el saco y él se fue directamente adentro. Ataron la boca del saco y lo volvieron a entrar. Los otros casi se mueren de risa. Pero eso acabó con el espíritu de Hooligan. Se puso a llorar sin parar y a gimotear y cayó enfermo. De tanto como habían herido sus sentimientos. Se cortó las venas con un alfiler y se murió desangrado porque estaba dolido. No había malicia en él. Hay toda clase de tipos raros en la trena.

No hables de eso —dijo Madre—. Yo conocí a la madre de Floyd Niño Bonito. No era mal muchacho. Sólo que le acosaron en un rincón.

El sol se movió hacia el mediodía y las sombras del camión adelgazaron y se metieron bajo las ruedas.

Eso debe ser Pixley, allí delante —dijo Al—. He visto un cartel hace poco.

Entraron en la pequeña ciudad y se desviaron al este por una carretera más estrecha. Y las huertas flanqueaban el camino y marcaban un pasillo.

Espero que lo encontremos con facilidad —dijo Tom.

Madre intervino:

Ese hombre habló del rancho Hooper. Que cualquiera nos podría informar. Espero que allá haya una tienda cerca. Podría conseguir algún crédito, con cuatro

hombres trabajando. Puedo preparar una cena rica si me dan algo a crédito. Tal vez haga un gran estofado.

Y café —dijo Tom—. Puede que hasta me compre una bolsa de tabaco Durham. Hace mucho tiempo que no tengo tabaco propio.

A lo lejos la carretera estaba bloqueada de coches y había una fila de motos blancas al lado de la carretera.

Debe de haber habido un accidente —dijo Tom.

Mientras se acercaban, un policía federal, con botas y cinturón de cartuchera, rodeó el último coche aparcado. Puso la mano en alto y Al frenó. El policía se apoyó con aire confidencial en el lado del camión.

¿A dónde se dirigen?

Al dijo:

Un hombre nos dijo que por esta carretera había un lugar donde hay trabajo recogiendo melocotones.

Quieren trabajar, ¿no es eso?

Exacto —dijo Tom.

De acuerdo. Esperen un minuto —se fue a la orilla de la carretera y llamó hacia adelante—. Uno más. Éste hace el sexto coche. Será mejor pasar ya a este grupo.

Tom llamó:

¡Eh! ¿Qué es lo que pasa?

El hombre se volvió con lentitud.

Hay un pequeño problema más adelante. No se preocupen. Podrán pasar. Simplemente siga la línea.

Surgió el ruido de explosiones del encendido de las motos. La fila de coches se puso en movimiento, el camión de los Joad en último lugar. Dos motos abrían la marcha y otras doce les seguían.

Me pregunto qué es lo que pasa.

Quizá la carretera esté cortada —sugirió Al.

No necesitaríamos cuatro policías que nos lo muestren. No me gusta.

Las motos que iban al frente aceleraron. La fila de coches viejos aceleró. Al pisó para mantenerse junto al último coche.

Esta gente es de los nuestros, todos ellos —dijo Tom—. Esto no me gusta.

Repentinamente los policías a la cabeza salieron de la carretera a una entrada amplia de gravilla. Los viejos coches corrieron tras ellos. Los motores de las motos rugieron. Tom vio una fila de hombres de pie en la cuneta junto a la carretera, vio que sacudían los puños y sus rostros mostraban furia, vio sus bocas abiertas como si estuvieran gritando. Una mujer robusta corrió hacia los coches, pero una moto rugiente se puso en su camino. Una alta puerta de alambre oscilaba abierta. Los seis coches viejos la cruzaron y la puerta se cerró

tras ellos. Las cuatro motos dieron la vuelta y marcharon velozmente por donde habían venido. Ahora que el ruido de las motos había desaparecido, se podía oír el distante griterío de los hombres de la cuneta. Había dos hombres junto a la carretera de grava, cada uno llevaba una escopeta.

Uno gritó:

Adelante, adelante. ¿A qué diablos esperan?

Los seis coches continuaron, doblaron una curva y se encontraron de pronto con el campamento de melocotones.

Había cincuenta cajitas de tejado plano, cada una con una puerta y una ventana y todo el grupo formando un cuadrado. Un depósito de agua sobresalía en un extremo del campamento. Y al otro lado había una tiendecita de comestibles. Al final de cada hilera de casas cuadradas había dos hombres armados con escopetas, que llevaban estrellas grandes y plateadas prendidas en las camisas.

Los seis coches se detuvieron. Dos contables iban de coche en coche. —¿Quieren trabajar? Tom preguntó: —Claro, pero ¿qué es esto?

No es asunto suyo. ¿Quieren trabajar? —Claro que sí. —¿Nombre? —Joad.

¿Cuántos hombres? —Cuatro. —¿Mujeres? —Dos.

¿Niños? —Dos. —¿Pueden trabajar todos? —Pues... creo que sí.

De acuerdo. Encuentren la casa sesenta y tres. El jornal es cinco centavos por caja. La fruta que no esté estropeada. Bien, ahora muévanse. Tienen que ponerse a trabajar en este momento.

Los coches se movieron. Había un número pintado en la puerta de cada casa roja.

Sesenta —dijo Tom—. Ésa es la sesenta. Debe estar por ahí. Allí, sesenta y uno, sesenta y dos..., allí está.

Al aparcó el camión cerca de la puerta de la casita. La familia bajó del camión y miró alrededor con asombro. Dos ayudantes del sheriff se acercaron. Se fijaron en cada rostro.

¿Nombre?

Joad —respondió Tom con impaciencia—. Oiga, ¿qué es esto?

Uno de los ayudantes sacó una larga lista.

No están aquí. ¿Alguna vez les has visto por aquí? Mira la matrícula. No. No los tenemos. Supongo que estarán en regla.

Miren. No queremos problemas con ustedes. Limítense a hacer su trabajo y ocúpense de sus asuntos y no habrá problema —los dos se volvieron abruptamente y se marcharon. Al final de la calle polvorienta se sentaron en dos cajas y supervisaron la calle en toda su longitud desde sus posiciones.

Tom se quedó mirándoles.

Está claro que quieren que nos sintamos como en casa.

Madre abrió la puerta de la casa y entró. El suelo estaba salpicado de grasa. En la única habitación había una oxidada cocina de latón y nada más. La cocina descansaba sobre cuatro ladrillos y su tubo herrumbroso salía por el tejado. La habitación olía a sudor y a grasa. Rose of Sharon se quedó de pie junto a Madre.

¿Vamos a vivir aquí?

Madre permaneció en silencio un momento.

Pues claro —dijo finalmente—. No estará tan mal una vez que la limpiemos. Hay que fregarla.

Prefiero la tienda —dijo la muchacha.

Esto tiene suelo —sugirió Madre—. No habrá goteras si llueve —se volvió hacia la puerta—. Podríamos descargar —dijo.

Los hombres descargaron el camión silenciosamente. El miedo había caído sobre ellos. El gran cuadrado de cajas estaba en silencio. Una mujer pasó a su lado en la calle pero no les miró. Llevaba la cabeza gacha y su sucio vestido de algodón tenía el bajo deshilachado y formaba pequeñas banderas.

La tristeza del ambiente había afectado a Ruthie y Winfield. No salieron corriendo a inspeccionar el lugar. Permanecieron cerca del camión, cerca de la familia. Miraron con aspecto triste la calle arriba y abajo. Winfield encontró un trozo de alambre de embalar y lo torció a uno y otro lado hasta que se rompió. Hizo una manivela pequeña del trozo más corto y le dio vueltas y vueltas en las manos. Tom y Padre estaban llevando los colchones a casa cuando llegó un empleado. Llevaba pantalones color caqui y una camisa azul y corbata negra. Llevaba gafas con montura de plata, y sus ojos, a través de las gruesas lentes, se veían débiles y rojos y las pupilas eran como pequeños centros de diana que miraran. Se inclinó hacia adelante para mirar a Tom.

Quiero inscribirles —dijo—. ¿Cuántos van a trabajar? Tom dijo:

Hay cuatro hombres. ¿Es trabajo duro?

Recoger melocotones —dijo el empleado—. Trabajo cuidadoso. Son cinco centavos por caja.

No hay razón para que no trabajen los pequeños, ¿verdad?

Claro que no, si son cuidadosos.

Madre salió a la entrada.

En cuanto me organice saldré a ayudar. No tenemos qué comer. ¿Nos pagan de inmediato?

Bueno, no con dinero. Pero en la tienda le pueden dar crédito.

Venga, deprisa —dijo Tom—. Quiero meterme algo de pan y carne en el cuerpo esta noche. ¿Dónde tenemos que ir?

Yo voy ahora para allá. Vengan conmigo.

Tom, Padre, Al y el tío caminaron con él por la calle polvorienta hasta llegar a la huerta, entre los melocotoneros. Las hojas estrechas empezaban a tornarse de un amarillo pálido. Los melocotones eran pequeños globos de rojo y oro en las ramas. Entre los árboles había montones de cajas vacías. Los recolectores se movían a toda prisa, llenando sus cubos de las ramas, poniendo los melocotones en las cajas, acarreando las cajas hasta la estación de recogida; y en las estaciones, donde los montones de cajas llenas esperaban a los camiones, esperaban también empleados que ponían marcas junto a los nombres de los recolectores.

Aquí hay cuatro más —le dijo el guía a un empleado.

De acuerdo. ¿Han recogido antes?

No, nunca —dijo Tom.

Bueno, recojan con cuidado. Nada de fruta estropeada ni fruta caída. Si estropean la fruta no cuenta. Allí hay algunos cubos.

Tom cogió un cubo de tres galones y lo miró.

Está lleno de agujeros en el fondo.

Claro —dijo el empleado corto de vista—. Eso evita que la gente los robe. Bien, por aquella sección. Muévanse.

Los cuatro Joad cogieron sus cubos y fueron a la huerta.

No pierden el tiempo —comentó Tom.

Dios Todopoderoso —dijo Al—. Prefiero trabajar en un garaje.

Padre les había seguido dócilmente hacia el campo. De pronto se volvió hacia Al.

Para ya —dijo—. Has estado suspirando, protestando y quejándote. Ponte a trabajar. Todavía no eres tan grande que no pueda zurrarte.

El rostro de Al se puso rojo de ira. Empezó a defenderse. Tom se acercó a él.

Venga, Al —dijo quedamente—. Pan y carne. Tenemos que comprarlo.

Cogían la fruta y la dejaban en los cubos. Tom trabajaba corriendo. Un cubo lleno, dos cubos. Los vació en una caja. Tres cubos. La caja estaba llena.

Acabo de ganar cinco centavos —anunció. Cogió la caja y se apresuró hacía la estación—. Ahí van cinco centavos de melocotón —le dijo al que lo apuntaba.

El hombre miró en la caja, volvió uno o dos melocotones.

Ponlo allí. No sirve —dijo—. Te dije que no valían estropeados. Los tiraste del cubo a la caja, ¿verdad? Todos los malditos melocotones están rozados. No te puedo apuntar ésta. Ponlos en la caja con calma o estarás trabajando para nada.

Pero... maldita sea... —Tómatelo con calma. Te avisé antes de empezar. Tom bajó los ojos torvamente.

De acuerdo —dijo—. De acuerdo —volvió rápidamente junto a los demás— . Ya podéis tirar lo que tenéis —les dijo—. Está igual que lo mío. No lo van a coger .

¡Qué diablos! —empezó Al.

Hay que recogerlos con tranquilidad. No se pueden dejar caer al cubo. Hay que ponerlos con cuidado.

Volvieron a empezar, y esta vez manejaron la fruta con delicadeza. Las cajas se llenaban más despacio.

Creo que podemos organizar algo —dijo Tom—. Si Ruthie y Winfield y Rosasharn se limitaran a ponerlos en las cajas, podríamos trabajar con un sistema —llevó su última caja a la estación—. ¿Vale ésta cinco centavos?

El empleado le echó un vistazo, rebuscó varias capas abajo.

Esto está mejor —dijo. Anotó la caja—. Tómatelo con calma.

Tom regresó apresurado.

Tengo cinco centavos —dijo—. Tengo cinco centavos. Sólo hay que hacer lo mismo veinte veces para ganar un dólar.

Trabajaron sin parar toda la tarde. Ruthie y Winfíeld los encontraron al cabo de un rato.

Tenéis que trabajar —les dijo Padre—. Tenéis que poner los melocotones con cuidado en las cajas. Así, uno cada vez.

Los niños se acuclillaron y cogieron los melocotones del cubo extra, y una fila de cubos les esperaba preparada. Tom llevaba las cajas llenas a la estación.

Ésa es la séptima —dijo—. Esa la octava. Tenemos cuarenta centavos. Se puede comprar un buen trozo de carne por cuarenta centavos.

La tarde pasó. Ruthie intentó escaparse.

Estoy cansada —gimoteó—. Tengo ganas de descansar.

Tienes que quedarte exactamente donde estás —dijo Padre.

El tío John recogía despacio. Llenaba un cubo por cada dos de Tom. Su ritmo no cambiaba.

A media tarde Madre llegó andando penosamente.

Habría venido antes, pero Rosasharn se desmayó —dijo—. Simplemente se desmayó.

Habéis estado comiendo melocotones —les dijo a los niños—. Bueno, pues os harán reventar. —El cuerpo rechoncho de Madre se movía con rapidez. Abandonó enseguida el cubo y recogió en su delantal. A la caída del sol habían recogido veinte cajas.

Tom llevó la caja número veinte.

Un dolar —dijo—. ¿Hasta cuándo trabajamos?

Hasta la noche, siempre que podáis ver.

Bueno, ¿podemos conseguir crédito ya? Madre debería ir a comprar alguna cosa para comer.

Claro. Ahora te doy un vale por un dólar —escribió en una tira de papel y se lo alargó a Tom.

Él se lo llevó a Madre.

Aquí tienes. Puedes comprar en la tienda por valor de un dólar.

Madre dejó su cubo en el suelo y enderezó los hombros.

Se nota, la primera vez, ¿eh?

Claro. Nos acostumbraremos enseguida. Vete ya y compra algo de comida.

Madre preguntó:

¿Qué os gustaría comer?

Carne —dijo Tom—. Carne y una cafetera grande con azúcar. Un trozo bien grande de carne.

Ruthie se quejó: —Madre, estamos cansados. —Entonces más vale que vengáis conmigo.

Estaban cansados cuando empezaron —dijo Padre—. Se están volviendo silvestres como conejos. No van a servir para nada a menos que los atemos corto.

En cuanto nos instalemos, irán a la escuela —dijo Madre. Se alejó cansadamente y Ruthie y Winfield la siguieron con timidez.

¿Tenemos que trabajar todos los días? —preguntó Winfield. Madre se detuvo y esperó. Le cogió de la mano y caminaron juntos cogidos.

No es un trabajo duro —dijo—. Os hará bien. Y así ayudáis. Si todos trabajamos, muy pronto viviremos en una buena casa. Todos hemos de ayudar.

Pero es que me canso mucho.

Lo sé. Yo también. Todos se agotan. Hay que pensar en otras cosas. Piensa en cuando vayas a la escuela.

Yo no quiero ir a ninguna escuela. Ruthie tampoco quiere. Hemos visto a esos niños que van a la escuela, Madre. ¡Mocosos! Nos llaman okies. Les hemos visto. Yo no pienso ir.

Madre miró con pena su pelo pajizo.

No nos des problemas ahora —suplicó ella—. En cuanto nos hayamos recuperado un poco puedes portarte mal. Pero ahora no. Ya tenemos demasiado, ahora.

Me he comido seis melocotones —dijo Ruthie.

Pues tendrás diarrea. Y no estamos cerca de ningunos servicios.

La tienda de la compañía era una larga nave de hierro galvanizado. No tenía escaparate. Madre abrió la puerta de tela metálica y entró. Había un hombre diminuto detrás del mostrador. Estaba completamente calvo y su cabeza era blanquiazul. Unas pobladas cejas marrones le cubrían los ojos en un arco tal que su rostro parecía sorprendido y un poco asustado. Su nariz era larga y delgada y curvada como el pico de un ave y con los orificios bloqueados con vello castaño claro. Sobre las mangas de su camisa azul llevaba manguitos de raso negro. Se apoyaba con los codos en el mostrador cuando Madre entró.

Buenas tardes —dijo ella. El la inspeccionó con interés. El arco sobre sus ojos se hizo más alto. —¿Cómo está? —Tengo aquí un vale por un dólar.

Puede comprar por valor de un dólar —dijo él y se rió agudamente—. Sí, señor, por valor de un dólar, de un dólar —movió la mano mostrando las existencias—. De lo que quiera —tiró de los manguitos hacia arriba con pulcritud.

Pensaba comprar un trozo de carne.

Tengo de todas clases —respondió él—. Carne de hamburguesa, ¿le apetece? Veinte centavos la libra.

¿No es muy caro? Me parece que la última vez que compré estaba a quince centavos.

Bueno —rió él suavemente—, sí, es caro y al mismo tiempo no es caro. Si va a la ciudad por un par de libras de carne le cuesta un galón de gasolina. De modo que, ya ve, esto no es realmente caro porque usted no tiene ese galón de gasolina.

Madre dijo severamente: —A ustedes no les ha costado un galón de gasolina traerlo hasta aquí.

Él rió encantado.

Lo está mirando al revés —dijo—. Nosotros no compramos, vendemos. Si lo compráramos, pues claro, sería diferente.

Madre se llevó dos dedos a la boca y arrugó el entrecejo mientras pensaba.

Parece que está llena de grasa y cartílagos.

No le garantizo que no vaya a cocerse —dijo el tendero—. No le garantizo que yo me lo comiera; pero hay muchas cosas que yo no haría.

Madre levantó la vista un momento y le miró con ferocidad. Controló su voz. —¿No tiene alguna clase de carne más barata? —Huesos para sopa respondió él—. Diez centavos la libra. —Pero no son más que huesos.

No son más que huesos —replicó—. Puede hacer una buena sopa. Sólo huesos.

¿Tiene ternera para cocer?

Sí, por supuesto. Eso es a veinte centavos la libra.

Tal vez no pueda comprar carne —dijo Madre—. Pero quieren carne. Dijeron que querían carne.

Todo el mundo quiere carne..., necesita carne. Esa carne de hamburguesa es buena. Puede usar la grasa que desprende como salsa. Muy rica. No hay desperdicio. No tirará ningún hueso.

¿A cuánto es el costillar?

Bueno, eso es irse a lo exquisito. Cosa de Navidad. O de Acción de Gracias. Treinta y cinco centavos la libra. Le podría vender pavo más barato, si tuviera pavo.

Madre suspiró:

Déme dos libras de carne para hamburguesa.

Sí, señora —puso con una cuchara la pálida carne en un trozo de papel encerado—. ¿Y qué más?

Algo de pan.

Aquí lo tiene. Una barra grande, quince centavos.

Eso es una barra de doce centavos.

Claro que sí. Vaya a la ciudad y cómprela por doce centavos. Un galón de gasolina. ¿Qué más quiere, patatas?

Sí, patatas. —Cinco libras de patatas por veinticinco centavos. Madre se movió amenazadora hacia él. —Ya he oído bastante de usted. Sé lo que cuestan en la ciudad.

El hombrecillo cerró fuertemente la boca. —Entonces vaya a comprarlas a la ciudad. Madre se miró los nudillos. —¿Qué es esto? —preguntó en voz baja—. ¿Esta tienda es suya? —No, sólo trabajo aquí.

¿Hay alguna razón por la que tiene que hacer burla? ¿Eso le ayuda en algo? —ella se contempló las manos brillantes y arrugadas. El hombrecillo seguía callado—. ¿De quién es esta tienda?

De Ranchos Hooper, Inc., señora. —¿Y ellos deciden los precios? —Sí, señora. Ella levantó los ojos sonriendo levemente. —¿Todo el que entra aquí se enfada, como yo? Él vaciló un momento.

Sí, señora. —Y ¿es por eso por lo que se ríe? —¿Qué quiere decir?

Hacer trabajo sucio como este le avergüenza, ¿no es cierto? Tiene que actuar con ligereza, ¿eh? —su voz era afable. El empleado la miraba fascinado. No respondió—. Así es como es —dijo Madre finalmente—. Cuarenta centavos por la carne, quince por el pan, veinticinco por las patatas. Eso hacen ochenta centavos. ¿Café?

A veinte centavos el más barato, señora.

Y eso hace el dólar. Siete hemos estado trabajando y ahí va la cena —se estudió la mano—. Envuélvamelo —añadió con premura.

Sí, señora —respondió él—. Gracias —puso las patatas en una bolsa y dobló la parte de arriba con cuidado. Sus ojos se deslizaron hacia Madre y luego volvieron a ocultarse en el trabajo. Ella le miró y sonrió un poco.

¿Cómo consiguió un empleo como éste? —preguntó ella.

Uno tiene que comer —empezó él; y luego con beligerancia—: Uno tiene derecho a comer.

¿Qué uno? —preguntó Madre.

Él puso los cuatro paquetes en el mostrador.

Carne —dijo—. Patatas, pan, café. Un dólar justo —ella le alargó la tira de papel y le miró mientras él anotaba el nombre y la cantidad en el libro—. Aquí tiene —dijo—. Ahora estamos en paz.

Madre recogió las bolsas.

Oiga —dijo—. No tenemos azúcar para el café. Mi hijo Tom quiere azúcar. Mire —dijo—. Están trabajando ahí fuera. Déme un poco de azúcar y le traigo el vale luego.

El hombrecillo desvió la mirada..., movió los ojos tan lejos de Madre como pudo.

No puedo hacerlo —dijo quedamente—. Es la norma. No puedo. Me metería en un lío. Me meterían en la cárcel.

Pero están allí, trabajando en el campo. Van a ganar más de diez centavos. Déme diez centavos de azúcar. Tom quería azúcar en el café. Habló de ello.

No puedo hacerlo, señora. Es la norma. Si no hay vale, no hay comida. El encargado me lo dice continuamente. No, no puedo hacerlo. No puedo. Me pillarían. Siempre pillan a la gente. Siempre. No puedo.

¿Por diez centavos?

Por lo que sea, señora —la miró suplicante. Y entonces su rostro perdió el miedo. Tomó diez centavos de su bolsillo y los metió en la caja—. Así —dijo con alivio. Sacó una bolsita de debajo del mostrador, la sacudió para abrirla y metió algo de azúcar, pesó la bolsa y añadió un poco más de azúcar—. Aquí tiene — dijo—. Ahora está bien. Usted traiga el vale y yo recuperaré mis diez centavos.

Madre le miró estudiándole. Alargó ciegamente la mano y puso la bolsita de azúcar en el montón de paquetes que llevaba en el brazo.

Le doy las gracias —dijo quedamente. Fue hacia la puerta y al llegar se volvió—. Estoy aprendiendo una cosa nueva —dijo—. Continuamente, todos los días. Si tienes problemas o estás herido o necesitado... acude a la gente pobre. Son los únicos que te van a ayudar..., los únicos —la puerta se cerró con un golpe detrás de ella.

El hombrecillo apoyó los codos en el mostrador y se quedó mirándola con ojos sorprendidos. Un gato rollizo de pelaje color concha de tortuga saltó al mostrador y se acercó perezoso hacia él. Se frotó de lado contra sus brazos y él alargó la mano y se lo acercó a la mejilla. El gato ronroneó ruidosamente y la punta de su cola osciló de un lado a otro.

Tom, Al, Padre y el tío John volvieron de la huerta cuando la noche estaba entrada. Notaban los pies algo pesados contra la carretera.

No pensaría uno que de estirarse y coger se te resentiría la espalda —dijo Padre.

Estarás bien en un par de días —dijo Tom—. Oye, Padre, después de comer voy a salir a ver qué era aquel lío a la entrada. Me lo he estado preguntando. ¿Quieres venir?

No —replicó Padre—. Quiero un poco de tiempo en que me limite a trabajar sin pensar en nada. Me parece haber estado devanándome los sesos un montón de tiempo. No, me voy a sentar un rato y luego me iré a la cama.

¿Y tú, Al?

Al apartó la mirada.

Creo que primero echaré un vistazo por aquí —dijo.

Bueno, ya sé que el tío John no va a venir. Creo que iré solo. Tengo curiosidad.

Padre dijo:

Yo sé que tiene que picarme mucho más la curiosidad para hacer algo... con todos esos policías ahí fuera.

A lo mejor por la noche no están —sugirió Tom.

Bueno, no pienso averiguarlo. Y será mejor que no le digas a Madre a dónde vas. Se moriría de preocupación.

Tom se volvió hacia Al. —¿No sientes curiosidad? —Creo que echaré una ojeada por este campamento —replicó Al. —Buscando chicas, ¿eh? —Ocupándome de mis asuntos —dijo Al con acritud. —Pues yo voy a ir —decidió Tom.

Salieron de la huerta a la calle polvorienta entre las chabolas rojas. La baja luz amarilla de los faroles de queroseno brillaba en algunas puertas, y dentro, en la penumbra, se movían las siluetas negras de la gente. Al fondo de la calle seguía sentado un guarda, la escopeta descansando en la rodilla.

Tom hizo una pausa al pasar junto al guarda.

¿Hay algún sitio donde uno pueda darse un baño?

El guarda le estudió a media luz. Por último dijo:

¿Ve el depósito de agua?

Sí.

Allí hay una manguera.

¿Hay agua caliente?

Oiga, ¿quién se cree que es, J. P. Morgan?

No —dijo Tom—. No, le aseguro que no. Buenas noches.

El guarda gruñó con desprecio.

Agua caliente, por el amor de Dios. Y querrán bañeras, lo siguiente — siguió con la mirada sombría a los cuatro Joad.

Un segundo guarda llegó por detrás de la última casa. —¿Qué ocurre, Mack? —Pues nada, esos malditos okies. ¿Hay agua caliente?, dice. El segundo guarda apoyó la culata de la escopeta en el suelo.

Son los campamentos del gobierno —explicó—. Apuesto a que ese tipo ha estado en un campamento del gobierno. No vamos a tener paz hasta que nos quitemos a esos campamentos de en medio. Antes de que nos demos cuenta querrán sábanas limpias.

Mack preguntó:

¿Cómo va la cosa en la entrada principal? ¿Has oído algo?

Han estado ahí fuera gritando todo el día. La policía federal lo controló. Están echando a esos listillos. He oído que hay un hijo de puta flaco y largo que atiza la cosa. Dijo uno que le cogerían esta noche y entonces se les derrumbará todo el tinglado.

Si se pone demasiado fácil nos quedamos sin trabajo —dijo Mack.

Vamos a tener trabajo, eso seguro. ¡Estos malditos okies! Hay que vigilarlos constantemente. Si la cosa se calma siempre les podemos presionar un poco.

Habrá bronca cuando bajen aquí el jornal, supongo.

Seguro que sí. No, no tienes que preocuparte de si vamos a tener trabajo, sobre todo con Hooper ocupándose de cerca.

El fuego ardía en casa de los Joad. Las hamburguesas salpicaban y siseaban en la grasa y las patatas burbujeaban. La casa estaba llena de humo y la luz amarilla del farol proyectaba sombras grandes y negras en las paredes. Madre trabajaba con rapidez alrededor del fuego mientras Rose of Sharon, sentada en una caja, reposaba su pesado abdomen en las rodillas.

¿Ya te encuentras mejor? —preguntó Madre.

El olor de la cocina me pone enferma. Y también tengo hambre.

Ve a sentarte a la puerta —dijo Madre—. De todas formas, necesito esa caja para leña.

Los hombres entraron en tropel.

¡Carne, por Dios! —dijo Tom—. Y café. Ya lo huelo. Dios, sí que tengo hambre. Comí un montón de melocotones, pero no sirvió de nada. ¿Dónde nos podemos lavar, Madre?

Id al depósito de agua. Lavaos allí abajo. Acabo de mandar a Ruthie y Winfield a lavarse —los hombres volvieron a salir.

Muévete, Rosasharn —ordenó Madre—. O te sientas en la cama o a la puerta. Tengo que romper esa caja.

La joven se levantó ayudándose con las manos. Se fue pesadamente hacia uno de los colchones y se sentó en él. Ruthie y Winfield entraron silenciosamente, intentando permanecer en la oscuridad no hablando y quedándose cerca de la pared.

Madre les miró.

Tengo la sensación de que tenéis suerte de que no haya luz —dijo. Se precipitó sobre Winfield y palpó su cabello—. Bueno, mojaros os habéis mojado, aunque apuesto a que no estáis limpios.

No había jabón —protestó Winfield.

No, eso es verdad. No pude comprar jabón. Tal vez mañana pueda.

Volvió al fogón, sacó los platos y empezó a servir la cena. Dos hamburguesas por cabeza y una patata grande. Puso tres rebanadas de pan en cada plato. Cuando había sacado toda la carne de la sartén virtió un poco de grasa en cada plato. Los hombres regresaron, sus rostros chorreantes y el pelo brillando por el agua.

A por ella —gritó Tom.

Cogieron los platos. Comieron en silencio, vorazmente y rebañaron la grasa con el pan. Los niños se retiraron a un rincón de la habitación, pusieron los platos en el suelo y se arrodillaron delante de la comida como animalillos.

Tom tragó el último trozo de pan.

¿Hay más, Madre?

No —contestó ella—. Eso es todo. Ganasteis un dólar y eso es lo que da de sí.

¿Eso?

Aquí cobran un extra. Tenemos que ir a la ciudad cuando podamos.

No estoy lleno —dijo Tom.

Bueno, mañana trabajaréis todo el día. Mañana por la noche habrá de sobra.

Al se limpió la boca en la manga.

Creo que voy a dar una vuelta —dijo.

Espera, voy contigo —Tom le siguió afuera. En la oscuridad Tom se acercó a su hermano—. ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?

No, voy a echar un vistazo como dije.

De acuerdo —dijo Tom. Dio la vuelta y paseó calle abajo. El humo de las casas colgaba bajo, cerca de la tierra, y los faroles proyectaban sus imágenes de puertas y ventanas sobre la calle. A la puerta de las casas había gente sentada mirando en la oscuridad. Tom podía ver cómo sus cabezas giraban al seguirle con los ojos calle abajo. Al final de la calle el camino de tierra continuaba a través de un campo de hierba y las masas negras de los almiares eran visibles a la luz de las estrellas. Una hoja delgada de luna colgaba baja en el cielo, hacia el oeste, y la larga nube de la Vía Láctea dejaba una clara estela. Los pies de Tom sonaban poco en la carretera polvorienta, un parche oscuro contra la hierba amarilla. Se metió las manos en los bolsillos y continuó hacia la entrada principal. Un terraplén llegaba cercano a la carretera. Tom podía oír el murmullo del agua oscura y vio los reflejos estirados de las estrellas. La carretera estatal estaba al frente. Luces de coches a toda velocidad mostraban dónde estaba. Tom

enfiló en esa dirección. Podía ver la alta puerta alambrada a la luz de las estrellas.

Una figura se movió al lado de la carretera. Una voz dijo: —Hola... ¿quién va? Tom se detuvo y se quedó quieto. —¿Quién es?

Un hombre se puso de pie y se acercó. Tom pudo ver la pistola en la mano. Luego una linterna le enfocó la cara.

¿A dónde va?

Estaba dando un paseo. ¿Hay alguna ley que lo prohíba?

Mejor sería que paseara por otro lado.

Tom preguntó:

¿Ni siquiera puedo salir de aquí?

No, esta noche no puede. ¿Quiere pasear de vuelta o prefiere que silbe y pida ayuda para llevarle?

Diablos —dijo Tom—. A mí no me importa. Si va a causar problemas no me interesa. Me vuelvo yo solo, por supuesto.

La oscura figura se relajó. La linterna se apagó.

Mire, es por su propio bien. Esos locos de los piquetes podrían atacarle.

¿Qué piquetes?

Los de esos malditos rojos.

Ah —dijo Tom—. No sabía nada.

Los vio al venir, ¿no?

Bueno, vi a un grupo de gente, pero había tantos policías que no sabía. Pensé que era un accidente.

Bien, será mejor que se dé la vuelta y regrese.

Por mí, de acuerdo —dio media vuelta y se volvió por donde había venido. Caminó silenciosamente por la carretera unos cien metros y luego se detuvo y escuchó. La llamada gorjeante de un mapache sonó cerca de la acequia y, muy lejos, se oyó el aullido furioso de un perro atado. Tom se sentó junto a la carretera y escuchó. Oyó la alta risa suave de un halcón nocturno y el movimiento furtivo de un animal que se arrastraba por la hierba. Inspeccionó el horizonte en ambas direcciones, marcos oscuros ambos, nada contra lo que reflejarse. Entonces se levantó y caminó lentamente hacia el lado derecho de la carretera hasta entrar en el campo de hierbajos y avanzó inclinado, casi tan bajo como los montones de heno. Se movió despacio, parando de cuando en cuando a escuchar. Por fin llegó a la cerca de alambre, cinco hilos de tenso alambre de espinos. Junto a la cerca se tumbó de espaldas, movió la cabeza bajo el hilo más bajo, sujetó en alto el alambre con las manos y se deslizó por debajo, empujando contra el suelo con los pies.

Estaba a punto de levantarse cuando pasó un grupo de hombres al borde de la carretera. Tom esperó hasta que estuvieron lejos antes de levantarse y seguirlos. Escudriñó el lado de la carretera buscando tiendas. Pasaron unos pocos automóviles. Un arroyo cortaba a través de los campos y la carretera lo cruzaba por un pequeño puente de cemento. Tom se asomó por el lado del puente. Al fondo del profundo barranco vio una tienda y un farol que ardía en su interior. Lo miró un momento, vio las sombras de personas contra las paredes de lona. Tom saltó una cerca y bajó por el barranco entre arbustos y sauces enanos; y en el fondo, junto a un riachuelo, encontró un sendero. Un hombre se sentaba en una caja delante de la tienda.

Buenas noches —dijo Tom. —¿Quién eres? —Bueno... Pues, vaya, voy de paso. —¿Conoces a alguien aquí?

No. Ya te digo que pasaba por aquí.

Una cabeza se asomó por la tienda. Una voz dijo:

¿Qué es lo que pasa?

¡Casy! —gritó Tom—. ¡Casy! Por el amor de Dios, ¿qué hace aquí?

¡Pero, Dios mío, si es Tom Joad! Pasa, Tommy, pasa. —Le conoces, ¿no? —preguntó el hombre de fuera.

¿Conocerle? Dios, sí. Le conozco desde hace años. Vine al oeste con él. Pasa, Tom —asió a Tom por el codo y tiró de él para que entrara en la tienda.

Otros tres hombres estaban sentados en el suelo y en el centro de la tienda ardía un farol. Los hombres levantaron recelosos la vista. Un hombre moreno con el ceño fruncido alargó la mano.

Me alegro de conocerte —dijo—. He oído lo que ha dicho Casy. ¿Es éste el hombre de quien nos hablabas?

Claro. Él mismo. Bien, ¡por el amor de Dios! ¿Dónde está tu familia? ¿Qué estás haciendo aquí?

Bueno —dijo Tom—, oímos que había trabajo por aquí. Vinimos y un puñado de policías federales nos han metido en ese rancho y hemos estado recogiendo melocotones toda la tarde. Vi un grupo de gente gritando. No quisieron decirme nada, así que he salido a ver qué pasaba. ¿Cómo diablos ha llegado aquí, Casy?

El predicador se inclinó hacia adelante y la luz amarilla del farol cayó en su frente despejada y pálida.

La cárcel es un sitio curioso —dijo—. Aquí me tienes a mí, que me había ido al desierto como Jesús a intentar encontrar algo. Algunas veces casi lo tuve. Pero fue en la cárcel donde de verdad lo encontré —sus ojos estaban brillantes y alegres—. En una celda grande, siempre llena. Unos que entraban y otros que salían. Y, por supuesto, yo hablaba con todos ellos.

Le creo —dijo Tom—. Siempre hablando. Si estuviera en el patíbulo, pasaría el rato hablando con el verdugo. Nunca he visto a nadie que hablara tanto.

Los hombres que estaban en la tienda rieron entre dientes. Un hombrecillo marchito con el rostro arrugado se dio una palmada en la rodilla.

Está siempre hablando —dijo—. Pero a la gente le gusta oírle. —Solía ser un predicador —dijo Tom—. ¿Se lo había dicho? —Claro que sí. Casy sonrió.

Pues sí, señor —prosiguió—. Empecé a darme cuenta de las cosas. Algunos de aquellos presos eran borrachos, pero la mayoría estaba allí por robar cosas; y, en la mayor parte de los casos, eran cosas que necesitaban y era la única forma de conseguirlas. ¿Entiendes? —preguntó.

No —respondió Tom.

Eran buena gente, ¿entiendes? Lo que les hacía malos era la necesidad. Y entonces empecé a ver. La necesidad causa los problemas. Aún no lo veía muy claro. Entonces, un día nos dieron unas alubias que estaban agrias. Uno empezó a gritar y no pasó nada. Se desgañitaba. El vigilante vino, se asomó y siguió su camino. Luego empezó a gritar otro y después todos nos pusimos a gritar. Todos en el mismo tono y, te diré, parecía que la cárcel empezaba a saltar y se hinchaba. ¡Por Dios! ¡Entonces mira lo que pasó! Vinieron corriendo y nos dieron otra cosa de comer..., nos lo dieron. ¿Lo ves?

No —dijo Tom.

Casy puso la barbilla entre las manos.

Tal vez no te lo pueda explicar —dijo—. A lo mejor lo tienes que encontrar tú mismo. ¿Dónde está tu gorra?

Vine sin ella.

¿Cómo está tu hermana?

Diablos, gorda como una vaca. Apuesto a que tiene gemelos. Va a necesitar ruedas para llevar la tripa. Ahora se la sujeta con las manos. No me ha dicho lo que pasa.

El hombre arrugado dijo:

Nos pusimos en huelga. Esto es una huelga.

Bueno, cinco centavos por caja no es demasiado, pero se puede comer.

¿Cinco centavos? —gritó el hombre arrugado—. ¡Cinco centavos! ¿Os pagan cinco centavos?

Claro. Hoy ganamos un dólar y medio.

Un silencio pesado cayó en la tienda. Casy miró por la abertura de entrada a la negra noche.

Mira, Tom —dijo finalmente—. Vinimos aquí a trabajar. Nos dijeron que iban a ser cinco centavos. Estábamos muchísimos. Fuimos allí y nos dijeron que pagaban dos y medio. Uno solo no puede comer con eso y si tiene hijos... Así que dijimos que no. Nos echaron. Y se nos vinieron encima todos los policías del mundo. Ahora os pagan cinco. Cuando revienten esta huelga... ¿Tú crees que pagarán cinco?

No lo sé —dijo Tom—. Ahora pagan cinco.

Mira —siguió Casy—. Intentamos acampar juntos y nos persiguieron como a cerdos. Nos dispersaron. Dieron de palos a la gente. Como a cerdos. A vosotros os metieron dentro también como a cerdos. No vamos a durar mucho más. Algunos llevan dos días sin comer. ¿Vas a volver esta noche?

Eso pretendo —dijo Tom.

Bueno..., diles a los de dentro lo que pasa, Tom. Diles que nos están matando de hambre y apuñalándose a ellos mismos por la espalda. Porque es seguro que en cuanto se libren de nosotros bajarán a dos y medio.

Se lo diré —dijo Tom—. No sé cómo. Nunca he visto tantos tipos con escopetas. No sé si le dejarán a uno hablar siquiera. Y la gente no se habla. Van con la cabeza baja y ni siquiera saludan.

Intenta decírselo, Tom. Les pagarán dos y medio en el mismo momento que nosotros no estemos. Sabes lo que es esto..., es una tonelada de melocotones recogidos y acarreados por un dólar —bajó la cabeza—. No, no se puede hacer. No puedes comer con eso. No se puede comer.

Intentaré decírselo a la gente.

¿Cómo está tu madre?

Muy bien. Le gustaba aquel campamento del gobierno. Baños y agua caliente.

Sí... ya lo he oído.

Estaba muy bien aquello. Pero no pudimos encontrar trabajo. Tuvimos que irnos.

Me gustaría ir a uno —dijo Casy—. Me gustaría verlo. Me dijo uno que no había policías.

La gente era su propia policía. Casy levantó la vista excitado. —Y, ¿había algún problema? ¿Peleas, robos, borracheras? —No —respondió Tom. —¿Y si alguno se descarriaba..., entonces qué? ¿Qué hacían? —Echarle del campamento. —Pero ¿no había muchos?

Diablos, no —replicó Tom—. Nosotros estuvimos allí un mes y sólo hubo un caso.

Los ojos de Casy brillaban de excitación. Se volvió hacia los demás hombres.

¿Veis? —gritó—. Os lo dije. Los policías causan más problemas de los que evitan. Mira, Tom. Intenta que los que están dentro salgan. Pueden hacerlo dentro de un par de días. Esos melocotones están maduros. Díselo.

No saldrán —dijo Tom—. Están ganando cinco centavos y todo lo demás les importa un comino.

Pero en cuanto no estén rompiendo la huelga no ganaran cinco.

No creo que se lo traguen. Ahora ganan cinco. Es lo único que importa.

Bueno, díselo de todas maneras.

Padre no lo haría —dijo Tom—. Le conozco. Diría que no es asunto suyo.

Sí —dijo Casy desconsolado—. Creo que tienes razón. Le tendrán que dar el palo para que lo acepte.

Nos habíamos quedado sin comida —dijo Tom—. Esta noche tuvimos carne. No mucha, pero la tuvimos. ¿Cree que Padre va a renunciar a su carne por otra gente? Y Rosasharn tiene que beber leche. ¿Crees que Madre va a dejar morir de hambre a ese niño sólo porque hay una panda de tíos gritando a la puerta?

Casy dijo tristemente:

Ojalá pudiera verlo. Ojalá pudiera ver la única forma que hay de que tengan su carne. ¡Bah, mierda! Algunas veces me canso. Me canso mucho. Conocí a un tipo que trajeron cuando estaba en la cárcel. Había estado intentando formar un sindicato. Tuvo uno empezado. Y entonces los vigilantes esos lo reventaron. Y, ¿ahora qué? Los mismos a los que había intentado ayudar le apartaron. No quisieron tener nada que ver con él. Tenían miedo de ser vistos en su compañía. Le dijeron: Lárgate. Eres un peligro para nosotros. Eso hirió mucho sus sentimientos. Pero entonces se dijo: no es tan malo si lo conoces. En la Revolución Francesa, todos los que la planearon acabaron degollados. Siempre igual. Tan natural como la lluvia. No lo hiciste por diversión. Lo haces porque lo tienes que hacer. Porque es tú mismo. Mira Washington. Hace la Revolución y luego unos hijos de puta se volvieron contra él. Y lo mismo pasó con Lincoln. Los mismos tipos gritando que les mataran. Tan natural como la lluvia.

No parece divertido —dijo Tom.

No, no lo parece. Éste de la cárcel decía: En cualquier caso, uno hace lo que puede. Y lo único que tienes que saber es que cada vez que se da un paso adelante se puede resbalar un poco hacia atrás, pero nunca será todo el paso. Eso lo puedes probar y es lo que hace que todo tenga sentido. Y eso significa que no fue perder el tiempo, aunque lo parezca.

Hablando —dijo Tom—. Siempre hablando. Mira a mi hermano Al. Sale a buscar chica. Es lo único que le importa. En un par de días tendrá una chica. Se pasará todo el día pensándolo y toda la noche haciéndolo. Le importan un cuerno los pasos adelante o atrás o de lado.

Claro —dijo Casy—. Claro. Él está haciendo lo que tiene que hacer. Todos somos así.

El hombre que estaba sentado fuera abrió del todo la solapa de la tienda. —Maldita sea, esto no me gusta —dijo. Casy miró afuera, hacia él. —¿Qué es lo que pasa?

No lo sé. Pero estoy inquieto. Nervioso como un gato. —Bueno, ¿qué pasa? —No lo sé. Parece que oigo algo y luego escucho y no hay nada que oír.

Sólo estás intranquilo —dijo el hombre arrugado. Se levantó y salió. Y al cabo de un segundo volvió a mirar al interior de la tienda—. Hay una gran nube negra navegando por encima. Apuesto a que lleva trueno. Eso es lo que le pone nervioso, la electricidad —volvió a salir. Los otros dos se levantaron y salieron.

Casy dijo quedamente:

Todos están nerviosos. Los policías han estado diciendo cómo nos van a sacudir y a perseguirnos fuera del condado. Se figuran que soy un líder porque hablo mucho.

El rostro arrugado apareció de nuevo.

Casy, apaga ese farol y ven fuera. Hay algo.

Casy guió la tuerca. La llama bajó, hizo pop y se apagó. Casy salió a tientas y Tom le siguió.

¿Qué es? —preguntó Casy en voz baja.

No lo sé. ¡Escucha!

Había un muro de sonidos que se mezclaban con el silencio. Un agudo silbido de grillos. Pero a través de este fondo surgían otros sonidos —pasos apenas perceptibles en la carretera, el crujido de tierra arriba en la orilla, un ligero silbido de los arbustos junto al arroyo.

No se puede en realidad decir si se oye. Te engaña. Te pone nervioso —le tranquilizó Casy—. Estamos todos nerviosos. No se puede decir. ¿Tú lo oyes, Tom?

Lo oigo —dijo Tom—. Sí, lo oigo. Creo que viene gente por todas partes. Será mejor largarse de aquí.

El hombrecillo arrugado susurró:

Bajo la arcada del puente..., salgamos por allí. No me gusta dejar mi tienda.

Vámonos —dijo Casy.

Se movieron silenciosamente a la orilla del arroyo. La negra arcada era una cueva delante de ellos. Casy se inclinó y pasó por debajo. Tom le siguió. Sus pies resbalaron en el agua. Durante unos diez metros avanzaron con el eco de su

respiración en el techo curvado. Entonces salieron por el otro lado y se enderezaron.

Un grito agudo:

¡Ahí están! —las luces de dos linternas cayeron en los hombres, les cogieron, les cegaron—. Quedaos donde estáis —las voces salían de la oscuridad—. Es él. Ese cabrón reluciente. Es él.

Casy miraba ciegamente a la luz. Respiró con dificultad.

Escuchad —dijo—. No sabéis lo que estáis haciendo. Ayudáis a matar de hambre a chiquillos.

Cállate, rojo hijo de puta.

Un hombre bajo y pesado entró en el área de luz. Llevaba un mango de pico, blanco y nuevo.

Casy continuó:

No sabéis lo que estáis haciendo.

El hombre hizo oscilar el mango. Casy intentó esquivar el golpe. El pesado palo se estrelló contra el lado de su cabeza con un crujido apagado del hueso y Casy cayó de lado fuera de la luz.

Dios, George. Creo que lo has matado. —Enfócale con la luz —dijo George—. Le está bien empleado al hijo de puta. El rayo de luz cayó, buscó y encontró la cabeza aplastada de Casy.

Tom bajó la mirada hacia el predicador. La luz cruzaba las piernas del hombre pesado y el mango de pico blanco y nuevo. Tom saltó silenciosamente. Le arrebató el palo. La primera vez supo que había fallado y golpeó un hombro, pero la segunda vez su golpe aplastante encontró la cabeza y, mientras el hombre se hundía, tres golpes más encontraron su cabeza. Las luces bailaban alrededor. Había gritos, el sonido de pies que corrían, quebrando los arbustos. Tom estaba inmóvil junto al hombre postrado. Y entonces un palo alcanzó su cabeza en un golpe oblicuo. Sintió el golpe como un shock eléctrico. Y luego corrió siguiendo el arroyo, inclinado. Oyó el salpicar de los pasos que los seguían. De pronto se volvió y se metió en la maleza, dentro de un matorral de hiedra venenosa. Y se tumbó inmóvil. Los pasos se acercaron, los rayos de luz escudriñaron el fondo del arroyo. Tom se retorció a través de un matorral hasta llegar arriba. Salió a una huerta. Y aún podía oír los gritos, la persecución en el fondo del arroyo. Se inclinó y corrió sobre la tierra cultivada; los terrones resbalaban y rodaban bajo sus pies. Al frente vio los arbustos que limitaban el campo, arbustos a lo largo de un canal de riego. Se deslizó bajo la cerca y avanzó cuidadosamente entre viñas y arbustos de zarzamora. Y luego se quedó inmóvil, jadeando ruidosamente. Se palpó la cara y la nariz dormidas. La nariz estaba aplastada y un hilillo de sangre caía por la barbilla. Se quedó tumbado boca abajo, sin moverse, hasta que recuperó los sentidos. Después se arrastró despacio hasta el borde del canal. Se bañó el rostro en el agua fresca, arrancó el faldón de la camisa azul, lo mojó y lo sujetó contra su desgarrada mejilla y la nariz. El agua picaba y quemaba.

La nube negra había cruzado el cielo, una mancha oscura contra las estrellas. La noche estaba en calma de nuevo.

Tom se metió en el agua y sintió el fondo desaparecer bajo sus pies. En dos brazadas cruzó el canal y se izó pesadamente por la otra orilla. Sus ropas se le adhirieron. Se movió e hizo un ruido de chapoteo; sus zapatos chapalearon. Luego se sentó, se quitó los zapatos y los vació. Escurrió los bajos de los pantalones, se quitó la chaqueta y la escurrió.

Por la carretera vio las luces danzantes de las linternas, explorando las acequias. Tom se puso los zapatos y se movió cauteloso a través del campo de hierba. Sus zapatos ya no hacían ruido. Fue por instinto hacia el otro lado del campo y al final llegó a la carretera. Con mucho cuidado se aproximó al cuadrado de casas.

Un guarda, pensando que había oído un ruido, llamó:

¿Quién está ahí?

Tom se dejó caer al suelo y se quedó inmóvil y la luz de la linterna pasó por encima de él. Se arrastró silencioso hasta la puerta de su casa. La puerta chirrió en sus goznes. Y la voz de Madre, tranquila, firme, completamente despierta:

¿Quién es?

Yo, Tom.

Bueno, será mejor que duermas. Al no ha llegado todavía.

Debe de haber encontrado una chica.

Duérmete —dijo con suavidad—. Allí, debajo de la ventana.

Él encontró su sitio y se quitó la ropa. Yació temblando bajo la manta. Su rostro desgarrado despertó y su cabeza entera palpitó.

Pasó una hora más antes de que llegara Al. Se acercó cautelosamente y pisó la ropa húmeda de Tom.

Shh —dijo Tom.

Al susurró:

¿Estás despierto? ¿Cómo te mojaste?

Sh —instó Tom—. Te lo diré por la mañana.

Padre se volvió de espaldas y sus ronquidos llenaron la habitación de boqueadas y bufidos.

Estás frío —dijo Al.

Shh. Duérmete —el pequeño cuadrado de la ventana se veía gris contra la negrura de la habitación.

Tom no durmió. Los nervios de su rostro herido volvieron a la vida y palpitaron, el pómulo le dolía y su nariz rota le latía con un dolor que parecía sacudirle. Miró la pequeña ventana cuadrada, vio las estrellas ir resbalando hasta desaparecer de su vista. A intervalos oía los pasos de los vigilantes.

Finalmente cantaron los gallos a lo lejos y poco a poco la ventana se fue llenando de luz. Tom palpó su rostro hinchado con las puntas de los dedos y, a su movimiento, Al gruñó y murmuró dormido.

La aurora llegó por fin. De las casas, muy juntas, surgieron los sonidos del movimiento, el crujido de la leña al partirse, un ligero tintineo de sartenes. En la penumbra gris, Madre se sentó de pronto. Tom pudo ver su rostro, hinchado de sueño. Ella miró a la ventana durante un momento. Y luego apartó la manta y cogió su vestido. Todavía sentada, se lo metió por la cabeza, puso los brazos en alto y dejó caer el vestido hasta la cintura. Se puso de pie y tiró del vestido hacia abajo. Después, descalza, se acercó con cuidado a la ventana y miró afuera y, mientras miraba a la luz creciente, con dedos rápidos destrenzó su cabello, lo alisó y lo volvió a trenzar. Entonces juntó las manos delante de sí y se quedó inmóvil un momento. La ventana iluminaba intensamente su rostro. Se volvió, andando con cuidado entre los colchones y cogió el farol. La pantalla chirrió y ella encendió la mecha.

Padre se dio una vuelta y la miró gruñendo. Ella dijo: —Padre, ¿tienes más dinero? —¿Eh? Sí. Un vale por sesenta centavos. —Bien, levántate y ve a comprar algo de harina y manteca. Deprisa. Padre bostezó.

Quizá la tienda no esté abierta.

Haz que la abran. Tenéis que comer algo. Hay que ir a trabajar.

Padre se puso el mono y la chaqueta de color de óxido. Fue perezosamente hacia la puerta, bostezando y estirándose.

Los niños despertaron y miraron desde debajo de la manta, como ratones. Una luz pálida llenaba ahora la habitación, pero luz sin color, antes del sol. Madre echó una ojeada a los colchones. El tío John estaba despierto. Al dormía profundamente. Sus ojos se movieron hacia Tom. Durante un instante le miró y luego se acercó con rapidez a él. Su rostro estaba inflamado y azul y había sangre seca y negra en los labios y la barbilla. Los bordes de la herida de la mejilla estaban juntos y tensos.

Tom —susurró ella—, ¿qué ha pasado? —Shh —dijo Tom—. No hables alto. Me metí en una pelea. —¡Tom! —No pude evitarlo, Madre. Ella se arrodilló a su lado. —¿Te has metido en líos? Él tardó en contestar. —Sí —dijo—. En líos. No puedo salir a trabajar. Tengo que esconderme. Los niños se acercaron a cuatro patas, mirando con codicia.

¿Qué le ha pasado, Madre?

Shh —dijo Madre—. Id a lavaros.

No tenemos jabón.

Bueno, pues usad agua.

¿Qué le pasa a Tom?

Callaos. Y no se lo digáis a nadie.

Ellos se apartaron y se acuclillaron apoyados en la pared más alejada, sabiendo que no serían inspeccionados.

Madre preguntó: —¿Es mucho? —Tengo la nariz rota. —Me refiero al problema. —Sí. ¡Mucho!

Al abrió los ojos y miró a Tom.

Vaya, ¡por el amor de Dios! ¿En qué te metiste?

¿Qué pasa? —preguntó el tío John.

Padre llegó pisando fuerte.

Estaba abierta —puso una bolsa muy pequeña de harina y un paquete de manteca en el suelo junto a la cocina—. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó.

Tom se apoyó en un codo un momento y luego se recostó.

Dios, sí que estoy débil. Os lo voy a contar una vez, a todos. ¿Qué hay de los niños?

Madre los miró, acurrucados contra la pared.

Id a lavaros la cara.

No —dijo Tom—. Tienen que oírlo. Tienen que saber. Sí no saben, se pueden ir de la lengua.

¿Qué diablos es esto? —exigió Padre.

Ya os lo digo. Anoche salí a ver qué eran esos gritos. Y me encontré con Casy.

¿El predicador? —Sí, padre. El predicador, que estaba de líder de la huelga. Fueron a por él. Padre exigió: —¿Quién fue a por él?

No lo sé. La misma clase de tipos que nos hicieron dar la vuelta en la carretera aquella noche. Tenían mangos de picos —hizo una pausa—. Le mataron. Le abrieron la cabeza. Yo estaba allí. Me volví loco. Agarré el mango —

volvió a ver la noche, la oscuridad, las linternas, mientras hablaba—. Le di con el palo a uno.

Madre se atragantó. Padre se puso rígido. —¿Le mataste? —preguntó quedamente. —No lo sé. Estaba loco. Lo intenté. Madre preguntó:

¿Te vieron? —No lo sé. No lo sé. Supongo que sí. Nos tenían enfocados con las linternas. Madre le miró a los ojos un instante.

Padre —dijo—, rompe algunas cajas. Tenemos que desayunar. Ruthie, Winfield, si alguien os pregunta, Tom está enfermo, ¿entendido? Si decís algo, le meterán en la cárcel. ¿Habéis oído?

Sí.

Ten un ojo puesto en ellos, John. No les dejes hablar con nadie.

Ella encendió el fuego mientras Padre rompía las cajas que habían contenido los utensilios. Hizo la masa, puso una cafetera al fuego. La madera ligera prendió y creció la llama en la chimenea.

Padre terminó de romper las cajas. Se acercó a Tom.

Casy... era un buen hombre. ¿Para qué se metió en esos líos?

Tom dijo en tono apagado:

Vinieron a trabajar por cinco centavos por caja.

Eso es lo que nos pagan.

Sí. Lo que estamos haciendo es romper la huelga. A ellos les ofrecieron dos y medio.

Con eso no se puede comer.

Lo sé —dijo Tom cansadamente—. Por eso se pusieron en huelga. Bueno, creo que anoche reventaron esa huelga. Tal vez hoy nos paguen dos y medio.

Hijos de puta...

¡Sí! Padre, ¿te das cuenta? Casy seguía siendo un buen hombre. Maldita sea, no puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Él tirado allí, con la cabeza aplastada y rezumando. ¡Dios! —se tapó los ojos con la mano.

Bueno, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tío John. Al se estaba levantando. —Yo sé lo que hoy voy a hacer, por Dios. Voy a largarme.

No, Al —dijo Tom—. Ahora te necesitamos. Yo soy el que debe irse. Ahora soy un peligro. En cuanto me pueda levantar, habré de marcharme.

Madre trabajaba en la cocina. Su cabeza estaba medio vuelta para oír. Puso grasa en la sartén y cuando chisporroteó caliente puso una cucharada de masa. Tom prosiguió:

Tienes que quedarte, Al. Tienes que cuidarte del camión.

No me gusta.

No tienes más remedio, Al. Es tu familia. Les puedes ayudar. Yo soy un peligro para ellos.

Al refunfuñó enfadado.

No veo por qué no permiten que me consiga un trabajo en un garaje.

Más adelante, quizá —Tom miró más allá de él y vio a Rose of Sharon tumbada en el colchón. Sus ojos estaban enormes, abiertos como platos—. No te preocupes —le dijo—. No te preocupes. Hoy te compraremos algo de leche.

Ella parpadeó lentamente y no respondió.

Padre dijo:

Tenemos que saberlo, Tom. ¿Crees que mataste a ese hombre?

No lo sé. Estaba oscuro. Y alguien me golpeó. No lo sé. Eso espero. Espero haber matado a ese cabrón.

¡Tom! —dijo Madre—. No hables así.

De la calle llegó el sonido de muchos coches moviéndose despacio. Padre se llegó hasta la ventana y miró fuera.

Viene un montón de gente nueva —dijo.

Supongo que habrán reventado la huelga —dijo Tom. Supongo que hoy empezáis a dos y medio.

Pero con eso por mucho que uno corra, no se puede comer. —Lo sé —dijo Tom—. Comed melocotones caídos. Eso os mantendrá. Madre volvió la masa y removió el café.

Escuchadme —dijo—. Hoy voy a comprar harina de maíz. Vamos a comer gachas. Y en cuanto tengamos para gasolina nos vamos. Éste no es un buen lugar. Y no pienso dejar que Tom se vaya solo. No, señor.

No puedes hacer eso, Madre. Te digo que no soy más que un peligro para vosotros.

Su barbilla mostraba decisión.

Eso es lo que vamos a hacer. Comeos esto y salid a trabajar. Yo iré en cuanto me lave. Tenemos que ganar dinero.

Comieron la masa frita tan caliente que les chisporroteó en la boca. Bebieron de un trago el café, llenaron las tazas y bebieron más café.

El tío John meneó la cabeza por encima de su plato.

Parece que no vamos a sacar nada de aquí. Apuesto a que es por mi pecado.

Bah, cállate —gritó Padre—. No tenemos tiempo para tu pecado. Venga, vamos, a trabajar. Niños, venid a ayudar. Madre tiene razón. Tenemos que irnos de aquí.

Cuando se hubieron ido, Madre llevó un plato y una taza a Tom. —Te sentará bien comer algo. —No puedo, Madre. Estoy tan dolorido que no puedo ni masticar. —Inténtalo.

No, no puedo, Madre.

Ella se sentó en el borde de su colchón.

Tienes que decírmelo —dijo—. Tengo que tener una idea clara de cómo fue. ¿Qué hacía Casy? ¿Por qué lo mataron?

Estaba de pie, quieto, con las linternas enfocadas sobre él. —¿Qué dijo? ¿Recuerdas lo que dijo? Tom dijo:

Claro. Casy dijo: No tenéis derecho a matar de hambre a la gente. Entonces un tipo gordo le llamó rojo hijo de puta. Y Casy dijo: No sabéis lo que estáis haciendo. Y entonces el tipo aquel le pegó.

Madre bajó la vista. Se retorció las manos.

¿Fue eso lo que dijo... No sabéis lo que estáis haciendo?

-¡Sí!

Madre dijo:

Ojalá la abuela lo hubiera oído.

Madre..., yo no supe lo que hacía, igual que cuando respiras no sabes lo que haces. Ni siquiera supe que lo iba a hacer.

Está bien. Ojalá no lo hubieras hecho, ojalá no hubieras estado allí. Pero hiciste lo que tenías que hacer. No puedo culparte de nada —fue a la cocina y metió un trapo en el agua de fregar que se estaba calentando.

Toma —dijo—. Póntelo en la cara.

Él se puso el trapo caliente sobre la nariz y la mejilla e hizo una mueca de dolor.

Madre, me marcho esta noche. No puedo dejar que os arriesguéis por mí.

Madre dijo enfadada:

¡Tom! Hay muchas cosas que no entiendo. Pero que te marches no nos va a solucionar nada. Nos va a pesar más bien —y prosiguió—: Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra. Teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían

los pequeños y éramos siempre una cosa..., éramos la familia..., una unidad delimitada.

Ahora no hay ningún límite claro. Al..., suspirando por marcharse solo. El tío John no hace más que dejarse llevar. Y Padre ha perdido su lugar. Ya no es el cabeza de familia. Nos resquebrajamos, Tom. Ahora no hay familia. Y Rosasharn... —miró detrás de ella y vio los ojos abiertos de par en par de la joven—. Va a tener su bebé y no habrá familia. No sé. He intentado mantener la familia. Winfield..., ¿qué va a ser de él, de esta forma? Se está volviendo salvaje y Ruthie también..., igual que animales. No queda nada en que confiar. No te vayas, Tom. Quédate y ayuda.

De acuerdo —dijo él con cansancio—. Pero no debería. Lo sé. Madre fue al cubo y fregó los platos de hojalata y los secó. —No dormirse. —No.

Bueno, duérmete. He visto que tu ropa estaba húmeda. La colgaré junto a la cocina para que se seque —terminó su trabajo—. Ahora me voy a recoger fruta. Rosasharn, si viene alguien, Tom está enfermo, ¿oyes? No dejes entrar a nadie. ¿Entendido? —Rose of Sharon asintió—. Volveremos al mediodía. Duerme un poco, Tom. Quizá nos podamos ir esta noche —se le acercó con rapidez—. Tom, ¿no te vas a escapar?

No, Madre.

¿Estás seguro? ¿No te irás?

No, Madre. Estaré aquí.

De acuerdo. Acuérdate, Rosasharn —salió y cerró la puerta firmemente detrás de ella.

Tom yació inmóvil, y entonces una ola de sueño lo levantó hasta el límite de la inconsciencia y lo dejó caer lentamente y lo volvió a levantar.

Tú... ¡Tom!

¿Eh? ¡Sí! —se despertó de golpe. Miró a Rose of Sharon, cuyos ojos relampagueaban con resentimiento—. ¿Qué quieres?

¡Mataste a un hombre!

Sí. No lo digas tan alto. ¿Quieres que se entere alguien?

¿A mí qué me importa? —gritó ella—. Aquella señora me lo dijo. Me dijo lo que el pecado haría. Me lo dijo. ¿Qué posibilidades tengo de tener un niño normal? Connie se ha ido y no estoy comiendo buena comida. No estoy bebiendo leche —su voz subió hasta el histerismo—. Y ahora tú matas a un hombre. ¿Qué posibilidades tiene ese niño de nacer bien? Yo sé que va a ser un monstruo..., ¡un monstruo! Yo nunca he bailado.

Tom se levantó. —Shh —dijo—. Vas a atraer a la gente aquí. —Me da igual. ¡Voy a tener un monstruo! Yo nunca bailé agarrado.

Calla. —Tom se acercó a ella.

Apártate de mí. Tampoco es el primero que has matado —su rostro se estaba poniendo rojo por la histeria. Sus palabras se hicieron indistintas—. No quiero mirarte —se tapó la cabeza con la manta.

Tom oyó los sollozos ahogados. Se mordió el labio inferior y estudió el suelo. Y luego fue hacia la cama de Padre. Bajo el borde del colchón estaba el rifle, un Winchester calibre 38, largo y pesado. Tom lo cogió y bajó la palanca para comprobar que en la cámara había un cartucho. Comprobó el percutor con el rifle medio amartillado. Y entonces volvió a su colchón. Dejó el rifle en el suelo a su lado.

La voz de Rose of Sharon se adelgazó hasta ser un murmullo. Tom se volvió a tumbar y se tapó. Tapó la mejilla herida con la manta y fabricó un pequeño túnel para respirar. Suspiró:

Jesús, oh, Jesús.

Afuera pasó un grupo de coches y sonaron voces.

¿Cuántos hombres?

Sólo nosotros..., tres. ¿Cuánto pagan?

Vayan a la casa veinticinco. El número está en la puerta.

De acuerdo. ¿Cuánto pagan?

Dos centavos y medio.

¡Pero, maldita sea, si con eso no se puede comer!

Pues es lo que pagamos. Hay doscientos hombres que vienen del sur, que se alegrarán de ganar eso.

Pero, ¡por Dios!, oiga.

Muévase. O lo toman o se largan. No tengo tiempo para discutir.

Pero...

Mire. Yo no he fijado el precio. Sólo les inscribo. Si lo quieren, tómenlo. Si no, den media vuelta y lárguense.

¿Veinticinco, dice usted?

Sí, veinticinco.

Tom se adormiló en su colchón. Un ruido furtivo en la habitación le despertó. Su mano tocó el rifle y lo cogió con Fuerza. Se quitó la manta de la cara, Rose of Sharon estaba de pie junto al colchón.

¿Qué quieres? —exigió Tom.

Duerme —dijo ella—. Duérmete. Yo vigilo la puerta. Nadie entrará. El estudió su rostro un momento.

De acuerdo —le dijo, y se volvió a cubrir la cara con la manta.

Al atardecer, Madre regresó a la casa. Se detuvo en la puerta, llamó y dijo: Soy yo, para no sobresaltar a Tom. Abrió la puerta y entró, llevando una bolsa.

Tom despertó y se sentó en el colchón. Su herida se había secado y la piel tensa sin romper estaba brillante. El ojo izquierdo estaba prácticamente cerrado.

¿Ha venido alguien? —preguntó Madre.

No —respondió él—. Nadie. Veo que bajaron el precio.

¿Cómo lo sabes?

Oí gente hablando fuera.

Rose of Sharon levantó su mirada apagada hacia Madre.

Tom la señaló con el pulgar.

Me armó la bronca, Madre. Piensa que todo está contra ella. Si la voy a disgustar de esa forma, debo irme.

Madre se volvió hacia Rose of Sharon. —¿Qué estás haciendo? La chica dijo con resentimiento: —¿Cómo voy a tener un niño normal con estas cosas? Madre dijo:

Calla. Cállate ahora. Sé cómo te sientes y sé que no puedes evitarlo, pero mantén la boca cerrada.

Ella se volvió de nuevo hacia Tom.

No le hagas caso, Tom. Es muy duro y yo me acuerdo de cómo es. Eres el blanco de todo cuando vas a tener un niño, y todo lo que dicen es un insulto y todo está contra ti. No hagas caso. No puede evitarlo. Se siente así.

No quiero herirla.

Shh. No hables —puso la bolsa en la cocina fría—. Apenas ganamos nada —dijo—. Te lo dije, nos vamos de aquí. Tom, intenta hacer algo de leña. No..., no puedes. Toma, sólo nos queda esta caja. Rómpela. Les dije a los otros que cogieran algo de leña en el camino de vuelta. Vamos a tomar gachas con un poco de azúcar.

Tom se levantó y troceó la última caja a pisotones. Madre encendió el fuego con cuidado en un extremo de la cocina, conservando la llama bajo uno de los agujeros del fogón. Llenó un cazo de agua y lo puso sobre la llama. El cazo, puesto directamente sobre la llama, sonó y silbó.

¿Cómo fue la recogida hoy? —preguntó Tom.

Madre hundió una taza en la bolsa de harina de maíz.

No quiero hablar de ello. Hoy pensaba cómo solíamos bromear. No me gusta, Tom. Ya no bromeamos. Cuando alguien dice una broma,, es una broma amarga y desagradable y no tiene gracia. Uno dijo hoy una broma: la Depresión ha pasado. He visto una liebre y no había nadie yendo a por ella. Y otro dijo: Ésa es la razón. Lo que pasa es que ya no podemos permitirnos matar liebres. Ahora se cogen, se las ordeña y se las suelta. La que viste probablemente se había quedado seca. Eso es lo que quiero decir. No tiene gracia en realidad. No es

gracioso como aquella vez el tío John convirtió a un indio y le trajo a casa y el indio se comió todo lo que había y luego se escabulló con el whisky del tío John. Tom, ponte un trapo con agua fría en la cara.

El crepúsculo avanzó. Madre encendió el farol y lo colgó de un clavo. Alimentó el fuego y fue echando la harina de maíz poco a poco en el agua caliente.

Rosasharn —dijo—, ¿puedes revolver las gachas?

Fuera hubo un ruido ligero de pasos. La puerta se abrió de un golpe y dio contra la pared. Ruthie entró corriendo.

¡Madre! —gritó—. Madre. A Winfield le ha dado un ataque.

¡Dónde? ¡Dímelo!

Ruthie jadeó:

Se puso blanco y se cayó. Comió tantos melocotones que estuvo todo el día con diarrea. Se cayó redondo. ¡Blanco!

Llévame —exigió Madre—. Rosasharn, vigila las gachas.

Salió con Ruthie. Corrió pesadamente por la calle detrás de la niña. Tres hombres caminaban hacia ella en el crepúsculo, y el del centro llevaba a Winfield en brazos. Madre corrió hasta ellos.

Es mío —gritó—. Démelo.

Yo lo llevaré, señora.

No, démelo —cogió al pequeño y dio media vuelta; y entonces se acordó— . Muchas gracias —les dijo a los hombres.

De nada, señora. El pequeño está muy débil. Parece que tiene lombrices.

Madre regresó presurosa, con Winfield, desmadejado y como muerto, en los brazos. Lo metió en casa, se arrodilló y lo tumbó en un colchón.

Dime. ¿Qué pasa? —exigió. El abrió los ojos como mareado, meneó la cabeza y cerró los ojos de nuevo.

Ruthie dijo:

Ya te lo he dicho, Madre. Estuvo todo el día con diarrea. Cada poco. Se ha comido demasiados melocotones.

Madre le tocó la cabeza.

No tiene fiebre. Pero está blanco y consumido.

Tom se acercó y bajó el farol.

Yo sé lo que tiene —dijo—. Hambre. No tiene fuerza. Cómprale una lata de leche y que se la beba. Hazle tomar leche con las gachas.

Winfíeld —dijo Madre—. Dime lo que sientes. —Mareo —dijo Winfíeld—, todo me da vueltas.

Nunca habrás visto una diarrea semejante —dijo Ruthie, dándose importancia.

Padre, el tío John y Al entraron en casa. Iban cargados de palitos y de arbustos pequeños. Soltaron la carga al lado de la cocina.

¿Qué pasa ahora? —exigió Padre.

Es Winfield. Necesita leche.

¡Dios Todopoderoso! Todos necesitamos cosas.

Madre preguntó:

¿Cuánto ganamos hoy?

Un dólar cuarenta y dos.

Bueno, ve ahora mismo a por una lata para Winfield.

¿Por qué ha tenido que ponerse enfermo?

No lo sé, pero está enfermo. ¡Ve! —Padre salió refunfuñando—. ¿Estás revolviendo esas gachas?

Sí —Rose of Sharon aceleró el movimiento para probarlo.

Al protestó:

¡Dios!, Madre. ¿No hay más que gachas después de trabajar hasta el anochecer?

Al, sabes que tenemos que irnos. Todo lo que tenemos debe ir para gasolina. Lo sabes.

Pero, ¡Dios Todopoderoso! Madre. Un hombre necesita carne si va a trabajar.

Siéntate y calla —dijo ella—. Hay que atender las cosas importantes primero. Y ya sabes cuál es esa cosa.

Tom preguntó:

¿Tiene que ver conmigo?

Hablaremos cuando hayamos comido —dijo Madre—. Al, hay gasolina para un poco, ¿no es eso?

Alrededor de un cuarto de depósito —dijo Al.

Me gustaría que me lo dijerais —dijo Tom.

Después. Espera un poco.

Tú sigue removiendo esas gachas. Déjame poner un poco de café. Podéis poner azúcar en las gachas o en el café. No hay suficiente para todo.

Padre volvió con una lata grande de leche.

Once centavos —dijo en tono disgustado.

Madre cogió la lata y la abrió. Dejó resbalar el denso líquido en una taza y se lo alargó a Tom.

Dáselo a Winfíeld.

Tom se arrodilló junto al colchón.

Toma, bébete esto.

No puedo. Lo vomitaría. Déjame en paz.

Tom se puso en pie.

No se lo puede tomar ahora, Madre. Espera un poco.

Madre cogió la taza y la puso en el antepecho de la ventana.

Que nadie lo toque —advirtió—. Eso es para Winfíeld.

Yo no he tomado leche —dijo Rose of Sharon de mal humor— Debería tomar alguna.

Lo sé, pero todavía te mantienes en pie. El pequeño está por los suelos ¿Están las gachas bien espesas?

Sí. Apenas puedo remover ya.

De acuerdo, vamos a cenar. Aquí está el azúcar. Hay una cucharada para cada uno. Para las gachas o para el café.

Tom dijo:

A mí me gustan las gachas con sal y pimienta.

Ponle sal si quieres —dijo Madre—. Pimienta no nos queda.

Ya no tenían cajas. Se sentaron en los colchones a comer las gachas. Se sirvieron una y otra vez hasta que el cazo estuvo casi vacío.

Dejad algo para Winfield —dijo Madre.

Winfíeld se sentó y bebió la leche y al momento tuvo muchísima hambre. Puso el cazo de gachas entre sus piernas y comió lo que quedaba y rebañó los lados. Madre vertió la leche que quedaba en una taza y se la pasó a Rose of Sharon para que la bebiera en secreto en un rincón. Sirvió el café, caliente y negro, en las tazas y las fue pasando.

¿Me diréis ahora lo que pasa? —preguntó Tom—. Quiero oírlo. Padre dijo incómodo: —Preferiría que Ruthie y Winfield no tuvieran que oírlo. ¿No pueden salir? Madre dijo:

No. Tienen que actuar como adultos aunque no lo sean. No hay más remedio. Ruthie..., tú y Winfield no tenéis que decir nunca lo que vais a oír, o nos destrozaréis.

No lo diremos —dijo Ruthie—. Somos mayores.

Bueno, pues silencio entonces —las tazas de café estaban en el suelo. La corta llama del farol, como el ala achaparrada de una mariposa, proyectaba una oscura luz amarilla en las paredes.

Decidlo ya —dijo Tom.

Madre dijo: —Padre, dilo tú. El tío John sorbió el café. Padre dijo:

Bueno, bajaron el precio, como tú dijiste. Y había un grupo de recolectores nuevos tan hambrientos que habrían trabajado por una barra de pan. Ibas por un melocotón y alguien lo cogía primero. Van a tener la cosecha recogida inmediatamente. Gente corriendo a un árbol nuevo. He visto peleas..., uno diciendo que era su árbol, el otro que quería coger de él. Han traído gente de muy lejos, hasta de El Centro. Hambrientos como lobos. Trabajan todo el día por un pedazo de pan. Le dije al que anota: No podemos trabajar por dos cincuenta la caja, y me dijo: Váyase entonces. Éstos sí pueden. Yo dije: Sólo hasta que se harten. Y él dijo: Pero los melocotones estarán recogidos antes de que se harten —Padre calló.

Era un infierno —dijo el tío John—. Dicen que esta noche llegarán doscientos hombres más.

Tom dijo: —Sí. Pero, ¿qué hay del otro? Padre permaneció en silencio un rato. —Tom —dijo—, parece que la has hecho. —Tenía esa impresión. No pude ver. Pero eso me pareció.

La gente parece que no habla de otra cosa —dijo el tío John—. Han salido pelotones en su busca y hay gente hablando de linchamiento; cuando cojan al tipo, por supuesto.

Tom miró a los niños, que tenían los ojos muy abiertos. Apenas parpadeaban. Era como si temieran que algo pasara en el segundo de oscuridad. Tom dijo:

Bueno..., el que lo hizo, lo hizo sólo después de que mataran a Casy. Padre interrumpió: —No es así como lo cuentan ahora. Dicen que lo hizo primero. Tom dejó escapar un suspiro:

Ah, ya.

Están consiguiendo que se nos pongan todos en contra. Es lo que he oído. Ésos de la banda de tambores y las logias y todo eso. Dicen que van a coger al culpable.

¿Saben cómo es? —preguntó Tom.

Bueno, no exactamente, pero por lo visto piensan que fue golpeado. Piensan que tendrá...

Tom subió la mano lentamente y se tocó la mejilla magullada. Madre gritó:

No es cierto lo que dicen.

Tranquila, Madre —dijo Tom—. Es su juego. Todo lo que dicen ésos es verdad si es contra nosotros.

Madre miró a través de la débil luz y se fijó en el rostro de Tom, sobre todo en sus labios.

Lo prometiste —dijo.

Madre yo..., quizá ese hombre debería marcharse. Si..., ese hombre hubiera hecho mal, quizá pensaría: de acuerdo. Que acaben pronto. He hecho mal y tengo que pagar. Pero ese hombre no hizo nada malo. No se siente peor que si hubiera matado a una mofeta.

Ruthie intervino:

Madre, yo y Winfield lo sabemos. No tiene que seguir con «ese hombre» por nosotros.

Tom rió entre dientes.

Bien, ese hombre no quiere que le cuelguen porque lo volvería a hacer. Y al mismo tiempo no quiere causar problemas a su familia. Madre..., he de irme.

Madre se tapó la boca con los dedos y tosió para aclararse la garganta.

No puedes —dijo—. No te podrías esconder. No podrías confiar en nadie. Pero en nosotros sí que puedes. Podemos esconderte y ocuparnos de que tengas comida mientras se te cura la cara.

Pero, Madre...

Ella se puso en pie.

No te vas a ir. Te llevamos con nosotros. Al, pon la trasera del camión junto a la puerta. Lo tengo todo planeado. Pondremos un colchón abajo y que Tom se ponga encima y luego ponemos otro colchón doblado de forma que haga como una cueva y Tom esté dentro; y luego ponemos paredes. Puedes respirar por el extremo, ¿veis? No discutas. Eso es lo que vamos a hacer.

Padre protestó:

Parece que el hombre no tiene ya nada que decir. Esta mujer es una liosa. Cuando nos instalemos fijos, le voy a dar una paliza.

Cuando eso llegue, podrás —dijo Madre—. Muévete, Al. Ya hay oscuridad suficiente.

Al salió a por el camión. Maniobró y puso la parte de atrás junto a los escalones.

Madre dijo: —Rápido. Meted ese colchón. Padre y el tío John tiraron el colchón por encima de la puerta del camión. —Ahora ese otro. Arrojaron el segundo colchón.

Ahora... Tom, salta y métete debajo. Deprisa.

Tom trepó rápidamente y se dejó caer. Estiró un colchón y se puso el otro encima de él. Padre lo dobló hacia arriba de modo que el arco cubriera a Tom. Podía ver el exterior entre los listones laterales del camión. Padre, Al y el tío John cargaron con rapidez, apilaron las mantas encima de la cueva de Tom, pusieron los cubos contra los lados, extendieron el último colchón detrás. Los cazos y sartenes, y la ropa fueron sueltos porque las cajas habían sido quemadas. Estaban a punto de terminar de cargar cuando un guarda se acercó, llevando la escopeta en el brazo doblado.

¿Qué pasa aquí? —preguntó. —Nos vamos —dijo Padre. —¿Por qué? —Nos han ofrecido un trabajo, un buen trabajo. —¿Sí? ¿Y dónde es?

Hacia el sur, en Weedpatch.

Vamos a ver —enfocó la linterna a los rostros de Padre, el tío John y Al—. ¿No iba otro hombre con ustedes?

Al dijo:

¿Se refiere al autostopista? ¿Un tipo pequeño de cara pálida?

Sí, creo que era así.

Lo recogimos al venir. Se marchó esta mañana cuando bajó el jornal.

Dime otra vez cómo era.

Un hombre bajo. Cara pálida.

¿Estaba magullado esta mañana?

Yo no vi nada —dijo Al—. ¿Está abierto el surtidor de gasolina?

Sí, hasta las ocho.

Arriba —gritó Al—. Si queremos llegar a Weedpatch antes de la mañana, tenemos que movernos. ¿Pasas delante, Madre?

No, iré detrás —dijo ella—. Padre, ven tú también aquí detrás. Deja a Rosasharn delante con Al y el tío John.

Dame el vale, Padre —dijo Al—. Pago la gasolina y a ver si queda algo de cambio.

El guarda los miró marchar y torcer a la izquierda hacia los surtidores de gasolina.

Ponga dos —dijo Al. —No irá muy lejos. —No, no vamos lejos. ¿Puede darme el cambio de este vale? —Bueno..., en teoría no.

Mire —dijo Al—. Tenemos una oferta de trabajo si llegamos allí esta noche. Si no llegamos, lo perderemos. Háganos el favor.

Bueno, de acuerdo. Fírmemelo a mi nombre. Al salió y dio la vuelta al morro del Hudson. —No faltaba más —dijo. Desenroscó el tapón del agua y llenó el radiador. —¿Dos me ha dicho? —Sí, dos. —¿En qué dirección van? —Al sur. Tenemos trabajo. —¿Sí? El trabajo está escaso, el trabajo fijo.

Tenemos un amigo —dijo Al—. El trabajo nos está esperando. Bueno, hasta otra —el camión dio la vuelta y fue dando botes por la calle de tierra hasta la carretera. La débil luz de los faros daba saltos en el camino y el faro derecho parpadeaba por una mala conexión. A cada salto los cazos y sartenes que iban sueltos en la caja del camión chocaban con estrépito.

Rose of Sharon gimió suavemente.

¿Te encuentras mal? —preguntó el tío John.

Sí. Me encuentro mal todo el tiempo. Me gustaría poderme sentar tranquila en un sitio agradable. Ojalá estuviéramos en casa y nunca hubiéramos venido. Connie no se habría marchado si estuviéramos en casa. Habría estudiado y llegado a ser algo —ni Al ni el tío John respondieron. Estaban avergonzados por Connie.

En la puerta pintada de blanco del rancho un guarda se acercó al lado del camión.

¿Se van definitivamente?

Sí —dijo Al—. Vamos al norte. Tenemos trabajo.

El guarda enfocó la linterna en el camión, miró en la parte de atrás, Madre y Padre le dirigieron miradas pétreas.

De acuerdo —el guarda abrió la puerta. El camión giró a la izquierda y avanzó hacia la 101, la gran carretera norte-sur.

¿Sabes dónde vamos? —preguntó el tío John.

No —dijo Al—. Sólo sé que vamos, y ya me estoy hartando.

A mí no me falta mucho —dijo Rose of Sharon amenazadora—. Más vale que vayamos a un buen sitio para mí.

El aire de la noche era frío y tenía el primer picor de la helada. Junto a la carretera las hojas de los árboles frutales empezaban a caer. Encima de la carga, Madre iba sentada con la espalda apoyada en el lado del camión y Padre frente a ella.

Madre llamó:

¿Estás bien, Tom?

Recibió una respuesta amortiguada.

Esto es un poco estrecho. ¿Ya hemos salido del rancho?

Lleva cuidado —dijo Madre—. Podrían pararnos.

Tom levantó un lado de su cueva. En la oscuridad del camión sonaban las cazuelas.

Puedo bajarlo rápidamente —dijo—. Además, no me gusta estar atrapado ahí —descansó apoyado en un codo—. Diablos, se está poniendo frío ¿verdad?

Hay nubes —dijo Padre—. Dijo uno que habría un invierno temprano.

¿Las ardillas parapetándose o las semillas de la hierba? —le preguntó Tom—. Se puede predecir el tiempo por cualquier cosa. Apuesto a que hay alguno que predice el tiempo con unos calzoncillos.

No sé —dijo Padre—. A mí me parece que llega el invierno. Uno tendría que vivir aquí mucho tiempo para poder decir.

¿En qué dirección? —preguntó Tom. —No lo sé. Al giró a la izquierda. Parece que vamos por donde vinimos. Tom dijo:

No sé lo que será mejor. Parece que si nos quedamos en la carretera principal habrá más policías. Con la cara así, me cogerían en un momento. Quizá deberíamos ir por carreteras secundarias.

Madre dijo:

Da unos golpes ahí detrás. Que Al pare.

Tom golpeó con el puño; el camión se detuvo a un lado de la carretera. Al salió y caminó hacia la parte de atrás. Ruthie y Winfield se asomaron por debajo de la manta.

¿Qué queréis? —exigió Al.

Madre dijo:

Tenemos que pensar qué vamos a hacer. Tal vez sea mejor que vayamos por carreteras secundarias. Eso dice Tom.

Es por mi cara —agregó Tom—. Todo el mundo me reconocería. Cualquier policía sabría quién soy.

Bueno, ¿a dónde vamos? He pensado que al norte. En el sur ya hemos estado.

Sí —dijo Tom—, pero por carreteras secundarias. Al preguntó: —¿Qué tal si paramos, dormimos un poco y seguimos mañana? Madre dijo rápidamente: —Todavía no. Vamos a alejarnos más primero.

Bien —Al volvió a su asiento y siguió conduciendo. Ruthie y Winfield se taparon de nuevo la cabeza. Madre preguntó: —¿Está bien Winfield? —Sí, está bien —contestó Ruthie—. Ha estado durmiendo. Madre volvió a apoyarse contra el lado del camión. —Es un sentimiento curioso el ser perseguido. Me estoy volviendo mala.

Todo el mundo se está volviendo malo —dijo Padre—. Todo el mundo. Ya has visto hoy esa pelea. Uno cambia. En el campamento del gobierno no éramos así.

Al cogió a la derecha una carretera de grava y las luces amarillas vibraron para dar paso a las plantas de algodón. Recorrieron veinte millas entre el algodón, torciendo por las carreteras secundarias. La carretera corría paralela a un riachuelo bordeado de matorrales y tras un puente de hormigón lo seguía por el otro lado. Y entonces, a la orilla de la corriente las luces mostraron una larga fila de furgones rojos sin ruedas. Y un gran letrero al borde de la carretera decía «Se necesitan recolectores de algodón». Al disminuyó la velocidad. Tom se asomó por entre las barras laterales del camión. Un cuarto de milla después de pasados los furgones Tom volvió a golpear en el coche. Al paró a un lado de la carretera y salió de nuevo.

¿Qué quieres ahora?

Apaga el motor y sube aquí —dijo Tom.

Al se montó, aparcó en la cuneta, apagó las luces y el motor. Trepó por la puerta trasera.

Ya está —dijo.

Tom se arrastró entre los cazos y se arrodilló delante de Madre.

Mira —dijo—. Dice que se necesitan recolectores de algodón. He visto el letrero. He estado pensando cómo voy a quedarme con vosotros sin causaros problemas. Cuando tenga bien la cara quizá pueda ser, pero ahora no. Habéis visto los coches de antes. Los recolectores viven en ellos. Tal vez haya trabajo allí. ¿Qué os parecería trabajar allí y vivir en uno de esos furgones?

¿Y tú qué vas a hacer? —exigió Madre.

Bueno, ¿has visto ese arroyo lleno de matorrales? Podría esconderme entre la maleza y permanecer oculto. Por la noche podrías traerme algo de comer. He visto una alcantarilla un poco antes. Tal vez podría dormir ahí.

Sí que me gustaría poner las manos en el algodón —dijo Padre—. Ése es un trabajo que entiendo.

Esos furgones son un buen sitio donde vivir —dijo Madre—.

Y un sitio seco. ¿Crees que hay bastante maleza para ocultarte, Tom?

Claro que sí. He estado mirando. Podría arreglarme un escondite. En cuanto se me cure la cara saldré.

Te van a quedar cicatrices grandes —observó Madre.

¡Diablos!, todo el mundo tiene cicatrices.

Una vez recogí cuatrocientas libras —dijo Padre—. Claro que fue una buena cosecha. Si recogemos todos, podríamos ganar un buen dinero.

Podríamos comprar algo de carne —dijo Al—. ¿Qué hacemos ahora?

Volver allí y dormir en el camión hasta mañana —dijo Padre—. Por la mañana conseguiremos trabajo. Puedo ver las cápsulas de algodón hasta en la oscuridad.

¿Qué hay de Tom? —preguntó Madre.

Olvídate de mí, Madre. Me llevaré una manta en el camino de vuelta. Hay una alcantarilla. Puedes hacerme pan o patatas o gachas y dejarlo allí. Yo iré a buscarlo.

¡Bien!

A mí me parece una buena idea —dijo Padre.

Es una buena idea —insistió Tom—. En cuanto tenga un poco mejor la cara saldré e iré a recoger algodón.

Bueno, de acuerdo —aceptó Madre—. Pero no corras ningún riesgo. No dejes que nadie te vea durante un tiempo.

Tom se arrastró hacia la parte de atrás del camión.

Me llevaré esta manta. Mira cuando volvamos a ver si ves la alcantarilla, Madre.

Cuídate —le rogó ella—. Cuídate.

Claro que sí —dijo Tom—. Claro que me cuidaré —trepó por el tablero posterior y bajó a la orilla—. Buenas noches —dijo.

Madre vio su figura desaparecer con la noche entre los arbustos junto al arroyo.

Dios mío, espero que salga bien —dijo. Al preguntó: —¿Queréis volver ahora? —Sí —respondió Padre.

-—Ve despacio —pidió Madre—. Quiero asegurarme de que veo esa alcantarilla que dijo. Tengo que verla.

Al maniobró en la estrecha carretera hasta dar la vuelta. Condujo despacio hacia la fila de furgones. Las luces del camión mostraron las pasarelas que llevaban a las amplias puertas del furgón. Las puertas estaban oscuras. Nadie se movía en la noche. Al apagó los faros.

Tú y el tío id a la parte de atrás —le dijo a Rose of Sharon—. Yo dormiré aquí en el asiento.

El tío John ayudó a la pesada joven a trepar por el tablero posterior. Madre apiló los cazos en un pequeño espacio. La familia se acostó muy junta en la trasera del camión.

Un bebé lloraba con largos sollozos espasmódicos en uno de los furgones. Un perro salió trotando, husmeando y bufando, y se movió lentamente alrededor del camión de los Joad. El tintineo del agua en movimiento venía del lecho del río.

CAPITULO XXVII

Se necesitan recolectores de algodón —letreros en la carretera, papeles distribuidos, papeles de color naranja—, se necesitan recolectores de algodón.

Por aquí, por esta carretera, dice.

Las plantas verde oscuro, fibrosas ahora, y las pesadas cápsulas apretadas en la vaina. Algodón blando derramándose como palomitas de maíz.

Me gusta tocar las cápsulas. Tiernamente, con las yemas de los dedos. Soy un buen recolector. Aquí mismo está el hombre. Quiero recoger algodón.

¿Tiene bolsa?

No, no tengo.

La bolsa cuesta un dólar. Se lo descontaremos de las primeras ciento cincuenta libras. Ochenta centavos por cien libras la primera vez que salga al campo. Noventa centavos la segunda vez. Coge la bolsa de ahí. Un dólar. Si no tienes te lo descontaremos de las primeras ciento cincuenta. Es justo, tú lo sabes.

Claro que es justo. Una buena bolsa para el algodón dura toda la temporada. Y cuando esté gastada y arrastre se le da una vuelta y se usa el otro extremo. Se abre el extremo gastado. Y cuando los dos estén mal, aún es buena tela. Se pueden hacer buenos calzoncillos de verano, camisas de dormir. Y bueno, diablos..., una bolsa de algodón es una cosa bonita.

Atada alrededor de la cintura. Te la pones entre las piernas y la arrastras. Al principio es ligera. Y con las puntas de los dedos coges la pelusa y las manos se retuercen en el saco entre tus piernas. Los niños vienen por detrás; no hay bolsas para los niños —tienen que usar un saco de arpillera o ponerlo en la bolsa de su padre. Ahora ya va pesando. Inclínate hacia adelante, levántala para avanzar. Soy un buen recolector de algodón. Sé manejar los dedos y abrir las cápsulas. Avanzo hablando, quizá cantando hasta que la bolsa pesa mucho. Los dedos van derechos, ellos saben. Los ojos ven el trabajo... y no lo ven.

Hablando entre hileras...

Había una señora en casa..., no diré nombres..., tuvo de repente un niño negro. Nadie lo sabía antes. Nunca se cazó al negro. No pudo ir con la cabezaalta nunca más. Pero te lo empecé a contar..., era una buena recolectora.

Ahora que la bolsa es pesada ve dándole empujones. Afirma las caderas y llévala a remolque, como un caballo de labor. Y los chiquillos recogiendo en la bolsa del padre. Es una buena cosecha. Se vuelve delgado en los lugares bajos, delgado y fibroso. Nunca he visto un algodón como este de California. De fibra larga, el mejor algodón que he visto nunca. La tierra se echa a perder muy pronto. Como uno que quiere comprar tierra de algodón... No la compres, arriéndala. Cuando el algodón la haya agotado, busca una tierra nueva.

Filas de gente moviéndose por los campos. Manejar los dedos. Dedos inquisitivos cortan con movimiento rápido y encuentran las cápsulas. Apenas tienen que mirar.

Apuesto a que hasta ciego podría recoger algodón. Tengo algo instintivo para una cápsula de algodón. Recojo limpiamente.

El saco ya está lleno. Llévalo a las balanzas. Discute. El hombre de la balanza dice que has metido piedras para aumentar el peso. ¿Y qué hay de él? Su balanza está amañada. A veces tiene razón y llevas piedras en el saco. A veces tienes razón, la balanza está amañada. A veces ambos tenéis razón; piedras y balanza amañada. Siempre con discusiones, siempre con peleas. Para mantener la cabeza alta. Y su cabeza también. ¿Qué son unas pocas piedras? Sólo una quizá. ¿Un cuarto de libra? Siempre discutir.

Vuelves con el saco vacío. Tenemos nuestro propio libro. Anota el peso. Tienes que hacerlo. Si saben que lo vas anotando entonces no engañan. Pero que Dios te ayude si no llevas la cuenta de tu peso.

Éste es un buen trabajo. Los críos corriendo por alrededor. ¿Has oído hablar de la máquina recolectora de algodón?

Sí, lo he oído.

¿Crees que llegará alguna vez?

Bueno, si llega..., uno dice que acabará con la recogida a mano.

Llega la noche. Todos están cansados. Sin embargo, ha sido una buena recogida. Ganamos tres dólares, yo, mi mujer y los niños.

Los coches van hacia los campos de algodón. Se montan los campamentos del algodón. Los altos camiones y los remolques están cargados hasta arriba de pelusa blanca. El algodón se engancha en el alambre de las cercas y vuela en pequeñas bolas por la carretera cuando sopla el viento. Y algodón limpio y blanco, que va a la desmotadora. Y las balas grandes desiguales que van a la compresora. Y el algodón enganchándose en las ropas y pegándose en el bigote. Suénate la nariz, tienes algodón.

Dobla el cuerpo ahora, llena la bolsa antes de que se haga de noche. Dedos expertos buscando cápsulas. Las caderas dobladas tirando de la bolsa. Los niños están cansados ahora por la tarde. Se tropiezan en la tierra cultivada. Y el sol se está poniendo.

Ojalá durara. No es demasiado dinero, Dios lo sabe, pero me gustaría que durara. En la carretera los coches se hacinan, atraídos por los papeles anunciadores.

¿Tiene bolsa de algodón? No. Le costará un dólar entonces.

Si sólo fuéramos cincuenta podríamos quedarnos una temporada, pero somos quinientos. Apenas durará nada. Conozco a uno que nunca acabó de

pagar la bolsa. En cada trabajo compraba una nueva y todos los campos estaban recogidos antes de que él llegara al peso.

Intenta, por el amor de Dios, ahorrar algo de dinero. El invierno se nos echa encima. En California no hay trabajo en el invierno. Llena la bolsa antes de que oscurezca. He visto a ése meter dos terrones.

Vaya, y ¿por qué no? No hago más que nivelar la balanza amañada.

Aquí está mi libro, trescientas doce libras.

¡Exacto!

Dios, él no discutió nunca. Su balanza debe de estar amañada. Bueno, de todas formas sigue siendo un buen día.

Dicen que mil hombres vienen de camino a este campo. Mañana nos pelearemos por una hilera. Estaremos arrebatando el algodón, rápido.

Se necesitan recolectores de algodón. A más hombres recogiendo, más deprisa va a la desmotadora.

Ahora al campamento del algodón.

Carne esta noche, por Dios. Tenemos dinero para carne. Dale la mano al pequeño, está agotado. Adelante y compra cuatro libras de carne. La vieja hará esta noche galletas ricas, si no está demasiado cansada.

CAPÍTULO XXVIII

Los furgones, que eran doce, estaban cada uno pegado al otro en una pequeña explanada junto al río. Había dos filas de seis cada una, y no tenían ruedas. Para llegar a las grandes puertas correderas unos tablones hacían las veces de pasarela. Servían bien de casas, a prueba de agua y de corrientes, y proporcionaban espacio para veinticuatro familias, una familia en cada extremo del furgón. No tenían ventanas, pero las anchas puertas estaban abiertas. En algunos colgaba en el centro una lona, mientras que en otros sólo la posición de la puerta marcaba la separación.

Los Joad tenían una mitad de un furgón del final. Algún ocupante anterior había ajustado un tubo de cocina a una lata de aceite y había hecho un agujero en la pared para el tubo. Incluso con la puerta abierta, el final del coche estaba oscuro. Madre colgó la lona en el centro del coche.

Está bien esto —dijo—. Es casi lo mejor que hemos tenido excepto el campamento del gobierno.

Todas las noches ella desenrollaba los colchones en el suelo y cada mañana los volvía a enrollar. Y todos los días iban al campo y recogían algodón y todas las noches comían carne. Un sábado fueron a Tulare y compraron una cocina de latón y monos nuevos para Al, Padre, Winfíeld y el tío John, y le compraron un vestido a Madre y le dieron el mejor vestido de Madre a Rose of Sharon.

Está tan gorda —dijo Madre— que comprarle ahora un vestido nuevo sería tirar el dinero.

Los Joad habían tenido suerte. Llegaron lo bastante pronto como para que les dieran un lugar en los furgones. Ahora las tiendas de los que habían llegado más tarde llenaban la pequeña explanada y aquellos que tenían furgón eran antiguos y en cierto modo aristócratas.

El angosto arroyo se deslizaba, salía de entre los sauces y volvía a entrar en ellos. De cada furgón partía un sendero apelmazado hasta el arroyo. Entre los furgones colgaban cuerdas de tender la ropa y todos los días las cuerdas se cubrían de ropa puesta a secar.

Al anochecer volvían caminando de los campos, llevando las bolsas de algodón dobladas debajo del brazo. Iban a la tienda, que estaba en el cruce de caminos, y había muchos recolectores en la tienda comprando suministros.

¿Hoy cuánto?

Nos va bien. Hoy ganamos tres y medio. Ojalá durara. Los niños están convirtiéndose en buenos recolectores. Madre les ha preparado una bolsa pequeña a cada uno. No podían arrastrar una bolsa de las grandes. Las vacían en las nuestras. Hizo las bolsas de un par de camisas viejas. Dan buen resultado.

Y Madre iba al mostrador de carne, con el índice puesto en los labios, soplándose en el dedo, muy pensativa.

Podría comprar chuletas de cerdo —dijo—. ¿Cuánto? —Treinta centavos la libra, señora.

Bueno, déme tres libras. Y un buen trozo de temerá para cocer. Mi hija lo puede cocinar mañana. Y una botella de leche para mi hija. Le encanta la leche. Va a tener un niño. Una enfermera le dijo que tenía que tomar mucha leche. Veamos, ahora, tenemos patatas.

Padre se acercó, con una lata de almíbar.

Podríamos comprar esto —dijo—. Podríamos comprar tortitas.

Madre frunció el ceño.

Bueno..., bueno, bien. Nos llevamos esto. A ver..., tenemos manteca de sobra.

Ruthie se acercó con dos cajas de palomitas de maíz dulces, en sus ojos una pregunta triste que se convertiría en tragedia o alegre excitación según Madre asintiera o negara con la cabeza.

¿Madre? —mantuvo las cajas en alto, las movió arriba para hacerlas atractivas.

Pon esas cajas...

La tragedia comenzó a reflejarse en los ojos de Ruthie. Padre dijo:

Sólo cuestan cinco centavos cada una. Los pequeños han trabajado bien hoy.

Bueno... —la excitación comenzó a ocupar los ojos de Ruthie—. De acuerdo.

Ruthie dio media vuelta y salió corriendo. A mitad de camino hacia la puerta cogió a Winfield y se lo llevó apresuradamente fuera, al anochecer.

El tío John cogió un par de guantes de lona con cuero amarillo en las palmas, se los probó y se los quitó y los dejó. Se fue acercando poco a poco a las estanterías de licores y se quedó de pie estudiando las etiquetas de las botellas. Madre le vio.

Padre —dijo, y señaló con la cabeza hacia el tío John. Padre se acercó a él. —¿Te está entrando la sed, John? —No.

Espera a que acabemos con el algodón —dijo Padre—. Entonces te puedes emborrachar como nunca.

No me preocupa —replicó el tío John—. Estoy trabajando mucho y duermo bien. Ni sueños ni nada.

Sólo me pareció que se te caía la baba ante las botellas.

Apenas las he visto. Es curioso. Quiero comprar cosas. Cosas que no necesito. Me gustaría comprarme una cuchilla de ésas. También aquellos guantes. Son baratísimos.

No se puede recoger algodón con guantes —dijo Padre.

Ya lo sé. Y tampoco necesito una cuchilla. Todas estas cosas..., te dan ganas de comprarlas, tanto si las necesitas como si no.

Madre llamó:

Venga, ya tenemos todo —ella cogió una bolsa. El tío John y Padre cogieron cada uno un paquete. Fuera estaban esperando Ruthie y Winfield con los ojos tensos y las mejillas hinchadas y llenas de palomitas.

Apuesto a que no querrán cenar —dijo Madre.

La gente iba camino del campamento de furgones. Las tiendas estaban iluminadas. El humo salía de los tubos de las cocinas. Los Joad treparon por la pasarela y entraron en su mitad del furgón. Rose of Sharon estaba sentada en una caja junto a la cocina. Había encendido un fuego y la cocina de latón estaba de color vino por el calor.

¿Has comprado leche? —quiso saber. —Sí. Aquí la tienes. —Dámela. No he tomado desde el mediodía. —Se cree que es como medicina.

Aquella enfermera lo dijo así. —¿Tienes las patatas preparadas? —Aquí están... peladas.

Las freiremos —dijo Madre—. Hay chuletas de cerdo. Corta patatas en la sartén nueva. Y echa una cebolla. Vosotros salid a lavaros y traed un cubo de agua. ¿Dónde están Ruthie y Winfield? Tienen que lavarse. Les compré a los dos palomitas de maíz —le dijo Madre a Rose of Sharon—. Una caja cada uno.

Los hombres salieron a lavarse en el arroyo. Rose of Sharon cortó las patatas en rodajas, las metió en la sartén y las removió con la punta del cuchillo.

Súbitamente la lona fue apartada. Un rostro fuerte y sudoroso se asomó desde el otro extremo del furgón.

¿Cómo le va, señora Joad?

Madre se volvió.

Buenas tardes, señora Wainwright. Nos ha ido bien. Tres y medio. Tres con cincuenta y siete, para ser exactos.

Nosotros hemos ganado cuatro dólares. —Bueno —dijo Madre—. Ustedes son más. —Sí. Joñas está creciendo. Veo que tienen chuletas de cerdo. Winfield se coló por la puerta. —¡Madre!

Calla un momento. A los hombres de mi casa les encantan las chuletas de cerdo.

Yo estoy haciendo tocino —dijo la señora Wainwright—. ¿Puede olerlo? —No, no puedo oler nada con estas cebollas con patatas. —Se está quemando —gritó la señora Wainwright, y su cabeza desapareció. —Madre —dijo Winfield.

¿Qué? ¿Estás enfermo de tantas palomitas? —Madre..., Ruthie lo ha dicho. —¿El qué? —Lo de Tom.

Madre se quedó mirándole.

¿Dicho? —entonces se arrodilló delante de él—. Winfield, ¿a quién se lo ha dicho?

La vergüenza embargó a Winfield. Dio un paso atrás. —Bueno, sólo dijo un poquito. —¡Winfield! Dime lo que ha dicho.

Ella..., ella no se comió todas las palomitas. Guardó algunas y se las comía una a una, despacio, como siempre hace y dijo: apuesto que querrías que te quedaran algunas.

¡Winfield! —exclamó Madre—. Dilo ya—miró nerviosamente a la cortina—. Rosasharn, ve a hablar con la señora Wainwright para que no nos oiga.

¿Y qué pasa con las patatas?

Yo las vigilaré. Vete ya. No la quiero escuchando detrás de la cortina.

La joven se alejó arrastrando los pies y rodeó la lona colgada.

Madre dijo:

Venga, Winfield, dímelo.

Como te dije, se las comía una a una y algunas las partía en dos para que duraran más.

Venga, rápido.

Bueno, vinieron unos niños y por supuesto intentaron que les diera palomitas, pero Ruthie seguía comiendo y no les quiso dar. Así que se enfadaron. Y un niño le arrebató la caja de palomitas.

Winfield, di lo otro deprisa.

Ya lo hago —dijo él—. De modo que Ruthie se enfadó y los persiguió y pegó a uno y a otro y entonces una niña mayor le sacudió. Le dio una buena. Entonces Ruthie se puso a llorar y dijo que iba a llamar a su hermano mayor y que él mataría a esa niña. Y ésta dijo ¿Ah, sí? Dijo que también tenía un hermano mayor —Winfield se quedaba sin resuello contándolo—. Entonces se siguieron pegando y esa chica le dio un buen golpe a Ruthie y ella dijo que su hermano mataría al hermano de la otra. Y la chica dijo que qué pasaría si su

hermano matara al nuestro. Y entonces... y entonces Ruthie dijo que nuestro hermano ya había matado a dos hombres. Y... y la chica dijo: Seguro. No eres más que una mentirosa. Y Ruthie dijo: Ah ¿sí? Bueno, pues nuestro hermano está escondido ahora mismo por haber matado a uno y puede matar a tu hermano también. Entonces se insultaron y Ruthie tiró una piedra y esa niña mayor la persiguió y yo me vine a casa.

¡Dios mío! —dijo Madre cansadamente—. ¡Mi dulce Jesús dormido en el pesebre! ¿Qué vamos a hacer ahora? —apoyó la frente en la mano y se frotó los ojos—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —el olor a patatas quemadas vino de la cocina ardiente. Madre se movió automáticamente y les dio la vuelta.

¡Rosasharn! —gritó Madre. La muchacha apareció alrededor de la cortina—. Ven a vigilar la cena. Winfield, sal, encuentra a Ruthie y tráela.

¿Le vas a pegar, Madre? —preguntó esperanzado.

No. Esto ya no tiene arreglo. Me pregunto por qué tuvo que hacerlo. No. No servirá de nada pegarle. Corre a buscarla y tráela.

Winfield salió corriendo hacia la puerta del furgón y se encontró con los tres hombres que subían por la pasarela y se quedó a un lado mientras entraban.

Madre dijo quedamente:

Padre, tengo que hablar contigo. Ruthie les dijo a unos niños que Tom está escondido.

¿Qué? —Que lo dijo. Se peleó con ellos y lo dijo. —¡Pero qué niña más perra!

No, no sabía lo que hacía. Mira, Padre, quiero que te quedes aquí. Yo voy a salir a ver si encuentro a Tom y se lo digo. Tengo que decirle que lleve cuidado. Quédate aquí, Padre, y supervisa las cosas. Me llevo algo de cena para Tom.

De acuerdo —aceptó Padre.

Ni le menciones a Ruthie lo que ha hecho. Yo se lo diré.

En ese momento entró Ruthie, seguida de Winfield. La niña estaba sucia. Tenía la boca pringosa y de la nariz aún le goteaba un poco de sangre de la pelea. Parecía avergonzada y asustada. Winfield la seguía con aire de triunfo. Ruthie miró fieramente a su alrededor, pero se fue a un extremo del furgón y apoyó la espalda en el rincón. Su vergüenza y su fiereza estaban mezcladas.

Le dije lo que has hecho —dijo Winfield.

Madre estaba poniendo dos chuletas y patatas fritas en un plato de hojalata.

Calla, Winfield —dijo—. No hay necesidad de herir sus sentimientos más todavía. Ruthie corrió por el furgón. Agarró a Madre por la cintura y escondió el rostro en su estómago y sus sollozos estrangulados sacudían todo su cuerpo. Madre intentó soltarla, pero los sucios dedos estaban bien cogidos. Madre le

atusó el pelo de detrás de la cabeza con suavidad y le dio palmaditas en los hombros.

Calla —dijo—. No lo sabías.

Ruthie levantó su rostro sucio de lágrimas y sangre.

¡Me robaron mis palomitas! —gritó—. Esa gran hija de puta me dio con el cinturón —volvió a sollozar con fuerza.

Calla —dijo Madre—. No hables así. Venga, suelta. Ahora tengo que irme.

¿Por qué no le pegas, Madre? Si no hubiera presumido tanto con las palomitas no habría pasado nada. Venga, dale una paliza.

Tú métete en tus asuntos —dijo Madre fieramente—. Si no, te la vas a cargar tú. Ahora suéltame, Ruthie.

Winfield se retiró a uno de los colchones enrollados y contempló a la familia con expresión cínica y apagada. Y se puso en una buena posición de defensa, porque Ruthie le atacaría a la primera oportunidad que tuviera y él lo sabía. Ruthie, silenciosa y acongojada, se fue al otro lado del furgón.

Madre puso una hoja de papel de periódico sobre el plato.

Ahora me voy —dijo.

¿No vas a comer nada? —preguntó el tío John.

Más tarde. Cuando vuelva. Ahora no podría comer nada

Madre se dirigió a la puerta abierta: se afirmó en la pasarela empinada, de listones.

En la orilla del río de los furgones las tiendas estaban montadas cerca unas de otras, sus cuerdas cruzándose y las estacas de una pegadas a la zona de la siguiente. Las luces brillaban a través de las lonas y de todas las cocinas salía humo. Los hombres y las mujeres se paraban en las puertas para hablar. Los niños correteaban enfebrecidos alrededor. Madre caminó majestuosamente por delante de las tiendas. Aquí y allá la reconocían al pasar.

Buenas tardes, señora Joad. —Buenas tardes. —¿Lleva algo, señora Joad? —A unos amigos. Les devuelvo un poco de pan.

Por fin llegó al final de la fila de tiendas. Se detuvo y miró atrás. Había sobre el campamento un resplandor de luces y las voces amortiguadas de muchas conversaciones. De vez en cuando una voz más dura se dejaba oír. El olor del humo llenaba el aire. Alguien tocaba la armónica suavemente, buscando un efecto, la misma frase una y otra vez.

Madre anduvo entre los sauces junto al arroyo. Salió del sendero y esperó en silencio, escuchando para oír alguien que la siguiera. Un hombre bajó por el sendero, en dirección al campamento, subiéndose los tirantes y abotonando los vaqueros según subía. Madre se sentó muy quieta y él pasó sin verla. Ella esperó cinco minutos y luego se puso en pie y siguió el sendero junto al arroyo. Se

movía silenciosamente, tanto que podía oír el murmullo del agua sobre sus pasos suaves en las hojas de sauce. Sendero y arroyo siguieron a la izquierda y de nuevo a la derecha hasta acercarse a la carretera. En la luz gris de las estrellas pudo ver el terraplén y el agujero negro de la alcantarilla donde siempre dejaba la comida de Tom. Avanzó cautelosamente, puso su paquete en el agujero y cogió el plato vacío que había allí. Volvió entre los sauces, se escondió entre la maleza y se sentó a esperar. A través de la maraña podía ver el agujero negro de la alcantarilla. Se abrazó las rodillas y se sentó en silencio. Al cabo de unos minutos los arbustos volvieron a la vida. Los ratones de campo se movieron con cautela sobre las hojas. Una mofeta caminó como si tuviera almohadillas, pesadamente y sin miedo, llevando con ella un leve efluvio.

Y entonces el viento movió los sauces delicadamente, como si los probara, y una lluvia de hojas doradas cayó a la tierra. De pronto hirvió una ráfaga y meneó los árboles y cayó una ducha crujiente de hojas. Madre podía sentirlas en su pelo y sus hombros. Una nube grande y negra se movió en el cielo, borrando las estrellas. Las gotas gordas de lluvia cayeron aquí y allá, salpicando ruidosamente las hojas caídas y la nube continuó y desveló de nuevo las estrellas. Madre se estremeció. El viento pasó y dejó los arbustos en calma, pero los árboles que bordeaban el arroyo siguieron susurrando. Del campamento llegó el tono agudo y penetrante de un violín buscando una melodía.

Madre oyó pasos furtivos entre las hojas, a lo lejos a su izquierda, y se puso tensa. Soltó las rodillas y enderezó la cabeza para oír mejor. El movimiento se interrumpió y después de un momento volvió a empezar. Una parra raspó ásperamente en las hojas secas. Madre vio aparecer una figura oscura, que se acercó a la alcantarilla. El redondo agujero negro se oscureció durante un instante y luego la figura se movió hacia detrás. Ella llamó quedamente:

Tom —la figura se quedó quieta, tan quieta y tan pegada al suelo que habría podido pasar por un tocón. Ella llamó de nuevo—: Tom, Tom —entonces la figura se movió.

¿Eres tú, Madre?

Estoy aquí —ella se levantó y fue a su encuentro.

No debías haber venido —dijo él.

Tengo que verte, Tom. Tengo que hablar contigo.

Está cerca el sendero —dijo Tom—. Podría pasar alguien.

¿No tienes un sitio, Tom?

Sí..., pero si..., bueno, supon que alguien te ha visto conmigo..., meteríamos en un lío a toda la familia.

Tengo que hablarte, Tom.

Entonces vamos. Ven en silencio —cruzó el pequeño arroyo, vadeando sin cuidado por el agua, y Madre le siguió. Él se movió por entre los arbustos hasta llegar a un campo al otro lado de los matorrales y siguiendo los surcos del arado. Los tallos ennegrecidos del algodón eran ásperos contra la tierra y algunas pelusas de algodón estaban adheridas a los tallos. Siguieron por la orilla del campo un cuarto de milla y luego él volvió a entrar en la maleza. Se acercó a un

gran matorral de zarzas, se inclinó y apartó a un lado una maraña de vides—. Hay que entrar reptando —dijo él.

Madre se puso a cuatro patas. Sintió arena bajo ella y entonces dejó de rozarla la maraña y sintió la manta de Tom en el suelo. Él volvió a colocar las vides en su sitio. No había luz en la cueva.

¿Dónde estás, Madre?

Aquí. Estoy aquí. Habla bajo, Tom.

No te preocupes. Llevo algún tiempo viviendo como un conejo.

Le oyó destapar el plato de hojalata.

Chuletas de cerdo —dijo ella—. Y patatas fritas.

Dios Todopoderoso, y aún está caliente.

Madre no podía verle en absoluto en aquella oscuridad, pero le oía masticando, desgarrando la carne y tragando.

Es un escondite muy bueno —dijo él. Madre dijo incómoda: —Tom..., Ruthie ha contado lo tuyo —le oyó tragar saliva. —¿Ruthie? ¿Para qué?

No fue culpa suya. Se peleó con una niña y dijo que su hermano le iba a sacudir al hermano de la otra. Ya sabes cómo es. Y ella dijo que su hermano había matado a un hombre y estaba escondido.

Tom se estaba riendo.

Yo siempre decía que iba a llamar al tío John, pero él nunca quiso perseguirles. No es más que charla de críos, Madre. No pasa nada.

No —dijo Madre—. Esos niños lo dirán por ahí y sus familias les oirán y lo dirán, y dentro de nada mandarán hombres en tu busca, sólo por si acaso. Tom, tienes que irte.

Es lo que dije desde el principio. Siempre temí que alguien te viera poner las cosas en la alcantarilla y se quedara a mirar.

Lo sé. Pero te quería cerca. Estaba asustada por ti. No te he visto. Ahora no te puedo ver. ¿Cómo tienes la cara?

Se me está curando rápidamente.

Acércate, Tom. Deja que la toque. Acércate —él se aproximó. La mano de ella encontró su cabeza en la oscuridad y sus dedos bajaron a la nariz y luego fueron a la mejilla izquierda.

Tienes una mala cicatriz, Tom. Y la nariz toda torcida.

Tal vez sea una buena cosa. Quizá nadie me reconozca. Si no tuvieran mis huellas estaría contento —volvió a ponerse a comer.

Calla —dijo ella—. ¡Escucha!

Es el viento, Madre. Sólo es el viento —la ráfaga de viento continuó río abajo y los árboles susurraron a su paso.

Ella se acercó al lugar del que procedía la voz.

Quiero tocarte una vez más, Tom. Está tan oscuro que parece que fuera ciega. Quiero recordar, incluso aunque sean mis dedos los que recuerden. Tienes que irte, Tom.

Sí. Lo supe desde el principio.

Nos ha ido bien —dijo ella—. He estado guardando dinero. Alarga la mano, Tom. Tengo aquí siete dólares.

No pienso coger tu dinero —Replicó él—. Ya me las arreglaré.

Alarga la mano, Tom. No voy a poder dormir si te vas sin dinero. Quizá tengas que coger un autobús o alguna cosa así. Querría que te fueras lejos, a trescientas o cuatrocientas millas.

No pienso cogerlo.

Tom —dijo ella con severidad—. Coge este dinero, ¿has entendido? No tienes derecho a causar dolor.

No juegas limpio —dijo Tom.

He pensado que quizá podrías ir a una ciudad grande. Los Ángeles, tal vez. Nunca te buscarán allí.

Hmm —dijo él—. Mira, Madre. He estado todo el día y toda la noche escondido solo. Adivina en quién he estado pensando. ¡En Casy! Él hablaba mucho. Antes me molestaba. Pero ahora he estado pensando en lo que decía y puedo recordarlo... todo. Decía que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya. Que descubrió que él sólo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía, a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera. Es curioso lo que recuerdo. Ni siquiera me daba cuenta de que estuviera escuchando. Pero ahora sé que un hombre no sirve para nada si está solo.

Era un buen hombre —dijo Madre.

Tom prosiguió:

Una vez recitó una parte de las Escrituras y no sonaba al fuego del infierno. La dijo dos veces y la recuerdo. Dice que es del Predicador.

¿Cómo era, Tom?

Va así: «Dos son mejor que uno, porque tienen una buena recompensa por su trabajo. Porque si caen, el uno levantará a su compañero, pero desgracia para aquel que esté solo cuando caiga porque no tiene otro que le ayude.» Esto es una parte.

Continúa —dijo madre—. Sigue, Tom.

Sólo un poco más: «De nuevo, si dos yacen juntos, entonces tendrán calor: pero ¿cómo se puede calentar uno solo? Y si uno le derrota, dos se le unirán y una cuerda entre tres es difícil de romper.»

¿Y eso es de las Escrituras? —Casy así lo dijo. Le llamó el Predicador. —Calla..., escucha.

Es sólo el viento, Madre. Conozco el viento. Y me ha dado por pensar. Madre... La mayoría de los sermones son acerca del pobre que siempre tenemos con nosotros y si no tienes nada, junta las manos y a la mierda, vas a comer helado en platos de oro cuando estés muerto. Y entonces el Predicador este dice que dos consiguen mayor recompensa por su trabajo.

Tom —dijo ella—. ¿Qué piensas hacer?

Él permaneció callado largo rato.

He estado pensando en el campamento del gobierno, cómo nuestra gente se cuidaban unos a otros, y si había pelea la arreglaban ellos mismos; y no había policías moviendo sus armas, pero había más orden del que los policías podrían haber proporcionado nunca. He estado preguntándome por qué no podríamos hacerlo por todas partes. Echar a los policías, que no son nuestra gente. Trabajar juntos por nuestra propia causa..., trabajar todos nuestra propia tierra.

Tom —repitió Madre—, ¿qué vas a hacer? —Lo que hacía Casy —respondió él. —Pero le mataron.

Sí —dijo Tom—. No lo esquivó con la suficiente rapidez. No hacía nada que fuera contra la ley, Madre. He estado pensando mucho, pensando en nuestra gente viviendo como cerdos y la buena tierra fértil en barbecho, o quizá un tipo con un millón de acres, mientras cien mil buenos granjeros se mueren de hambre. Y he pensado que si todos nos juntamos a gritar, como hacían aquéllos, sólo unos pocos en el rancho Hooper...

Madre dijo: —Tom, te van a acosar y a destrozarte como hicieron con el joven Floyd. —Me van a acosar de todas maneras. Están acosando a toda nuestra gente. —No pretendes matar a nadie, ¿verdad, Tom?

No lo pretendo. He estado pensando que mientras siga fuera de la ley, quizá podría... Mierda, no lo tengo bien pensado, Madre. No me preocupes ahora. No me preocupes.

Siguieron sentados en silencio en la cueva de vides, negra como el carbón. Madre dijo:

¿Cómo voy a saber de ti? Podrían matarte y yo no me enteraría. Podrían herirte. ¿Cómo lo voy a saber?

Tom se echó a reír incómodo.

Bueno, quizá es como dice Casy, uno no tiene un alma suya, sino un trozo de la gran alma... y entonces...

¿Entonces qué, Tom?

Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes..., donde quiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Si Casy sabía, por qué no, pues estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes? Dios, estoy hablando como Casy. Es por pensar tanto en él. A veces me parece verlo.

Yo no lo entiendo —dijo Madre—. En realidad no sé.

Yo tampoco —dijo Tom—. Son sólo cosas sobre las que he estado pensando. Se piensa mucho cuando uno no puede moverse. Tienes que volver, Madre.

Coge el dinero, entonces.

Durante un momento, él estuvo callado.

De acuerdo —dijo.

Y, Tom, más adelante..., cuando haya pasado, volverás. ¿Nos encontrarás?

Claro que sí —la tranquilizó—. Ahora más vale que te vayas. Dame la mano —él la guió hacia la salida. Los dedos de ella se aferraban a la muñeca de Tom. Él retiró las vides a un lado y la siguió fuera—. Ve por ese campo hasta llegar a un sicomoro que hay al borde y luego cruza el arroyo. Adiós.

Adiós —dijo ella y se alejó rápidamente. Tenía los ojos húmedos y ardientes, pero no lloró. Sus pasos eran ruidosos y descuidados sobre las hojas mientras atravesaba la maleza. Y conforme seguía caminando, la lluvia empezó a caer del sombrío cielo, gotas grandes y escasas, salpicando pesadas en las hojas secas. Madre se detuvo y se paró en la chorreante maleza. Se volvió..., volvió tres pasos hacia la maraña de vides; y luego se volvió con rapidez y regresó al campamento de los furgones. Fue derecha hacia la alcantarilla y trepó hasta la carretera. La lluvia había pasado, pero el cielo estaba cubierto. Detrás de ella oyó pasos y se volvió nerviosa. El parpadeo de una débil luz de linterna jugueteaba sobre la carretera. Madre se volvió y se dirigió hacia su casa. Al cabo de un momento la alcanzó un hombre. Cortésmente mantuvo la luz en el suelo y no se la enfocó a la cara.

Buenas tardes —dijo él. Madre respondió: —¿Qué tal está? —Parece que tenemos un poco de lluvia. —Espero que no. Se acabaría la recogida. Necesitamos trabajar. —Yo también. ¿Vive en el campo ese?

Sí, señor —los pasos de ambos iban al mismo tiempo por la carretera.

Tengo veinte acres de algodón. Un poco tardío, pero ahora está a punto. Pensé ir para allá y conseguir algunos recolectores.

Los conseguirá. La temporada casi ha concluido.

Eso espero. Mi propiedad está sólo a una milla por ese camino.

Somos seis —dijo Madre—. Tres hombres, yo y dos pequeños.

Pondré un letrero. A dos millas, esta carretera.

Estaremos allí por la mañana.

Espero que no llueva.

Yo también —dijo madre—. Veinte acres no durarán mucho.

Cuanto menos duren, más contento estaré. Mi algodón es tardío. No lo planté hasta tarde.

¿Cuánto va a pagar?

Noventa centavos.

Recogeremos. He oído decir a la gente que el próximo año pagarán setenta y cinco e incluso sesenta.

Es lo que he oído.

Habrá problemas —dijo Madre.

Claro. Lo sé. Un pequeño granjero como yo no puede hacer nada. La Asociación fija el precio y tenemos que acatarlo. Si no..., nos quedamos sin granja. Los pequeños granjeros siempre tenemos problemas.

Llegaron al campamento.

Estaremos allí —dijo Madre—. Aquí no queda demasiado que recoger — ella fue al furgón último y subió por la pasarela de tablas. La luz baja del farol proyectaba sombras lóbregas en el furgón. Padre y el tío John y un hombre mayor estaban en cuclillas contra la pared del furgón.

Hola —saludó Madre—. Buenas noches, señor Wainwright.

Él levantó un rostro delicado y bien dibujado. Sus ojos eran profundos bajo una cejas muy pobladas. Tenía el pelo de color blanquiazul y fino. Una pálida barba plateada le cubría las mandíbulas y la barbilla.

Buenas noches, señora —respondió él.

Mañana hay recogida —observó madre—. A una milla hacia el norte. Veinte acres.

Será mejor llevar el camión —dijo Padre—. Para poder recoger más tiempo.

Wainwright levantó la cabeza con ilusión. —¿Cree que nosotros también podremos? —Pues claro. Caminé un rato con el hombre. Venía a buscar recolectores.

El algodón casi se ha terminado ya. La segunda vuelta va a ser escasa. Va a ser difícil ganar el jornal en la segunda vuelta. La primera vez ya quedó bastante limpio.

Su gente quizá podría venir con nosotros —dijo Madre—. Repartir el gasto de gasolina.

Vaya, muy amable por su parte, señora.

Así ahorraremos todos —dijo Madre.

Padre dijo:

El señor Wainwright... tiene una preocupación y ha venido a hablarla con nosotros. Estábamos dándole vueltas.

¿Qué es lo que pasa?

Wainwright miró al suelo.

Nuestra Aggie —dijo—, es mayor... Tiene casi dieciséis años y está crecida.

Aggie es una muchacha guapa —dijo Madre.

Escúchale —dijo Padre.

Bueno, ella y su hijo Al están yendo a pasear todas las noches. Y Aggie es una chica guapa que debería tener un marido; de lo contrario podría tener problemas. Nunca hemos tenido esa clase de problemas en nuestra familia. Pero ahora con lo pobres que somos, a la señora Wainwright y a mí nos ha dado por preocuparnos. Imagínese que se quede embarazada.

Madre desenrolló un colchón y se sentó en él.

¿Ahora han salido? —preguntó.

Siempre salen —dijo Wainwright—. Todas la noches.

Bueno, Al es un buen muchacho. Estos días se cree muy gallito, pero es un chico en quien se puede confiar. Yo no pediría un muchacho mejor.

No, si no nos quejamos de Al como persona. Nos cae bien. Lo que tememos la señora Wainwright y yo..., bueno, ella es una mujercita crecida. Y ¿qué pasa si nosotros nos vamos o ustedes se van y descubrimos que Aggie está embarazada? No ha habido nunca esas vergüenzas en nuestra familia.

Madre dijo quedamente: —Nosotros intentaremos no ponerles en vergüenza. Él se levantó rápidamente.

Gracias señora. Aggie es una mujercita crecida. Es una buena chica..., amable y buena. Le agradeceríamos mucho que no nos pusieran en vergüenza. No es culpa de Aggie. Está crecida.

Padre hablará con Al —dijo Madre—. Y si no quiere, lo haré yo. Wainwright dijo:

Entonces buenas noches y muchas gracias —desapareció al otro lado de la cortina. Le podían oír hablando en voz baja en el otro extremo del furgón, explicando el resultado de su embajada.

Madre escuchó un momento y luego:

Vosotros dos —dijo—. Venid a sentaros aquí.

Padre y el tío John se levantaron con esfuerzo. Se sentaron en el colchón junto a Madre.

¿Dónde están los pequeños?

Padre señaló un colchón en el rincón.

Ruthie saltó sobre Winfield y le mordió. Les hice acostarse. Supongo que estarán dormidos. Rosasharn se fue a sentarse un rato con una señora que conoce.

Madre dejó escapar un suspiro.

Encontré a Tom —dijo suavemente—. Le dije que se fuera. Muy lejos.

Padre asintió despacio. El tío dejó caer la barbilla sobre el pecho.

No podía hacer otra cosa —dijo Padre—. ¿Crees que podía, John?

El tío John levantó la mirada.

No puedo pensar en nada —dijo—. Parece que ya apenas estoy despierto.

Tom es un buen muchacho —dijo Madre; y entonces se disculpó—: No pretendía nada malo diciendo que hablaría con Al.

Lo sé —dijo Padre en voz baja—. Ya no sirvo para nada. Me paso el día pensando en el pasado, pensando en nuestro hogar que no volveré a ver.

Esto es más hermoso, la tierra es mejor —dijo Madre.

Ya ni siquiera la veo, pensando en los sauces que perdían sus hojas ahora. A veces pensando cómo arreglar el agujero de la cerca del sur. ¡Curioso! Una mujer haciéndose con el control de la familia. Una mujer diciendo haremos esto, iremos allá. Y ni siquiera me importa.

Una mujer puede cambiar mejor que un hombre —dijo Madre consoladora—. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza. No te importe. Quizá... bueno, quizá el año que viene tengamos una casa.

No tenemos nada ahora —dijo Padre—. Va a venir una larga temporada sin trabajo ni cosechas. ¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Cómo vamos a comprar comida? Y a Rosasharn no le falta mucho. Se pone tan mal que no soporto pensar. Me pongo a rebuscar en el pasado para evitar pensar. Parece que nuestra vida ha llegado a su fin.

No —sonrió Madre—. No es así, Padre. Y eso es otra cosa que las mujeres saben, lo he notado. El hombre vive a sacudidas..., un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida..., compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante. La mujer lo ve así. No vamos a

extinguirnos. La gente sigue adelante..., cambiando un poco, quizá, pero siempre adelante.

¿Cómo lo puedes saber? —exigió el tío John—. ¿Qué es lo que va a impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?

Madre lo consideró. Se frotó una mano brillante con la otra, empujó los dedos de la mano derecha entre los de la izquierda.

Es difícil de decir —dijo—. Todo lo que hacemos me parece que está encaminado a seguir adelante. A mí me lo parece. Incluso estando hambrientos..., incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, sólo al día.

El tío John dijo:

Si ella no se hubiera muerto entonces...

Vive al día —aconsejó Madre—. No te preocupes.

Podría haber sido un buen año el año próximo, en casa —dijo Padre.

Madre dijo:

¡Escuchad!

Había pasos furtivos por la pasarela y entonces apareció Al por la cortina.

Hola —dijo—. Pensé que ya estaríais durmiendo.

Al —dijo Madre—. Estamos hablando. Ven a sentarte aquí.

Sí, de acuerdo. Yo también quiero hablar. Dentro de poco tendré que irme.

No puedes. Te necesitamos aquí. ¿Por qué tienes que irte?

Bueno, yo y Aggie Wainwright nos vamos a casar y yo voy a buscar empleo en un garaje y tendremos primero una casa alquilada... —levantó la vista con fiereza—. Vamos a hacerlo y no hay nadie que nos lo pueda impedir.

Los tres le contemplaron.

Al —dijo Madre finalmente—. Nos alegramos. Nos alegramos mucho.

¿De verdad?

Pues claro que sí. Eres un hombres crecido. Necesitas una mujer. Pero no te vayas ahora mismo, Al.

Se lo he prometido a Aggie —dijo—. Lo tenemos que hacer. No podemos aguantar más tiempo.

Sólo hasta la primavera —suplicó Madre—. ¿No te quedas hasta la primavera? ¿Quién va a conducir el camión?

Bueno... La señora Wainwright asomó la cabeza por un lado de la cortina. —¿Lo han oído ya? —preguntó. —Sí. Lo hemos oído ahora mismo.

Dios mío..., ojalá tuviéramos un pastel. Ojalá tuviéramos... un pastel o algo.

Pondré una cafetera y haré tortitas —dijo Madre—. Tenemos almíbar para ponerles.

¡Dios mío! —dijo la señora Wainwright—. Vaya. Mire, yo traeré algo de azúcar. Se la pondremos a las tortitas.

Madre puso leña menuda en la cocina y las brasas de la cena la hicieron arder. Ruthie y Winfield salieron de su cama como los cangrejos ermitaños salen de sus conchas. Durante un momento mostraron cautela; miraron a ver si seguían siendo criminales. Al no notarles nadie se volvieron atrevidos. Ruthie fue saltando a la pata coja hasta la puerta y volvió sin tocar en la pared.

Madre estaba poniendo harina en un cuenco cuando Rose of Sharon subió la pasarela. Se estabilizó con cautela.

y,Qué pasa? —preguntó.

Escucha la noticia —gritó Madre—. Vamos a hacer una pequeña fiesta por Al y Aggie Wainwright, que van a casarse.

Rose of Sharon se quedó completamente inmóvil. Miró lentamente a Al que estaba ruborizado y avergonzado.

La señora Wainwright gritó desde el otro extremo del furgón:

Le estoy poniendo a Aggie un vestido limpio. Voy ahora mismo.

Rose of Sharon se volvió lentamente. Volvió a la amplia puerta y bajó la pasarela. Una vez en el suelo, se dirigió despacio hacia el arroyo y el sendero que iba junto a él. Tomó el mismo camino que había hecho antes Madre..., por entre los sauces. El viento soplaba ahora más regularmente y los arbustos silbaban sin pausa. Rose of Sharon se puso de rodillas y se arrastró entre la maleza. Los arbustos de bayas le arañaban la cara y le enganchaban el pelo, pero no le importaba. Sólo paró cuando notó que los arbustos la rodeaban por todas partes. Se estiró boca arriba. Y sintió el peso del hijo que llevaba dentro.

En el furgón sin luz, Madre se removió y luego apartó la manta y se levantó. La luz gris de las estrellas penetraba ligeramente por la puerta abierta. Madre caminó hasta la puerta y se quedó contemplando el exterior. Las estrellas iban palideciendo por el este. El una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante. La mujer lo ve así. No vamos a extinguirnos. La gente sigue adelante..., cambiando un poco, quizá, pero siempre adelante.

¿Cómo lo puedes saber? —exigió el tío John—. ¿Qué es lo que va a impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?

Madre lo consideró. Se frotó una mano brillante con la otra, empujó los dedos de la mano derecha entre los de la izquierda.

Es difícil de decir —dijo—. Todo lo que hacemos me parece que está encaminado a seguir adelante. A mí me lo parece. Incluso estando hambrientos..., incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, sólo al día.

El tío John dijo:

Si ella no se hubiera muerto entonces...

Vive al día —aconsejó Madre—. No te preocupes.

Podría haber sido un buen año el año próximo, en casa —dijo Padre.

Madre dijo:

¡Escuchad!

Había pasos furtivos por la pasarela y entonces apareció Al por la cortina.

Hola —dijo—. Pensé que ya estaríais durmiendo.

Al —dijo Madre—. Estamos hablando. Ven a sentarte aquí.

Sí, de acuerdo. Yo también quiero hablar. Dentro de poco tendré que irme.

No puedes. Te necesitamos aquí. ¿Por qué tienes que irte?

Bueno, yo y Aggie Wainwright nos vamos a casar y yo voy a buscar empleo en un garaje y tendremos primero una casa alquilada... —levantó la vista con fiereza—. Vamos a hacerlo y no hay nadie que nos lo pueda impedir.

Los tres le contemplaron.

Al —dijo Madre finalmente—. Nos alegramos. Nos alegramos mucho.

¿De verdad?

Pues claro que sí. Eres un hombres crecido. Necesitas una mujer. Pero no te vayas ahora mismo, Al.

Se lo he prometido a Aggie —dijo—. Lo tenemos que hacer. No podemos aguantar más tiempo.

Sólo hasta la primavera —suplicó Madre—. ¿No te quedas hasta la primavera? ¿Quién va a conducir el camión?

Bueno...

La señora Wainwright asomó la cabeza por un lado de la cortina.

¿Lo han oído ya? —preguntó.

Sí. Lo hemos oído ahora mismo.

Dios mío..., ojalá tuviéramos un pastel. Ojalá tuviéramos... un pastel o algo.

Pondré una cafetera y haré tortitas —dijo Madre—. Tenemos almíbar para ponerles.

¡Dios mío! —dijo la señora Wainwright—. Vaya. Mire, yo traeré algo de azúcar. Se la pondremos a las tortitas.

Madre puso leña menuda en la cocina y las brasas de la cena la hicieron arder. Ruthie y Winfield salieron de su cama como los cangrejos ermitaños salen de sus conchas. Durante un momento mostraron cautela; miraron a ver si

seguían siendo criminales. Al no notarles nadie se volvieron atrevidos. Ruthie fue saltando a la pata coja hasta la puerta y volvió sin tocar en la pared.

Madre estaba poniendo harina en un cuenco cuando Rose of Sharon subió la pasarela. Se estabilizó con cautela.

¿Qué pasa? —preguntó.

Escucha la noticia —gritó Madre—. Vamos a hacer una pequeña fiesta por Al y Aggie Wainwright, que van a casarse.

Rose of Sharon se quedó completamente inmóvil. Miró lentamente a Al que estaba ruborizado y avergonzado.

La señora Wainwright gritó desde el otro extremo del furgón:

Le estoy poniendo a Aggie un vestido limpio. Voy ahora mismo.

Rose of Sharon se volvió lentamente. Volvió a la amplia puerta y bajó la pasarela. Una vez en el suelo, se dirigió despacio hacia el arroyo y el sendero que iba junto a él. Tomó el mismo camino que había hecho antes Madre..., por entre los sauces. El viento soplaba ahora más regularmente y los arbustos silbaban sin pausa. Rose of Sharon se puso de rodillas y se arrastró entre la maleza. Los arbustos de bayas le arañaban la cara y le enganchaban el pelo, pero no le importaba. Sólo paró cuando notó que los arbustos la rodeaban por todas partes. Se estiró boca arriba. Y sintió el peso del hijo que llevaba dentro.

En el furgón sin luz, Madre se removió y luego apartó la manta y se levantó. La luz gris de las estrellas penetraba ligeramente por la puerta abierta. Madre caminó hasta la puerta y se quedó contemplando el exterior. Las estrellas iban palideciendo por el este. El viento soplaba suavemente sobre los arbustos de los sauces, y del pequeño arroyo venía el murmullo calmoso del agua. La mayoría del campamento dormía, pero delante de una tienda ardía una hoguerita y había gente a su alrededor, calentándose. Madre los podía ver a la luz del danzante fuego nuevo mientras estaban frente a las llamas, frotándose las manos; después se dieron la vuelta y pusieron las manos a la espalda. Durante un buen rato Madre miró fuera, con las manos juntas delante de ella. El viento irregular sopló bruscamente y pasó, y el aroma de la escarcha llenó el aire. Madre tembló y se frotó las manos. Volvió adentro y tanteó las cerillas, al lado del farol. La pantalla chirrió. Ella prendió la mecha, vio cómo ardía, azul, y cómo levantaba el círculo de luz, amarillo y delicado. Llevó el farol a la cocina y lo dejó en el suelo mientras ella rompía las frágiles ramitas de sauce y las ponía en la caja de la lumbre. Al cabo de un momento el fuego ardía chimenea arriba.

Rose of Sharon rodó pesadamente y se sentó.

Me levanto ahora mismo —dijo.

¿Por qué no te tumbas un minuto hasta que se caliente? —preguntó Madre.

No, me levanto ya.

Madre llenó la cafetera con agua del cubo y la puso en la cocina y puso a calentar la sartén, bien llena de grasa, para los panes de maíz.

¿Qué te pasa? —preguntó quedamente.

Voy afuera —dijo Rose of Sharon. —¿Dónde afuera? —A recoger algodón. —No puedes —dijo Madre—. Estás demasiado avanzada. —No. Y voy a ir.

Madre midió el café en el agua.

Rosasharn, no estuviste ayer para las tortitas —la muchacha no contestó—. ¿Para qué quieres recoger algodón? —siguió sin responder—. ¿Es por Al y Aggie? —esta vez Madre miró con atención a su hija—. Ah. Bueno, no necesitas ir a recoger.

Voy a ir.

Bueno, pero no fuerces.

Levanta, Padre. Despierta, levántate.

Padre parpadeó y bostezó.

No he dormido lo suficiente —gimió—. Debían de ser más de las once cuando nos acostamos.

Venga, levantaos todos y a lavarse.

Los ocupantes del furgón volvían lentamente a la vida, retiraban las mantas y se ponían la ropa. Madre cortó cerdo salado en lonchas en la segunda sartén.

Salid a lavaros —ordenó.

Una luz surgió del otro extremo del furgón. Y llegó el sonido de cortar la leña de la parte de los Wainwright.

Señora Joad —llegó la voz—. Nos estamos preparando. Estaremos listos. Al gruñó: —¿Para qué tenemos que levantarnos tan pronto?

Son sólo veinte acres —dijo Madre—. Tenemos que llegar a tiempo. Ya no queda demasiado algodón. Tenemos que llegar antes de que lo recojan. —Madre les apremió a lavarse y a tomar un apresurado desayuno—. Venga, bébete el café —dijo—. Hay que salir ya.

No se puede recoger algodón en la oscuridad, Madre.

Podemos estar allí cuando salga el sol.

Quizá esté húmedo.

No llovió lo bastante. Venga, bébete el café. Al, en cuanto hayas acabado enciende el motor.

Ella llamó: —¿Le falta mucho, señora Wainwright? —Estamos comiendo. Dentro de un minuto estaremos listos.

Fuera, el campamento había vuelto a la vida. Las hogueras ardían delante de las tiendas. Los tubos de las cocinas de los furgones arrojaban humo.

Al apuró su café y se llenó la boca de posos. Bajó la pasarela escupiéndolos.

Estamos preparados, señora Wainwright —llamó Madre. Se volvió hacia Rose of Sharon. Dijo:

Tienes que quedarte. La joven apretó las mandíbulas con decisión. —Voy a ir —dijo—. Madre, tengo que ir. —Pero si no tienes bolsa de algodón. No podrías arrastrar un saco. —Recogeré en el tuyo. —Preferiría que no lo hicieras. —Voy a ir. Madre suspiró.

No te quitaré el ojo de encima. Ojalá pudiéramos tener un médico —Rose of Sharon se movió nerviosamente por el furgón. Se puso una chaqueta ligera y se la quitó—. Coge una manta —sugirió Madre—. Si quieres descansar, estarás caliente —oyeron rugir el motor del camión detrás del furgón—. Vamos a ser los primeros en llegar —dijo Madre exultante—. Venga, coged vuestros sacos. Ruthie, no os olvidéis de las camisas que os arreglé para recoger.

Los Wainwright y los Joad subieron al camión en la oscuridad. Ya llegaba la aurora, pero era lenta y pálida.

Tuerce a la izquierda —le dijo Madre a Al—. Allí debe haber un letrero que anuncie el sitio a donde vamos —avanzaron por la oscura carretera. Y otros coches les siguieron, y detrás, en el campamento, los coches se ponían en funcionamiento con las familias apiñadas en ellos; y los coches salían a la carretera y torcían a la izquierda.

Un trozo de cartón estaba atado a un buzón a la derecha de la carretera y en él, escrito con tinta azul «Se necesitan recolectores de algodón». Al dobló para entrar y se dirigió hacia el corral. Y el corral estaba ya lleno de coches. Un globo eléctrico en un extremo del granero blanco iluminaba un grupo de hombres y mujeres que estaban cerca de la balanza con las bolsas enrolladas bajo el brazo. Algunas de las mujeres llevaban las bolsas por los hombros y cruzadas delante.

No llegamos tan temprano como pensábamos —observó Al. Acercó el camión a una cerca y lo aparcó. Las familias bajaron y fueron a reunirse con el grupo que esperaba, y más coches llegaron de la carretera y aparcaron y más familias se unieron al grupo. Bajo la luz del extremo del granero el propietario les inscribía.

Hawley —dijo. ¿H-A-W-L-E-Y? ¿Cuántos? —Cuatro. Will... —Will.

Benton... —Benton. —Amelia... —Amelia. —Claire... —Claire. ¿Quién es el siguiente? ¿Carpenter? ¿Cuántos? —Seis.

El propietario los anotaba en el libro dejando un espacio libre para el peso.

¿Tiene bolsa? Yo tengo unas cuantas. Cuestan un dólar—y los coches inundaban el corral. El propietario se ajustó a la garganta su chaqueta de cuero forrada de borrego. Miró al camino con aprensión.

Con toda esta gente esos veinte acres se van a recoger en un momento.

Los niños treparon al remolque grande de algodón metiendo los dedos de los pies en los dos lados de la rejilla de alambre.

Fuera de ahí —gritó el propietario—. Vais a romper el alambre —y los niños bajaron, avergonzados y en silencio. Llegó el amanecer gris—. Les tendré que rebajar una tara de peso por el rocío —dijo el propietario—. Lo cambiaré cuando salga el sol. Bien, salgan cuando quieran. Hay luz suficiente para ver.

Los recolectores se dirigieron rápidamente hacia el campo de algodón y se cogieron sus hileras. Se ataron la bolsa a la cintura e hicieron palmas para calentar los dedos rígidos que tenían que estar ágiles. La aurora coloreó las colinas del este y la ancha línea se movió entre las hileras. Y de la carretera seguían llegando coches y aparcando en el corral hasta que estuvo lleno y luego aparcaron a ambos lados de la carretera. El viento soplaba enérgicamente sobre el campo.

No sé cómo todos ustedes se han enterado —dijo el propietario—. Debe haber una buena radio macuto. Los veinte acres no llegarán ni al mediodía. ¿Qué nombre? ¿Hume? ¿Cuántos?

La fila de gente avanzaba sobre el campo y el fuerte y firme viento del oeste les volaba la ropa. Sus dedos volaban a las desbordantes cápsulas y luego a los largos sacos que iban pesando cada vez más, detrás de ellos.

Padre habló con el hombre que iba por la hilera de su derecha.

En casa un viento así podía traer lluvia. Parece que hay un poco de helada, no creo que llueva. ¿Cuánto tiempo lleva por aquí? —mantenía los ojos bajos fijos en su trabajo, mientras hablaba.

Su vecino no levantó la vista. —Llevo casi un año. —¿Diría que va a llover?

No lo puedo decir y no es ninguna deshonra. Gente que ha vivido toda su vida no lo puede decir. Si la lluvia puede arruinar una cosecha, seguro que llueve. Eso es lo que dicen por aquí.

Padre miró rápidamente a la colinas del oeste. Grandes nubes grises volaban sobre las cumbres, cabalgando ligeras en el viento.

Eso parecen nubes de lluvia —dijo.

Su vecino miró de soslayo.

No podría decirlo —dijo. Y en todas las filas la gente miró a las nubes. Y luego se inclinaron más para realizar su trabajo y sus manos volaron al algodón. Competían al recoger, competían contra el tiempo y el peso del algodón, competían contra la lluvia y entre ellos mismos... Una cantidad limitada de algodón y una cantidad de dinero a ganar. Llegaron al otro lado del campo y corrieron por una hilera nueva. Ahora iban de cara al viento y podían ver nubes altas y grises moviéndose por el cielo hacia el sol naciente. Y más coches aparcaron al borde de la carretera y más recolectores llegaban a inscribirse. La fila de gente se movía frenéticamente a través del campo, pesaban al final, apuntaban su algodón, anotaban el peso de sus propios libros y corrían a por otra hilera.

A las once el campo estaba recogido y el trabajo hecho. Los remolques de laterales de alambre estaban enganchados a camiones de laterales de alambre y salieron a la carretera en dirección a la desmotadora. El algodón se escapaba a través del alambre y pequeñas nubes de algodón volaban por el aire, e hilachas de algodón se enganchaban y agitaban en las hierbas al lado de la carretera. Los recolectores se apiñaron con aire desconsolado en el corral y se pusieron en fila para recibir su paga.

Hume, James, veintidós centavos. Ralph, treinta centavos. Joad, Thomas, noventa centavos, Winfield, quince centavos —el dinero estaba en montones, monedas de plata, de cinco centavos y de un centavo. Y todos los hombres miraban en su propio libro mientras le pagaban—. Wainwright, Agnes, veinticuatro centavos. To-bin, sesenta y tres centavos —la línea se movía lenta. Las familias volvían a sus coches en silencio. Y se iban lentamente.

Los Joad y los Wainwright esperaron en el camión a que se despejara el camino. Mientras esperaban, empezaron a caer las primeras gotas. Al sacó la mano de la cabina para notarlas. Rose of Sharon estaba sentada en medio y Madre al otro lado. Los ojos de la joven habían perdido de nuevo el lustre.

No debías haber venido —dijo Madre—. No recogiste más de diez o quince libras —Rose of Sharon miró su vientre hinchado y no replicó. Se estremeció de repente y levantó la cabeza. Madre, que la observaba con atención, desenrolló su bolsa de algodón, la extendió por los hombros de Rose of Sharon y la abrazó.

Por fin el camino quedó despejado. Al encendió el motor y salió a la carretera. Las gotas grandes que caían de vez en cuando como lanzas salpicaban en la carretera y mientras el camión seguía su camino las gotas se hicieron más pequeñas y frecuentes. La lluvia golpeaba la cabina tan ruidosamente que se podía oír por encima del ruido del motor gastado y viejo. En la caja del camión

los Wainwright y los Joad extendieron sus bolsas y se las pusieron sobre la cabeza y los hombros.

Rose of Sharon tembló violentamente contra el brazo de Madre y ésta gritó:

Corre, Al. Rosasharn ha cogido frío. Tiene que meter los pies en agua caliente.

Al aceleró el ruidoso motor y al llegar al campamento se acercó lo más posible a los furgones rojos.

Madre estaba dando órdenes antes de estar parados del todo.

Al —le ordenó—, tú y John y Padre id a los sauces y coged la leña que podáis. Tenemos que mantenernos calientes.

Me pregunto si el techo tendrá goteras.

No, no lo creo. Se estará seco, pero tenemos que tener madera, para estar calientes. Que vayan también Ruthie y Winfield. Que cojan leña menuda. Esta muchacha no está bien —Madre salió y Rose of Sharon intentó seguirla, pero le fallaron las rodillas y se sentó pesadamente en el estribo.

La gorda señora Wainwright la vio.

¿Qué pasa? ¿Ha llegado el momento ya?

No, creo que no —dijo Madre—. Tiene escalofríos. A lo mejor ha cogido frío. Écheme una mano, por favor —las dos mujeres sostuvieron a Rose of Sharon. Después de dar unos pasos recuperó las fuerzas y las piernas pudieron sostener su propio peso.

Estoy bien, Madre —dijo—. Sólo fue un minuto allí.

Las dos mujeres mayores siguieron con las manos agarradas a los codos de la joven.

Los pies en agua caliente —dijo Madre acertadamente. La ayudaron a subir la pasarela y a entrar en el furgón.

Madre levantó la vista.

Gracias a Dios que tenemos un buen techo —dijo—. Las tiendas siempre gotean aunque sean buenas. Ponga sólo un poco de agua, señora Wainwright.

Rose of Sharon yacía inmóvil en un colchón. Les dejó que le quitaran los zapatos y le frotaron los pies. La señora Wainwright se inclinó sobre ella:

¿Tienes dolor? —quiso saber.

No, es solamente que no me encuentro bien. Me encuentro mal.

Tengo calmantes y sales —dijo la señora Wainwright—. Si quiere algo, úselo. Es bienvenida.

La muchacha tembló violentamente.

Tápame, Madre. Tengo frío. —Madre trajo todas las mantas y las apiló encima de ella. La lluvia caía rugiente en el tejado.

Entonces llegaron los buscadores de leña con muchas ramas y los sombreros y chaquetas chorreando.

Dios, sí que está mojada—dijo Padre—. Te cala en un minuto.

Madre dijo:

Será mejor que volváis y traigáis más. Se quema muy deprisa. Dentro de nada estará oscuro. —Ruthie y Winfield entraron goteando y arrojaron los palos en el montón. Dieron media vuelta para volver a salir—. Vosotros os quedáis — ordenó Madre—. Acercaos al fuego y secaos.

La tarde estaba plateada por la lluvia, las carreteras relucían de agua. Hora tras hora las plantas de algodón parecían ennegrecerse y arrugarse. Padre, Al y el tío John hicieron un viaje tras otro a la maleza y trajeron cargas de leña. La apilaron cerca de la puerta hasta que el montón casi llegó al techo y por fin lo dejaron y se acercaron a la cocina. Ríos de agua corrían de sus sombreros a los hombros. Los bordes de las chaquetas goteaban y los zapatos hacían un ruido de agua cuando caminaban.

Muy bien, ahora quitaos esas ropas —dijo Madre—. Os tengo preparado un café. Y tenéis monos limpios para cambiaros. No os quedéis ahí.

La noche llegó pronto. En los furgones las familias se acurrucaron juntas escuchando el agua en los techos.

CAPÍTULO XXIX

Sobre las altas montañas de la costa y por los valles marcharon las nubes grises desde el océano. El viento soplaba furioso y en silencio, alto en el aire, y hacía susurrar a los arbustos y rugía en los bosques. Las nubes venían a intervalos, en rachas, en pliegues, como penas grises; y se apilaron todas juntas y colgaron bajas por el oeste. Y después el viento desapareció y dejó las nubes profundas y sólidas. La lluvia empezó con aguaceros racheados, pausas y chaparrones; y luego, poco a poco, se acomodó a un único ritmo, gotas pequeñas y regulares, lluvia a través de la cual se veía gris, lluvia que transformaba la luz del mediodía en la del anochecer. Y al principio la tierra seca absorbió la humedad y se ennegreció. Durante dos días bebió la lluvia la tierra, hasta que ésta se saturó. Entonces se formaron charcos y en zonas bajas de los campos se formaron pequeños lagos. Los lagos cenagosos subieron y la lluvia regular azotó el agua brillante. Por último, las montañas se saturaron y los lados de las colinas vertieron en arroyos, los convirtieron en riadas y los enviaron bajando por los cañones hasta los valles. La lluvia cayó monótona. Y los arroyos y los ríos pequeños se salieron por las orillas y socavaron los sauces y las raíces de los árboles, doblaron los sauces hasta que se hundieron en la corriente, cortaron las raíces de los bosques de algodón y cayeron los árboles. El agua embarrada giró como un torbellino por las orillas y trepó por ellas hasta que al final se derramó por los campos, las huertas, las parcelas de algodón, donde quedaban los tallos negros. Los campos llenos se transformaron en lagos, anchos y grises, y la lluvia azotó las superficies. Luego la lluvia llegó a las carreteras y los coches avanzaron con lentitud, cortando el agua de delante y dejando una cenagosa estela hirviente detrás de ellos. La tierra murmuró bajo la lluvia y los arroyos tronaron bajo las agitadas riadas.

Cuando empezaron las primeras lluvias los emigrantes se acurrucaron en sus tiendas diciendo: parará pronto, y preguntando: ¿cuánto tiempo va a seguir?

Y cuando los charcos se formaron, los hombres salieron a la lluvia con palas y construyeron pequeños diques alrededor de las tiendas. La lluvia golpeó la lona hasta que penetró y mandó arroyuelos abajo. Y entonces los diques se deshicieron y la lluvia entró dentro, y los arroyuelos mojaron las camas y las mantas. La gente se sentaba con la ropa húmeda. Colocaron cajas y pusieron tablas encima de ellas. Entonces se sentaron en las cajas día y noche.

Junto a las tiendas estaban los viejos coches y el agua estropeó los cables del encendido y los carburadores. Las pequeñas tiendas grises se levantaban en lagos. Y al final la gente hubo de moverse. Entonces los coches no arrancaron porque los cables estaban en cortocircuito; y si los motores andaban las ruedas patinaban en el barro profundo. Y la gente tuvo que vadear el agua llevando en los brazos las mantas húmedas. Salpicaron a su alrededor llevando a los niños y a los muy viejos en los brazos. Y si había un granero en alto, estaba lleno de gente que temblaba y desesperaba.

Luego algunos fueron a las oficinas de ayuda estatal y regresaron tristemente a su propia gente.

Hay una normas..., tienes que haber estado aquí un año para poder recibir la ayuda. Dicen que el gobierno nos va a ayudar. No saben cuándo.

Y gradualmente llegó el terror más grande de todos. No va a haber nada de trabajo en seis meses.

En los graneros la gente se acurrucó muy junta; y el terror se apoderó de ellos hasta cubrir de gris sus rostros. Los niños lloraban de hambre y no había comida.

Entonces llegó la enfermedad, neumonía y sarampión, que atacaba a los ojos y a la mastoides.

Y la lluvia cayó sin cesar y el agua inundó las carreteras porque las alcantarillas no podían llevarla.

Luego, de las tiendas y de los graneros llenos salieron grupos de hombres empapados, con la ropa hecha jirones y los zapatos como una masa de barro. Fueron salpicando a través del agua yendo a las ciudades, a las tiendas del campo, a las oficinas de ayuda, a suplicar que les dieran comida, encogiéndose y suplicando que les dieran comida, suplicando ayuda, intentando robar, mintiendo. Y bajo las súplicas y el encogimiento, una furia desesperada empezó a arder. Y en las pequeñas poblaciones la lástima por los hombres empapados se, transformó en furia y la furia en miedo de la gente hambrienta. Entonces los sheriffs buscaron y juraron a un montón de ayudantes y se pidieron apresuradamente rifles, gases lacrimógenos y municiones. Los hombres llenaban los callejones de detrás de las tiendas suplicando que les dieran pan, verduras podridas, para robar si podían.

Hombres frenéticos llamaban a las puertas de los médicos; y los médicos estaban ocupados. Y hombres entristecidos dejaban recado en las tiendas de campo para que el forense mandara un coche. Los forenses no estaban demasiado ocupados. Las carretas de los forenses llegaban entre el barro y se llevaban a los muertos.

Y la lluvia cayó implacable y los arroyos desbordaron las orillas y se extendieron por el campo.

Acurrucados en cobertizos, yaciendo en heno mojado, el hambre y el miedo fermentaron en furia. Entonces los chicos salieron no a pedir, sino a robar; y los hombres salieron débilmente a intentar robar.

Los sheriffs contrataron más ayudantes y mandaron por más rifles; y la gente cómodamente en sus casas cerradas sintió lástima al principio y luego repugnancia y finalmente odio por los emigrantes.

Sobre el heno húmedo de graneros con goteras nacían niños de mujeres que jadeaban, enfermas de neumonía. Y los ancianos se acurrucaban por los rincones y morían así, de modo que los forenses no los podían estirar. Por la noche los hombres frenéticos se acercaban osadamente a los gallineros y se llevaban las cacareantes gallinas. Si les disparaban no corrían, sino que se alejaban torvamente; y si les daban se hundían cansadamente en el barro.

La lluvia dejó de caer. En los campos quedó el agua, reflejando el cielo gris y la tierra susurró con el agua en movimiento. Y los hombres salieron de los graneros y los cobertizos. Se acuclillaron y contemplaron la tierra anegada. Callaban. Y a veces hablaban muy quedamente.

No hay trabajo hasta la primavera. No hay trabajo.

Y si no hay trabajo... no hay dinero ni comida.

Un hombre que tiene un tiro de caballos, que los usa para arar y cultivar y segar, a él nunca se le ocurriría dejarlos que se murieran de hambre cuando no están trabajando.

Ésos son caballos..., nosotros somos hombres.

Las mujeres miraron a los hombres, los miraron para ver si al fin se derrumbarían. Las mujeres permanecieron calladas, de pie, mirando. Y en donde un grupo de hombres se juntaba, el miedo dejaba sus rostros y la furia ocupaba su lugar. Y las mujeres suspiraron de alivio porque sabían que todo iba bien, que esta vez tampoco se irían abajo; y que nunca lo harían en tanto que el miedo pudiera transformarse en ira.

Pequeños brotes de hierba salieron de la tierra, y al cabo de pocos días, con el comienzo del año, las colinas se vistieron de color verde pálido.

CAPÍTULO XXX

En el campamento de furgones el agua se quedó en charcas y la lluvia salpicó en el barro. Poco a poco el pequeño arroyo trepó por la orilla hacia la explanada baja donde estaban los furgones.

En el segundo día de lluvia Al quitó la lona que separaba las dos mitades del furgón. La llevó afuera y la extendió sobre el capó del camión y regresó al furgón y se sentó en su colchón. Ahora, sin la separación, las dos familias se convirtieron en una. Los hombres se sentaron juntos con el ánimo encogido. Madre mantuvo un pequeño fuego ardiendo en la cocina, un fuego de leña menuda y conservó la madera. La lluvia caía en el techo casi plano del furgón.

Al tercer día los Wainwright se empezaron a impacientar.

Quizá lo mejor sea marcharse —dijo la señora Wainwright.

Y Madre intentó que no se fueran.

¿A dónde irían que tenga la seguridad de un buen techo?

No lo sé, pero tengo el presentimiento de que deberíamos marchar —las dos discutieron el asunto y Madre miró a Al.

Ruthie y Winfield intentaron jugar un rato y luego ellos también cayeron en una inactividad malhumorada, y la lluvia tamborileó en el techo.

Al tercer día el sonido del arroyo podía oírse por encima del tamborileo de la lluvia. Padre y el tío John miraron al creciente arroyo desde la puerta abierta. A ambos extremos del campamento el arroyo corría cercano a la carretera, pero en el campamento hacía una curva de modo que el terraplén de la carretera rodeaba el campamento por la espalda y el arroyo lo cerraba por el frente. Y Padre dijo:

¿Qué te parece a ti, John? A mí me parece que si ese arroyo sigue creciendo nos va a inundar.

El tío John abrió la boca y se pasó los dedos por la barbilla sin afeitar.

Sí —dijo—. Puede ser que sí.

Rose of Sharon tenía un resfriado tremendo, el rostro arrebolado y los ojos brillantes de fiebre. Madre se sentó a su lado con una taza de leche caliente.

Toma —le dijo—. Tómate esto. Tiene grasa de tocino para que te dé fuerzas. Toma, bébelo.

Rose of Sharon meneó la cabeza.

No tengo hambre.

Padre trazó una línea curva en el aire con el dedo.

Si todos cogiéramos las palas y levantáramos un dique, creo que podríamos retener el agua. Sólo tiene que ir desde allí arriba hasta abajo, allá.

Sí —asintió el tío John—. Podría ser. No sé si los demás querrán hacerlo. Quizá prefieran irse a otro sitio.

Pero estos furgones están secos —insistió Padre. No se puede encontrar un sitio seco mejor que éste. Espera —cogió una ramita del montón de leña del furgón. Bajó la pasarela corriendo y, pisando el barro, llegó hasta el arroyo y puso el palo vertical en el margen del agua que formaba remolinos. Volvió al furgón al momento.

Dios, te calas hasta los huesos —dijo.

Los dos hombres contemplaron la ramita en el margen del agua. Vieron moverse lentamente el agua, alrededor de la rama y subir por la orilla. Padre se acuclilló en la entrada.

Está subiendo deprisa —dijo—. Creo que debemos ir a hablar con los otros hombres. A ver si van a ayudar a hacer una zanja. Si no quieren ayudar nos tendremos que ir —Padre miró al extremo de los Wainwright del largo furgón. Al estaba con ellos, sentado junto a Aggie. Padre entró en su zona—. Él agua está subiendo —dijo—. Qué les parece si levantamos un terraplén. Podríamos hacerlo si todo el mundo ayuda.

Wainwright replicó:

Lo estábamos hablando. Me parece que lo mejor será irse de aquí.

Padre dijo:

Usted conoce los alrededores. Sabe las posibilidades que tenemos de encontrar un sitio seco donde estar.

Lo sé. Pero de todas formas... Al dijo: —Padre, si se van, yo me voy con ellos. Padre le miró sorprendido.

No puedes, Al. El camión..., nosotros no sabemos conducirlo.

Me da igual. Yo y Aggie tenemos que estar juntos.

Espera un poco —dijo Padre—. Ven aquí —Wainwright y Al se pusieron en pie y se acercaron a la puerta—. ¿Veis? —dijo Padre señalando—. Es sólo un terraplén desde allí arriba hasta allá —miró su palo. El agua se arremolinaba alrededor y trepaba por la orilla.

Será mucho trabajo y luego podría caerse de todas maneras —protestó Wainwright.

Bueno, estamos sin hacer nada. Igual podríamos estar trabajando. No vamos a encontrar otro sitio tan agradable como éste para vivir. Venga. Vamos a hablar con los otros hombres. Podemos hacerlo si todo el mundo ayuda.

Al dijo: —Si Aggie se va, yo también me voy. Padre dijo:

Mira, Al, si esos hombres no quieren cavar, todos tendremos que irnos. Venga, vamos a hablar con ellos —encorvaron los hombros, bajaron corriendo la

pasarela y fueron hasta el furgón siguiente y subieron a la puerta abierta. Madre estaba en la cocina, alimentando la débil llama con algunos palos. Ruthie se acercó a ella.

Tengo hambre —gimoteó.

No puede ser —dijo Madre—. Comiste suficientes gachas.

Ojalá tuviera una caja de palomitas. No hay nada que hacer. No es divertido.

Lo va a ser —dijo Madre—. Espera y verás. Dentro de nada podrás divertirte otra vez. Compraremos una casa y tierra muy pronto.

Ojalá tuviéramos un perro —dijo Ruthie. —Tendremos perro; y un gato también. —¿Un gato amarillo?

No me enredes —suplicó Madre—. No me des la tabarra ahora, Ruthie. Rosasharn está enferma. Sé una buena niña un ratito. Ya te lo pasarás bien más adelante —Ruthie se alejó protestando.

Del colchón donde yacía Rose of Sharon tapada hasta arriba surgió un grito agudo y rápido cortado a medio camino. Madre se volvió como un torbellino y fue hacia ella. Rose of Sharon contenía la respiración y sus ojos estaban llenos de terror.

¿Qué pasa? —gritó Madre. La muchacha dejó escapar el aliento y lo volvió a contener. De pronto Madre puso la mano bajo las mantas. Entonces se levantó.

Señora Wainwright —llamó—. ¡Señora Wainwright! La mujercita gorda atravesó el furgón. —¿Quería algo?

Mire —Madre señaló al rostro de Rose of Sharon. Se mordía el labio inferior con los dientes y su frente estaba húmeda de transpiración, y sus ojos reflejaban el terror y brillaban. \

Creo que ha llegado el momento —dijo Madre—. Viene antes de tiempo.

La joven exhaló un largo suspiro y se relajó. Dejó escapar el labio y cerró los ojos. La señora Wainwright se inclinó sobre ella.

¿Te agarró por todas partes... rápidamente? Abre la boca y contéstame — Rose of Sharon asintió débilmente. La señora Wainwright se volvió hacia Madre— . Sí —dijo—. Ha llegado el momento. ¿Dice que viene adelantado?

Quizá lo haya provocado la fiebre. —Bueno, debería estar de pie. Debería andar por aquí. —No puede —rebatió Madre—. No tiene fuerzas.

Pues es lo que debe hacer —la señora Wainwright se volvió silenciosa y severa con la eficiencia—. He ayudado en muchos partos —dijo—. Venga, vamos a cerrar casi del todo esa puerta. Que no haya corriente —las dos mujeres

empujaron la pesada puerta corredera hasta que sólo quedó unos treinta centímetros de abertura.

Traeré también nuestra lámpara —dijo la señora Wainwright. Su rostro estaba rojo de excitación—. ¡Aggie! —llamó—. Tú cuídate de estos pequeños.

Madre asintió: —Eso es. ¡Ruthie!, tú y Winfield iros al otro lado con Aggie. Venga. —¿Por qué? —quisieron saber. —Porque tenéis que iros. Rosasharn va a tener un bebé. —Quiero mirar, Madre. Por favor, déjame.

¡Ruthie! Vete ahora mismo —no hubo argumentos ante aquel tono de voz. Ruthie y Winfield se fueron reacios a la otra parte. Madre encendió la lámpara. La señora Wainwright trajo su lámpara y la dejó en el suelo, y su alta llama circular iluminó el furgón brillantemente.

Ruthie y Winfield se quedaron detrás del montón de leña y curiosearon.

Va a tener un niño y vamos a verlo —dijo Ruthie quedamente—. No hagas ningún ruido. Madre no nos dejaría mirar. Si mira para acá escóndete detrás de la leña. Entonces lo veremos.

No hay muchos niños que lo hayan visto —dijo Winfield.

No hay ninguno —insistió Ruthie, muy orgullosa—. Sólo nosotros.

Cerca del colchón, a la luz brillante de la lámpara, Madre y la señora Wainwright parlamentaron. Sus voces se elevaban un poco sobre el golpeteo sordo de la lluvia. La señora Wainwright cogió un cuchillo de pelar del bolsillo de su delantal y lo deslizó bajo el colchón. —Quizá no sirva para nada —se disculpó—. En nuestra familia siempre se ha hecho. En cualquier caso, no hace daño.

Madre asintió.

Nosotros usábamos una punta del arado. Supongo que cualquier cosa afilada servirá para cortar los dolores de parto. Espero que no sea muy largo.

¿Te encuentras bien ahora?

Rose of Sharon asintió nerviosamente.

¿Viene ya?

Claro —dijo Madre—. Vas a tener un niño precioso. Sólo tienes que ayudarnos. ¿Crees que podrías levantarte y caminar?

Puedo intentarlo.

Eso es una buena chica —dijo la señora Wainwright—. Buena chica. Te ayudaremos, cariño. Vamos a caminar contigo —la ayudaron a levantarse y le echaron una manta sobre los hombros. Entonces Madre la sujetó de un brazo y la señora Wainwnght del otro. Caminaron hasta el montón de leña y dieron media vuelta despacio y volvieron al extremo del furgón, una y otra vez; y la lluvia tamborileó monótona en el tejado.

Ruthie y Winfield miraron con ansiedad. —¿Cuándo lo va a tener? —exigió Winfield. —Sh, que no te oigan. No nos dejarán mirar.

Aggie se unió a ellos detrás del montón de leña. El rostro delgado de Aggie y su pelo amarillo brillaban a la luz de la lámpara y la nariz se veía larga y afilada en la sombra de su cabeza en la pared.

Ruthie susurró: —¿Has visto nacer un niño alguna vez? —Claro —respondió Aggie. —Bueno, y ¿cuándo lo va a tener? —Aún falta mucho. —Pero ¿cuánto tiempo? —Puede que hasta mañana por la mañana no lo tenga. —¡Anda! —dijo Ruthie—. Entonces mirar ahora no sirve. ¡Oh, mira!

Las mujeres habían detenido su caminar. Rose of Sharon se había puesto rígida y gemía de dolor. La acostaron en el colchón y le secaron la frente mientras ella gruñía y apretaba los puños. Y Madre le habló quedamente.

Tranquila —dijo—. Va a ir bien..., muy bien. Agárrate las manos y muérdete el labio. Así, bien..., así—el dolor pasó. La dejaron descansar un poco y luego la volvieron a ayudar a levantarse y las tres caminaron arriba y abajo entre los dolores.

Padre asomó la cabeza por la estrecha abertura. Su sombrero goteaba agua.

¿Para qué habéis cerrado la puerta? —preguntó. Y entonces vio a las mujeres que caminaban.

Madre dijo: —Ha llegado el momento. —Entonces..., entonces no podríamos irnos aunque quisiéramos. —No. —Entonces hay que levantar un terraplén. —Tenéis que hacerlo.

Padre chapoteó entre el barro y se encaminó hacia el arroyo. Su palo estaba diez centímetros más abajo. Había veinte hombres parados bajo la lluvia. Padre gritó:

Tenemos que levantarlo. Mi hija tiene los dolores —los hombres se reunieron a su alrededor.

¿De parto? —Sí. Ahora ya no nos podemos ir.

Un hombre alto dijo:

No es nuestro niño. Nosotros podemos irnos.

Claro que sí—dijo Padre—. Pueden irse. Váyanse, nadie se lo impide. Sólo hay dos palas —fue a la parte más baja del arroyo y hundió la pala en el barro. La paletada salió con un ruido de ventosa. La volvió a hundir y arrojó el barro en la parte baja de la orilla del arroyo. Los otros hombres se alinearon a su lado. Amontonaban la tierra en un terraplén bajo y los que no tenían palas cortaron ramas de sauce con las que hacían una maraña que pisoteaban en la orilla. Una furia de trabajo, una furia de batalla se apoderó de los hombres. Cuando un hombre dejaba la pala, otro la cogía. Se habían quitado las chaquetas y los sombreros. Las camisas y los pantalones se les pegaban al cuerpo, sus zapatos eran masas amorfas de barro. Un agudo chillido surgió del furgón de los Joad. Los hombres se quedaron quietos, escucharon incómodos y se lanzaron a trabajar una vez más. Y el pequeño dique de tierra se extendió hasta conectar en ambos lados con el terraplén de la carretera. Ahora estaban cansados y las palas se movían más despacio. Y el arroyo crecía lentamente. La primera tierra que había sido puesta contuvo el agua.

Padre se echó a reír triunfalmente.

Se habría salido si no lo hubiéramos levantado —gritó.

El arroyo subió lentamente por el lado del nuevo muro y rompió la maraña de sauce.

Más alto —gritó Padre—. Tenemos que levantarlo más.

El atardecer llegó y el trabajo continuó. Ahora los hombres se sentían más allá del cansancio. Sus rostros eran inexpresivos. Trabajaban a sacudidas como las máquinas. Al llegar la noche, las mujeres pusieron lámparas en las puertas de los furgones y tuvieron las cafeteras a punto. Y las mujeres llegaron corriendo una a una al furgón de los Joad y se apiñaron dentro.

Los dolores venían más seguidos, cada veinte minutos. Y Rose of Sharon había perdido el control. Gritaba fieramente bajo los enormes dolores. Y las mujeres vecinas la miraron, le dieron unas palmaditas suavemente y volvieron a sus propios furgones.

Madre tenía ahora un buen fuego ardiendo y todos sus utensilios, llenos de agua, estaban puestos a calentar en la cocina. Cada poco Padre se asomaba a la puerta del furgón.

¿Va bien?

Sí. Creo que sí —le tranquilizó Madre.

Al hacerse de noche alguien sacó una linterna para trabajar con luz. El tío John siguió arrojando barro encima de la pared.

Tómatelo con calma —dijo Padre—. Te vas a matar.

No puedo evitarlo. No soporto esos gritos. Es igual..., es igual que cuando...

Lo sé —dijo Padre—. Pero tómatelo con calma.

El tío balbuceó.

Me marcharé. Por Dios, que o trabajo o me marcho.

Padre dio media vuelta.

¿Qué hay de la última marca?

El que tenía la linterna proyectó el foco en el palo. La lluvia cortaba blanquecina a través de la luz.

Está subiendo.

Ahora subirá más despacio —dijo Padre—. Puede inundar hasta muy lejos por el otro lado.

Sin embargo, sigue subiendo.

Las mujeres llenaron las cafeteras y las sacaron de nuevo. Y conforme avanzaba la noche, los hombres se movían más y más despacio y levantaban los pesados pies como los caballos de tiro, más barro en el dique, más sauces entrelazados. La lluvia caía monótona. Cuando la linterna iluminaba los rostros, se veían los ojos mirando con fijeza y los músculos de las mejillas sobresalían como verdugones.

Durante mucho rato siguieron los gritos del furgón y finalmente se apagaron.

Padre dijo:

Madre me llamaría si hubiera nacido —continuó trabajando torvamente. El arroyo se arremolinaba y hervía contra el terraplén. Entonces, de la parte de arriba del arroyo llegó un ruido formidable. La luz de la linterna mostró un gran árbol de algodón derribado. Los hombres se pararon a mirar. Las ramas del árbol se hundieron en el agua y se movieron con la corriente mientras el arroyo escarbaba las raicillas. Lentamente el árbol quedó libre y lentamente bajó por el arroyo. Los cansados hombres miraron con la boca abierta. El árbol fue bajando poco a poco. Entonces una rama se enganchó en un tocón y se quedó parado. Y muy despacio las raíces giraron y se engancharon en la nueva orilla. El agua se amontonó detrás. El árbol se movió y destrozó el terraplén. Un arroyuelo se deslizó por la rotura. Padre corrió hacia adelante y apiló barro en la rotura. El agua se amontonó contra el árbol. Y entonces el terraplén se deshizo, cubrió los tobillos, cubrió las rodillas. Los hombres echaron a correr y la corriente se extendió nuevamente por la explanada, bajo los furgones, bajo los automóviles.

El tío John vio el agua rompiendo. Pudo verlo en la oscuridad. Su peso le hizo caer de forma incontrolable. Se quedó de rodillas con el agua, que arrastraba, arremolinándose alrededor del pecho.

Padre le vio caer. —¡Eh! ¿Qué te pasa? —le levantó—. Ven, los furgones están en alto. El tío John recuperó las fuerzas.

No lo sé —dijo disculpándose—. Se me doblaron las piernas. Simplemente no me sostuvieron —Padre le ayudó de camino a los furgones.

Cuando el dique se desmoronó, Al se volvió y echó a correr. Sus pies se movían con dificultad. Le llegaba el agua a las pantorrillas cuando alcanzó el camión. Apartó la lona del camión y se metió en el coche. Pisó el estárter. El motor zumbó una y otra vez, pero no agarró. Ahogó el motor. La batería hacía girar al estárter cada vez más despacio, pero el motor no respondía. Una vez tras otra y cada vez más lentamente. Al pisó a fondo. Cogió la manivela y la hizo girar repetidas veces, y la mano que empuñaba la manivela salpicaba en el agua que fluía despacio a cada vuelta. Finalmente se dio por vencido. El motor estaba lleno de agua, la batería estropeada. En una zona un poco más alta dos coches se pusieron en movimiento con las luces encendidas. Forcejearon en el barro y fueron hundiendo las ruedas hasta que finalmente los conductores apagaron los motores y se quedaron sentados, quietos, mirando las luces de los faros. Y la lluvia caía en rayas blancas delante de las luces. Al rodeó lentamente el camión, alargó la mano y cortó el motor.

Cuando Padre llegó a la pasarela, encontró la parte más baja flotando. La pisó hasta que se asentó en el barro, bajo el agua.

¿Crees que puedes llegar, John?

No me pasa nada. Sigue adelante.

Padre trepó la pasarela cautelosamente y se deslizó por la pequeña abertura. Las dos lámparas daban una luz baja. Madre estaba sentada en el colchón al lado de Rose of Sharon y le abanicaba el rostro inmóvil con un trozo de cartón. La señora Wainwright metió leña seca en la cocina y un humo malsano salió por las tapaderas y llenó el coche del olor a tela quemada. Madre levantó la vista hacia Padre cuando entró y luego la bajó rápidamente de nuevo.

¿Cómo está? —preguntó Padre. Madre no volvió a levantar la mirada. —Creo que bien. Está durmiendo.

El aire estaba fétido y olía a cerrado, a olor de parto. El tío John trepó y se sujetó derecho al lado del furgón. La señora Wainwright dejó su trabajo y fue hacia Padre. Le tomó del codo y le condujo a un rincón del furgón. Cogió un farol y lo mantuvo encima de una caja de manzanas que había en el rincón. Sobre un periódico yacía una pequeña momia, azul y consumida.

No llegó a respirar —dijo la señora Wainwright suavemente—. Nunca estuvo vivo.

El tío John se volvió y se dirigió al extremo oscuro del furgón arrastrando los pies. La lluvia silbaba sobre el tejado quedamente, tan quedamente que podían oír el llanto cansado del tío John desde la oscuridad.

Padre levantó la vista y miró a la señora Wainwright. Le cogió el farol de la mano y lo dejó caer en el suelo. Ruthie y Winfield dormían en sus colchones con los brazos sobre los ojos para evitar la luz.

Padre caminó lentamente hacia el colchón de Rose of Sharon. Intentó acuclillarse, pero tenía las piernas demasiado cansadas. Por el contrario, se puso de rodillas. Madre movió el cartón de aquí para allá, como si fuera un abanico.

Miró a Padre un momento, con ojos de par en par y fijos, como los de un sonámbulo.

Padre dijo:

Hicimos... lo que pudimos.

Lo sé.

Trabajamos toda la noche. Y un árbol cortó el terraplén.

Lo sé.

Se puede oír por debajo del furgón.

Ya lo sé. Lo he oído.

¿Crees que se pondrá bien?

No lo sé.

¿No pudimos haber hecho nada?

Los labios de Madre estaban rígidos y blancos.

No. No había más que una cosa que hacer... y la hicimos.

Trabajamos hasta caer rendidos, y un árbol... Parece que la lluvia amaina un poco.

Madre miró al techo y luego volvió a bajar la vista. Padre prosiguió como si se sintiera obligado a hablar.

No se cuánto más va a subir. Podría inundar el furgón.

Lo sé.

Tú lo sabes todo.

Ella se quedó en silencio, moviendo el cartón de un lado para otro.

¿Nos equivocamos? —suplicó Padre—. ¿Hay algo que pudiéramos haber hecho?

Madre le miró con expresión extraña. Sus labios blancos dibujaron una sonrisa de compasión soñadora.

No te culpes. Calla. Todo va a ir bien. Hay cambios... por todas partes.

Puede que el agua..., tal vez tengamos que marcharnos.

Cuando sea el momento de irnos, nos iremos. Haremos todo lo que tengamos que hacer. Ahora calla. La podríamos despertar.

La señora Wainwright cortó leña menuda y la metió en el fuego empapado y humeante.

De fuera llegó el sonido de una voz enfurecida. Y luego, justo en la puerta, la voz de Al: —¿Dónde cree que va? —Voy a ver a ese cabrón de Joad.

Ni lo piense. ¿Qué es lo que le pasa?

Si no hubiera tenido esa estúpida idea del terraplén, nos habríamos ido. Ahora nuestro coche está muerto.

¿Se cree que el nuestro está corriendo por la carretera? —Voy a entrar. La voz de Al era fría. —Va a tener que pelear para entrar.

Padre se puso lentamente en pie y se dirigió hacia la puerta. —Está bien, Al. Voy a salir. Ya vale, Al —Padre se deslizó por la pasarela. Madre le oyó decir: —Tenemos una persona enferma. Vamos allí abajo.

Ahora unas pocas gotas que una brisa recién levantada llevaba en oleadas caían aquí y allá, sobre el tejado. La señora Wainwright dejó la cocina y fue a mirar a Rose of Sharon.

El amanecer llegará pronto, señora Joad. ¿Por qué no duerme un poco? Yo me sentaré con ella.

No —replicó Madre—. No estoy cansada.

Pues lo parece —dijo la señora Wainwright—. Venga, acuéstese un poco.

Madre abanicó el aire lentamente con el cartón.

Se ha portado bien —dijo—. Le estamos muy agradecidos.

La robusta mujer sonrió.

No hay necesidad de dar las gracias. Todos estamos en la misma carreta. Imagínese que estuviéramos enfermos. Nos habrían echado una mano.

Sí —dijo Madre—. Lo hubiéramos hecho.

O cualquiera.

O cualquiera. Antes la familia era lo primero. Ya no es así. Es cualquiera. Cuanto peor estemos, más tenemos que hacer.

No hubiéramos podido salvarlo.

Lo sé —dijo Madre.

Ruthie suspiró profundamente y se quitó el brazo de los ojos. Miró ciegamente a la lámpara un momento y luego volvió la cabeza y miró a Madre.

¿Ha nacido? —preguntó—. ¿Ha salido ya el niño?

La señora Wainwright cogió un saco y lo extendió sobre la caja de manzanas del rincón.

¿Dónde está el bebé? —quiso saber Ruthie. Madre se humedeció los labios. —No hay ningún bebé. Nunca hubo bebé. Nos equivocamos.

¡Vaya! —bostezó Ruthie—. Me hubiera gustado tener un bebé.

La señora Wainwright se sentó al lado de Madre, le cogió el cartón y abanicó el aire. Madre cruzó las manos sobre el regazo y sus ojos cansados no dejaron nunca el rostro de Rose of Sharon, que dormía exhausta.

Venga —dijo la señora Wainwright—. Túmbese. Estará a su lado. Se despertaría sólo con que respirara un poco más fuerte.

De acuerdo —Madre se estiró en el colchón al lado de la muchacha dormida. Y la señora Wainwright se sentó en el suelo y las veló.

Padre, Al y el tío John estaban sentados a la puerta del furgón y miraban la llegada de una aurora acerada. La lluvia había parado, pero el cielo estaba lleno de nubes grises que parecían ser sólidas. Cuando hubo luz, ésta se reflejó en el agua. Los hombres pudieron ver la corriente del arroyo, resbalando ligero, arrastrando ramas negras de árboles, cajas, tablas. El agua se arremolinaba en la explanada donde estaban los furgones. No quedaba ni rastro del terraplén. En la explanada la corriente se interrumpía. Los márgenes de la riada estaban bordeados de espuma amarilla. Padre se asomó por la puerta y puso un palito en la pasarela, justo encima del nivel del agua. Los hombres contemplaron el agua que iba subiendo, levantó el palo y se lo llevó flotando. Padre puso otra ramita dos centímetros por encima del agua y volvió atrás a mirar.

¿Crees que entrará en el furgón? —preguntó Al.

No lo sé. Todavía queda mucha agua por bajar de las montañas. No sé. Podría empezar a llover otra vez.

Al dijo:

He estado pensando. Si el agua entra, todo se va a empapar.

Sí.

Bueno, no entrará más de un metro o metro y medio en el furgón porque antes pasará a la carretera y se extenderá.

¿Cómo lo sabes? —preguntó Padre.

Le eché una ojeada desde el extremo del furgón —puso la mano—. Llegará hasta esta altura.

Bueno —dijo Padre—. ¿Y qué? No estaremos aquí.

Tenemos que quedarnos. El camión está aquí. Nos llevará una semana sacarle toda el agua cuando baje la riada.

Vale..., ¿qué idea has tenido?

Podemos quitarle al camión los tablones laterales y construir una especie de plataforma aquí para poner las cosas y sentarnos.

¿Sí? ¿Cómo vamos a cocinar, y a comer?

Bueno, las cosas quedarán secas.

La luz se hizo intensa en el exterior, una luz de color gris metálico. El segundo palo flotó y dejó la pasarela. Padre puso otro más arriba.

Ya lo creo que sube —dijo—. Creo que deberíamos hacer eso.

Madre se movió inquieta en el sueño. Sus ojos se abrieron como platos. Gritó un aviso de forma estridente: «¡Tom, oh Tom, Tom!»

La señora Wainwright le habló dulcemente. Los ojos se volvieron a cerrar y Madre se revolvió bajo su sueño. La señora Wainwright se levantó y fue a la puerta.

Eh —llamó quedamente—. No vamos a irnos pronto —señaló el rincón del furgón donde estaba la caja de manzanas—. Eso no está haciendo nada bueno. Causa problemas y lástima. ¿No podrían sacarlo y enterrarlo?

Los hombres callaron. Finalmente Padre dijo:

Creo que tiene razón. No hace más que provocar lástima. Enterrarlo va contra la ley.

Hay muchas cosas que van contra la ley y que no tenemos más remedio que hacer.

Sí. Al dijo: —Debemos quitar esos tablones antes de que el agua suba demasiado. Padre se volvió hacía el tío John. —¿Lo llevas a enterrar mientras Al y yo metemos esas tablas? El tío John dijo, hosco:

¿Por qué tengo que hacerlo yo? ¿Por qué no vosotros? No me gusta —y luego—: Claro. Yo lo haré. Claro que sí. Venga, dádmelo —empezó a subir el tono de voz—. ¡Venga! Dádmelo.

No las despiertes —dijo la señora Wainwright. Llevó la caja de manzanas a la puerta y estiró el saco con esmero sobre ella.

La pala está a tu lado —dijo Padre.

El tío John cogió la pala en una mano. Salió al agua que se movía despacio y que le llegó casi hasta la cintura antes de que tocara fondo. Se volvió y se aseguró la caja de manzanas en el otro brazo.

Padre dijo:

Venga, Al. Vamos a meter esa madera.

En la luz gris de la aurora el tío John caminó alrededor del extremo del furgón, más allá del camión de los Joad; y trepó por el resbaladizo terraplén de la carretera. Fue por ésta, más allá de la explanada de los furgones, hasta llegar a un lugar donde el arroyo hirviente corría cercano al camino, bordeado por los sauces. Dejó la pala en el suelo y, llevando la caja delante de él, rodeó los arbustos hasta llegar a la orilla del veloz arroyo. Estuvo un rato viendo cómo se arremolinaba, dejando la espuma amarilla entre los troncos de los sauces. Sujetó la caja contra su pecho. Y entonces se agachó y puso la caja en el arroyo y la equilibró con la mano. Dijo fieramente: ve río abajo y díselo. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Ésa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos

si eras niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizá entonces se den cuenta —giró la caja con suavidad hacia la corriente y la soltó. Se quedó baja en el agua, fue de lado, la cogió un remolino y lentamente se dio la vuelta. El saco se alejó flotando y la caja, atrapada por el agua veloz, se fue flotando, fuera de la vista, tras los arbustos. El tío John cogió la pala y volvió apresurado a los furgones. Chapoteó en el agua y vadeó hacia el camión, donde Padre y Al trabajaban, quitando los tablones de uno por seis.

Padre le miró.

¿Ya lo has hecho?

Sí.

Oye —dijo Padre—. Si tú ayudas a Al, yo me acerco a la tienda a por algo de comida.

Compra tocino —dijo Al—. Necesito carne.

Bueno —dijo Padre. Bajó del camión de un salto y el tío John tomó su puesto.

Cuando estaban entrando las tablas por la puerta del furgón, Madre despertó y se sentó.

¿Qué estáis haciendo?

Vamos a construir una plataforma para no mojarnos.

¿Por qué? —preguntó Madre—. Esto está seco.

Pero no lo estará. El agua está subiendo.

Madre se levantó con esfuerzo y se acercó a la puerta.

Tenemos que irnos de aquí.

No podemos —replicó Al—. Todas nuestras cosas están aquí. El camión también. Todo lo que tenemos.

¿Dónde está Padre?

Fue a comprar cosas para el desayuno.

Madre bajó la vista y observó el agua. Sólo estaba ya a quince centímetros del suelo del furgón. Volvió al colchón y miró a Rose of Sharon. La muchacha le devolvió una mirada fija.

¿Cómo te encuentras? —preguntó Madre. —Cansada. Muy cansada. —Te voy a dar algo de desayunar. —No tengo hambre.

La señora Wainwright se puso al lado de Madre.

Parece que está bien. Ha salido bien del paso.

Los ojos de Rose of Sharon interrogaron a Madre, y Madre intentó eludir la pregunta. La señora Wainwright se acercó a la cocina.

Madre.

¿Sí? ¿Qué quieres?

¿Está bien?

Madre desistió. Se puso de rodillas en el colchón.

Podrás tener más —dijo—. Hicimos todo lo que pudimos.

Rose of Sharon pugnó por levantarse.

¡Madre!

Tú no tienes la culpa.

La joven volvió a recostarse y se tapó los ojos con el brazo. Ruthie se acercó y la miró con expresión reverente. Susurró con voz ronca:

¿Está enferma, Madre? ¿Se va a morir?

Claro que no. Se va a poner bien. Muy bien.

Padre entró cargado de paquetes.

¿Cómo está?

Bien —dijo Madre—. Se va a poner bien.

Ruthie informó a Winfield:

No se va a morir. Lo ha dicho Madre.

Y Winfield, hurgándose en los dientes con una astilla de tal manera que parecía un adulto, dijo:

Ya lo sabía. Es lo que yo pensaba.

¿Cómo lo sabías?

No te lo pienso decir —dijo Winfield, y escupió un trozo de astilla.

Madre hizo el fuego con lo que quedaba de leña menuda y preparó el tocino e hizo salsa. Padre había traído pan de la tienda. Madre frunció el ceño al verlo.

¿Nos queda dinero? —No —dijo Padre—, pero tenemos tanta hambre... —Y se te ocurre comprar pan de tienda —dijo Madre acusadora. —Bueno, tenemos un hambre de lobo. Estuvimos trabajando toda la noche. Madre suspiró. —¿Qué vamos a hacer ahora?

Mientras comían, el agua siguió subiendo. Al engulló su comida y él y Padre construyeron la plataforma. Un metro y medio de ancho, dos metros de largo. A un metro treinta del suelo. El agua llegó al borde del furgón, pareció vacilar un buen rato y lentamente entró y mojó el suelo. Y fuera la lluvia empezó de nuevo a caer, como antes, gotas grandes y pesadas, salpicando el agua, golpeando sordamente el techo.

Al dijo:

Venga, vamos a subir los colchones. Y las mantas, que no se mojen.

Amontonaron sus pertenencias en la plataforma mientras el agua iba avanzando por el suelo. Padre y Madre, Al y el tío John, cada uno en una esquina, levantaron el colchón de Rose of Sharon, con la muchacha acostada, y lo colocaron encima de las cosas.

Y ella protestó:

Puedo andar. Estoy bien —y el agua fue avanzando en una fina película sobre el suelo. Rose of Sharon le susurró a Madre, y ésta puso la mano en su pecho y asintió.

En el otro extremo del furgón, los Wainwright daban martillazos, construyendo una plataforma para ellos. La lluvia se hizo intensa y luego paró. Madre miró a sus pies. El agua llegaba ya a un centímetro.

Tú, Ruthie —llamó distraída—. Subios encima del montón. Vais a coger frío —les ayudó a subir y los dejó sentados y sintiéndose violentos al lado de Rose of Sharon.

Madre dijo repentinamente:

Tenemos que irnos.

No podemos —dijo Padre—. Como dice Al, todo lo que tenemos está aquí. Quitaremos la puerta del furgón y haremos más sitio para sentarse.

La familia se acurrucó en las plataformas, silenciosa y preocupada. El agua llegó hasta los trece centímetros antes de que la riada superara el terraplén de la carretera y se extendiera regularmente por el campo de algodón al otro lado. Durante ese día y esa noche los hombres durmieron empapados, uno junto al otro, en la puerta del furgón. Y Madre estaba acostada cerca de Rose of Sharon. A veces Madre le susurraba algo y a veces se sentaba silenciosamente, con expresión pensativa. Bajo la manta escondió lo que quedaba del pan de la tienda.

La lluvia caía ahora de forma intermitente: pequeños chubascos y luego la calma. En la mañana del segundo día, Padre chapoteó por el campamento y regresó con diez patatas en los bolsillos. Madre le contempló torvamente mientras él cortaba parte de la pared interior del furgón, encendía el fuego y llenaba una cazuela de agua. Todos comieron las patatas cocidas y humeantes con los dedos. Y cuando la comida se acabó miraron fijamente el agua gris, y por la noche tardaron largo rato en acostarse.

Cuando llegó la mañana despertaron nerviosos. Rose of Sharon le susurró algo a Madre.

Madre asintió.

Sí —dijo—. Ya es hora —y entonces se volvió hacia la puerta del furgón, donde yacían los hombres—. Nos vamos de aquí —dijo con fiereza—, vamos a un lugar más alto. Y vosotros podréis venir o no, pero yo me llevo a los pequeños y a Rosasharn fuera de aquí.

¡No podemos! —dijo Padre débilmente.

Muy bien. Quizá puedas ayudar a llevar a Rosasharn hasta la carretera y luego te vuelves. Ahora no llueve y nos vamos.

De acuerdo, vamos —dijo Padre. Al intervino: —Madre, yo no voy. —¿Por qué no?

Bueno..., Aggie, ella y yo...

Madre sonrió.

Desde luego —dijo—. Tú quédate aquí, Al. Cuida las cosas. Cuando el agua baje, volveremos. Vamos deprisa antes de que llueva otra vez —le dijo a Padre—. Venga, Rosasharn. Nos vamos a un sitio seco.

Puedo andar.

Quizás un poco, en la carretera. Dobla la espalda, Padre.

Padre bajó al agua y se quedó esperando. Madre ayudó a Rose of Sharon a bajar de la plataforma y a cruzar el furgón. Padre la cogió en brazos y la sostuvo tan alto como le fue posible y caminó con cuidado sobre la profunda agua, alrededor del furgón y hacia la carretera. La dejó en el suelo y la sujetó. El tío John le siguió con Ruthie cogida. Madre bajó al agua y durante un momento sus faldas se hincharon a su alrededor.

Winfield, siéntate en mis hombros. Al..., volveremos en cuanto baje el agua. Al... —hizo una pausa—. Si..., si Tom viene, dile que volveremos. Dile que tenga cuidado. ¡Winfield!, sube a mis hombros. Así. No muevas los pies —ella caminó tambaleándose por el agua, que le llegaba al pecho. En el terraplén de la carretera la ayudaron y le quitaron a Winfield de los hombros.

Pararon un momento en la carretera a mirar atrás, la manta de agua, los bloques rojo oscuro de los furgones, los camiones y coches bajo el agua lenta. Mientras miraban empezó a caer una lluvia ligera.

Tenemos que movernos —dijo Madre—. Rosasharn, ¿crees que puedes andar?

Estoy un poco mareada —dijo la joven—. Me encuentro como si me hubieran dado una paliza.

Padre protestó:

Ahora nos vamos, pero ¿a dónde vamos?

No lo sé. Venga, dale la mano a Rosasham —Madre la cogió por el brazo derecho y Padre por el izquierdo—. Vamos a algún sitio que esté seco. Tenemos que encontrar alguno. Hace dos días que vosotros tenéis la ropa mojada.

Avanzaron lentamente por la carretera. Podían oír el murmullo del agua en el arroyo que corría paralelo a la carretera. Ruthie y Winfield marchaban juntos chapoteando. Caminaron lentamente. El cielo se oscureció más y la lluvia creció en intensidad. No había ningún tráfico por la carretera.

Tenemos que apresurarnos —dijo Madre—. Si esta muchacha se cala... No sé lo que le va a pasar.

No has dicho hacia dónde tenemos que apresuramos —le recordó Padre con sarcasmo.

La carretera torcía junto con el arroyo. Madre escudriñó los campos inundados. Lejos de la carretera, a la izquierda, en una colina ondulada y baja, había un granero ennegrecido por la lluvia.

¡Mira! —dijo Madre—. ¡Mira allí! Apuesto a que a ese granero no pasa el agua. Vamos allí hasta que pare de llover.

Padre suspiró.

Probablemente el dueño nos echará a patadas.

Delante, al lado de la carretera, Ruthie vio un punto rojo. Corrió hacia él: un esmirriado geranio silvestre, que tenía una flor azotada por la lluvia. Cogió la flor. Le quitó un pétalo con cuidado y se lo pegó en la nariz. Winfield se acercó corriendo.

¿Me das uno? —preguntó.

No señor. Es todo mío. Lo he encontrado yo —se pegó otro pétalo en la frente, un pequeño corazón brillante.

Venga, Ruthie. Dame uno. Venga ya —lanzó una mano para quitárselo, pero falló, y Ruthie le dio una bofetada con la mano abierta en la cara. Se paró un momento, sorprendido, y luego sus labios temblaron y sus ojos se anegaron.

Los otros les alcanzaron.

¿Qué habéis hecho ahora? —preguntó Madre—. ¿Qué habéis hecho ahora?

Intentó quitarme la flor.

Winfield sollozó.

Yo... sólo quería uno para pegármelo en la nariz.

Dale uno, Ruthie.

Que se encuentre él una. Ésta es mía.

¡Ruthie! Dale uno.

Ruthie percibió la nota de amenaza en el tono de voz de Madre y cambió su táctica.

Toma —dijo con amabilidad exagerada—. Te voy a pegar un pétalo —los mayores siguieron adelante. Winfield puso la nariz cerca de ella. Ella mojó un pétalo con la lengua y se lo clavó cruelmente en la nariz—. Hijo de puta —dijo quedamente. Winfield se llevó los dedos al pétalo y lo apretó en la nariz. Caminaron con premura siguiendo a los demás. Ruthie sintió que la diversión se había acabado.

Toma —dijo—. Aquí tienes más. Pégate alguno en la frente. De la derecha de la carretera llegó un agudo sonido silbante. Madre gritó:

Deprisa. Viene una lluvia fuerte. Pasemos por la cerca. Es más corto. Venga, vamos. Sigue aguantando, Rosasham —llevaron a la joven medio a rastras a la cuneta y le ayudaron a pasar la cerca. Y entonces se desató la tormenta. Mantas de agua cayeron sobre ellos. Siguieron por el barro y subieron la pequeña inclinación. El granero negro estaba casi oscurecido por completo por la lluvia, que silbaba y salpicaba y avanzaba empujada por el viento. Rose of Sha-ron resbaló y se quedó colgando de sus padres.

¡Padre! ¿Puedes llevarla en brazos?

Él se inclinó y la cogió.

Estamos calados hasta los huesos de todas formas —dijo—. Deprisa, Winfield, Ruthie, adelantaos corriendo.

Llegaron jadeantes al granero y entraron tambaleándose por el extremo abierto, que no tenía puerta. Algunos aperos de granja oxidados yacían aquí y allá, un arado de discos y un cultivador roto, una rueda de hierro. La lluvia martilleaba en el tejado y ponía una cortina a la entrada. Padre dejó cuidadosamente a Rose of Sharon sentada en una caja grasienta.

¡Dios Todopoderoso! —exclamó.

Madre dijo:

Puede que haya heno en el interior. Mira, aquí hay una puerta —abrió la puerta de goznes oxidados—. Hay heno —gritó—. Entrad.

Dentro estaba oscuro. Un poco de luz entraba a través de las grietas entre los tablones.

Échate, Rosasham —dijo Madre—. Échate y descansa. Intentaré pensar alguna forma para que te seques.

Winfield dijo: —¡Madre! —y la lluvia, rugiendo en el tejado, ahogó su voz—. ¡Madre! —¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quieres? —¡Mira! En el rincón.

Madre miró. Había dos figuras en la penumbra; un hombre tumbado de espaldas y un niño sentado junto a él, con los ojos muy abiertos, mirando con fijeza a los recién llegados. Mientras miraba, el niño se puso lentamente de pie y se acercó a ellos. Su voz se rompió.

¿Son los propietarios de esto?

No —dijo Madre—. Sólo hemos venido a refugiarnos de la lluvia. Tenemos una muchacha enferma. ¿Tienes una manta que pudiéramos usar para quitarle la ropa mojada?

El niño volvió al rincón y trajo un sucio edredón que tendió a Madre. —Gracias —dijo ella-—. ¿Qué le pasa a ese hombre? El niño hablaba con un graznido monótono. —Primero estuvo enfermo, pero ahora se está muriendo de hambre.

¿Qué?

Muñéndose de hambre. Se puso enfermo en el algodón. Lleva seis días sin comer .

Madre fue al rincón y miró al hombre. Tenía alrededor de cincuenta años, su rostro estaba chupado y los ojos eran vagos y de expresión fija. El niño se llegó a su lado.

¿Es tu padre? —preguntó Madre.

¡Sí! Dice que no tiene hambre o que acaba de comer y me da la comida. Ahora está demasiado débil. Apenas se puede mover.

El golpeteo de la lluvia decreció hasta no ser más que un silbido tranquilizador en el tejado. El hombre consumido movió los labios. Madre se arrodilló a su lado y acercó la oreja. Sus labios se volvieron a mover.

Claro —dijo Madre—. Estése tranquilo. Él está bien. Espere que le quite la ropa mojada a mi hija.

Madre se volvió hacia Rose of Sharon.

Quítate la ropa —dijo. Utilizó el edredón como una pantalla para que no la vieran. Y cuando estuvo desnuda, Madre la tapó con el edredón. El niño estaba otra vez a su lado explicándole:

Yo no lo sabía. Decía que había comido o que no tenía hambre. Anoche fui y rompí una ventana y robé un poco de pan. Le hice tragárselo. Pero lo vomitó todo y se quedó más débil todavía. Tiene que comer sopa o leche. ¿Tienen ustedes dinero para comprar leche?

Madre dijo:

Calla. No te preocupes. Ya pensaremos algo.

De pronto el niño gritó:

¡Se está muriendo, se lo digo yo! Se está muriendo de hambre, se lo digo yo.

Calla —dijo Madre. Miró a Padre y al tío John que miraban al hombre enfermo sin saber qué hacer. Miró a Rose of Sharon envuelta en el edredón. Los ojos de Madre fueron más allá de los de Rose of Sharon y luego volvieron a ellos. Y las dos mujeres se miraron profundamente la una a la otra. La respiración de la muchacha era entrecortada.

Ella dijo:

Sí.

Madre sonrió.

Sabía que lo harías. ¡Lo sabía! —miró sus manos, entrelazadas en su regazo.

Rose of Sharon susurró: —¿Podéis..., podéis saliros todos? la lluvia caía lentamente en el tejado.

Madre se inclinó hacia adelante y con la palma de la mano retiró de la frente de su hija el pelo en desorden y la besó en la frente. Madre se enderezó con presteza.

Venga, vamos todos —llamó—. Vamos a salir al cobertizo de las herramientas.

Ruthie abrió la boca para hablar.

Calla —dijo Madre—. Calla y ve —los hizo salir y llevó al niño consigo; cerró la puerta chirriante tras de sí.

Durante un minuto Rose of Sharon se quedó sentada inmóvil en el granero susurrante.

Luego levantó su cuerpo y se ciñó el edredón. Caminó despacio hacia el rincón y contempló el rostro gastado y los ojos, abiertos y asustados. Entonces, lentamente, se acostó a su lado. Él meneó la cabeza con lentitud a un lado y a otro. Rose of Sharon aflojó un lado de la manta y descubrió el pecho.

Tienes que hacerlo —dijo. Se acercó más a él y atrajo la cabeza hacia sí—. Toma —dijo—. Así —su mano le sujetó la cabeza por detrás. Sus dedos se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró a través del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una sonrisa misteriosa.